Catequesis mariana: María, hija predilecta del Padre

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1. Pocos días después de la inauguración del gran jubileo, me alegra iniciar hoy la primera audiencia general del año 2000 expresando a todos los presentes mi más cordial deseo para el Año jubilar: que constituya realmente un «tiempo fuerte» de gracia, reconciliación y renovación interior.

El año pasado, el último de los que dedicamos a la preparación inmediata del jubileo, profundizamos juntos en el misterio del Padre. Hoy, al concluir ese ciclo de reflexiones y casi como una especial introducción a las catequesis del Año santo, queremos hablar una vez más con amor sobre la persona de María.

En ella, «hija predilecta del Padre» (Lumen gentium, 53), se manifestó el plan divino de amor para la humanidad. El Padre, al destinarla a convertirse en la madre de su Hijo, la eligió entre todas las criaturas y la elevó a la más alta dignidad y misión al servicio de su pueblo.

Este plan del Padre comienza a manifestarse en el «Protoevangelio», cuando, después de la caída de Adán y Eva, Dios anuncia que pondrá enemistad entre la serpiente y la mujer: el hijo de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente (cf. Gn 3, 15).

La promesa comienza a realizarse en la Anunciación, cuando el ángel dirige a María la propuesta de convertirse en Madre del Salvador.

2. «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1, 28). Las primeras palabras que el Padre dirige a María, a través del ángel, son una fórmula de saludo que se puede entender como una invitación a la alegría, invitación que recuerda la que dirigió a todo el pueblo de Israel el profeta Zacarías: «¡Alégrate sobremanera, hija de Sión; grita de júbilo, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey» (Za 9, 9; cf. también So 3, 14-18). Con estas primeras palabras dirigidas a María, el Padre revela su intención de comunicar a la humanidad la alegría verdadera y definitiva. La alegría propia del Padre, que consiste en tener a su lado al Hijo, es ofrecida a todos, pero ante todo es encomendada a María, para que desde ella se difunda a la comunidad humana.

3. En María la invitación a la alegría está vinculada al don especial que había recibido del Padre: «Llena de gracia». La expresión griega, con acierto, suele traducirse «llena de gracia», pues se trata de una abundancia que alcanza su máximo grado.

Podemos notar que la expresión suena como si constituyera el nombre mismo de María, el «nombre» que le dio el Padre desde el origen de su existencia. En efecto, desde su concepción su alma está colmada de todas las bendiciones, que le permitirán un camino de eminente santidad a lo largo de toda su existencia terrena. En el rostro de María se refleja el rostro misterioso del Padre. La ternura infinita de Dios-Amor se revela en los rasgos maternos de la Madre de Jesús.

4. María es la única madre que puede decir, hablando de Jesús, «mi hijo», como lo dice el Padre: «Tú eres mi Hijo» (Mc 1, 11). Por su parte, Jesús dice al Padre: «AbbừPapá» (cf. Mc 14, 36), mientras dice «mamá» a María, poniendo en este nombre todo su afecto filial.

En la vida pública, cuando deja a su madre en Nazaret, al encontrarse con ella la llama «mujer», para subrayar que él ya sólo recibe órdenes del Padre, pero también para declarar que ella no es simplemente una madre biológica, sino que tiene una misión que desempeñar como «Hija de Sión» y madre del pueblo de la nueva Alianza. En cuanto tal, María permanece siempre orientada a la plena adhesión a la voluntad del Padre.

No era el caso de toda la familia de Jesús. El cuarto evangelio nos revela que sus parientes «no creían en él» (Jn 7, 5) y san Marcos refiere que «fueron a hacerse cargo de él, pues decían: «Está fuera de sí»» (Mc 3, 21). Podemos tener la certeza de que las disposiciones íntimas de María eran completamente diversas. Nos lo asegura el evangelio de san Lucas, en el que María se presenta a sí misma como la humilde «esclava del Señor» (Lc 1, 38). Desde esta perspectiva se ha de leer la respuesta que dio Jesús cuando «le anunciaron: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte»» (Lc 8, 20; cf. Mt 12, 46-47; Mc 3, 32); Jesús respondió: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 21). En efecto, María es un modelo de escucha de la palabra de Dios (cf. Lc 2, 19. 51) y de docilidad a ella.

5. La Virgen conservó y renovó con perseverancia la completa disponibilidad que había expresado en la Anunciación. El inmenso privilegio y la excelsa misión de ser Madre del Hijo de Dios no cambiaron su conducta de humilde sumisión al plan del Padre. Entre los demás aspectos de ese plan divino, ella asumió el compromiso educativo implicado en su maternidad. La madre no es sólo la que da a luz, sino también la que se compromete activamente en la formación y el desarrollo de la personalidad del hijo. Seguramente, el comportamiento de María influyó en la conducta de Jesús. Se puede pensar, por ejemplo, que el gesto del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 4-5), que dejó a sus discípulos como modelo para seguir (cf. Jn 13, 14-15), reflejaba lo que Jesús mismo había observado desde su infancia en el comportamiento de María, cuando ella lavaba los pies a los huéspedes, con espíritu de servicio humilde.

Según el testimonio del evangelio, Jesús, en el período transcurrido en Nazaret, estaba «sujeto» a María y a José (cf. Lc 2, 51). Así recibió de María una verdadera educación, que forjó su humanidad. Por otra parte, María se dejaba influir y formar por su hijo. En la progresiva manifestación de Jesús descubrió cada vez más profundamente al Padre y le hizo el homenaje de todo el amor de su corazón filial. Su tarea consiste ahora en ayudar a la Iglesia a caminar como ella tras las huellas de Cristo.

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Santo Padre Juan Pablo II

Audiencia General del miércoles, 5 de enero de 2000

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Catequesis marianas del Santo Padre Juan Pablo II

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