Mateo 13,16-17. 26 de julio, fiesta de san Joaquín y santa Ana, padres de la Santísima Virgen María. «¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!»
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron».
Hoy, el Evangelio nos habla de la felicidad. Ciertamente, el deseo de felicidad es universal para todos los seres humanos. Si uno pregunta a cualquier persona: «¿Quieres ser feliz?», la respuesta será siempre la misma: «Sí, quiero serlo». Pero no hay unanimidad a la hora de afirmar en qué consiste la verdadera felicidad. Jesús nos habla en diversas ocasiones sobre la auténtica felicidad y sobre dónde la encontraremos. Repitiendo lo que dice hoy el Evangelio, Jesús afirma que la felicidad se encuentra en el hecho de poder verlo y de oír sus palabras, porque con Él ha llegado el tiempo definitivo (cfr. He 1,1-2), de tal manera que, al poner la mirada en su persona, podemos hablar de un antes y un después.
Así, Dios se sirve de unos elementos humanos como preparación del nuevo tiempo: por el hecho de formar parte de nuestra historia, el Hijo de Dios necesita una madre, y ésta será María; la Virgen también necesita unos padres que fueron Joaquín y Ana. Ellos, sin saberlo, serán los abuelos del Mesías. Aplicando las palabras de San Pablo a los Efesios (1,9-10), pueden decir: Él nos ha dado a conocer sus planes más secretos, los que había decidido realizar en Cristo llevando la historia a su plenitud.
Con razón san Juan Damasceno felicita a los santos esposos con estas palabras: «¡Oh matrimonio feliz de Joaquín y Ana, limpio en verdad de toda culpa! Seréis conocidos por el fruto de vuestras entrañas». Qué felicidad para los padres que tienen la suerte de tener unos hijos que pueden admirar su fidelidad y agradecer su comportamiento generoso, por el cual recibieron su existencia humana y cristiana. Pero también qué felicidad para los hijos que tienen la suerte de conocer más y mejor a Jesucristo, puesto que han recibido de sus respectivos padres la formación cristiana, con el ejemplo de vida y de oración familiar.