Evangelio del día: Satanás es «el origen y causa de todo pecado»

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Mateo 4, 1-11. Primer domingo del Tiempo de Cuaresma. Entrar en este tiempo litúrgico de Cuaresma significa ponerse del lado de Cristo contra el pecado; significa afrontar el combate espiritual contra el espíritu del mal.

Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. Y el tentador, acercándose, le dijo: «Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes». Jesús le respondió: «Está escrito: «El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»». Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: «Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: «Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra»». Jesús le respondió: «También está escrito: «No tentarás al Señor, tu Dios»». El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: «Te daré todo esto, si te postras para adorarme». Jesús le respondió: «Retírate, Satanás, porque está escrito: «Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto»». Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro del Génesis, Gén 2, 7-9; 3, 1-7

Salmo: Sal 51(50), 3-6a.12-14.17

Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Romanos, Rom 5, 12-19

Oración introductoria

Señor, el domingo es ese día central en que debo procurar tener un tiempo especial para Ti. Ilumíname, dame la luz y la fuerza de tu Espíritu Santo, para que sepa retirarme de toda distracción y hoy pueda tener un auténtico diálogo contigo, de corazón a corazón, en la oración.

Petición

Señor, concédeme saber escuchar tu Palabra y hacerla vida en mi vida.

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Dios no tolera el mal, porque es amor, justicia, fidelidad; y precisamente por esto no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Para salvar a la humanidad, Dios interviene: lo vemos en toda la historia del pueblo judío, desde la liberación de Egipto. Dios está decidido a liberar a sus hijos de la esclavitud para conducirlos a la libertad. Y la esclavitud más grave y profunda es precisamente la del pecado. Por esto, Dios envió a su Hijo al mundo: para liberar a los hombres del dominio de Satanás, «origen y causa de todo pecado». Lo envió a nuestra carne mortal para que se convirtiera en víctima de expiación, muriendo por nosotros en la cruz. Contra este plan de salvación definitivo y universal, el Diablo se ha opuesto con todas sus fuerzas, como lo demuestra en particular el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que se proclama cada año en el primer domingo de Cuaresma. De hecho, entrar en este tiempo litúrgico significa ponerse cada vez del lado de Cristo contra el pecado, afrontar —sea como individuos sea como Iglesia— el combate espiritual contra el espíritu del mal (Miércoles de Ceniza, oración colecta).

Santo Padre Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 13 de marzo de 2011

Meditación de san Juan Pablo II

Jesús, «amigo de los pecadores» hombre solidario con todos los hombres

1. Jesucristo, verdadero hombre, es «semejante a nosotros en todo excepto en el pecado». Este ha sido el tema de la catequesis precedente. El pecado está esencialmente excluido de Aquél que, siendo verdadero hombre, es también verdadero Dios («verus homo», pero no «merus homo»).

Toda la vida terrena de Cristo y todo el desarrollo de su misión testimonian la verdad de su absoluta impecabilidad. El mismo lanzó el reto: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?» (Jn 8, 46). Hombre «sin pecado», Jesucristo, durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que engendra el pecado, comenzando por Satanás, que es el «padre de la mentira» en la historia del hombre «desde el principio» (cf. Jn 8, 44). Esta lucha queda delineada ya al principio de la misión mesiánica de Jesús, en el momento de la tentación (cf. Mc 1, 13; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13), y alcanza su culmen en la cruz y en la resurrección. Lucha que, finalmente, termina con la victoria.

2. Esta lucha contra el pecado y sus raíces no aleja a Jesús del hombre. Muy al contrario, lo acerca a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por pecadores. Esto lo podemos ver en muchos pasajes del Evangelio.

3. Bajo este aspecto es importante la «comparación» que hace Jesús entre su persona misma y Juan el Bautista. Dice Jesús: «Porque vino Juan, que no comía ni bebía, y dicen: Está poseído del demonio. Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: Es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 18-19).

Es evidente el carácter «polémico» de estas palabras contra los que antes criticaban a Juan el Bautista, profeta solitario y asceta severo que vivía y bautizaba a orillas del Jordán, y critican después a Jesús porque se mueve y actúa en medio de la gente. Pero resulta igualmente transparente, a la luz de estas palabras, la verdad sobre el modo de ser, de sentir, de comportarse Jesús hacia los pecadores.

4. Lo acusaban de ser «amigo de publicanos (es decir, de los recaudadores de impuestos, de mala fama, odiados y considerados no observantes: cf. Mt 5, 46; 9, 11; 18, 17) y pecadores». Jesús no rechaza radicalmente este juicio, cuya verdad —aún excluida toda connivencia y toda reticencia— aparece confirmada en muchos episodios registrados por el Evangelio. Así, por ejemplo, el episodio referente al jefe de los publicanos de Jericó, Zaqueo, a cuya casa Jesús, por así decirlo, se auto-invitó: «Zaqueo, baja pronto —Zaqueo, siendo de pequeña estatura, estaba subido sobre un árbol para ver mejor a Jesús cuando pasara— porque hoy me hospedaré en tu casa». Y cuando el publicanos bajó lleno de alegría, y ofreció a Jesús la hospitalidad de su propia casa, oyó que Jesús le decía: «Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham; pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (cf. Lc 19, 1-10). De este texto se desprende no sólo la familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también el motivo por el que Jesús los buscara y tratara con ellos: su salvación.

5. Un acontecimiento parecido queda vinculado al nombre de Leví, hijo de Alfeo. El episodio es tanto más significativo cuanto que este hombre, que Jesús había visto «sentado al mostrador de los impuestos», fue llamado para ser uno de los Apóstoles: «Sígueme», le había dicho Jesús. Y él, levantándose, lo siguió. Su nombre aparece en la lista de los Doce como Mateo y sabemos que es el autor de uno de los Evangelios. El Evangelista Marcos dice que Jesús «estaba sentado a la mesa en casa de éste» y que «muchos publicanos y pecadores estaban recostados con Jesús y con sus discípulos» (cf. Mc 2, 13-15). También en este caso «los escribas de la secta de los fariseos» presentaron sus quejas a los discípulos; pero Jesús les dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17).

6. Sentarse a la mesa con otros —incluidos «los publicanos y los pecadores»— es un modo de ser humano, que se nota en Jesús desde el principio de su actividad mesiánica. Efectivamente, una de las primeras ocasiones en que Él manifestó su poder mesiánico fue durante el banquete nupcial de Caná de Galilea, al que asistió acompañado de su Madre y de sus discípulos (cf. Jn 2, 1-12). Pero también más adelante Jesús solía aceptar las invitaciones a la mesa no sólo de los «publicanos», sino también de los «fariseos», que eran sus adversarios más encarnizados. Veámoslo, por ejemplo, en Lucas: «Le invitó un fariseo a comer con él, y entrando en su casa, se puso a la mesa» (Lc 7, 36).

7. Durante esta comida sucede un hecho que arroja todavía nueva luz sobre el comportamiento de Jesús para con la pobre humanidad, formada por tantos y tantos «pecadores», despreciados y condenados por los que se consideran «justos». He aquí que una mujer conocida en la ciudad como pecadora se encontraba entre los presentes y, llorando, besaba los pies de Jesús y los ungía con aceite perfumado. Se entabla entonces un coloquio entre Jesús y el amo de la casa, durante el cual establece Jesús un vínculo esencial entre la remisión de los pecados y el amor que se inspira en la fe: «…le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho… Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados… Tu fe te ha salvado, ¡vete en paz!» (cf. Lc 7, 36-50).

8. No es el único caso de este género. Hay otro que, en cierto modo, es dramático: es el de «una mujer sorprendida en adulterio» (cf. Jn 8, 1-11). También este acontecimiento —como el anterior— explica en qué sentido era Jesús «amigo de publicanos y de pecadores». Dice a la mujer: «Vete y no peques más» (Jn 8, 11). El, que era «semejante a nosotros en todo excepto en el pecado», se mostró cercano a los pecadores y pecadoras para alejar de ellos el pecado. Pero consideraba este fin mesiánico de una manera completamente «nueva» respecto del rigor con que trataban a los «pecadores» los que los juzgaban sobre la base de la Ley antigua. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en virtud de la solidaridad profunda, que nutría en Sí mismo, con quien había sido creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 27; 5, 1).

9. ¿En qué consiste esta solidaridad? Es la manifestación del amor que tiene su fuente en Dios mismo. El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno como nosotros. Esta unión con nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla elocuentemente del amor con que Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. El amor es reconfirmado aquí de una manera del todo particular: El que ama desea compartirlo todo con el amado. Precisamente por esto el Hijo de Dios se hace hombre. De El había predicho Isaías: «Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias» (Mt 8, 17; cf. Is 53, 4). De esta manera, Jesús comparte con cada hijo e hija del género humano la misma condición existencial. Y en esto revela Él también la dignidad esencial del hombre: de cada uno y de todos. Se puede decir que la Encarnación es una «revalorización» inefable del hombre y de la humanidad.

10. Este «amor-solidaridad» sobresale en toda la vida y misión terrena del Hijo del hombre en relación, sobre todo, con los que sufren bajo el peso de cualquier tipo de miseria física o moral. En el vértice de su camino estará «la entrega de su propia vida para rescate de muchos» (cf. Mc 10, 45): el sacrificio redentor de la cruz. Pero, a lo largo del camino que lleva a este sacrificio supremo, la vida entera de Jesús es una manifestación multiforme de su solidaridad con el hombre, sintetizada en estas palabras: «El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45). Era niño como todo niño humano. Trabajó con sus propias manos junto a José de Nazaret, de la misma manera como trabajan los demás hombres (cf. Laborem Exercens, 26). Era un hijo de Israel, participaba en la cultura, tradición, esperanza y sufrimiento de su pueblo. Conoció también lo que a menudo acontece en la vida de los hombres llamados a una determinada misión: la incomprensión e incluso la traición de uno de los que Él había elegido como sus Apóstoles y continuadores; y probó también por esto un profundo dolor (cf. Jn 13, 21).

Y cuando se acercó el momento en que debía «dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28), se ofreció voluntariamente a Sí mismo (cf. Jn 10, 18), consumando así el misterio de su solidaridad en el sacrificio. El gobernador romano, para definirlo ante los acusadores reunidos, no encontró otra palabra fuera de éstas: «Ahí tenéis al hombre» (Jn 19, 5).

Esta palabra de un pagano, desconocedor del misterio, pero no insensible a la fascinación que se desprendía de Jesús incluso en aquel momento, lo dice todo sobre la realidad humana de Cristo: Jesús es el hombre; un hombre verdadero que, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, se ha hecho víctima por el pecado y solidario con todos hasta la muerte de cruz.

San Juan Pablo II

Audiencia General del miércoles, 10 de febrero de 1988

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Definición de pecado

1849 El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; San Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 71, a. 6) )

1850 El pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9).

1851 Es precisamente en la Pasión, en la que la misericordia de Cristo vencería, donde el pecado manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.

III. La diversidad de pecados

1852 La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (5,19-21; cf Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).

1853 Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15,19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado.

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Transmitir, a quienes me rodean, el gozo y la serenidad que se experimenta al confiar en la misericordia de Dios.

Diálogo con Cristo

Jesucristo, al contemplar las tentaciones con las que Dios Padre permitió que fueras tentado, confirmo que nunca debo aspirar a no tener tentaciones sino a saber superarlas con fe y confianza, preparándome permanentemente con la mejor arma: la oración; porque ante la tentación, nunca me faltará la gracia ni la fortaleza del Espíritu Santo. Padre mío, que sepa llevar este mensaje a los demás, especialmente aquellos que están deprimidos y angustiados por lo duro de esta vida.

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