Que sin arrebatos de divina locura no se puede llegar a la santidad, es evidente. Los cuerdos, según el mundo, jamás llegarán a la santidad heroica. La vida sin complicaciones, sin exabruptos de generosidad, la vida atiborrada de cálculos egoístas —burguesa—, se opone diametralmente a la de los santos. No hay compatibilidad entre los santos y los que jamás abandonan sus cómodas casillas; lo mismo que no la hay entre el volcán y la llanura esteparia, ni entre los héroes —hombres de arranques— y los adocenados.
Se explica que los santos tengan que ser locos, locos de remate, para el mundo. Porque ¿no es la doctrina evangélica la más disparatada locura de tejas abajo y la sabiduría más sublime para los que están tocados de Dios? Los santos —como los genios o los héroes— rompen moldes, los moldes de la vulgar ramplonería humana, y por eso chocan con la realidad monótona. Tienen dinamita en el alma y su generosidad les hace estallar hacia lo imprevisto e inédito.
Pero, ¿qué hacen sino seguir las huellas de Aquel que dio en la cresta a la sabihonda cordura humana, provocando ante la humanidad el más sonado de los escándalos: el de su muerte en una cruz? No cabe duda, con este hecho comenzó la era de la locura. ¡Bienvenida! En pos de Él siguieron legiones de «chiflados»: los que se dejaron descabezar por amor de Dios, los que abandonaron su patria —¡con lo bien que se está en casita!— para difundir el Evangelio entre caníbales, los que maltrataron sus cuerpos hasta convertirlos en piltrafas humanas, los que se abrazaron a los apestados —¡uf, qué asco!-, los que dijeron mil veces no cuanto todos dicen sí, y sí cuando la mayoría dice no…
Ahondad en la vida de los santos y veréis cómo, bajo las apariencias más normales, existe el contagio. Todos están tocados por la locura de la cruz.
San Juan de Dios fue uno de esos locos. La venada le dio fuerte. Lo vais a ver.
Era el día de San Sebastián de 1537. En la histórica ermita del Santo de la ciudad de Granada predicaba el Beato Maestro Juan de Avila, que, cual otro Pablo de Tarso, se había hecho célebre por sus infatigables correrías apostólicas por Andalucía. Durante su sermón, atacó duramente contra los vicios y predicó sobre las virtudes y el amor de Dios.
Un hombre de cuarenta y dos años le escuchaba absorto sin perder sílaba. Era conocido en la ciudad por su tenderete de libros, y en toda la comarca, porque lo veían con frecuencia vendiendo libros, estampas e imágenes por los pueblos.
De repente se oyó un grito en la pequeña ermita abarrotada de fieles: «¡Misericordia, Señor!» Todos quedaron pasmados ante el hombre que había gritado, y mucho más cuando le vieron darse cabezadas en el suelo, mesarse las barbas y cejas y dar muestras de un profundo dolor y pesar de sus pecados.
Salió de la ermita y se dirigió precipitado hacia su tenducho, ¡Pobrecito, se había vuelto loco! Sus gestos y sus gritos lo manifestaban bien a las claras. Ya en su casa, rompió cuantos libros de caballerías tenía en venta, distribuyó los devotos entre los curiosos que le habían seguido y se despojó de sus vestidos quedándose con lo imprescindible. ¡Hecho una facha! ¡Le fallaban los cascos! Así pensaba la gente.
Nuestro hombre se confesó, entre lágrimas, con el padre Ávila. Posiblemente, incluso este mismo santo varón sospechó que su penitente estaba perturbado. Pero sus sospechas hubieron de desvanecerse ante las palabras del hombre que tenía a sus pies. Lo consoló y le animó a seguir las inspiraciones de Dios.
Pero el Beato Maestro Avila tenía que ausentarse de Granada y aquí tenemos a Juan Ciudad (que este era el nombre del extraño converso) comenzando una vida nueva.
Los vecinos de Granada vieron que las locuras de Juan Ciudad seguían en aumento: se metía en los lodazales y daba saltos por las calles haciéndose el demente. Quería el desprecio. Deseaba que le tuvieran por mentecato. Y lo consiguió.
Unos días después, Juan Ciudad era internado en el Hospital Real de Granada, donde eran cuidados los que habían perdido el juicio. No podía estar libre por las calles aquel hombre que era la irrisión de chicos y grandes, que le corrían e insultaban gritando: «¡Al loco, al loco!».
En el Hospital Real estuvo algún tiempo. Los loqueros le trataron mal. Incluso quisieron volverle el juicio a base de azotainas. Porque era, por lo visto, un remedio muy socorrido en la época éste de los azotes para curar la locura.
Sobre las flacas carnes de Juan Ciudad cayeron frecuentemente los látigos y los cordeles de los loqueros, si bien veían en él una demencia singular: se alegraba de los malos tratos que le daban, mientras que reprendía severamente a los enfermeros por la dureza con que se comportaban con los pobres dementes. Cierto, aquel hombre era un caso clínico sin precedentes…
Años más tarde, toda Granada se conmovería ante la muerte de aquel que fue tenido por loco. Y después de lustros y de siglos, cuantos leyeran la vida de Juan sentirían tal vez que las mejillas se les humedecían ante tanto heroísmo.
Pero queremos interrumpir el proceso de la santa locura de Juan para plantarnos de golpe ante su fase más aguda. Era cuando Juan estaba maduro ya en la santidad y cuando se apellidaba «de Dios». Ya no tenía curación; el amor de Dios y del prójimo se había apoderado totalmente de su ser.
Juan se pasó los últimos años de su vida en medio de la podre humana. ¿Quién sino un loco por Dios hubiera soportado lo que él soportó?
Del breve, pero interesante, epistolario del Santo entresacamos algunos párrafos que valen más que todas las descripciones que pudiéramos hacer del ambiente en que derrochaba amor Juan de Dios. Dice en una ocasión: » … en esta casa (en el hospital por él fundado) se reciben generalmente de todas enfermedades y suerte de gentes, ansí que aquí ay tollidos, mancos, leprosos, mudos, locos, perláticos, tiñosos y otros muy viejos y muy niños..». Y en otra ocasión: «…cada día se me recresen las necesidades y angustias y en demás hagora y de cada día mucho más ansí de deudas como de pobres que vienen muchos desnudos y descalzos y llagados y llenos, de piojos, que ha menester un hombre o dos que no hagan más que escaldar piojos en una caldera hirviendo y este trabajo será de aquí adelante todo el invierno…».
Ante estas y otras miserias, que sólo de contarlas dan náuseas, se derretía el alma de Juan de Dios. Y no había privación, dolor, trabajo o humillación que Juan no aceptara contento para remediarlas.
San Juan de Dios fue un santo extraordinario. Comparable a San Francisco de Asís por su sencillez, pobreza y humildad y también por su encendido amor de Dios y del prójimo. Ninguno de los dos fue sacerdote. Y, sin embargo, uno y otro conmovieron profundamente a sus contemporáneos y fueron verdaderos padres de las almas.
Es lástima que no se pueda resumir la vida de nuestro Santo en unas breves páginas. Merecería la pena, ya que es hondamente edificante. Sobre todo, desde el período de su ruidosa conversión (que rápidamente hemos transcrito), su vida fue una entrega heroica ininterrumpida a Dios y al prójimo. A todos extendía su ardorosa caridad: a los enfermos, a las viudas, a los huérfanos, a los pobres, a los ancianos, a los labradores arruinados por las cosechas, a las mujeres de mala vida, a los obreros sin trabajo, a los soldados que no recibían sus pagas, a los estudiantes que se encontraban en apuros, etc., etc. Se podrían escribir páginas y páginas con un sabrosísimo anecdotario sobre la caridad de San Juan de Dios.
Como botón de muestra de lo que venimos diciendo, queremos traer unas líneas de uno de los primeros biógrafos del Santo en la que se nos describe uno de los últimos rasgos de caridad del Santo, en el remate ya de su divina locura. Dice así: «Eran tantos los trabajos en que Ioan de Dios se ocupaba por dar remedio a los de todos, así de caminos y salidas que hacía, en que padecía muchas frialdades, como del trabajo ordinario de la ciudad, que se desvencijó (¡se hizo polvo! diríamos en nuestra época), y de esta enfermedad, como él le hacía poco regalo, padecía gravísimos dolores, y disimulaba cuanto él podía, por no darlo a entender y dar pena a sus pobres en vello malo, mas estaba ya tan flaco y debilitado y sin fuerzas, que no lo podía ya disimular. Y sucedió a esta sazón, que el río Genil vino aquel año muy crecido por las grandes aguas que había llovido; y dixéronle a loan de Dios’ que el río con la corriente traía mucha leña y cepas. Y él determinóse, con la gente sana que había en casa, de illa a sacar, porque el invierno era muy fuerte de nieves y fríos, para que los pobres hiciesen lumbre y se calentasen. De meterse en el río en tal tiempo, cobró tanta frialdad, sobre la enfermedad que tenía, que aquexándole más gravemente el dolor que solía, cayó muy malo; y la causa de meterse tanto en el río fue que, de la gente pobre que venía a sacar leña, un mozuelo entró incautamente en el río más de lo que se sufría, y la corriente arrebatólo y llevábalo; y loan de Dios, por socorrelle, entró mucho, y al fin se ahogó, que no pudo asille. Y desto cobró mucha pena; de manera que su enfermedad se iba agravando cada día más…»
Juan de Dios siguió «desvencijado», como dice su biógrafo, pero infatigable en sus extremadas penitencias y en sus trabajos por los pobres y enfermos. Hasta que le tocó caer en la brecha. Fue el 8 de marzo de 1550. Tenía cincuenta y cinco años.
Presintiendo la hora de su muerte, ya en su última enfermedad, pidió que le trajeran el Santísimo. Antes se había confesado con gran fervor. Comulgar no pudo, por no resistir su estómago ningún alimento. Habiendo llamado a Antón Martín, a quien tiempo atrás había convertido y hecho su colaborador más fiel, le recomendó atendiera en lo sucesivo a sus pobres y enfermos. Y viendo que se moría, se levantó de la cama, se puso de rodillas y, abrazando un crucifijo, dijo: «Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo». Momentos después, entregaba su alma a Dios, quedando su cadáver de rodillas, con suma admiración de todos los que estaban presentes a su muerte.
Su entierro fue uno de los más solemnes que jamás conociera la ciudad de Granada. El que doce años antes había sido corrido por las calles como loco, era proclamado por todos unánimemente como santo. Pero era igual. ¿No había sido realmente loco, loco por el amor de Dios?
Había nacido Juan en Montemayor el Nuevo, pequeña ciudad de la diócesis de Evora (Portugal) en el año 1495 en el seno de una familia hondamente cristiana. Sus padres, Andrés Ciudad y Teresa Duarte, lo educaron en el temor de Dios. Sus biógrafos aseguran que hubo presagios maravillosos de lo que había de ser, desde el momento de su nacimiento. Aunque la hipercrítica los rechazara, da igual, ya que su vida —sobre todo desde su conversión definitiva— fue un prodigio continuo.
A los ocho años, no se sabe a punto fijo por qué motivos, abandonó la casa paterna para trasladarse a España. Un sacerdote lo atendió en los primeros días hasta que vino a parar a Oropesa, en la provincia de Toledo. Aquí lo prohijó un tal Francisco Mayoral, hombre probo y de excelente corazón. En esta ciudad fue durante algún tiempo pastor de los rebaños de su protector. Pasados los años, el carácter de Juan cautivó a su bienhechor, hasta el punto de que quiso casarlo con su hija. Pero él rehusó tal propuesta haciéndose soldado.
Juan comenzaba una vida nueva llena de peripecias y de peligros. Se alistó de momento en las tropas que guerreaban contra Francisco I de Francia. En 1521 se encuentra en Fuenterrabía, que el francés había sitiado. Tal vez se extravió algo entre la soldadesca. Por lo menos su fervor inicial. Hasta que, salvado por la Virgen providencialmente de la horca, a la que le había condenado uno de sus jefes por haberse dejado arrebatar un botín que a su custodia había sido confiado, decidió cambiar de vida y regresar a Oropesa. Cuatro años estuvo esta vez con su protector, que le había recibido con gran alegría. Hubo nuevas propuestas de matrimonio con su hija, y él huyó de nuevo.
Por segunda vez se alistó en el ejército. Ahora había de luchar por tierras de Austria-Hungría contra el gran turco Solimán II, que había puesto en apuro al hermano de Carlos V, Fernando.
Rechazados los turcos de las cercanías de Viena, Juan regresó a España por mar, desembarcando en Coruña. Desde allí se dirigió a su pueblo natal. Allí se enteró de que sus padres habían muerto, la madre poco después de su salida de Portugal y el padre años más tarde como religioso en un convento. Con honda pena abandonó su tierra pasando a Ayamonte, en cuyo hospital se dedicó al servicio de los enfermos. Poco después llega a Sevilla, donde se acomodó de pastor durante una temporada.
Poco después se dirige a Ceuta en compañía del caballero portugués D. Luis Almeyda, su esposa y cuatro hijas. La enfermedad postra en la cama a casi todos los miembros de esta familia, agotando todos sus recursos económicos.
Entonces, Juan trabaja en las fortificaciones de la ciudad para sostener a aquellos amigos suyos que se encontraban en un duro trance. Iba ya madurando en su alma aquella caridad que no había de conocer límites. Por evitar peligros para su alma con el contacto de los infieles, Juan pasó a la Península quedándose en Gibraltar, donde comenzó su pequeño negocio de ventas de estampas y libros piadosos. Aunque más que negocio era apostolado lo que hacía. Su alma estaba cada vez más preparada para dar el vuelco definitivo. Si sus biógrafos aseguran que Juan fue siempre muy buen cristiano, muy sencillo, caritativo y devoto de la Virgen María, hay que reconocer que es en esta época de su vida donde se va viendo más claramente que Dios le iba preparando para lo que sería después. Los historiadores hablan de una aparición del Niño Jesús en forma de pequeño mendigo, el cual, como hubiera sido atendido con inmensa caridad por Juan, le dijo que fuera a Granada, donde tendría su cruz, manifestándosele después como el Hijo de Dios. Lo cierto es que ya había dado pruebas Juan hasta estas fechas de una exquisita caridad.
Hemos hablado un poco de la conversión definitiva a Dios de Juan a poco de llegar a Granada, donde llevaba unos meses dedicado a la venta de estampas y libros piadosos, lo mismo que había hecho en Gibraltar.
También lo hemos visto tenido por loco y recluido en un manicomio. Salió por fin de allí, habiendo dejado muestras de una humildad a toda prueba y de un espíritu de sacrificio extraordinario.
A partir de este momento ‘ encontramos a Juan completamente enloquecido por Dios y soñando únicamente en servirle cada vez mejor. Para ello eligió como director de su conciencia al ya mencionado padre maestro Juan de Avila, gran santo y gran conocedor de las ciencias teológicas. Habiendo pedido consejo Juan a este santo varón, le confirmó en sus deseos de entregarse al cuidado de los enfermos. Para ello, después de haber peregrinado a Guadalupe, Juan alquila una casa y la convierte en hospital. Poco a poco va acomodando a cuantos enfermos encuentra, dando muestras, en aquella Granada que le había tenido por loco unos meses hacía, de una santidad extraordinaria.
Juan pedía limosna para sus pobres a todas horas y sin el más mínimo respeto humano, así como recogía y llevaba a hombros a los enfermos más repugnantes para cuidarlos en su hospital. Era frecuente que cambiara sus vestidos por los harapos de los indigentes. De tal modo que, para que en adelante no lo hiciera, el arzobispo de Túy, don Sebastián Ramírez de Fuenleal, presidente de la cancillería de Granada, mandó hacerle una especie de hábito religioso, que él mismo le impuso, cambiándole a la vez su nombre de Juan Ciudad por el de Juan de Dios.
Las virtudes que Juan de Dios practicó durante los trece años que vivió a partir de su conversión son admirables. Dios premió su generosidad con hechos extraordinarios. Obtuvo conversiones increíbles y fue mucho mayor el bien que hizo a las almas que a los cuerpos. Sus dos colaboradores más íntimos y primeros religiosos de su Orden fueron dos enemigos irreconciliables que se odiaban a muerte y que fueron subyugados enteramente por las virtudes del Santo. Nos referimos a Antón Martín y a Pedro Velasco, que murieron con fama de santidad siendo hermanos de San Juan de Dios.
Fueron también notables los viajes del Santo, siempre a pie y descalzo, buscando limosnas para sus enfermos. Uno de sus viajes, ya al fin de la vida, lo hizo a la corte, que se encontraba a la sazón en Valladolid. Felipe II y sus cortesanos quedaron maravillados de la santidad del siervo de Dios.
No es extraño que a este bendito varón le colmara el Señor con toda clase de bendiciones. Una vez se le apareció el mismo Jesucristo en forma de pobre.
Entre los hechos más notables de su vida se cuenta que, habiéndose originado un incendio en el Hospital Real de Granada, estuvo sacando enfermos del mismo en medio del fuego sin que las llamas le tocasen.
Por fin, extenuado por sus innumerables trabajos y penitencias, entregó su alma al Señor, con una muerte envidiable, como hemos visto.
La estela de sus virtudes fue imborrable y este humilde servidor de Jesucristo dejó a la Santa Iglesia una legión de hijos, émulos de sus virtudes, los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios.
Fue beatificado por el papa Urbano VIII, por un breve del 21 de septiembre de 1630 y canonizado por Inocencio XII el 15 de julio de 1691.
Esta es la historia de Juan de Dios, un «loco a lo divino», como lo han sido todos los santos.
¡Que él y ellos nos contagien de su locura!
Faustino Martínez Goñi, en mercana.org
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Biografías de san Juan de Dios en la red
- San Juan de Dios en el portal de la Orden Hos`pitalaria de San Juan de Dios
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