Marcos 12, 38-44. Trigésimo segundo Domingo del Tiempo Ordinario. En la viuda que entrega sus dos moneditas al tesoro del templo podemos ver la «imagen de la Iglesia» que debe ser pobre, humilde y fiel.
En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía: «Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad». Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Primer Libro de Reyes, 1 Re 17, 10-16
Salmo: Sal 146(145), 7-10
Segunda lectura: Carta a los Hebreos, Heb 9, 24-28
Oración introductoria
Espíritu Santo, ilumina esta oración para que no la convierta en un momento de vanidad, autocomplacencia o en un ritual sin sentido, como acostumbraban los fariseos. Dame la fortaleza para saber desprenderme de lo que me impida crecer en el amor.
Petición
Señor, dame la gracia de ser generoso, sin cálculos egoístas.
Meditación del Santo Padre Francisco
En la viuda que entrega sus dos moneditas al tesoro del templo podemos ver la «imagen de la Iglesia» que debe ser pobre, humilde y fiel. Parte del Evangelio del día, tomado del capítulo 21 de san Lucas (1-4), la reflexión del Papa Francisco durante la misa del [día de hoy]. En la homilía hizo referencia al pasaje donde Jesús, «tras largas discusiones» con los saduceos y los discípulos en relación a los escribas y a los fariseos que «se complacían en ocupar los primeros puestos, los primeros asientos en las sinagogas, en los banquetes, en ser saludados», alzando los ojos «vio a una viuda». El «contraste» es inmediato y «fuerte» respecto a los «ricos que echaban sus donativos en el tesoro del templo». Precisamente la viuda es «la persona más fuerte aquí, en este pasaje».
De la viuda, explicó el Pontífice, «se dice dos veces que era pobre: dos veces. Y pasaba necesidad». Es como si el Señor hubiese querido destacar a los doctores de la ley: «Tenéis muchas riquezas de vanidad, de apariencia o incluso de soberbia. Esta es pobre…». Pero «en la Biblia el huérfano y la viuda son las figuras de los más marginados» así como también los leprosos, y «por ello hay muchos mandamientos para ayudar, para ocuparse de las viudas, de los huérfanos». Y Jesús «mira a esta mujer sola, vestida con sencillez» y «que echa todo lo que tenía para vivir: dos moneditas». El pensamiento vuela también a otra viuda, la de Sarepta, «que había recibido al profeta Elías y había dado todo lo que tenía antes de morir: un poco de harina y aceite…».
El Pontífice volvió a componer la escena narrada por el Evangelio: «Una mujer pobre en medio de los poderosos, en medio de los doctores, de los sacerdotes, de los escribas… también en medio de los ricos que echaban sus donativos, e incluso algunos para hacerse ver». A ellos les dijo Jesús: «Este es el camino, este es el ejemplo. Esta es la senda por la que vosotros tenéis que ir». Surge fuerte el «gesto de esta mujer que le pertenecía totalmente a Dios, como la viuda Ana que recibió a Jesús en el Templo: toda para Dios. Su esperanza estaba sólo en el Señor».
«El Señor puso de relieve la persona de la viuda», dijo el Papa Francisco, y continuó: «Me gusta ver aquí, en esta mujer, una imagen de la Iglesia». Sobre todo la «Iglesia pobre, porque la Iglesia no debe tener otras riquezas más que su Esposo»; luego la «Iglesia humilde, como lo eran las viudas de ese tiempo, porque en esa época no existía la pensión, no existían las ayudas sociales, nada». En cierto sentido la Iglesia «es un poco viuda, porque espera a su Esposo que volverá». Cierto, «tiene a su Esposo en la Eucaristía, en la Palabra de Dios, en los pobres: pero espera que regrese».
¿Qué es lo que impulsa al Papa a «ver en esta mujer la figura de la Iglesia»? El hecho de que «no era importante: el nombre de esta viuda no aparecía en los periódicos, nadie la conocía, no tenía títulos… nada. Nada. No brillaba con luces propias». Y la «gran virtud de la Iglesia» debe ser precisamente la «de no brillar con luz propia», sino reflejar «la luz que viene de su Esposo». Tanto más que «a lo largo de los siglos, cuando la Iglesia quiso tener luz propia, se equivocó». Lo decían incluso «los primeros Padres», la Iglesia es «un misterio como el de la luna. La llamaban mysterium lunae: la luna no tiene luz propia; la recibe siempre del sol».
Cierto, especificó el Papa, «es verdad que algunas veces el Señor puede pedir a su Iglesia que tenga, que procure un poco de luz propia», como cuando pidió «a la viuda Judit que se quitara las vestiduras de viuda y se pusiera vestidos de fiesta para cumplir una misión». Pero, dijo, «permanece siempre la actitud de la Iglesia hacia su Esposo, hacia el Señor». La Iglesia «recibe la luz de allá, del Señor» y «todos los servicios que realizamos» le sirven a ella para «recibir esa luz». Cuando a un servicio le falta esta luz «no esá bien», porque «hace que la Iglesia se haga rica, o poderosa, o que busque el poder, o que se equivoque de camino, como sucedió muchas veces en la historia, y como sucede en nuestra vida cuando queremos tener otra luz, que no es precisamente la del Señor: una luz propia».
El Evangelio, destacó el Papa, presenta la imagen de la viuda precisamente en el momento en el que «Jesús comienza a sentir las resistencias de la clase dirigente de su pueblo: los saduceos, los fariseos, los escribas, los doctores de la ley». Y es como si Él dijera: «Sucede todo esto, pero mirad allí», hacia esa viuda. La confrontación es fundamental para reconocer la verdadera realidad de la Iglesia que «cuando es fiel a la esperanza y a su Esposo, se alegra de recibir la luz que viene de Él, de ser —en este sentido— viuda: esperando ese sol que vendrá».
Por lo demás, «no por casualidad la primera confrontación fuerte que Jesús tuvo en Nazaret, después de la que tuvo con Satanás, fue por nombrar a una viuda y por nombrar a un leproso: dos marginados». Había «muchas viudas en Israel, en ese tiempo, pero sólo Elías fue invitado por la viuda de Sarepta. Y ellos se enfadaron y querían matarlo».
Cuando la Iglesia, concluyó el Papa Francisco, es «humilde» y «pobre», y también cuando «confiesa sus miserias —que, además, todos las tenemos— la Iglesia es fiel». Es como si ella dijera: «Yo soy oscura, pero la luz me viene de allí». Y esto, añadió el Pontífice, «nos hace mucho bien». Entonces «recemos a esta viuda que está en el cielo, seguro», a fin de que «nos enseñe a ser Iglesia de ese modo», renunciando a «todo lo que tenemos» y a no tener «nada para nosotros» sino «todo para el Señor y para el prójimo». Siempre «humildes» y «sin gloriarnos de tener luz propia», sino «buscando siempre la luce que viene del Señor».
Santo Padre Francisco: ¿De dónde viene la luz?
Meditación del lunes, 24 de noviembre de 2014
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
[…]
En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo, trigésimo segundo del tiempo ordinario, encontramos el personaje de la viuda pobre, o más bien, nos encontramos ante el gesto que realiza al echar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: «el óbolo de la viuda» es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee. Ahora bien, antes quisiera subrayar la importancia del ambiente en el que se desarrolla ese episodio evangélico, es decir, el templo de Jerusalén, centro religioso del pueblo de Israel y el corazón de toda su vida. El templo es el lugar del culto público y solemne, pero también de la peregrinación, de los ritos tradicionales y de las disputas rabínicas, como las que refiere el Evangelio entre Jesús y los rabinos de aquel tiempo, en las que, sin embargo, Jesús enseña con una autoridad singular, la del Hijo de Dios. Pronuncia juicios severos, como hemos escuchado, sobre los escribas, a causa de su hipocresía, pues mientras ostentan gran religiosidad, se aprovechan de la gente pobre imponiéndoles obligaciones que ellos mismos no observan. En suma, Jesús muestra su afecto por el templo como casa de oración, pero precisamente por eso quiere purificarlo de usos impropios, más aún, quiere revelar su significado más profundo, vinculado al cumplimiento de su misterio mismo, el misterio de su muerte y resurrección, en la que él mismo se convierte en el Templo nuevo y definitivo, el lugar en el que se encuentran Dios y el hombre, el Creador y su criatura.
El episodio del óbolo de la viuda se enmarca en ese contexto y nos lleva, a través de la mirada de Jesús, a fijar la atención en un detalle que se puede escapar pero que es decisivo: el gesto de una viuda, muy pobre, que echa en el tesoro del templo dos moneditas. También a nosotros Jesús nos dice, como en aquel día a los discípulos: ¡Prestad atención! Mirad bien lo que hace esa viuda, pues su gesto contiene una gran enseñanza; expresa la característica fundamental de quienes son las «piedras vivas» de este nuevo Templo, es decir, la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios, por el bien de los demás. Este es el significado perenne de la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que tenía para vivir (cf. Mc 12, 44), y así se da a sí misma.
Queridos amigos, a partir de esta imagen evangélica, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la Iglesia, del templo vivo de Dios, y de esta manera rendir homenaje a la memoria del gran Papa Pablo VI, que consagró a la Iglesia toda su vida. La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios. Como dice la carta a los Hebreos, también en el texto que acabamos de escuchar, a Dios le bastó el sacrificio de Jesús, ofrecido «una sola vez», para salvar al mundo entero (cf. Hb 9, 26.28), porque en esa única oblación está condensado todo el amor del Hijo de Dios hecho hombre, como en el gesto de la viuda se concentra todo el amor de aquella mujer a Dios y a los hermanos: no le falta nada y no se le puede añadir nada. La Iglesia, que nace incesantemente de la Eucaristía, de la entrega de Jesús, es la continuación de este don, de esta sobreabundancia que se expresa en la pobreza, del todo que se ofrece en el fragmento. Es el Cuerpo de Cristo que se entrega totalmente, Cuerpo partido y compartido, en constante adhesión a la voluntad de su Cabeza. Me alegra saber que estáis profundizando en la naturaleza eucarística de la Iglesia, guiados por la carta pastoral de vuestro obispo.
Esta es la Iglesia que el siervo de Dios Pablo VI amó con amor apasionado y trató de hacer comprender y amar con todas sus fuerzas. Releamos su «Meditación ante la muerte», donde, en la parte conclusiva, habla de la Iglesia. «Puedo decir —escribe— que siempre la he amado… y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese». Es el tono de un corazón palpitante, que sigue diciendo: «Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría —continúa el Papa— abrazarla, saludarla, amarla en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla». Y a ella le dirige las últimas palabras como si se tratara de la esposa de toda la vida: «Y, ¿qué diré a la Iglesia, a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones de Dios vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 12).
¿Qué se puede añadir a palabras tan elevadas e intensas? Sólo quisiera subrayar esta última visión de la Iglesia «pobre y libre», que recuerda la figura evangélica de la viuda. Así debe ser la comunidad eclesial para que logre hablar a la humanidad contemporánea. En todas las etapas de su vida, desde los primeros años de sacerdocio hasta el pontificado, Giovanni Battista Montini se interesó de modo muy especial por el encuentro y el diálogo de la Iglesia con la humanidad de nuestro tiempo. Dedicó todas sus energías al servicio de una Iglesia lo más conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, al encontrarse con ella, el hombre contemporáneo pudiera encontrarse con Jesús, porque de él tiene necesidad absoluta. Este es el anhelo profundo del concilio Vaticano II, al que corresponde la reflexión del Papa Pablo VI sobre la Iglesia. Él quiso exponer de forma programática algunos de sus aspectos más importantes en su primera encíclica, Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964, cuando aún no habían visto la luz las constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium et spes.
Con aquella primera encíclica el Pontífice se proponía explicar a todos la importancia de la Iglesia para la salvación de la humanidad, y al mismo tiempo, la exigencia de entablar entre la comunidad eclesial y la sociedad una relación de mutuo conocimiento y amor (cf. Enchiridion Vaticanum, 2, p. 199, n. 164). «Conciencia», «renovación», «diálogo»: estas son las tres palabras elegidas por Pablo VI para expresar sus «pensamientos» dominantes —como él los define— al comenzar su ministerio petrino, y las tres se refieren a la Iglesia. Ante todo, la exigencia de que profundice la conciencia de sí misma: origen, naturaleza, misión, destino final; en segundo lugar, su necesidad de renovarse y purificarse contemplando el modelo que es Cristo; y, por último, el problema de sus relaciones con el mundo moderno (cf. ib., pp. 203-205, nn. 166-168). Queridos amigos —y me dirijo de modo especial a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio—, ¿cómo no ver que la cuestión de la Iglesia, de su necesidad en el designio de salvación y de su relación con el mundo, sigue siendo hoy absolutamente central? Más aún, ¿cómo no ver que el desarrollo de la secularización y de la globalización han radicalizado aún más esta cuestión, ante el olvido de Dios, por una parte, y ante las religiones no cristianas, por otra? La reflexión del Papa Montini sobre la Iglesia es más actual que nunca; y más precioso es aún el ejemplo de su amor a ella, inseparable de su amor a Cristo. «El misterio de la Iglesia —leemos en la encíclica Ecclesiam suam— no es mero objeto de conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido, del cual el alma fiel, aun antes que un claro concepto, puede tener una como connatural experiencia» (ib., p. 229, n. 178). Esto presupone una robusta vida interior, que es «el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo propio de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical e insustituible de su actividad religiosa y social, e inviolable defensa y renaciente energía en su difícil contacto con el mundo profano» (ib., p. 231, n. 179). Precisamente el cristiano abierto, la Iglesia abierta al mundo, tienen necesidad de una robusta vida interior.
Queridos hermanos, ¡qué don tan inestimable para la Iglesia es la lección del siervo de Dios Pablo VI! Y ¡qué alentador es cada vez aprender de su ejemplo! Es una lección que afecta a todos y compromete a todos, según los diferentes dones y ministerios que enriquecen al pueblo de Dios por la acción del Espíritu Santo. En este Año sacerdotal me complace subrayar que esta lección interesa y afecta de manera particular a los sacerdotes, a quienes el Papa Montini reservó siempre un afecto y una atención especiales. En la encíclica sobre el celibato sacerdotal escribió: «»Apresado por Cristo Jesús» (Flp 3, 12) hasta el abandono total de sí mismo en él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno Sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por ella. (…) La virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión» (Sacerdotalis caelibatus, 26). Dedico estas palabras del gran Papa a los numerosos sacerdotes de la diócesis de Brescia, aquí bien representados, así como a los jóvenes que se están formando en el seminario. Y quisiera recordar también las palabras que Pablo VI dirigió a los alumnos del Seminario Lombardo, el 7 de diciembre de 1968, mientras las dificultades del posconcilio se añadían a los fermentos del mundo juvenil: «Muchos —dijo— esperan del Papa gestos clamorosos, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa considera que tiene que seguir únicamente la línea de la confianza en Jesucristo, a quien su Iglesia le interesa más que a nadie. Él calmará la tempestad… No se trata de una espera estéril o inerte, sino más bien de una espera vigilante en la oración. Esta es la condición que Jesús escogió para nosotros a fin de que él pueda actuar en plenitud. También el Papa necesita ayuda con la oración» (Insegnamenti VI, [1968], 1189). Queridos hermanos, que los ejemplos sacerdotales del siervo de Dios Giovanni Battista Montini os guíen siempre, y que interceda por vosotros san Arcángel Tadini, a quien acabo de venerar en mi breve visita a Botticino.
[…]
Oremos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, a quien Pablo VI quiso proclamar, al final del concilio ecuménico Vaticano ii, Madre de la Iglesia. Amén.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Homilía del domingo, 8 de noviembre de 2009
Propósito
Ser especialmente generoso en mi ofrenda en la limosna de la misa de hoy o de mañana domingo.
Diálogo con Cristo
Jesús, dame tu gracia para transformar mi espíritu en la generosidad para vivir en una constante preocupación por tus intereses y por las necesidades de los demás. Que incremente mis actos de servicio y caridad, sin buscar nunca ventajas personales ni llamar la atención.
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La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
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