Mateo 14, 22-36. Décimo noveno domingo del Tiempo Ordinario. Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida.
En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. «Es un fantasma», dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: «Tranquilícense, soy yo; no teman. Entonces Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua». «Ven», le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: «Señor, sálvame». En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?». En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: «Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios». Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Primer Libro de los Reyes, 1 Re 19, 9a.11-13a
Salmo: Sal 85(84), 9ab-14
Segunda lectura: Carta de San Pablo a los Romanos, Rom 9, 1-5
Oración introductoria
Señor, al inicio de esta oración quiero ponerme en tu presencia, porque mi mente también esta embotada. Sé que Tú me ves, me escuchas, me conoces, me inspiras. Que tu presencia amorosa en esta meditación no me haga temer, sino confiar más en tu Providencia.
Petición
Señor, no dejes nunca que desconfíe de Ti. Sé Tú mi fortaleza y mi gran seguridad.
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo encontramos a Jesús que, retirándose al monte, ora durante toda la noche. El Señor, alejándose tanto de la gente como de los discípulos, manifiesta su intimidad con el Padre y la necesidad de orar a solas, apartado de los tumultos del mundo. Ahora bien, este alejarse no se debe entender como desinterés respecto de las personas o como abandonar a los Apóstoles. Más aún, como narra san Mateo, hizo que los discípulos subieran a la barca «para que se adelantaran a la otra orilla» (Mt 14, 22), a fin de encontrarse de nuevo con ellos. Mientras tanto, la barca «iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario» (v. 24), y he aquí que «a la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar» (v. 25); los discípulos se asustaron y, creyendo que era un fantasma, «gritaron de miedo» (v. 26), no lo reconocieron, no comprendieron que se trataba del Señor. Pero Jesús los tranquiliza: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (v. 27). Es un episodio, en el que los Padres de la Iglesia descubrieron una gran riqueza de significado. El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios, en Aquel que se reveló al profeta Elías en el monte Horeb en el «susurro de una brisa suave» (1 R 19, 12). El pasaje continúa con el gesto del apóstol Pedro, el cual, movido por un impulso de amor al Maestro, le pidió que le hiciera salir a su encuentro, caminando sobre las aguas. «Pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «¡Señor, sálvame!»» (Mt 14, 30). San Agustín, imaginando que se dirige al apóstol, comenta: el Señor «se inclinó y te tomó de la mano. Sólo con tus fuerzas no puedes levantarte. Aprieta la mano de Aquel que desciende hasta ti» (Enarr. in Ps. 95, 7: PL 36, 1233) y esto no lo dice sólo a Pedro, sino también a nosotros. Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida. El gran pensador Romano Guardini escribe que el Señor «siempre está cerca, pues se encuentra en la razón de nuestro ser. Sin embargo, debemos experimentar nuestra relación con Dios entre los polos de la lejanía y de la cercanía. La cercanía nos fortifica, la lejanía nos pone a prueba» (Accettare se stessi, Brescia 1992, p. 71).
Queridos amigos, la experiencia del profeta Elías, que oyó el paso de Dios, y las dudas de fe del apóstol Pedro nos hacen comprender que el Señor, antes aún de que lo busquemos y lo invoquemos, él mismo sale a nuestro encuentro, baja el cielo para tendernos la mano y llevarnos a su altura; sólo espera que nos fiemos totalmente de él, que tomemos realmente su mano. Invoquemos a la Virgen María, modelo de abandono total en Dios, para que, en medio de tantas preocupaciones, problemas y dificultades que agitan el mar de nuestra vida, resuene en el corazón la palabra tranquilizadora de Jesús, que nos dice también a nosotros: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» y aumente nuestra fe en él.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 7 de agosto de 2011
Propósito
Rezar, diariamente, antes de dormir, el credo, para constantemente recordar las verdades de mi fe que me ayudan a recorrer el camino de la salvación.
Diálogo con Cristo
Señor, dame tu gracia porque quiero gozar de la oración como lo hacía Jesús, que te buscaba en el lugar donde sabía que podría encontrarte. Deseo experimentar la libertad, la paz y el gozo de la auténtica oración al saber apartarme de todo y de todos, para en la soledad de mi propio yo, abrirte mi corazón, con esa firme decisión que rompa mi inercia, mis dudas y mi mediocridad.
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Evangelio en Evangelio del día