Evangelio del día: Elección de los doce

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Lucas 6, 12-19. Martes de la 23.ª semana del Tiempo Ordinario. Nuestro Señor Jesucristo es quien nos elige. He aquí una certeza que debe alentarnos: «Yo fui elegido, yo fui elegida por el Señor. El día del bautismo Él me elegió».

En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles: Simón, a quien puso el sobrenombre de Pedro, Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, llamado el Zelote, Judas, hijo de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. Al bajar con ellos se detuvo en una llanura. Estaban allí muchos de sus discípulos y una gran muchedumbre que había llegado de toda la Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón, para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Los que estaban atormentados por espíritus impuros quedaban curados; y toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Primera Carta de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 6, 1-11

Salmo: Sal 149(148), 1-6.9

Oración Introductoria

Señor Jesús, en varias ocasiones el Evangelio hace mención que pasaste la noche en oración… y yo que batallo para hacer mi meditación de 10, 15 ó 20 minutos. Tu oración es fruto de tu amor, de tu dependencia a Dios. Ilumíname para yo pueda crecer también en mi amor y que ahora sepa disponer mi corazón para hacer la voluntad del Padre en este día.

Petición

Jesucristo, enséñame a orar. Haz que te ame a tal punto, que me sea imposible no seguirte.

Meditación del Santo Padre Francisco

El Señor es «alguien que ora, elige y no tiene vergüenza de estar cerca de la gente». Al comentar el pasaje del Evangelio de Lucas (6, 12-19) durante la misa del martes 9 de septiembre destacó estas tres características que «trazan claramente la personalidad de Jesús» y que motivan también nuestra «confianza en Él: nos encomendamos a Él porque ora, porque nos ha elegido y porque está cerca de nosotros».

Al profundizar estos «tres momentos de la vida de Jesús», el Pontífice habló primero de la oración. El Señor, relata Lucas, «salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios». De ello se deduce que Él «reza por nosotros. Parece un poco extraño —dijo el Papa Francisco— que Él, que vino a traernos la salvación, que Él, que tiene el poder», ore al Padre. Sin embargo, «lo hace a menudo, incluso lo dice», afirmó el Pontífice recordando la frase que dirigió a Pedro en la última Cena: «He pedido por ti».

Jesús ha pedido y sigue pidiendo «por nosotros: es el intercesor. También ahora, que está ante el Padre, en el cielo, su trabajo —afirmó el obispo de Roma— es este: interceder, orar. Es el gran intercesor». Se trata de una verdad que «debe alentarnos». Porque en los momentos «de dificultad o de necesidad», recordó el Papa Francisco, hay que pensar: «Pero tú estás rezando por mí. Reza por mí. Jesús reza por mí al Padre». Por lo demás, añadió, este «es su trabajo de hoy: orar por nosotros, por su Iglesia».

Pasando luego al segundo momento descrito en la escena evangélica —«Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y escogió de entre ellos a doce»— el Pontífice destacó que «fue Él quien eligió; y lo dice claramente: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido”». Como consecuencia, también esta actitud de Jesús nos alienta, porque tenemos una certeza: «Yo fui elegido, yo fui elegida por el Señor. El día del bautismo Él me elegió».

¿Por qué somos «elegidos» como cristianos? Para el Papa Francisco la respuesta está en el amor de Dios. «El amor —señaló— no mira si uno tiene la cara poco agraciada o la cara hermosa: ¡ama! Y Jesús hace lo mismo: ama y elige con amor. Y elige a todos». En su «lista» no hay personas importantes «según los criterios del mundo: hay gente común». El único elemento que los caracteriza a todos es que «son pecadores. Jesús eligió a los pecadores. Elige a los pecadores. Y esta es la acusación que le hacen los doctores de la ley, los escribas».

Pero Jesús es así y, por lo tanto, «llama a todos». Su criterio es el amor, como se ve claro desde que «nosotros, el día de nuestro Bautismo, hemos sido elegidos oficialmente». En esa elección «está el amor de Jesús». Él, dijo el Papa, «me miró y me dijo: ¡tú!». Basta pensar, por lo demás, en la elección de «Judas Iscariote, que fue el traidor, el pecador más grande para Él. Pero fue elegido por Jesús».

Por último, el tercer momento, descrito por el Evangelio con estas palabras: «Después de bajar con ellos, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades… y toda la gente trataba de tocarlo». En esencia, la escena presenta a un «Jesús cercano a la gente. No es un profesor, un maestro, un místico que se aleja y habla desde la cátedra», sino más bien una persona que «está en medio de la gente; se deja tocar; deja que la gente le pida. Así es Jesús: cercano a la gente».

Y esta cercanía, continuó el Papa Francisco, «no es algo nuevo para Él: Él lo pone de relieve en su modo de actuar, pero es una cosa que viene desde al primera elección de Dios por su pueblo. Dios dice a su pueblo: “Pensad, ¿qué pueblo tiene un Dios tan cercano como Yo lo estoy de vosotros?”». La cercanía de Dios a su pueblo, concluyó el Pontífice, «es la cercanía de Jesús con la gente. Toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de Él una fuerza que los curaba a todos. Así cercano, en medio del pueblo».

Santo Padre Francisco: En la lista de Jesús

Meditación del martes, 9 de septiembre de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

[…] La Iglesia se constituyó sobre el fundamento de los Apóstoles como comunidad de fe, esperanza y caridad. A través de los Apóstoles, nos remontamos a Jesús mismo.

La Iglesia comenzó a constituirse cuando algunos pescadores de Galilea encontraron a Jesús y se dejaron conquistar por su mirada, su voz y su invitación cordial y fuerte: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mc 1, 17; Mt 4, 19). Al inicio del tercer milenio, mi amado predecesor Juan Pablo II propuso a la Iglesia la contemplación del rostro de Cristo (cf. Novo millennio ineunte, 16 ss).

Siguiendo en la misma dirección, en las catequesis que comienzo hoy quisiera mostrar precisamente cómo la luz de ese Rostro se refleja en el rostro de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 1), a pesar de los límites y las sombras de nuestra humanidad frágil y pecadora. Después de María, reflejo puro de la luz de Cristo, son los Apóstoles, con su palabra y su testimonio, quienes nos transmiten la verdad de Cristo. Sin embargo, su misión no está aislada, sino que se sitúa dentro de un misterio de comunión, que implica a todo el pueblo de Dios y se realiza por etapas, desde la antigua hasta la nueva Alianza.

A este propósito, hay que decir que se tergiversa del todo el mensaje de Jesús si se lo separa del contexto de la fe y de la esperanza del pueblo elegido: como el Bautista, su precursor inmediato, Jesús se dirige ante todo a Israel (cf. Mt 15, 24), para «reunirlo» en el tiempo escatológico que llega con él. Al igual que la predicación de Juan, también la de Jesús es al mismo tiempo llamada de gracia y signo de contradicción y de juicio para todo el pueblo de Dios. Por tanto, desde el primer momento de su actividad salvífica, Jesús de Nazaret tiende a congregar al pueblo de Dios.

Aunque su predicación es siempre una exhortación a la conversión personal, en realidad él tiende continuamente a la constitución del pueblo de Dios, que ha venido a reunir, purificar y salvar. Por eso, resulta unilateral y carente de fundamento la interpretación individualista, propuesta por la teología liberal, del anuncio que Cristo hace del Reino. En el año 1900, el gran teólogo liberal Adolf von Harnack la resume así en sus lecciones sobre La esencia del cristianismo: «El reino de Dios viene, porque viene a cada uno de los hombres, tiene acceso a su alma, y ellos lo acogen. Ciertamente, el reino de Dios es el señorío de Dios, pero es el señorío del Dios santo en cada corazón» (Tercera lección, p. 100 s). En realidad, este individualismo de la teología liberal es una acentuación típicamente moderna: desde la perspectiva de la tradición bíblica y en el horizonte del judaísmo, en el que se sitúa la obra de Jesús aunque con toda su novedad, resulta evidente que toda la misión del Hijo encarnado tiene una finalidad comunitaria: él ha venido precisamente para unir a la humanidad dispersa, ha venido para congregar, para unir al pueblo de Dios.

Un signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la Alianza, para manifestar en ella el cumplimiento de las promesas hechas a los Padres, que hablan siempre de convocación, unificación, unidad, es la institución de los Doce. Hemos escuchado el Evangelio sobre esta institución de los Doce. Leo una vez más su parte central: «Subió al monte y llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce…» (Mc 3, 13-16; cf. Mt 10, 1-4; Lc 6, 12-16). En el lugar de la revelación, «l monte», Jesús, con una iniciativa que manifiesta absoluta conciencia y determinación, constituye a los Doce para que sean con él testigos y anunciadores del acontecimiento del reino de Dios.

Sobre la historicidad de esta llamada no existen dudas, no sólo en virtud de la antigüedad y de la multiplicidad de los testimonios, sino también por el simple motivo de que allí aparece el nombre de Judas, el apóstol traidor, a pesar de las dificultades que esta presencia podía crear a la comunidad naciente. El número Doce, que remite evidentemente a las doce tribus de Israel, ya revela el significado de acción profético-simbólica implícito en la nueva iniciativa de refundar el pueblo santo.

Superado desde hacía tiempo el sistema de las doce tribus, la esperanza de Israel anhelaba su reconstitución como signo de la llegada del tiempo escatológico (pensemos en la conclusión del libro de Ezequiel: 37, 15-19; 39, 23-29; 40-48). Al elegir a los Doce, para introducirlos en una comunión de vida consigo y hacerles partícipes de su misión de anunciar el Reino con palabras y obras (cf. Mc 6, 7-13; Mt 10, 5-8; Lc 9, 1-6; 6, 13), Jesús quiere manifestar que ha llegado el tiempo definitivo en el que se constituye de nuevo el pueblo de Dios, el pueblo de las doce tribus, que se transforma ahora en un pueblo universal, su Iglesia.

Con su misma existencia los Doce —procedentes de diferentes orígenes— son un llamamiento a todo Israel para que se convierta y se deje reunir en la nueva Alianza, cumplimiento pleno y perfecto de la antigua. El hecho de haberles encomendado en la última Cena, antes de su Pasión, la misión de celebrar su memorial, muestra cómo Jesús quería transmitir a toda la comunidad en la persona de sus jefes el mandato de ser, en la historia, signo e instrumento de la reunión escatológica iniciada en él. En cierto sentido podemos decir que precisamente la última Cena es el acto de la fundación de la Iglesia, porque él se da a sí mismo y crea así una nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con él mismo.

Desde esta perspectiva, se comprende que el Resucitado les confiera —con la efusión del Espíritu— el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 23). Los doce Apóstoles son así el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que componen la Iglesia. Por tanto, es del todo incompatible con la intención de Cristo un eslogan que estuvo de moda hace algunos años: «esús sí, Iglesia no». Este Jesús individualista elegido es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica.

Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo. Es siempre contemporáneo nuestro, es siempre contemporáneo en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles, está vivo en la sucesión de los Apóstoles. Y esta presencia suya en la comunidad, en la que él mismo se da siempre a nosotros, es motivo de nuestra alegría. Sí, Cristo está con nosotros, el Reino de Dios viene.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

La voluntad de Jesús sobre la Iglesia y la elección de los Doce

Audiencia General del miércoles, 15 de marzo de 2006

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

LA TRANSMISIÓN DE LA REVELACIÓN DIVINA

74 Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» ( 1 Tim 2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (cf. Jn 14,6). Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todos los hombres y que así la Revelación llegue hasta los confines del mundo:

«Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones» (DV 7).

I La Tradición apostólica

75 «Cristo nuestro Señor, en quien alcanza su plenitud toda la Revelación de Dios, mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su voz» (DV 7).

La predicación apostólica…

76 La transmisión del Evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras:

— oralmente: «los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó»; 

— por escrito: «los mismos Apóstoles y los varones apostólicos pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» (DV 7).

… continuada en la sucesión apostólica

77 «Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, «dejándoles su cargo en el magisterio»» (DV 7). En efecto, «la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos» (DV 8).

78 Esta transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo, es llamada la Tradición en cuanto distinta de la sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (DV 8). «Las palabras de los santos Padres atestiguan la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora» (DV 8).

79 Así, la comunicación que el Padre ha hecho de sí mismo por su Verbo en el Espíritu Santo sigue presente y activa en la Iglesia: «Dios, que habló en otros tiempos, sigue conservando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo» (DV 8).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Sabernos amados por Nuestro Padre, Dios, con un único amor, grande y fuerte.

Diálogo con Cristo

¡Oh Dios, que desde la eternidad pensaste en mí y que en un momento concreto de la historia pronunciaste mi nombre para llamarme a la vida. Gracias por el amor que me regalas cada día. Te pido tu gracia para que siempre pueda cumplir la misión que me encomiendas y así cooperar a la salvación del mundo en nombre de tu Hijo Jesucristo nuestro Señor.

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