¡Majestad real e imperial!
Os conozco solamente por los libros. Soberana típica del «siglo de las luces», también vos fuisteis un tanto paternalista en vuestro gobierno. Os llamabais «madre» de todas vuestras tierras; pero, al parecer, lo que realmente os preocupó fue que vuestras gentes fueran súbditos obedientes de la emperatriz.
No hay que extrañarse; ni siquiera a una reina puede pedirse que se anticipe proféticamente a los tiempos. De todos modos, en el lote de soberanos de la época, representáis quizá el papel más airoso: ¡directora de la orquesta nacional, sin la pretensión de tocar todos los instrumentos!
Mejor aún si os la habéis arreglado como esposa y como madre. Esposo amado en vida y sinceramente llorado tras la muerte (aun sabiendo que os había traicionado con otras favoritas). «Casa de cristal» en la que los súbditos podían observar las costumbres intachables de su soberana. Dieciséis hijos, entre los cuales el famoso José II, llamado por vuestro vecino rey de Prusia «Rey sacristán», y la desdichada María Antonieta, primero princesa, después reina de Francia.
Es a esta última a quien, con sensibilidad de mujer y de madre, escribisteis cartas, que todavía hoy se conservan, sobre el modo de vestir.
En París se susurra que la princesa no se cuida de la elegancia. Os enteráis en Viena e inmediatamente tomáis la pluma, amonestándola: «Me dicen que os vestís mal y que vuestras damas no se atreven a decíroslo».
Ya reina, María Antonieta se excede en el sentido contrario, y os manda un retrato suyo en el que lleva en la cabeza un monumental catafalco hecho de frutas, flores, plumas y sus buenos diez metros de tela. Y vos, a escribirle de nuevo: «No creo que deba vestir así la soberana de una gran nación. Hay que seguir la moda, pero sin exagerar. ¡Una garbosa reina no tiene necesidad de todas estas extravagancias sobre la cabeza!»
He aquí una sabia máxima: la hermosura de la mujer resalta sin necesidad de tantas extravagancias.
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Majestad, ¿lo creeríais? Hay un colega mío, obispo, que parece todavía más comprensivo que vos. San Francisco de Sales está en verdad lleno de sonriente indulgencia para las insuperables pequeñas debilidades humanas, que impulsan especialmente a las mujeres a buscar y cambiar ornatos, tocados y vestidos; se muestra tolerante, en particular con la elegancia graciosa de las jóvenes. «Estas – escribe – sienten como algo innato la necesidad de agradar a los demás». Y continúa: «Les es lícito el deseo de agradar a muchos, con tal de que lo hagan con el único propósito de conquistar a uno por medio del matrimonio».
Como obispo le tocó moderar el celo de la baronesa de Chantal, que montó una vigilancia demasiado austera en torno al vestido de las hijas, y le escribe: «¿Qué quiere? Es preciso que las muchachas sean también un poco bonitas». Pero cuando se tercia sabe reprimir con dulzura las pequeñas (¡entonces eran pequeñas!) audacias de las jóvenes de su parentela: un día que Francisca de Rabutin se le presentó un poco demasiado escotada, él le ofreció sonriendo ¡unos imperdibles!
La misma moderación respecto de la moda de los hombres y de las señoras. La señora Charmoisy tiene un hijo joven que se siente a disgusto porque todos sus amigos «sont beaucoup mieux que lui», es decir, se visten mucho mejor que él. Esto no está bien, escribe el santo, porque, «cuando se vive en el mundo, hay que seguir las leyes del mundo en todo lo que no es pecado». La señora Le Blanc de Mions tiene, por le contrario, un escrúpulo: ¿podrá ella, siendo tan devota, empolvarse los cabellos según la moda? «¡Por Dios, responde Francisco, que se empolve hardiment (audazmente) la cabeza: también los faisanes se limpian las plumas!».
Francisco de Sales quería, al escribir así, dar consejos cristianamente sensatos, dejando a la vida devota todas sus rosas sin quitarle ninguna espina. Pero se fue tomado a mal, majestad. El gran Bossuet escribió de él que de esa manera no hacía más que «colocar almohadones bajo los codos de los pecadores». Un religioso incluso predicó desde el púlpito contra la Introducción a la vida devota, libro en el que el santo había desarrollado los conceptos que acabamos de citar; al final del sermón se hizo traer con gran solemnidad una candela encendida, sacó de la manga el libro y le prendió fuego, dispersando las cenizas a los cuatro vientos.
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Majestad, quede bien claro que yo no comparto la opinión de aquel religioso. Estoy con vos y con Francisco de Sales en la postura moderada y justa de quien comprende y alienta todo lo que es sanamente bello, aun en la moda.
Pero también estoy con vos al condenar las excentricidades. ¡Y vaya si hay excentricidades en nuestros días en el vestido y en lo que está relacionado con él: gastos, modo de comportarse, diversiones. Y no hablo ya de la playa y del modo en que algunos la frecuentan.
Vuestra María Antonieta llevaba en la cabeza diez metros de tela, mientras que otros metros se repartían entre el vestido y la cola. Ahora sucede todo lo contrario: hay mujeres que apenas se cubren y andan así por doquiera, pretendiendo entrar de esa guisa incluso en las iglesias.
En vuestra corte, Pedro Metastasio, que se movía entre caballeros con peluca y damas empolvadas, compuso algunos melodramas. En uno de ellos escribió:
Es la fe de los amantes
como el ave fénix:
que existe, lo dicen todos,
dónde está, nadie lo sabe.
Es lo máximo que haya osado decir sentimentalmente hablando. Ahora se atreven a todo; en el vestir, en el cantar, en el escribir, en la fotografía, en el modo de comportarse.
En vuestros tiempos decía la Margarita del Campiello de Goldoni: «Mia mare la ne menava a l’opera, se no, a la comedia, e la comprava la so bona chiave de palco, e la spendeva i so boni bezzetti. La procurava de andar dove la saveva che se fava de le comedie bone, da poderghe menar de le fie, e la vegniva con nu, e se divertivimo. Andévimo qualche volta al Ridotto: un pochetin sul Liston, un pochetin in Piazzetta da le stroleghe, dai buratini, e un par de volte ai casoti. Co stévimo po in casa, ghe avévimo sempre la nostra conversazion. Vegniva i parenti, vegniva i amizi, anca qualche zóvene: ma non ghe giera pericolo». (Mi madre me llevaba a la ópera, o si no, a la comedia, y adquiría un palco cerrado, y en ello gastaba su buen dinero. Ella procuraba ir a donde sabía que se representaban comedias buenas, de las que se podía fiar, y venía con nosotras, y nos divertíamos. Íbamos a veces de paseo: un poco por el Listón, un poco por la plaza de los astrólogos, de los títeres, y un par de veces a los tenderetes. Cuando nos quedábamos en casa, teníamos allí siempre nuestra tertulia. Venían los parientes, los amigos y algún que otro joven: pero allí nunca había peligro».)
¿Ahora? Alguna hijita de buena familia se ausenta días enteros. ¿Adónde van? Con «su» chico, solas en el coche, solas en el hotel con él, por los caminos del mundo.
A veces sucede esto: se recibe una invitación para un baile y en la tarjeta viene con la sigla Sam (sin acompañantes molestos, es decir, ¡sin los padres!).
Sucede a veces de leer en los diarios que los empleados de ciertas empresas bajan notablemente el ritmo y la calidad de la producción porque se entregan a prolongadas «meditaciones» sobre el tamaño liliputiense de las faldas o de la ropa interior de sus compañeras de trabajo. O leemos también que tal gobierno, para impedir el aumento de accidentes de tránsito, avisa con carteles a los conductores para que no se dejen distraer por las chicas en minifalda que ven a través del espejo retrovisor o de la ventanilla.
Majestad, vos habéis escrito la palabra justa: la mujer no necesita mucho para agradar a otros. Se trata solamente de saber a qué personas se quiere agradar y con qué fin. ¿Agradar a todos? No tiene nada de malo; lo malo puede estar en querer agradar en determinada forma. Creo, sin embargo, que una mujer debe tratar de agradar, ante todo, al marido, al hombre que elegirá como esposa y será el padre de sus hijos.
Ahora bien, todos estos desean que la mujer sea elegante y bella, pero en un marco de modestia que la haga más bella aún y moralmente atractiva.
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Majestad, perdonad que me haya sincerado y desahogado con vos, que aprobáis estas ideas. No es, ciertamente, que falten hoy mujeres que las aprecien. Pero hay algunas que las consideran anticuadas y obsoletas. Vos sabéis, por el contrario, que son irrenunciables y siempre frescas, porque reflejan el pensamiento de Dios, que hizo escribir a San Pablo: «Las mujeres vístanse con decoro, adornadas con modestia y pudor».
Ilustrísimos señores, Julio 1971
María Teresa de Habsburgo (1717-1780) fue emperatriz de Austria desde 1740. Soberana «ilustrada», gobernó en forma paternalista. Fue madre y esposa ejemplar. Escribió a su hija María Antonieta, reina de Francia, con sensibilidad de mujer y de madre, algunas cartas, que todavía hoy conservamos, sobre el modo de vestir.