
El santo obispo Ambrosio, de quien os hablaré hoy, murió en Milán en la noche entre el 3 y el 4 de abril del año 397. Era el alba del Sábado santo. El día anterior, hacia las cinco de la tarde, se había puesto a rezar, postrado en la cama, con los brazos abiertos en forma de cruz. Así participaba en el solemne Triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor. "Nosotros veíamos que se movían sus labios", atestigua Paulino, el diácono fiel que, impulsado por san Agustín, escribió su Vida, "pero no escuchábamos su voz". En un momento determinado pareció que llegaba su fin. Honorato, obispo de Vercelli, que se encontraba prestando asistencia a san Ambrosio y dormía en el piso superior, se despertó al escuchar una voz que le repetía: "Levántate pronto. Ambrosio está a punto de morir". Honorato bajó de prisa —prosigue Paulino— "y le ofreció al santo el Cuerpo del Señor. En cuanto lo tomó, Ambrosio entregó el espíritu, llevándose consigo el santo viático. Así su alma, robustecida con la fuerza de ese alimento, goza ahora de la compañía de los ángeles" (Vida 47).