Pastoral sobre la familia y la transmisión de la fe

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Antes de comenzar mi exposición os quiero decir que no pretendo hablar de forma académica, sino pastoral. Vamos a ocuparnos de una cuestión que está en el meollo de nuestros problemas pastorales. La podríamos plantear así: ¿qué ocurre cuando en una Iglesia tradicional y ampliamente implantada, las familias cristianas dejan de ser capaces de educar cristianamente a sus hijos?

Esta es una situación muy nueva en España que está trastornando gravemente nuestra vida eclesial y que requiere urgentemente una reflexión y unas medidas pastorales lúcidas y valientes.

Un dato puede servirnos de alerta. El año pasado 8000 niños pidieron el bautismo en España con una edad de entre 8 y 10 años. Tanto se multiplican estos casos últimamente que la Conferencia Episcopal Española está preparando urgentemente unas Orientaciones pastorales para preparar a los adolescentes que piden el bautismo. Esta situación nos está obligando a pensar en el papel de la familia cristiana en la transmisión de la fe, es decir en el ejercicio de la misión central de la Iglesia.

La fe implica una decisión personal absolutamente intransferible. Supone un cambio interior, y una movilización de las facultades del alma, un asentimiento libre en el que cada sujeto define profundamente los caracteres de su propia vida. Así aparece claramente en este texto de la Const. Dei Verbum (n.5).

«Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el “homenaje total de su entendimiento y voluntad”» asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad». La fe es, ciertamente, don de Dios. Es Él Quien se hace asequible, quien nos invita a creer en Él y mueve nuestras facultades interiores para que le aceptemos como apoyo y centro de nuestra vida. Pero a la vez, con esa inicial ayuda de Dios, la fe es respuesta del hombre, decisión personalísima por la cual cada uno define su propia vida. Podemos decir que la fe es el don de responder amorosamente a la revelación y al ofrecimiento de Dios.

Por lo cual, es preciso reconocer que no se puede hablar de una verdadera «transmisión de la fe», como se habla de transmisión de una enfermedad, de unas cualidades hereditarias, y ni siquiera de unos conocimientos. La fe es algo mucho más personal, mucho más libre y autodefinitorio de lo que cada uno de nosotros queremos ser. La fe nace en cada persona, de lo más profundo del ser personal, como una decisión profundamente libre, preparada por la acción creadora de Dios, por la acción del Espíritu Santo que nos ilumina, nos atrae y nos seduce para que creamos filialmente en Dios.

Sin embargo algo queremos decir cuando señalamos la dificultad actual en la transmisión pacífica de la fe. Queremos decir que se han alterado los medios habituales de colaborar al surgimiento de la fe en las nuevas generaciones. Medios habituales que son básicamente la familia cristiana y la cultura cristianizada. En una sociedad suficientemente cristianizada, la Iglesia ejerce misión de ayudar a creer en el Dios de Jesucristo, fundamentalmente, por medio de las familias cristianas y de la influencia mentalizadora del ambiente cultural y social en el que vivimos.


I. Los diferentes momentos en la propagación de la fe

La doctrina católica nos presenta el acto de creer en Dios como un acto esencialmente libre y profundamente personal. No se trata solo de una fe que consiste en el asentimiento a unas verdades reveladas, ni menos en creer lo que no se ve. La doctrina bíblica y la moderna filosofía de la religión están de acuerdo en señalar que el elemento más profundo de la fe es el acto libre de entrega personal a la realidad personal de Dios en cuanto verdadera, fuente de verdad y de vida, garantía y fundamento de la vida verdadera por el amor.

Creer, en general, es aceptar el ser del otro como fundamento, garantía y fuente de la propia vida. En el caso de la fe cristiana, creer es aceptar libremente la fundamentalidad del Dios de Jesucristo, en la existencia, el crecimiento y la plenitud de la propia vida.

Lo dice hermosamente nuestro Xavier Zubiri: «Fe es la entrega o adhesión personal, firme y opcional, a una realidad personal en cuanto verdadera. En última instancia, fe es simplemente hacer nuestra la atracción con que la verdad personal de Dios nos mueve hacia Él». Esta relación interpersonal supone o suscita una verdadera causalidad personal, en virtud de la cual la vida personal del creyente se ve afectada por la vida y el ser personal de aquel en quien se cree, en nuestro caso, la vida y la acción de la Trinidad Santa.

La fe en Dios tiene un proceso determinado que conviene recordar. En realidad coincide con lo que los teólogos exponen como análisis del acto de fe.

1. Para creer en Dios hay que comenzar por recibir y escuchar la revelación del mismo Dios. Esta escucha de la revelación de Dios requiere la voluntad personal de atender a la verdad y de vivir de acuerdo con ella; supone, al menos, la buena voluntad fundamental de querer vivir de acuerdo con la realidad y la verdad de nuestro ser y del ser del mundo.

«Creer en Dios es aceptar la atracción con la cual Él nos lleva hacia Sí ineludiblemente como realidad fundante» (X. Zubiri, en El hombre y Dios).

2. Para ello, el hombre tiene que haber sentido de alguna manera la necesidad, las carencias, las aspiraciones que nos preparan desde nuestra propia condición humana para entender y apreciar las promesas y los dones de Dios. En esta preparación prerreligiosa ya está presente la gracia de Dios.

3. La combinación de estos elementos, junto con la gracia impulsante de Dios, nos lleva a aceptar libremente la verdad de lo que se nos propone como camino de salvación, como don de vida verdadera y eterna.

4. Esta realidad creída no son «cosas» aisladas o inanimadas sino que se refieren todas a Dios. Creer es aceptar la realidad de Dios y la salvación que Él nos propone juntamente con los medios que nos ofrece para conseguirla, por su Hijo Jesucristo, muerto y resucitado, presente y actuante en la Iglesia y por la Iglesia.

5. Por lo cual, la aceptación de la llamada y las promesas de Dios afecta a la visión del mundo en el cual nos situamos libremente, y por eso mismo a la configuración de nuestro ser personal, de tal forma que el creyente al aceptarla, se siente movido a organizar y regir su vida de acuerdo con la realidad creída. De este carácter comprometedor de la fe proviene la posibilidad de la resistencia y del rechazo, cuando no hay en el corazón las disposiciones necesarias de desprendimiento, humildad, rectitud y obediencia.

6. Esta aceptación de la realidad de Dios y de su intervención salvadora en nuestra vida, no tiene por qué ser una decisión rupturista ni rectificadora de la vida, necesariamente iniciada al margen de la fe, sino que puede ser asimilada por el sujeto gradualmente a la vez que descubre los demás niveles de la realidad y se instala adecuadamente en ellos mediante la fe interpersonal y el ejercicio de sus facultades espirituales.


II. La función de la familia cristiana en la educación cristiana de los hijos

Tengo la impresión de que los católicos no hemos valorado suficientemente la intervención de la familia en el servicio a la fe de las nuevas generaciones. Durante siglos la fe ha ido pasando pacíficamente de padres a hijos sin que cayéramos en la cuenta de la importancia que tenía esa transmisión en la vida de la Iglesia. Ahora, que ese proceso se ha alterado, comenzamos a echarlo de menos y valorarlo en lo que vale.

Comencemos por hacernos una pregunta apelando a nuestra propia experiencia. Pensad: ¿quién nos ha enseñado a rezar?, ¿cuándo y dónde y cómo hemos aprendido a creer en Dios, en Jesucristo, a invocar a la Virgen María?, ¿quién nos ha enseñado a distinguir el bien del mal?, ¿dónde hemos ido aprendiendo a vivir como cristianos?

Una sencilla observación sobre nuestra propia vida, nos hace caer en la cuenta de que la mayoría de nosotros hemos nacido a la fe gracias a la ayuda de nuestra familia. Ellos nos llevaron al bautismo y ellos se encargaron de que creciera en nosotros personalmente la fe recibida.

En la mayoría de las familias cristinas, con la primera educación y las primeras ayudas para despertar en nosotros la vida consciente, se nos ofrecían las realidades de la fe, invitándonos a aceptarlas y tenerlas en cuenta con plena naturalidad. De este modo hemos recibido el anuncio y la presentación de las realidades divinas desde el inicio de nuestra vida consciente, junto con las demás aperturas hacia la realidad. Nunca recibimos una visión del mundo como algo cerrado, a la cual tuviéramos que añadirle más tarde la presencia de un Dios sobrevenido y casi postizo, sino que recibimos desde el primer momento una visión del mundo ya iluminada y transformada por la fe, en la que Dios estaba presente y actuante desde el principio, el mundo era criatura de Dios, todos éramos criaturas de Dios, los hombres éramos hermanos, la Iglesia ocupaba un lugar importante en la vida, existía un código de comportamiento universalmente vigente y aceptado que era de hecho el que provenía de la fe en Dios y en Jesucristo.

Es posible que una fe personal así nacida y crecida, en tan estrecha familiaridad con el «universo cristiano», tenga sus limitaciones, comienza siendo una fe infantil, poco fundamentada intelectualmente, no expresamente afirmada en un acto reflejo de libertad. Una fe que necesitará ser reafirmada posteriormente, en la adolescencia, en la juventud, en la madurez y quizás de nuevo en la vejez. La fe es un acto y un estado de la persona que hay que ir renovando y readaptando en cada etapa de la vida.

Pero a la vez, la fe así adquirida tiene unas características muy positivas que difícilmente se pueden adquirir de otra manera. El niño, en su relación con los padres y los hermanos, adquiere la imagen de su universo dentro del cual está Dios, Jesús, la Virgen María, el cielo y el infierno, el bien y el mal, la Iglesia y los sacramentos. Todo eso forma parte del mundo original en el cual situamos nuestra existencia. Y todo ello queda avalado por el testimonio de los padres, participando de los mismos sentimientos de confianza, cercanía, amabilidad que nuestros padres nos inspiran. Dios, Jesús, los santos forman parte del mundo familiar que configura nuestra más radical identidad.

Así ha sido hasta ahora y así tendría que seguir siendo. Los padres cristianos saben que son colaboradores de Dios en la generación de sus hijos, colaboradores en la atención a sus necesidades y especialmente colaboradores en la apertura de sus hijos al mundo de la redención. Si ellos reciben a los hijos como don de Dios, ¿cómo podrían no enseñarles a conocer a su Padre del cielo? Si ellos se aman con amor cristiano, ¿cómo podrían no darles a conocer al Cristo que es el origen del amor que le ha dado la vida? Si ellos han recibido la consagración de la Iglesia, ¿cómo podrían no incorporar a sus hijos a la comunidad de los santos donde ellos viven la fe y reciben el don del Espíritu de Dios, fuente del amor y de la vida? «La familia cristiana es una comunidad apostólica abierta a la misión». Los hijos de los matrimonios cristianos son los primeros candidatos para la evangelización. El hecho de nacer en una familia cristiana es ya una primera conexión con la realidad histórica y social de la Iglesia que permite y aconseja el bautismo de párvulos, con la esperanza real de que esos niños crezcan en un ambiente cristiano que les ayude a entrar casi naturalmente en la vida de la fe y de la comunión eclesial.

Sin embargo ahora no es así. Si en países como el nuestro el 80% y casi el 90% de los niños son bautizados, solamente el 70% reciben la primera comunión y no más del 40% ó 50% reciben la confirmación, que es tanto como el acabamiento y la aceptación del bautismo, un momento importante en la aceptación personal de la fe recibida en el bautismo. Y lo que es todavía más significativo y más grave, solamente el 4% ó el 5% de los jóvenes entre 15 y 30 años participan asiduamente en la Misa dominical.

¿Qué es lo que ha pasado en el camino? Hoy la mayoría de los padres cristianos quieren bautizar a sus hijos y de hecho los bautizan. Pero ya son bastantes menos los que saben que el gesto de bautizar a sus hijos supone el compromiso de ayudarles a descubrir y vivir personalmente la fe recibida, educándolos cristianamente, en toda la amplitud y riqueza del término.

Tenemos que reconocer que el medio de transmisión de la fe, más normal y más efectivo durante siglos se ha desmoronado en pocos años. Esta es una de las novedades más graves y más preocupantes de la situación de la Iglesia en la España actual. Donde este fenómeno comenzó antes, las familias actuales ya son mayoritariamente paganas, ya no se puede hablar de familias cristianas incapaces de educar cristianamente a sus hijos, sencillamente porque ya no son familias verdaderamente cristianas. En muchos países de larga tradición cristiana son minoría las familias que forman parte activa de la Iglesia. Esta puede ser la situación en España dentro de muy pocos años.


III. Incapacidad educadora de muchas familias cristianas

En casi todas nuestras familias, la fe crecía en las nuevas generaciones por la influencia del ambiente familiar, por los ejemplos de los mayores, por el apoyo de una cultura (configuración social y espiritual) que incorporaba las referencias religiosas con toda normalidad. Menciones de Dios, frecuencia sacramental, ritmo semanal, calendarios festivos, etc.

Hoy esto se da en muy pocos casos. La familia ya no es capaz de introducir a los niños en un mundo transformado por la presencia y la actuación de Dios. Lo más frecuente, por desgracia, es que los niños y los jóvenes adquieran una visión del mundo privada de referencias religiosas, en la que Dios, Jesucristo, la Iglesia, la vida eterna y las características de una vida cristiana y santa, se dejan a un lado como realidades de segundo orden, «opcionales», no necesarias, ni plenamente reales, cuando no inexistentes y hasta perjudiciales.

El cambio no está únicamente en que los padres no eduquen cristianamente, sino que en realidad la familia, los padres, han perdido buena parte de su capacidad educadora en general. En el estilo actual de vida, los padres no tienen tiempo para convivir tranquilamente con sus hijos. Los hijos están muy poco tiempo con sus padres. No hay apenas espacios tranquilos, ociosos, en los que puedan surgir los temas de interés. El trabajo de la mujer fuera de casa se ha introducido rápidamente sin tener apenas en cuenta la especial función de la madre en la vida familiar, sin una suficiente atención a las exigencias de una adecuada educación de los hijos. Tanto el padre como la madre tienen sus tareas específicas, además de las comunes, en ese delicado y decisivo proceso que es la educación y la maduración afectiva y personal de los hijos. Puede ser que las de los dos no estén siendo suficientemente respetadas por el modelo de vida vigente en nuestra sociedad.

Sobre estas carencias pedagógicas crece la gran carencia de la pedagogía cristiana: En muchos casos las familias no tienen vigor ni autenticidad religiosa para educar cristianamente a sus hijos mediante la experiencia doméstica compartida de una vida cristiana efectiva, con hechos, símbolos, y prácticas religiosas, engastadas en la realidad de la vida cotidiana, personal y social, intelectual y moral. No se vive en un mundo iluminado y transformado por la presencia de un Dios creído. Donde no hay una fe efectiva ya no es posible ayudar a los niños y jóvenes a desarrollarse, a crecer y vivir como cristianos.

Y sin embargo, una buena pedagogía de la fe, nos dice que como mejor se aprende a creer en Dios es conviviendo y practicando las manifestaciones de la fe con personas creyentes que nos inspiren admiración y confianza. Por eso, para un niño o para un joven, no hay mejor forma de aprender a vivir como cristiano que practicando la fe con sus padres. En los años de la infancia quien mejor puede influir es la madre, en los años de adolescencia y juventud es necesario que se sume el ejemplo y la influencia del padre, de otros familiares, de los amigos de la familia. Se aprende a creer viviendo con quienes creen. Eso no se puede hacer en ninguna parte como en la propia familia. Aquí está una de las dificultades mayores para la evangelización de nuestros jóvenes.

Aunque el 75% de los matrimonios que se celebran en España sean matrimonios sacramentales, nadie sabe el porcentaje de ellos que se celebran sin las mínimas condiciones de fe y con un proyecto de vida verdaderamente cristiano. En estos matrimonios los hijos nacen tarde y escasos. En Navarra el índice de natalidad está en un 1,2 por mujer fértil. El más bajo de España, de Europa, del mundo entero. La práctica sacramental de las familias jóvenes es muy bajo. Los párrocos y los catequistas se quejan del desinterés de los padres por la educación cristiana de sus hijos en la parroquia, en la catequesis. Muchos quieren bautizar a sus hijos, la mayoría desean que hagan la primera comunión, pero no perciben la necesidad de que esas celebraciones sacramentales vayan acompañadas de las correspondientes actitudes religiosas que ellos tendrían que despertar y desarrollar en sus hijos. Los aturden a regalos, pero se desentienden del necesario apoyo al trabajo de los catequistas o de los profesores de religión. Dan mucha importancia a la comunión «primera», pero ya no se preocupan de la «segunda».


Debilidad interior de la Iglesia

Esta debilidad cristiana de las familias es parte de una situación muy generalizada en nuestras Iglesias, como consecuencia de una cultura dominante, fuertemente influyente y determinante, que actúa sobre las conciencias de los cristianos, y que influye profundamente en niños y jóvenes en cuanto asoman la cabeza fuera del recinto de su vida familiar. Los niños y adolescentes que vienen —o no vienen— hoy a nuestras catequesis son los hijos de los jóvenes que abandonaron la Iglesia en la crisis de los años setenta, los jóvenes de los últimos años del franquismo, los lectores del libro rojo de Mao, los admiradores de la Unión Soviética, los jóvenes antifranquistas y antivaticanistas del final de los setenta. Aquellos jóvenes contestatarios y soñadores tienen hoy 50 ó 60 años, sus hijos son los jóvenes matrimonios crecidos lejos de la Iglesia, y sus nietos crecen ya en un ambiente plácidamente pagano.

Estas generaciones viven tranquilamente en un mundo donde no hay Dios, ni Cristo, ni Iglesia, ni mandamientos, ni esperanza de la vida eterna. La verdad es que nuestra cultura es una cultura politeísta, cuyos verdaderos dioses son el bienestar, el dinero, la libertad, una sociedad en la que cada uno es «dios» para sí mismo. Nuestra cultura nos conduce, casi sin darnos cuenta, a vivir centrados en nosotros mismos, confinados en nuestros propios deseos, como límite último de la realidad, como centro del mundo, en adoración y contemplación del propio ser temporal y de las pequeñas satisfacciones que el hombre puede alcanzar en su vida terrena, sensorial y material. Así no se puede creer en Dios. Es exactamente lo contrario.

Por la fuerza de estos factores, con la complicidad de nuestros propios errores, la secularización ha entrado dentro de la misma Iglesia, con las apariencias y falsos prestigios de querer ser cristianos modernos y dialogantes, que saben situarse y moverse en el mundo actual. Pero esto, muchas veces, termina en aquello de «poner una vela a Dios y otra al diablo».

«La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha producido una «gradual secularización de la salvación», debido a lo cual se lucha ciertamente a favor del hombre, pero de un hombre a medias reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndolos a los admirables horizontes de la filiación divina». Con frecuencia hemos aplicado tácticas pastorales equivocadas que debilitan el testimonio de los cristianos y su poder convincente (diálogo en igualdad, métodos concesionistas, adaptaciones seculares del evangelio y de la vida cristiana, recortes doctrinales y morales). No hemos sabido resistir la seducción de un aparente progresismo que lleva en el fondo la añoranza de las antiguas concordancias entre sociedad e Iglesia y valora más el beneplácito del mundo que la fidelidad al evangelio.

Estas tentaciones se ven con frecuencia apoyadas por los MCS y otras fuerzas difícilmente identificables que quieren una Iglesia no disidente, una Iglesia «bien adaptada», es decir una Iglesia espiritualmente sometida, mundanizada, que deje de ser fermento, sal, fuerza crítica, liberadora transformadora. Nos critican cuando disentimos, nos alaban cuando coincidimos. Pero la regla de la autenticidad cristiana no es el gusto de los poderosos, sino la cruz y el amor de Cristo.

Tratándose de países que han sido intensamente cristianos, como es el caso de España, tenemos que tener en cuenta que nos movemos en una situación sumamente confusa. Nuestra sociedad no es ingenuamente pagana.

En el origen de la paganía actual puede haber una explicable reacción contra un pasado excesivamente controlado por la Iglesia, aunque la verdad es que esa situación queda ya bastante lejana. A estas alturas de la historia, lo que algunos rechazan es más creación literaria que realidad conocida y vivida. El agnosticismo comienza siendo una rebeldía y se convierte en una moda y casi en una rutina. Ahora, lo más frecuente, no es el rechazo explícito y razonado, sino el descuido, la dejadez, la aceptación pasiva de las tendencias dominantes, de lo más fácil y placentero.

No se trata tanto de negaciones formales como de abandonos prácticos, encubiertos, más por la vía de la omisión que de la acción. Valoramos tanto las cosas de este mundo, nos vemos tan absorbidos por las ocupaciones o las aspiraciones inmediatas, que terminamos por ver las cosas de la fe, la Iglesia, la vida cristiana y el mismo Dios, como realidades inoperantes, sin ningún interés, realidades de otros tiempos que se van alejando de nosotros, o nosotros de ellas, y terminan siendo irreales para nosotros. A la fe débil sucede la indiferencia.

Asusta pensar lo que será nuestra sociedad dentro de 20 ó 30 años, cuando una segunda generación surja y madure sin las conexiones que todavía tienen los jóvenes actuales con muchas ideas y muchos valores cristianos.

Contra la pretensión de implantar una cultura secular, laica y laicista, que haga vivir a los mismos cristianos en una sociedad sin Dios, tenemos que afirmar que la evangelización no es completa hasta que los cristianos, una vez convertidos, no lleguemos a crear y hacer vigente una visión alternativa de la vida y de la cultura, en la que Dios ocupe su lugar, en la que la fe en el Dios vivo y la esperanza de la vida eterna no influyan en el conjunto de los valores, criterios morales y modelos de vida que configuran la existencia humana por dentro y por fuera. Algo de esto irá siendo verdad a medida que haya familias cristianas que se reúnan, que creen ambientes, actividades, modelos e instituciones sociales donde la presencia de Dios por Cristo y la vigencia del evangelio sean un hecho real y práctico.

En nuestra Iglesia de España existe ya conciencia de la gran tarea de evangelización que tenemos por delante. No vemos todavía con suficiente claridad qué tenemos que hacer para iniciarla. Hay experiencias maduras que señalan direcciones y abren caminos. Sería lamentable que en esta etapa de reflexión y renovación apostólica no tuviéramos en cuenta la misión y las grandes posibilidades de las familias cristianas. Sin duda habrá que recurrir a métodos diversos, pero es indispensable contar con las familias cristianas como la parte de la Iglesia más directamente vinculada a las nuevas generaciones, las primeras responsables y los agentes más adecuados para enseñar a vivir cristianamente a los hombres y mujeres de los próximos años.


IV. Recomendaciones y sugerencias

En grandes líneas es evidente que hoy la acción pastoral de la Iglesia en España necesita intensificar el anuncio de la palabra, la llamada a la fe, el desarrollo de unas disposiciones subjetivas adecuadas a la celebración y recepción de los sacramentos. Los cristianos, herederos de los usos de épocas anteriores, se muestran interesados por la recepción de los sacramentos de mayor relieve social. Pero no siempre acuden a estas celebraciones con la suficiente preparación ni con unas disposiciones personales suficientemente claras y sinceras para vivir el sacramento como una verdadera celebración de la gracia de Dios, acogida con fe como principio de una nueva vida. Por eso, hoy la urgencia primera es intensificar el anuncio de la salvación de Dios, despertar y fortalecer la fe, aumentar la estima de la vida sobrenatural y de los bienes del Reino, despertar los deseos de vivir cristianamente en los fieles que se acercan a la celebración de los sacramentos.

El Papa nos convoca insistentemente a una nueva evangelización. «Se abre ante nosotros una etapa apasionante de renovación pastoral». La evangelización es el fenómeno de una Iglesia en expansión. Para eso hace falta una Iglesia más fuerte, más segura, más creativa en su interior que la sociedad circundante. La fe vivida por los cristianos tiene que ser más clara, más firme y operante que las fes y las ideas a las cuales tiene que enfrentarse en la cabeza y el espíritu de los oyentes.

Sin embargo, la sensación dominante en la Iglesia no es esa. En cualquier reunión de sacerdotes o de fieles cristianos comprometidos en la vida y misión de la Iglesia, surge siempre el mismo malestar y la misma pregunta. ¿Por qué los jóvenes se alejan de la Iglesia en cuanto terminan su proceso de iniciación cristiana?, ¿qué podemos hacer para que niños y jóvenes descubran, estimen y vivan con seriedad y alegría la vida cristiana? Para responder a estas preguntas hay que contar con la misión insustituible de las familias cristianas. Veamos ahora unos cuantos pasos indispensables.


a) Algunas consideraciones generales

1. Darnos cuenta de la gravedad de la situación

Pienso que en las naciones de occidente el problema es tan grave, tan agudo, que no basta con buscar recetas de índole pastoral o pedagógica. Hay que descubrir las raíces de la situación que estamos viviendo y recurrir a soluciones fundamentales.

El problema básico de nuestra sociedad está en la tendencia a la indiferencia religiosa favorecida por el establecimiento de unos modelos de vida cada vez más desconectados y más difícilmente compatibles con el reconocimiento efectivo de la soberanía y la paternidad de dios. Vivimos en un ambiente cultural que implica y propaga la infravaloración y el menosprecio de la religión como algo impropio de los tiempos, sin base racional, sin utilidad práctica, con gran riesgo de autoritarismo y fanatismo. Sobre la religión ha caído la sospecha de ser una actitud humana precientífica, incompatible con el desarrollo científico de la sociedad, enemiga de la felicidad humana, disfrutada en una sociedad verdaderamente libre y placentera. Sin preocuparse demasiado para comprobar sus fundamentos y su veracidad, la gente va asimilando la idea de que para vivir a gusto es mejor prescindir de la religión y de la moral objetiva, relativizar mucho las enseñanzas de la Iglesia y la importancia de Dios en nuestra vida. Influenciados por esta mentalidad, unos dejan de considerarse cristianos, y muchos otros, que quieren seguir siéndolo, aligeran la importancia de su religiosidad reduciéndola a unas vagas notas más de índole social y cultural que verdaderamente religiosa y moral. Con mayor o menor claridad, lo cierto es que vivimos un conflicto de culturas, una con Dios y otra sin Dios, una en la cual Dios es el centro del hombre, otra en la cual el hombre es el centro y como el «dios» de sí mismo, de su vida, de su historia, de su organización, su desarrollo, progreso y felicidad. Sin necesidad de ningún salvador exterior.

En muchos aspectos, nuestra situación es parecida a la de los cristianos del siglo II y III. Vivimos inmersos en una sociedad no cristiana, que trata de asimilarnos culturalmente. Somos un islote de resistencia a la cultura liberal, capitalista, progresista, hedonista y mundana. Izquierdas y derechas tienen unas creencias comunes que hacen de la Iglesia, con más o menos agresividad, un fenómeno residual y molesto. Con actitudes y tácticas diferentes, todos intentan colonizarnos y ajustarnos a los patrones de la nueva cultura. Si nosotros queremos evangelizar y modificar la sociedad circundante en vez de ser digeridos por ella, tendremos que ser una comunidad más unida, más fuertes, más consciente y satisfecha de su patrimonio específico, más vigorosa espiritualmente, más efectiva en la configuración de la vida.

La situación es parecida pero de dirección inversa. Entonces era una sociedad pagana que se desmoronaba, dentro de la cual surgía una nueva sociedad cristiana pujante. Ahora es una sociedad más o menos cristiana la que se desmorona asfixiada por la expansión de una cultura atea que remodela la vida de los mismos cristianos hacia un ateísmo egoísta y satisfecho.

Volviendo a nuestra reflexión sobre la misión evangelizadora de la familia tendremos que preguntarnos ¿qué tenemos que hacer para volver a contar con unos padres cristianos capaces de educar cristianamente a sus hijos?


2. Una Iglesia renovada, único punto de partida real

La respuesta de Perogrullo es decir que necesitamos contar con familias verdaderamente cristianas, cuya visión del matrimonio y cuyo proyecto familiar sea verdaderamente cristiano. Pero el problema está precisamente en esto ¿cómo promover en la práctica el crecimiento de estas familias cristianas?

Una cosa es cierta. La primera condición para la transmisión o la difusión de la fe en la sociedad actual es la existencia de una comunidad cristiana renovada, espiritualmente vigorosa, unida y consciente del tesoro que posee y de la misión que le incumbe. Una Iglesia misionera tiene que ser una Iglesia de santos y de mártires. Esta es la conclusión evidente de un razonamiento serio y responsable. Por eso, a la hora de pensar en la transmisión de la fe y la cristianización de las nuevas generaciones, la primera condición requerida es la conversión de la Iglesia, la conversión de los cristianos, nuestra propia conversión. Así lo ha proclamado insistentemente el Papa Juan Pablo II. La necesidad más urgente de la Iglesia en Occidente, es la necesidad de contar con evangelizadores creíbles, gracias a un testimonio personal y colectivo de vida santa. Para ello necesitamos poner en pie unas comunidades cristianas verdaderamente entusiasmadas con Cristo, conscientes de su significación como Hijo de Dios encarnado para salvar la humanidad entera. Comunidades que se sientan felices por haber conocido a Cristo, verdaderamente arraigadas y centradas en Él, conscientes de su responsabilidad y de sus posibilidades como testigos de Cristo y portadores de una palabra de salvación que ilumine los corazones y configure realmente la vida de las personas, de las familias, de las comunidades cristianas, grandes o pequeñas. Este paso no sería realista si no tuviéramos en cuenta los muchos cristianos sinceros que hay en la Iglesia. Es preciso llamarlos, convocarlos, hacerlos verdadera comunidad, en las parroquias, en la Iglesia local, dentro de la comunión católica.

Esta tiene que ser en buena parte la aportación de los Nuevos Movimientos. Si no podemos renovar la Iglesia en su conjunto, comencemos por crear pequeñas comunidades realmente convertidas, realmente practicantes, que vivan con fuerza y alegría la vida cristiana en plenitud. Claro que uno puede preguntarse… y entonces ¿qué hacemos con las parroquias, con los fieles ordinarios? ¿Cómo extendemos el fervor de los Movimientos al conjunto del Pueblo de Dios?

Algunos tienen miedo a este lenguaje porque temen que el número de los cristianos disminuya. En el fondo seguimos pretendiendo que la Iglesia abarque a todos, que todos sigan siendo Iglesia, aunque sea a costa de rebajar el ideal cristiano de santidad y someternos a los gustos y opiniones dominantes del mundo. Olvidamos que la Iglesia es «sal», «levadura». Es decir «minoría transformadora». Entre cantidad y calidad, nuestra opción tiene que estar siempre a favor de la calidad. El que respondan muchos o pocos no es asunto nuestro. Pero sí es nuestra la obligación de presentar el evangelio completo, la vida cristiana en su plenitud, sin perder el horizonte de la perfección, del juicio de Dios y de la vocación a la vida eterna. Las crisis históricas siempre han sido superadas por la fuerza de algunos hombres y algunas minorías vigorosas, operantes, atractivas y influyentes.

Se impone lo que yo llamaría una pastoral de la autenticidad.

Anunciemos el evangelio en su integridad, busquemos ante todo la conversión a Jesucristo por medio de la fe, fomentemos la aspiración sincera y realista de los fieles cristianos a la santidad, vivamos intensamente la comunión eclesial, local y universal, seamos capaces de presentar ante el mundo con fuerza la llamada de una alternativa de vida visible, autorizada y convincente.

Este es el punto de partida indispensable para desarrollar una acción evangelizadora capaz de producir una verdadera replantatio Ecclesiae. Todo ello está claramente expresado en lo que se puede considerar el párrafo central de la Carta apostólica Tertio Millennio Adveniente: «Todo deberá centrarse en el objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado».


3. Vivir con realismo la comunión eclesial

Mirando nuestra situación concreta es indispensable llamar la atención sobre la necesidad de la unidad. No puede haber vigor espiritual, personal ni comunitario, sino en la unidad. Si las divisiones históricas entre cristianos han sido y siguen siendo un gran inconveniente para la misión es evidente que la actual división entre católicos, el disentimiento habitual, el olvido y menosprecio del magisterio del Papa y de los Obispos, están debilitando gravemente cualquier empeño evangelizador a largo alcance.

Con frecuencia, hablando de evangelización, complicamos demasiado las cosas, buscamos demasiados requisitos previos, revisiones, programaciones, formulaciones. Tengo la impresión de que a veces la abundancia de lo accidental nos entretiene demasiado y nos oculta la necesidad de lo que es verdaderamente decisivo. Cuando sus discípulos le preguntaron al Señor qué tenían que hacer para participar en las obras de Dios, su respuesta fue directamente a lo fundamental. «La obra de Dios es que vosotros creáis en Aquel que Él ha enviado» (Jn 6, 28-29).


b) Otras sugerencias más concretas

Dando esto por supuesto, podemos sugerir algunas pistas de actuación.

Vaya por delante mi convicción de que el problema es tan grave que ya no valen las sugerencias de buena voluntad. Tendríamos que promover un estudio con especialistas, que investigaran qué pasos son los más adecuados para provocar un cambio en la tendencia y en la situación ambiental de nuestros cristianos.

Otra observación digna de ser tenida en cuenta es que sin una renovación espiritual, eclesial, doctrinal y apostólica de los sacerdotes podremos hacer muy poco. Las divisiones entre nosotros, la pastoral del mínimo esfuerzo, las ligerezas doctrinales, la comodidad y el temor a los conflictos no son las mejores ayudas para inaugurar una época de renovación pastoral y eclesial. Una Iglesia misionera en el momento presente y en la sociedad actual necesita contar con sacerdotes bien preparados intelectualmente, profundamente entregados al servicio de Cristo y de su Iglesia, entusiasmados con el valor y la importancia de su ministerio, dispuestos a dar la vida día a día en una diligente disponibilidad y en un exigente servicio al cuidado espiritual de la comunidad y de los fieles cristianos. Unidos todos con el Obispo en una viva conciencia de unidad, de la grandeza de su misión y de la gravedad de su responsabilidad.

He aquí una serie de preocupaciones y líneas de actuación que, a mi juicio, no pueden faltar en una pastoral evangelizadora sincera y efectiva.

1.º Convocar a los fieles de la parroquia o de la comunidad, y especialmente a aquellos matrimonios capaces de comprender y de vivir este ideal. Aprovechar la capacidad evangelizadora de las familias verdaderamente cristianas que haya en nuestras parroquias y comunidades, identificarlas, invitarlas, reunirlas, concienciarlas, apoyarlas. Construir con ellas una verdadera comunidad catecumenal y litúrgica. Hay que intentar que las parroquias sean verdaderas comunidades catecumenales con capacidad de engendrar cristianos nuevos hasta que el núcleo de la parroquia sea una comunidad de cristianos convertidos, orantes, convivientes y actuantes, cuya institución más importante sea el Catecumenado de niños y adultos como matriz vigorosa de los nuevos cristianos. Los Movimientos tienen que integrarse sin reservas en esta comunidad fundante y operante, sintiéndose llamados a colaborar en esta renovación espiritual, comunitaria y apostólica de las parroquias y de la Iglesia local entera. Para ello tiene que darse una clara y fuerte convergencia entre Movimientos y Parroquias que ahora no se da. Esta necesidad de acercamiento real entre parroquias y movimientos aparece claramente formulado en la Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa.

2.º En esta renovación espiritual y comunitaria de nuestras parroquias, la Eucaristía dominical tiene que adquirir el papel central que le corresponde en la vida de la Iglesia y en la vida espiritual de los cristianos. A partir de la Eucaristía, junto con la confesión sacramental frecuente y el asesoramiento personal del pastor a cada uno de los fieles, habrá que recuperar la conciencia de la llamada a la perfección de cada persona, de cada matrimonio, de cada familia. Esto requiere una dedicación plena y constante del pastor al cuidado espiritual de cada fiel, sean catequistas o catecúmenos, personas aisladas o familias. La renovación espiritual de las comunidades cristianas requiere la renovación de la vida sacramental en general, desde el Bautismo hasta la Unción de los enfermos, todo centrado en la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación y la celebración global del Día del Señor.

3.º En esta perspectiva, un paso decisivo tiene que ser dedicar especial atención a aumentar la autenticidad y fructuosidad del bautismo de párvulos celebrados tan frecuentemente en nuestras parroquias. Desde hace mucho tiempo la situación de nuestras Iglesias está pidiendo una revisión de la disciplina bautismal. Es cierto que el bautismo de párvulos es una riqueza de las Iglesias establecidas y evangelizadas. Pero ¿es esta ahora nuestra situación? ¿No comienza a ser alarmante el número de niños bautizados que no llegan nunca a ser personalmente creyentes? ¿No hay aquí un grave desajuste entre la celebración de los sacramentos y las disposiciones espirituales con que los celebramos? Con estos interrogantes no quiero decir que haya que prescindir del bautismo de párvulos. Quiero decir simplemente que a los padres que quieren bautizar a sus hijos en los primeros meses de vida, hay que pedirles una mayor responsabilidad en su educación cristiana No se trata tanto de negarles la celebración del sacramento como de pedirles, cuando sea necesario, que se tomen un tiempo de reflexión y preparación a fin de renovar su vida cristiana y ponerse en condiciones de educar cristianamente al hijo que pretenden bautizar. En la parroquia o en los arciprestazgos tendría que haber cursillos o convivencias para facilitar a estos padres la ayuda necesaria para comprender el verdadero sentido del bautismo de sus hijos y los compromisos que supone para ellos.

4.º Simultáneamente en las parroquias habrá que buscar el modo de acercarse a los matrimonios jóvenes. Un grupo de seglares tendría que encargarse de tener al corriente el censo de la parroquia, conectar con las familias nuevas que llegan, enterarse cuando en alguna familia esperan un hijo, visitarles una o dos veces durante el embarazo, ir preparando poco a poco el futuro bautismo, ofrecerles algún encuentro de preparación, algún librito que les ayude a prepararse para recibir al nuevo hijo y acompañarle debidamente en su incorporación a la Iglesia. Resulta imprescindible promover en las parroquias una pastoral de acercamiento a las familias jóvenes, a pesar de todas las dificultades que se presentan. Mucho puede ayudar un equipo de visitadores y un buen trabajo de informática que tiene el censo al día, que lleva la cuenta de los aniversarios, los enfermos, los cumpleaños y todas las demás fechas en las que es oportuno un acercamiento de la parroquia a las familias que la componen. Hay muchas iniciativas que tendrían que ponerse en marcha en las parroquias o en los arciprestazgos, bendición de las futuras mamás, visitas a domicilio, convocatorias en los aniversarios, visitas a los enfermos y ancianos, etc. Lo difícil es pasar de un estilo de parroquia que se sitúa a la espera de que los feligreses se acerquen por allí, a otro estilo de parroquia más activa, mejor organizada, que toma la iniciativa y ofrece atenciones y oportunidades para encontrarse con todos sus feligreses y de forma especial con las familias jóvenes.

5.º De esta manera habría que ir incorporando poco a poco a los padres al trabajo parroquial y al proceso de iniciación y crecimiento en la fe de sus hijos.

Esto hay que hacerlo de forma diversa en las distintas etapas de la vida del niño y en los diferentes pasos de la iniciación cristiana. En los primeros años los protagonistas de la educación religiosa tienen que ser los padres y desde la parroquia hay que trabajar con ellos despertando su responsabilidad y ayudándoles del mejor modo posible para que lo hagan con oportunidad y con acierto. Cuando los niños comienzan su catequesis hay que buscar la manera de que los padres intervengan desde el principio pidiendo ese servicio de la parroquia y asumiendo sus propios compromisos, es preciso mantenerlos informados del comportamiento y aprovechamiento de sus hijos, invitarles a algunos encuentros para ayudarles a preparar en casa el acontecimiento y la celebración de la primera comunión, pedirles que colaboren para que sus hijos sigan en el proceso de una catequesis continuada, informarles a tiempo acerca del momento más oportuno para celebrar la confirmación de sus hijos, según las disposiciones de cada uno, ayudándoles a comprender la naturaleza de este sacramento e invitándoles de nuevo a colaborar con el trabajo de la parroquia en la preparación y celebración de este sacramento.

6.º En el marco de semejante planteamiento hay que ofrecer a los niños y jóvenes una mejor preparación para el matrimonio. Existe una preparación remota que consiste básicamente en una adecuada educación afectiva y sexual de los adolescentes, lo que ha sido siempre la educación de la castidad, que es absolutamente indispensable y que hay que ofrecer en los colegios y parroquias, también con la necesaria información y colaboración de los padres, hecha con criterios positivos, bien fundados espiritualmente y antropológicamente. En las catequesis de confirmación no pueden faltar los temas referentes a la comprensión cristiana de la sexualidad, del matrimonio, de la moral matrimonial y familiar, hechos en perfecta concordancia con las enseñanzas de la Iglesia y las sugerencias de una recta antropología debidamente actualizada.

En casi todas las Diócesis funcionan los cursillos prematrimoniales que constituyen una preparación mínima que habría que consolidar y mejorar en sus contenidos y métodos. Junto a estos cursillos comunes, habría que ofrecer una preparación más amplia, en forma de curso catequético o catecumenal ordenado expresamente a la preparación del futuro matrimonio que se podría ofrecer a los jóvenes durante su noviazgo o simplemente a partir de los 18 o 20 años aunque no tengan a la vista la celebración del matrimonio. Es muy importantes ofrecer a los jóvenes diversas oportunidades para recibir una buena educación para el amor, mediante programas específicos de preparación para el matrimonio, que les ayuden a llegar a su celebración con las debida preparación intelectual, espiritual y moral, viviendo en castidad.

Hoy la falta de disposiciones espirituales adecuadas en la celebración de muchos matrimonios es una auténtica cruz para muchos sacerdotes. Hay en ello un problema teórico y otro práctico. Teórico porque según la doctrina tradicional, entre cristianos el matrimonio sacramental es el único matrimonio válido posible. Práctico porque nadie dice con claridad qué se debe hacer con unos cristianos bautizados que piden en la Iglesia el matrimonio en situación práctica de incredulidad o de grave indiferencia e insensibilidad religiosa.

¿Negarles el sacramento? ¿Retrasarlo y pedirles un tiempo de preparación? ¿Concedérselo sin entrar en el fondo del problema?

No tenemos unos planteamientos adecuados. Sufrimos las consecuencias de la multiplicación de una figura anómala que no está considerada sistemáticamente en la disciplina ni en los ordenamientos pastorales vigentes.

Me refiero al cristiano bautizado no creyente. No hay por qué endurecer ni ensombrecer la situación. Es muy posible que quienes se acercan a la Iglesia para pedir el matrimonio canónico, aun no siendo practicantes, tengan alguna fe elemental y sincera en el fondo de su corazón. También es cierto que los signos externos hacen pensar con frecuencia en la existencia de graves lagunas y deficiencias, tanto en el grado de adhesión a la verdad de la salvación, como en el conocimiento y aceptación de sus contenidos fundamentales.

Resulta indispensable un análisis sincero de esta situación y la formulación de unos criterios de actuación que respetando todo lo que haya que respetar y tener en cuenta, inicie prudentemente un camino de evangelización y fortalecimiento de la autenticidad de fe y del fruto santificante de los matrimonios que celebramos en nuestras parroquias. No es un asunto fácil. Será preciso un tiempo de reflexión, una gran prudencia en la actuación, un gran esfuerzo de unidad y disciplina para actuar siempre con respeto a los fieles y provecho espiritual del Pueblo de Dios. Creo sinceramente que todavía estamos a tiempo. Hay muchas familias deseosas de esta reacción. Tendría que ser una reacción a la vez prudente y vigorosa, respetuosa y efectiva, capaz de hacer pensar, que sacudiera el conformismo de muchos cristianos y avivara en ellos la estima de su vocación y el deseo de vivir con mayor intensidad los bienes de la salvación.

7.º De esta manera, con un trabajo serio y continuado, mantenido comunitariamente, sin decaimientos ni disensiones, llegaremos poco a poco, con la ayuda del Señor, a poder contar con grupos de matrimonios cristianos que vivan su vida esponsal y familiar como un verdadero camino hacia la perfección cristiana, de acuerdo con las orientaciones y exhortaciones de la Iglesia, utilizando rectamente los medios de santificación que la Iglesia les ofrece. A la vez que el fruto de una pastoral bien programada y mantenida con perseverancia, ellos serán en adelante los principales colaboradores de la ampliación creciente de esta labor.

8.º En la programación y ejecución de este trabajo pastoral, será preciso centrarse en aquellas cuestiones especialmente necesarias para que exista una pastoral verdaderamente evangelizadora, aquellos puntos de la revelación, de las enseñanzas de la Iglesia y de las prácticas cristianas que fundamentan y favorecen más directamente el surgimiento de la fe, que consolidan la fe de los cristianos dubitantes, que avivan el dinamismo espiritual y apostólico de los cristianos. La atención a las familias jóvenes no puede desconocer las exigencias generales de una pastoral verdaderamente evangelizadora, como son, por ejemplo, las siguientes:

  • Ayudar a descubrir la condición de creatura, la importancia y necesidad de Dios para una existencia personal, libre, responsable y verdaderamente humana.
  • Conseguir un conocimiento de Cristo, muerto y resucitado, que sea suficiente para poner en Él el fundamento de la fe personal.
  • Desarrollar los aspectos más hondamente religiosos y teologales de la vida cristiana, favoreciendo una vida de adoración, amor, obediencia y confianza en el Dios de Jesucristo, sin quedarnos en la utilización mundana de la religión. Presentar con claridad el momento definitivo del juicio de Dios, la necesidad y primacía de su salvación, prevista, aceptada, vivida como punto de apoyo, criterio y fuerza decisiva para la vida presente. Todo esto ofrecido y vivido con humildad, con realismo, con paciencia, con perseverancia y con unidad.


Conclusión

De ninguna manera querría provocar con lo dicho una sensación de pesimismo ni de angustia. Es verdad que vivimos en nuestro país una profunda crisis en la aceptación de la fe y en la perseverancia de los cristianos. Y es también verdad que ha disminuido notablemente el vigor religioso en muchas de las familias cristianas. Por eso mismo vivimos tiempos difíciles para la transmisión a las nuevas generaciones y para el mantenimiento de unas comunidades cristianas florecientes. Pero también es verdad que los factores objetivos profundos juegan más a favor de la fe que de la increencia.

El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, para vivir y convivir con Él. Dios nos habla por la verdad de las cosas, mediante la verdad profunda de nosotros mismos, vivimos envueltos por su gracia, de manera que nunca podemos prescindir definitivamente de las promesas. Las dolorosas consecuencias de nuestros propios pecados, más pronto o más tarde, nos hacen añorar la casa y el amor del Padre del Cielo.

Ni el ateísmo, ni el agnosticismo, ni la indiferencia religiosa son situaciones naturales del hombre, ni pueden ser tampoco situaciones definitivas para una sociedad. No es natural la actual desconfianza frente a Dios, a la Iglesia y a la moral cristiana, que es también humana, reclamada por las aspiraciones más profundas de nuestro corazón. Una cultura que niega a Dios y diviniza los bienes terrenos, lleva dentro los gérmenes del dolor y de su propia disolución.

Los hombres vivimos religados al poder inevitable de lo real, vinculados de manera absoluta e ilimitada a la realidad, que nos induce a preguntarnos sobre la existencia de Dios y la esperanza de su salvación. El orgullo del hombre rico de occidente es más débil de lo que parece. La debilidad de la fe es más fuerte que la fuerza aparente del ateísmo y de la indiferencia.

Más tarde o más temprano, los hombres volverán a percibir que la fe en Dios no es amenaza para su libertad, sino que la comunión espiritual con Él es fuente y garantía de la libertad verdadera, de una libertad que arraigada en la verdad que se afirma en el amor del bien y el ejercicio de la justicia. Muchos cristianos viven el momento actual angustiados, desconcertados, atormentados por la duda. Este es el tiempo de la fe, el tiempo de la confianza, el tiempo del testimonio y de la esperanza. Para nosotros están dichas aquellas palabras recogidas por el Apóstol san Pablo: «Te basta mi gracia. La fuerza se consuma en la debilidad. Cuando somos débiles y nos acogemos a la fuerza de Cristo entonces somos verdaderamente fuertes» (cf.  II Co 12, 7-10).

Es posible que por medio de los sufrimientos de esta época de empobrecimiento y creciente debilidad, Dios nos está pidiendo una mayor autenticidad, una purificación de nuestro orgullo colectivo y una recuperación de la fe en Él como principio de vida y de salvación. Es cierto que el evangelio de Dios es para todos y todos lo necesitamos para nuestra salvación. No podemos renunciar a anunciarlo a «toda creatura». Pero el renocimiento de la fe y el crecimiento de la Iglesia vendrá cuando y como Dios quiera y será, sin duda, por medio de la colaboración fiel y generosa de unos pocos cristianos, pocos en número pero grandes en la verdad de su palabras y en la fuerza creadora de su caridad. El número siempre ha sido consecuencia de la calidad. Y no al revés. Son los santos y los mártires los que impulsan la expansión de la fe y el crecimiento de la Iglesia.

Querría que mis últimas palabras fueran una llamada a la esperanza. Nada mejor que repetir las palabras de Jesús: «En el mundo os tocará sufrir. Pero no os apuréis. Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

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Fernando Sebastián Aguilar

Arzobispo Emérito de Pamplona y Tudela



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