Evangelio del día: Parábola de los vendimiadores infieles

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Mateo 21, 33-43.45-46. Viernes de la segunda semana del Tiempo de Cuaresma. Permanezcamos en la humildad y en la oración para no creernos dueños de lo que solamente pertenece a Dios. 

En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo esta parábola: Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero. Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para percibir los frutos. Pero los viñadores se apoderaron de ellos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y al tercero lo apedrearon. El propietario volvió a enviar a otros servidores, en mayor número que los primeros, pero los trataron de la misma manera. Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: «Respetarán a mi hijo». Pero, al verlo, los viñadores se dijeron: «Este es el heredero: vamos a matarlo para quedarnos con su herencia». Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelve el dueño, ¿qué les parece que hará con aquellos viñadores?». Le respondieron: «Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo». Jesús agregó: «¿No han leído nunca en las Escrituras: «La piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: esta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos»? Por eso les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos». Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos. Entonces buscaron el modo de detenerlo, pero temían a la multitud, que lo consideraba un profeta.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Génesis, Gén 37, 3-4.12-13a.17b-28

Salmo: Sal 105(104), 16-21

Oración introductoria

Señor, mi oración sería diferente si tuviera una conciencia más clara de con Quién pretendo dialogar. No merezco tu amor porque no he sabido corresponderte, pero hoy todo puede cambiar por tu inmensa misericordia. Aquí estoy humildemente a tus pies, esperando la gracia de poder experimentar tu presencia.

Petición

Dios mío, sé Tú el gran protagonista en mi vida, la única seguridad en mi existencia, que todo dependa de tu voluntad y no de mis necios caprichos.

Meditación del Santo Padre Francisco

Humildad y oración, en la Iglesia, son el antídoto contra las alteraciones de la Palabra de Dios y la tentación de adueñarse de ella, interpretándola al propio gusto y enjaulando al Espíritu Santo. Es la síntesis de la meditación que propuso el Pontífice en la misa del viernes 21 de marzo.

Precisamente «durante estos días de Cuaresma el Señor se hace cercano a nosotros y la Iglesia nos conduce hacia el triduo pascual, hacia la muerte y resurrección de Jesús», dijo el Papa refiriéndose a las dos lecturas de la liturgia. En la primera, tomada del Génesis (37, 3-4.12-13.17-28), se relata la historia de «José, que es una profecía y una imagen de Jesús: vendido por veinte monedas por sus hermanos». Y luego el Evangelio de Mateo (21, 33-43.45) presenta «esta parábola que Jesús mismo dice a la gente y a los fariseos, a los sacerdotes, a los ancianos del pueblo para hacer comprender dónde han caído». Nos encontramos, explicó, ante el «drama no del pueblo —porque el pueblo entendía que Jesús era un gran profeta— sino de algunos jefes del pueblo, de algunos sacerdotes de ese tiempo, de los doctores de la ley, de los ancianos que no tenían el corazón abierto a la Palabra de Dios». En efecto, ellos «escuchaban a Jesús, pero en lugar de ver en Él la promesa de Dios, o de reconocerlo como un gran profeta, tenían miedo».

En el fondo, destacó el Pontífice, es «el mismo sentimiento de Herodes». También ellos decían: «Este hombre es un revolucionario, detengámoslo a tiempo, debemos detenerlo». Por esto, «trataban de capturarlo, trataban de ponerlo a prueba, para que cayese y poder arrestarlo: es la persecución contra Jesús». ¿Pero por qué esta persecución? «Porque esta gente —fue la respuesta del Papa— no estaba abierta a la Palabra de Dios, estaban cerrados en su egoísmo».

Es precisamente en este contexto que «Jesús cuenta esta parábola: Dios dio en herencia un terreno con una viña que hizo con sus manos». Se lee en el Evangelio que el dueño «plantó una viña, la rodeó con un cercado, allí excavó un hueco para el lagar y construyó una torre». Y luego dio «la viña en alquiler a los campesinos».

Exactamente lo que «hizo Dios con nosotros: nos dio la vida en alquiler» y, con ella, «la promesa» que vendría a salvarnos. «En cambio, esta gente —destacó el Papa— vio aquí un buen negocio, una buena oportunidad: la viña es hermosa, tomémosla, es nuestra». Y, así, «cuando llegó el momento de recoger los frutos, fueron los empleados de este señor a retirar la cosecha. Pero los campesinos, que ya se habían adueñado de la viña, dijeron: no, saquémosles fuera, esto es nuestro».

La parábola de Jesús, explicó, relata precisamente «el drama de esta gente, pero también nuestro drama». Esas personas, en efecto, «se adueñaron de la Palabra de Dios. Y la Palabra de Dios se convirtió en su palabra. Una palabra según su interés, sus ideologías, sus teologías, a su servicio». Hasta tal punto que «cada uno la interpretaba según la propia voluntad, según el propio interés». Y «mataron para conservar esto». Es lo que le pasó también a Jesús, porque «los jefes de los sacerdotes y los fariseos comprendieron que hablaba de ellos cuando escucharon esta parábola» y, así, «trataron de arrestarlo para que muriese».

Pero de este modo «la Palabra de Dios se convierte en algo muerto, encarcelado». Y «el Espíritu Santo está enjaulado en los deseos de cada uno de ellos. Lo mismo nos pasa a nosotros, cuando no estamos abiertos a la novedad de la Palabra de Dios, cuando no somos obedientes a la Palabra de Dios». Pero desobedecer a la Palabra de Dios es como querer afirmar que «esta palabra ya no es de Dios: ahora es nuestra».

Así, como «la Palabra de Dios está muerta en el corazón de esta gente, también puede morir en nuestro corazón». Sin embargo, afirmó el Santo Padre, la palabra «no se acaba porque está viva en el corazón de los sencillos, de los humildes, del pueblo de Dios». En efecto, los que buscaban capturar a Jesús tenían miedo del pueblo que lo consideraba un profeta. Era «la multitud sencilla, que iba detrás de Jesús porque lo que Jesús decía hacía bien y caldeaba el corazón». Esta gente «no usaba la Palabra de Dios para el propio interés», sino que sencillamente «sentía y trataba de ser un poco más buena».

A este punto el Papa sugirió pensar en «lo que podemos hacer nosotros para no matar la Palabra de Dios, para no adueñarnos de esta palabra, para ser dóciles, para no enjaular al Espíritu Santo». E indicó dos sencillos caminos: humildad y oración.

Ciertamente, destacó, no era humilde «esta gente que no aceptaba la Palabra de Dios, pero decía: sí, la Palabra de Dios es esta, pero la interpreto según mi interés». Con este modo de obrar «eran soberbios, eran suficientes, eran los «doctores» entre comillas»: personas que «creían tener todo el poder para cambiar el significado de la Palabra de Dios». En cambio, «sólo los humildes tienen el corazón preparado para recibir la Palabra de Dios». Pero es necesario precisar, evidenció, que «estaban también los buenos y humildes sacerdotes, humildes fariseos que habían recibido bien la Palabra de Dios: por ejemplo los Evangelios nos hablan de Nicodemo». Por lo tanto, «la primera actitud para escuchar la Palabra de Dios» es la humildad, porque «sin humildad no se puede recibir la Palabra de Dios». Y la segunda es la oración. Las personas de las que habla la parábola, en efecto, «no rezaban, no tenían necesidad de rezar: se sentían seguros, se sentían fuertes, se sentían dioses».

Por lo tanto, «con la humildad y la oración sigamos adelante para escuchar la Palabra de Dios y obedecerle en la Iglesia». Y, «así, no nos sucederá a nosotros lo que le pasó a esta gente: no mataremos para defender esa palabra que nosotros creemos que es la Palabra de Dios» sino que, en cambio, se ha convertido «en una palabra totalmente alterada por nosotros».

Como conclusión, el Pontífice pidió «al Señor la gracia de la humildad, de contemplar a Jesús como el Salvador que nos habla: ¡me habla a mí! Cada uno de nosotros debe decir: ¡me habla a mí!». Y «cuando leemos el Evangelio: ¡me habla a mí!». De aquí la invitación a «abrir el corazón al Espíritu Santo que da fuerza a esta Palabra» y a «rezar, rezar mucho para tener la docilidad de recibir esta palabra y obedecerle».

Santo Padre Francisco: La palabra encarcelada

Meditación del viernes, 21 de marzo de 2014

Meditación del Santo Padre Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de [hoy] concluye con una amonestación de Jesús, particularmente severa, dirigida a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos» (Mt 21, 43). Son palabras que hacen pensar en la gran responsabilidad de quien en cada época, está llamado a trabajar en la viña del Señor, especialmente con función de autoridad, e impulsan a renovar la plena fidelidad a Cristo. Él es «la piedra que desecharon los constructores», (cf. Mt 21, 42), porque lo consideraron enemigo de la ley y peligroso para el orden público, pero él mismo, rechazado y crucificado, resucitó, convirtiéndose en la «piedra angular» en la que se pueden apoyar con absoluta seguridad los fundamentos de toda existencia humana y del mundo entero. De esta verdad habla la parábola de los viñadores infieles, a los que un hombre confió su viña para que la cultivaran y recogieran los frutos. El propietario de la viña representa a Dios mismo, mientras que la viña simboliza a su pueblo, así como la vida que él nos da para que, con su gracia y nuestro compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que «Dios nos cultiva como un campo para hacernos mejores» (Sermo 87, 1, 2: PL 38, 531). Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta del hombre a menudo se orienta a la infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden reconocer y acoger incluso el don más valioso de Dios: su Hijo unigénito. En efecto, cuando «les mandó a su hijo —escribe el evangelista Mateo— … [los labradores] agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21, 37.39). Dios se pone en nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de debilidad y manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de amor, que al final prevé también el justo castigo para los malvados (cf. Mt 21, 41).

Firmemente anclados en la fe en la piedra angular que es Cristo, permanezcamos en él como el sarmiento que no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid. Solamente en él, por él y con él se edifica la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza. Al respecto escribió el siervo de Dios Pablo VI: «El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su relación vital con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada».

Santo Padre Benedicto XVI

Ángelus del domingo, 2 de octubre de 2011

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Igualdad y diferencias entre los hombres

1934 Creados a imagen del Dios único y dotados de una misma alma racional, todos los hombres poseen una misma naturaleza y un mismo origen. Rescatados por el sacrificio de Cristo, todos son llamados a participar en la misma bienaventuranza divina: todos gozan por tanto de una misma dignidad.

1935 La igualdad entre los hombres se deriva esencialmente de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella:

«Hay que superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda […] forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión» (GS 29,2).

1936 Al venir al mundo, el hombre no dispone de todo lo que es necesario para el desarrollo de su vida corporal y espiritual. Necesita de los demás. Ciertamente hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas (GS 29). Los “talentos” no están distribuidos por igual (cf Mt 25, 14-30, Lc 19, 11-27).

1937 Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro aquello que necesita, y que quienes disponen de “talentos” particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan y con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación. Incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras:

«¿Es que acaso distribuyo yo las diversas [virtudes] dándole a uno todas o dándole a éste una y al otro otra particular? […] A uno la caridad, a otro la justicia, a éste la humildad, a aquél una fe viva […] En cuanto a los bienes temporales, las cosas necesarias para la vida humana las he distribuido con la mayor desigualdad, y no he querido que cada uno posea todo lo que le era necesario, para que los hombres tengan así ocasión, por necesidad, de practicar la caridad unos con otros […] He querido que unos necesitasen de otros y que fuesen mis servidores para la distribución de las gracias y de las liberalidades que han recibido de mí» (Santa Catalina de Siena, Il dialogo della Divina provvidenza, 7).

1938. Existen también desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el Evangelio:

«La igual dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana y más justa. Pues las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de una única familia humana resultan escandalosas y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y también a la paz social e internacional» (GS 29).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Agradecer tantos dones que hemos recibido de parte de Dios con tanto amor y delicadeza, y responder con obras a esos cuidados del Padre.

Diálogo con Cristo

«El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe», de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos», con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras»». Gracias por mostrarme el camino a la felicidad, que sepa siempre recibir y corresponder a tu amor.

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