San Hermenegildo, rey y mártir

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El dominio visigótico se afianza y organiza en España durante el reinado de Leovigildo. Asociado primero a su hermano Liuva, quedó después como único soberano en el año 573. Catorce años ocupó el trono, realzando con pompa externa y enérgicas medidas la dignidad regia y viviendo en continua actividad bélica para asegurar y ensanchar las fronteras limítrofes con los suevos, francos y bizantinos. No faltaron tampoco rebeliones internas, castigadas con mano dura, no exenta en muchas ocasiones de crueldad.

 Tan pronto como quedó único soberano asoció al gobierno del reino a sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo, destinados en su proyecto a que le sucedieran en el trono visigótico, al menos, alguno de los dos. Este sistema para prevenir la elección del sucesor y asegurar la monarquía en la propia familia constituía tiránico abuso del poder, en contra del principio germánico para la libre designación del monarca. Posiblemente a esta causa hubieron de atribuirse muchas de las conjuraciones abortadas durante su reinado, surgidas en el seno de la nobleza, que veía así menoscabados sus derechos al trono, y atizadas posiblemente por los reinos vecinos, deseosos de minar de cualquier forma la pujanza creciente de Leovigildo.

 En segundas nupcias había contraído matrimonio con la viuda del rey Atanagildo, Godsuinta, de quien algún cronista nos dice que era tuerta de cuerpo y alma. Godsuinta, mujer elemental, tenía clavada en la entraña una trágica espada, pues una de sus hijas, habidas de su primer matrimonio, Gelesuinta, casada con el rey franco Luilperico de Rouen, había sido asesinada por orden de su esposo, quien la hizo matar en el mismo lecho conyugal, proporcionando con ello emotivo tema para que el poeta Venancio Fortunato compusiese en su loor una tierna elegía. La otra hija, Brunequilda, había matrimoniado con el rey franco Sigiberto de Reims y la unión había sido feliz y fecunda. Pero el hecho de que un católico como Luilperico hubiera dado muerte a su hija dejó en el alma de Godsuinta un poso tal de amargura y deseos de venganza contra todo lo católico, que tendría muy pronto trascendentales y sangrientas consecuencias.

 El año 579 trajo jornadas jubilosas para el reino visigótico. En él se verificó el enlace matrimonial de la princesa Ingunde con el primogénito Hermenegildo. La esposa, hermana del rey de Austrasia, Childeberto II, era hija de Sigiberto I y Brunequilda, la feliz hija de Atanagildo y de Godsuinta. Esta, abuela de la desposada y nuevamente reina de los visigodos, hubo de ser la muñidora de este enlace entre su nieta y su hijastro, donde los móviles políticos jugaron, sin duda, papel muy importante.

 Las perspectivas de felicidad y poderío para la joven pareja eran halagadoras, pues mientras los visigodos contarían entre los francos con un poderoso rey amigo, Ingunde era entronizada en un matrimonio que reinaría en la Península en el apogeo de una época de esplendor.

 Los cálculos halagüeños resultaron fallidos, tal vez desde los primeros momentos. Ingunde era católica; los componentes de la familia y corte real eran arrianos. Entre ellos influía poderosamente Godsuinta, que albergaba contra los católicos un odio represado de madre vengativa. Intentó perseverantemente, primero con ternezas de abuela, después con amenazas de reina violenta, que Ingunde renunciase al catolicismo y recibiera el bautismo arriano. El Turonense nos relata los diálogos vivos entre las dos mujeres, en los que la nieta, inconmovible en su fe, sufrió las violencias de la airada abuela. La atmósfera palatina se tornaba cada día más tormentosa e irrespirable, sobre todo para Hermenegildo, ganado por el amor y las cualidades de su esposa. Para evitar escenas violentas que no pudieron menos de trascender desde la intimidad doméstica al pueblo, integrado en su mayoría por hispanorromanos católicos, se arbitró el recurso de instalar al nuevo matrimonio en Sevilla, territorio fronterizo con el de los bizantinos y que necesitaba un representante del rey digno de toda confianza y seguridad. Allí el matrimonio viviría en paz, no estorbarían las medidas persecutorias contra los católicos, proyectadas por Leovigildo, y con el tiempo se pondría fin a la firmeza religiosa de Ingunde, que debía ser casi una adolescente.

 No es fácil precisar la calidad del mando que Hermenegildo desempeñaba en la Bética. Los autores coetáneos utilizan frases ambiguas que, glosadas con el contexto de los acontecimientos, insinúan que se trataba del gobierno de aquella región con categoría de representante real, no como soberano independiente. Cualquier grado de desmembración del reino visigodo pugnaba con el programa unificador de Leovigildo.

 Coincidiendo con el alejamiento de Toledo de Hermenegildo, incrementa su padre la política religiosa de unificar en la religión arriana a todos sus súbditos para lograr la fusión de godos e hispanorromanos, pues la diferencia de religión era el mayor obstáculo opuesto a ella. Un concilio de obispos arrianos, celebrado en Toledo, facilitó el paso a la apostasía, reconociendo válido el bautismo recibido en el seno del catolicismo y exigiéndose tan sólo una fórmula trinitaria muy en consonancia con su error. Hubo defecciones en abundancia y hasta el obispo de Zaragoza, Vicente, se pasó al arrianismo, más que por razones teológicas, por cálculo y miedo.

 La persecución, fomentada e instigada por la reina, “cabeza responsable de las medidas tomadas», fue copiosa en destierros, expropiaciones, castigos corporales y encarcelamientos. Pero también con ella se puso de manifiesto el temple de algunos prelados, tales como Masona de Mérida, paladín de la resistencia católica, que no se intimidó ante las amenazas; depuesto de su sede, fue en ella impuesto el arriano Sunna, que ha pasado a la historia de los prelados emeritenses como «feísimo, de rostro, de fiera catadura, mirada torva, aspecto repugnante y descompasados ademanes…» Masona entabló con el intruso una disputa pública, en la que le fue fácil quedar victorioso, pero no impidió que le arrebataran la basílica de Santa Eulalia, destinada al culto herético, como también lo fueron la de Santa María de Toledo y otros numerosos templos del reino. Hubo intentos de asesinato para el prelado enérgico, y el monarca le amenazó con el destierro, recibido con ironía por la víctima: «Me ofreces el destierro. Ten sabido que no temo las amenazas. No me intimida el exilio. Y por ello te ruego que, si conoces algún lugar donde no esté Dios, me envíes allí desterrado». «Imbécil, ¿en qué lugar no está Dios?», le increpó el rey. «Si sabes que Dios está en todas partes —respondió Masona—, ¿por qué me amenazas con el destierro? A cualquier sitio que me envíes sé que no me faltará la ayuda de Dios. Y esto lo tengo tan seguro que, cuanto más duramente tú me aflijas, tanto más me auxiliará su misericordia y me consolará su clemencia.» Como en Mérida, también se vieron precisados a abandonar sus diócesis los prelados Leandro de Sevilla, Fulgencio de Ecija, Frominio de Agde. San Isidoro resume la persecución diciéndonos que Leovigildo, rebosando fanatismo arriano, persiguió a los católicos, desterrando obispos, adueñándose de los bienes eclesiásticos, aboliendo los derechos de la Iglesia. Con ello consiguió que muchos, atemorizados por los castigos, pasaran a la herejía y que otros apostataran atraídos por el dinero y los favores reales.

 Instalado Hermenegildo en Sevilla como gobernador de la Bética, rodeado de una corte adicta, vio renacer la paz doméstica. Ingunde pudo profesar libremente su catolicismo y gozar de las primicias maternales con el nacimiento de un hijo, a quien se puso de nombre Atanagildo.

 Coincide la llegada de Hermenegildo con el pontificado de San Leandro, el primogénito de aquellos cuatro santos hermanos que, oriundos de Cartagena, pasaron al territorio visigótico, donde desde las cátedras episcopales o desde el claustro se constituyeron en lumbreras y ejemplos de la época.

 Merced al continuado trato del príncipe con el obispo y a las reiteradas insinuaciones de Ingunde, Hermenegildo fue penetrando en la auténtica revelación cristiana y conociendo la falsedad de la secta arriana, tan ajena a la doctrina cristiana, pues negaba dogmas tan fundamentales como la divinidad de Jesucristo y la naturaleza de la Santísima Trinidad. Trabajado por la gracia de Dios, abjuró del arrianismo y pasó a formar parte de la grey católica, tomando en el bautismo el nombre de Juan.

 Es interesante subrayar el apostolado eficaz ejercido por las reinas católicas durante la Edad Media europea. La borgoñona Clotilde influye en la conversión del rey franco Clodoveo, su esposo; la merovingia Berta, casada con Etelberto de Kent, es el puente abierto para el catolicismo en el sur de Inglaterra, como en el norte Etelberta, esposa de Edwin, introduce al monje Paulino de York, quien, ante el movimiento de conversiones que siguieron a la del rey, tiene que recurrir al bautismo de masas verificado en los ríos de Nortumbria. Y así Teodolinda entre los lombardos y Olga entre los súbditos del príncipe Igor en las tierras rusas. En España cupo a Ingunde la misión de preparar la entrada oficial del catolicismo en el reino visigótico. Pero a costa de tremendos sacrificios, dolores, lutos y lágrimas.

 La persecución contra los católicos desencadenada por Leovigildo, en vez de fomentar la unión nacional sirvió para ahondar más profundamente las grietas de la separación. En el siglo que los visigodos llevaban dominando en España la tranquilidad política interior estaba muy lejos de haberse logrado. Los nativos hispanorromanos no se habían acostumbrado a considerar al pueblo invasor como compatriotas, sino como dominadores; ellos se habían reservado los altos cargos de la administración y del ejército. Los ásperos nombres germánicos son los únicos que aparecen en los documentos oficiales de la época. Hay durante este reinado grandes focos de malestar interno, exteriorizados con las frecuentes sublevaciones, que Leovigildo se ve obligado a reprimir duramente, sin conseguir del todo acabar con los rescoldos vivos. Los vascones, los cántabros, el litoral de Levante, los pobladores de la Oróspeda constituyen serios motivos de sobresalto para el monarca. Son antes que ninguna otra las regiones béticas, Sevilla y Córdoba, recientemente arrebatadas a los bizantinos, las que albergan núcleos de disidentes, dispuestos siempre a manifestar su insumisión. Es el mismo problema que siglo y medio después van a reactualizar los visigodos contra la invasión árabe. La conversión de Hermenegildo produjo dos efectos encontrados: en la corte toledana enfureció al monarca, aguijoneado por la irreprimible cólera anticatólica de Godsuinta y su círculo de fanáticos arrianos; creemos que el recrudecimiento de la persecución, hasta entonces larvada, se debió al deseo de atajar las consecuencias de tan inesperada noticia y de hacer abortar por la fuerza el movimiento hacia el catolicismo que de hecho pudiera seguirse. En la Bética, por el contrario, los resistentes se agruparon en torno al gobernador de la provincia, en quien adivinaban al defensor de sus ideales religiosos y políticos. El duelo estaba entablado desde el primer momento trágicamente. Los pueblos limítrofes, suevos, bizantinos y francos, católicos todos, midieron la magnitud de los acontecimientos que se avecinaban y se pusieron alerta para sacar de ellos el mejor partido.

 Hermenegildo, tajamar de estas dos tendencias tan irreconciliables, hubo de pasar horas amargas solicitado por sus deberes de fidelidad al monarca, su padre, que le había asociado al reino, y por su responsabilidad católica como gobernador y correinante sobre su pueblo integrado en su mayoría por católicos, injustamente vejados en la libre profesión de sus creencias por imposiciones arrianas que les obligaban a la apostasía. La solución viable en tamaño aprieto hubo de irse madurando lentamente, al ritmo de los acontecimientos.

 Posiblemente en los primeros momentos se produjo una situación violenta entre el padre y el hijo. Tal vez Leovigildo impuso la vuelta al arrianismo abandonado y la presentación de Hermenegildo en Toledo. Ambos mandatos fueron soslayados por este, decidido a mantenerse en su actitud. Mientras estas cosas se ventilaban, hemos de suponer un movido ajetreo diplomático con las cortes vecinas, a quienes se les pidió, o tal vez ofrecieron espontáneamente, ayudas militares en el caso de que Leovigildo intentase reducir por la fuerza la resistencia de su hijo. De hecho, San Leandro se trasladó a Bizancio para interesar en la empresa al emperador Mauricio, regresando con seguridades de auxilio castrense. Entretanto, se sumaban al partido bético otras ciudades de la Lusitania, situada fuera del gobierno de Hermenegildo; llegaron promesas y alientos de parte de los suevos, y quizá también de los francos. El príncipe sevillano se sintió animado, midió sus fuerzas y se proclamó rey. Algunas monedas e inscripciones, venidas hasta nosotros, testimonian la proclamación de este título aplicado a Hermenegildo. Hoy nos es difícil asegurar si lo que pretendía era crear un reino simultáneo al de su padre o suplantar a éste en el gobierno de los visigodos.

 Leovigildo se decidió a poner fin a las insumisiones. Con fortuna militar dominó la resistencia de Mérida y Cáceres, cortó el paso a los suevos, dispuestos a prestar ayuda a los andaluces, y sobornó, mediante subida cantidad de dinero, al general bizantino, que desde Cartagena había de ayudar a Hermenegildo. Este quedó solo, sin más contingentes militares que los de su provincia, que cada día iba perdiendo territorios, conquistados por el ejército paterno. Hermenegildo se apresta a la defensa; pone a su mujer y a su hijo en territorio de los imperiales y con sus tropas se ampara en las fortalezas y castillos. Uno tras otro son conquistados por los toledanos; la feroz resistencia de los sitiados no impidió que el castillo de Osset, en las mismas puertas de Sevilla, cayera en manos de los atacantes. Cae la ciudad y su caudillo pudo escapar a Córdoba, perseguido por el ejército de Leovigildo. Viendo definitivamente perdida su causa, Hermenegildo se acoge al asilo de una iglesia. Era el año 584. Interviene entonces —según se dice— su hermano Recaredo para ofrecerle, en nombre del padre, la conservación de la vida si se entrega. Así lo hizo el refugiado, que quedó desde este momento prisionero del padre. Se habla de traslado a Sevilla y de encarcelamiento en Valencia. Se dice también que el rey franco, su cuñado, intentó ayudarle invadiendo la Galia Narbonense, y se sospecha que Hermenegildo pudo huir de la cárcel, con proyecto de unirse a las fuerzas francas, siendo nuevamente apresado y encarcelado en Tarragona.

 En la prisión fue nuevamente trabajado para que abjurase del catolicismo y abrazase otra vez la religión arriana, pero la desgracia no aminoró la firmeza de su fe católica, siendo asesinado en el propio calabozo por Sisberto, al negarse a recibir la comunión de manos de un obispo arriano, en el 585.

 El mártir Hermenegildo, engañado por sus confidentes, burlado por sus aliados, desafortunado en sus campanas, no tuvo, de los historiadores contemporáneos, si se exceptúa a San Gregorio Magno, ni una frase escrita en su favor. Nosotros, a muchos siglos de los acontecimientos, sin más testimonios que los que nos facilitan sus incriminadores, vemos en su levantamiento y resistencia una actitud noble y de moralidad plena en su calidad de gobernador de un pueblo católico, injustamente vejado por imposiciones reales, ordenadas directamente a fomentar la apostasía. Hay circunstancias en la vida en que la fidelidad a la religión exige saltar por encima de la carne y de la sangre y posponer a ella el bienestar y la propia vida.

 El mérito de su sangre martirial tuvo en seguida un triunfo impensado. En el año 586 fallecía Leovigildo recomendando a Recaredo la conversión a la religión católica. De hecho, éste abrazó inmediatamente el catolicismo, y el 8 de mayo del 589, cuatro años tan sólo transcurridos desde el martirio de Hermenegildo, el pueblo visigodo abjuraba solemnemente el arrianismo, abrazándose con la religión católica y dando, con ello, unidad a cuantos en el reino vivían. Fue, sin duda, aquella fecha una de las más solemnes de toda nuestra historia nacional, emotivamente glosada por San Leandro en la homilía pronunciada en tal ocasión en la basílica de Toledo: «Nuevos pueblos han nacido de repente para la Iglesia; los que antes nos atribulaban con su dureza ahora nos consuelan con su fe. Ocasión de nuestro gozo espiritual fue la calamidad pasada. Gemíamos cuando nos oprimían y afrentaban; pero aquellos gemidos lograron que los que antes eran peso para nuestros hombros se hayan trocado por su conversión en corona nuestra».

 Aquella conversión nacional fue el fruto inmediato de la sangre de Hermenegildo, asesinado en una lóbrega cárcel, y de las penalidades de su mujer, Ingunde, fallecida en el norte de Africa bizantina cuando era conducida a Constantinopla.

 Al cumplirse el milenario del martirio, el papa Sixto V, a petición de Felipe II, canonizaba a San Hermenegildo, el 14 de abril de 1585.

 JUAN FRANCISCO RIVERA

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