Marcos 1, 29-39. Quinto Domingo del Tiempo Ordinario. ¿Me inclino sobre quien está en problemas, o tengo miedo de ensuciarme las manos? ¿Estoy encerrado en mí mismo, en mis cosas, o me percato de los que necesitan ayuda? ¿Me sirvo solo a mí mismo, o sé servir a los demás como Cristo, que vino a servir hasta dar su vida? ¿Miro a los ojos de los que buscan la justicia, o dirijo la mirada hacia el otro lado?
Cuando salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. El se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos. Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él. Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando. Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: «Todos te andan buscando». El les respondió: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido». Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Job, Job 7, 1-4.6-7
Salmo: Sal 147(146), 1-6
Segunda lectura: Carta I de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 9, 16-19.22-23
Oración introductoria
Yo también te estoy buscando Señor. Te amo y confío en Ti porque sé que lo único que quieres es que sea feliz, aquí, ahora y en la eternidad.
Petición
Señor, ayúdame a salir de mi pasividad para ver, y hacer algo, por ayudar las necesidades de los demás.
Meditación del Santo Padre Francisco
Los pobres son también maestros privilegiados de nuestro conocimiento de Dios; su fragilidad y sencillez ponen al descubierto nuestros egoísmos, nuestras falsas certezas, nuestras pretensiones de autosuficiencia y nos guían a la experiencia de la cercanía y de la ternura de Dios, para recibir en nuestra vida su amor, la misericordia del Padre que, con discreción y paciente confianza, cuida de nosotros, de todos nosotros.
Desde este lugar de acogida, de encuentro y de servicio, quisiera que surgiera una pregunta para todos, para todas las personas que viven aquí en la diócesis de Roma: ¿Me inclino sobre quien está en problemas, o tengo miedo de ensuciarme las manos? ¿Estoy encerrado en mí mismo, en mis cosas, o me percato de los que necesitan ayuda? ¿Me sirvo solo a mí mismo, o sé servir a los demás como Cristo, que vino a servir hasta dar su vida? ¿Miro a los ojos de los que buscan la justicia, o dirijo la mirada hacia el otro lado? ¿Acaso para no mirar a los ojos?».
Santo Padre Francisco: Cristianos sin temor, vergüenza o triunfalismo
Mensaje del martes, 10 de septiembre de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy el Evangelio (cf. Mc 1, 29-39) —en estrecha continuidad con el domingo precedente— nos presenta a Jesús que, después de haber predicado el sábado en la sinagoga de Cafarnaúm, curó a muchos enfermos, comenzando por la suegra de Simón. Al entrar en su casa, la encontró en la cama con fiebre e, inmediatamente, tomándola de la mano, la curó e hizo que se levantara. Después de la puesta del sol, curó a una multitud de personas afectadas por todo tipo de enfermedades. La experiencia de la curación de los enfermos ocupó gran parte de la misión pública de Cristo, y nos invita una vez más a reflexionar sobre el sentido y el valor de la enfermedad en todas las situaciones en las que el ser humano pueda encontrarse. También la Jornada mundial del enfermo, que celebraremos el miércoles próximo, 11 de febrero, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, nos ofrece esta oportunidad.
Aunque la enfermedad forma parte de la experiencia humana, no logramos habituarnos a ella, no sólo porque a veces resulta verdaderamente pesada y grave, sino fundamentalmente porque hemos sido creados para la vida, para la vida plena. Justamente nuestro «instinto interior» nos hace pensar en Dios como plenitud de vida, más aún, como Vida eterna y perfecta. Cuando somos probados por el mal y nuestras oraciones parecen vanas, surge en nosotros la duda y, angustiados, nos preguntamos: ¿cuál es la voluntad de Dios? El Evangelio nos ofrece una respuesta precisamente a este interrogante. Por ejemplo, en el pasaje de hoy leemos que «Jesús curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios» (Mc 1, 34); en otro pasaje de san Mateo se dice que «Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23).
Jesús no deja lugar a dudas: Dios —cuyo rostro él mismo nos ha revelado— es el Dios de la vida, que nos libra de todo mal. Los signos de este poder suyo de amor son las curaciones que realiza: así demuestra que el reino de Dios está cerca, devolviendo a hombres y mujeres la plena integridad de espíritu y cuerpo. Digo que estas curaciones son signos: no se quedan en sí mismas, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, nos guían hacia Dios y nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, de la fuente de verdad y de amor. Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida. El reino de Dios es precisamente la presencia de la verdad y del amor; y así es curación en la profundidad de nuestro ser. Por tanto, se comprende por qué su predicación y las curaciones que realiza siempre están unidas. En efecto, forman un único mensaje de esperanza y de salvación.
Gracias a la acción del Espíritu Santo, la obra de Jesús se prolonga en la misión de la Iglesia. Mediante los sacramentos es Cristo quien comunica su vida a multitud de hermanos y hermanas, mientras cura y conforta a innumerables enfermos a través de las numerosas actividades de asistencia sanitaria que las comunidades cristianas promueven con caridad fraterna, mostrando así el verdadero rostro de Dios, su amor. Es verdad: ¡cuántos cristianos —sacerdotes, religiosos y laicos— han prestado y siguen prestando en todas las partes del mundo sus manos, sus ojos y su corazón a Cristo, verdadero médico de los cuerpos y de las almas! Oremos por todos los enfermos, especialmente por los más graves, que de ningún modo pueden valerse por sí mismos, sino que dependen totalmente de los cuidados de otros: que cada uno de ellos experimente, en la solicitud de quienes están a su lado, la fuerza del amor de Dios y la riqueza de su gracia, que nos salva. Que María, Salud de los enfermos, ruegue por nosotros.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 8 de febrero de 2009
Propósito
Reconocer nuestra enfermedad y acercarnos a Él con humildad y confianza. ¡Él nos curará de todas nuestras dolencias físicas o espirituales!
Diálogo con Cristo
¡Cuánto me enseña este pasaje del Evangelio! Ahora comprendo la importancia de la oración y el cómo vivir los acontecimientos difíciles de la vida: con paciencia, ánimo y esperanza. Gracias, Señor, por llevarme de tu mano y permite que, al igual que la suegra de Pedro, me ponga a servir a los demás. Dame la gracia de identificarme contigo para pensar como Tú, sentir como Tú, amar como Tú y vivir como Tú.
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