Catequesis sobre la Anunciación del Señor

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En la Anunciación, el Mensajero de Dios la llama «llena de gracia» y le revela este proyecto. María responde «sí» y desde aquel momento la fe de María recibe una luz nueva: se concentra en Jesús, el Hijo de Dios que de ella ha tomado carne y en quien se cumplen las promesas de toda la historia de la salvación. La fe de María es el cumplimiento de la fe de Israel, en ella está precisamente concentrado todo el camino, toda la vía de aquel pueblo que esperaba la redención, y en este sentido es el modelo de la fe de la Iglesia, que tiene como centro a Cristo, encarnación del amor infinito de Dios.

Santo Padre Francisco

Audiencia General del miércoles 23 de octubre de 2013

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Misterio central de la fe cristiana

En efecto, la encarnación del Hijo de Dios es el misterio central de la fe cristiana, y en él, María ocupa un puesto de primer orden. Pero, ¿cuál es el significado de este misterio? Y, ¿cuál es la importancia que tiene para nuestra vida concreta?

Veamos ante todo qué significa la encarnación. En el evangelio de san Lucas hemos escuchado las palabras del ángel a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35). En María, el Hijo de Dios se hace hombre, cumpliéndose así la profecía de Isaías: «Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa «Dios-con-nosotros»» (Is 7,14). Sí, Jesús, el Verbo hecho carne, es el Dios-con-nosotros, que ha venido a habitar entre nosotros y a compartir nuestra misma condición humana. El apóstol san Juan lo expresa de la siguiente manera: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La expresión «se hizo carne» apunta a la realidad humana más concreta y tangible. En Cristo, Dios ha venido realmente al mundo, ha entrado en nuestra historia, ha puesto su morada entre nosotros, cumpliéndose así la íntima aspiración del ser humano de que el mundo sea realmente un hogar para el hombre. En cambio, cuando Dios es arrojado fuera, el mundo se convierte en un lugar inhóspito para el hombre, frustrando al mismo tiempo la verdadera vocación de la creación de ser espacio para la alianza, para el «sí» del amor entre Dios y la humanidad que le responde. Y así hizo María como primicia de los creyentes con su «sí» al Señor sin reservas.

Por eso, al contemplar el misterio de la encarnación no podemos dejar de dirigir a ella nuestros ojos, para llenarnos de asombro, de gratitud y amor al ver cómo nuestro Dios, al entrar en el mundo, ha querido contar con el consentimiento libre de una criatura suya. Sólo cuando la Virgen respondió al ángel, «aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), a partir de ese momento el Verbo eterno del Padre comenzó su existencia humana en el tiempo. Resulta conmovedor ver cómo Dios no sólo respeta la libertad humana, sino que parece necesitarla. Y vemos también cómo el comienzo de la existencia terrena del Hijo de Dios está marcado por un doble «sí» a la voluntad salvífica del Padre, el de Cristo y el de María. Esta obediencia a Dios es la que abre las puertas del mundo a la verdad, a la salvación. En efecto, Dios nos ha creado como fruto de su amor infinito, por eso vivir conforme a su voluntad es el camino para encontrar nuestra genuina identidad, la verdad de nuestro ser, mientras que apartarse de Dios nos aleja de nosotros mismos y nos precipita en el vacío. La obediencia en la fe es la verdadera libertad, la auténtica redención, que nos permite unirnos al amor de Jesús en su esfuerzo por conformarse a la voluntad del Padre. La redención es siempre este proceso de llevar la voluntad humana a la plena comunión con la voluntad divina.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Homilía en la Solemnidad de la Anunciación del Señor

Lunes 26 de marzo de 2012

Santa Misa con ocasión del 400º Aniversario del hallazgo de la Virgen de la Caridad del Cobre

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