Camino de la ciudad, andaba enteramente solo un viajero. Era a la puesta del sol.
El rostro del viajero era siniestro; bajo sus espesas cejas erizadas, brillaban sus ojos cual si fueran ascuas. Horrible sonrisa se dibujaba en sus labios; y, centelleantes, como briznas de acero enrojecidas al horno, tenía erizados sus cabellos.
De las arrugas de su cráneo manaba un sudor infecto, cuyas gotas corrían el suelo como la mordedura de un ácido.
A su paso temblaba la tierra y producía extraños ruidos; las aves interrumpían sus cantos y ocultaban a sus pequeñuelos bajo sus alas; los árboles gemían como en los días en que el viento ruge de cólera, y la hierba, en el espacio en que era cubierta por la sombra del caminante, quedaba negra como si hubiera sido quemada por una lluvia de carbones encendidos.
Cuando, al pasar junto a una fuente, el viajero hundió en ella la extremidad de su bastón, el agua se puso a hervir de pronto; se vio subir por el aire una espesa niebla y el líquido quedó turbio como el fango de un pantano.
Mientras caminaba, cantaba el viajero una canción de aire desconocido, siniestro, capaz de infundir pavor a los hombres más valientes; esta impía canción asustó a los ecos, y no se atrevieron a repetirla.
Caminaba asomándose a todas las ventanas de las casas en que, dormidos o despiertos, había seres humanos; y a medida que se asomaba, salía de su boca como un humo espeso que, atravesando las paredes penetraban en el alma de los que allí estaban y daba a su fisonomía un no sé qué extraño y aterrador.
Mas en las casas en donde, ello no obstante, nada parecía haber cambiado, se oían sonidos apenas articulados que parecían blasfemias.
Luego se enderazaba el caminante rechinando los dientes, y continuaba su camino, sin dejar de visitar ninguna casa.
Mas he aquí que a veces se detenía temblando, y luego retrocedía espantado… Es que había visto en la cuna del niño, o a la cabecera de una piadosa madre, Un crucifijo. Sus odiosos rasgos se contraían un instante, luego continuaba su camino, yendo siempre de casa en casa.
Terminado su viaje, se sentó a la puerta de la ciudad, prorrumpió en una aguda carcajada y murmuró: Mi amo estará satisfecho.
Este viajero era un emisario del infierno, que tenía por misión sembrar el pecado.
Noticias Cristianas: «Historias para amar a Dios n.º 5»
en Historias para amar, pp. 14-15.