En tiempo de S. Gregorio vivía un estudiante a quien, en su infancia, su buena madre había educado muy cristianamente inculcándole una tierna devoción a la gloriosa Virgen María.
No obstante, como quedó huérfano siendo aún muy joven, fue arrastrado por el torbellino de la vida; y aunque de vez en cuando invocaba a la Madre de Dios, llevaba una vida bastante desordenada.
La Virgen, como buena madre de todos los huérfanos, tuvo compasión de él; y una noche en que se había acostado muy tarde por haber estado de francachela, tuvo la visión, en sueños, del Juicio Final.
Vio cómo la mayor desolación se esparcía por toda la tierra; cómo se desbordaban los mares y ríos, los volcanes arrojaban fuego y lava, los astros caían del firmamento, ciudades enteras quedaban sepultadas con todos sus habitantes, las montañas se hundían con horrísono estruendo, y el hambre, la guerra, la peste, la miseria y la muerte cundían por doquier.
En tan terribles instantes, cuando ya en el mundo no quedaba un ser viviente, bajaban los ángeles del cielo tocando unas largas y potentes trompetas, a cuyo sonido se levantaban todos los muertos tomando carne mortal. Entonces, en una nube de gloria vio descender al divino Crucificado, quien, sentado en un trono que formaban las nubes, iba juzgando a unos y a otros, Allí se veía cómo iban saliendo las faltas y los pecados de todos, y cómo ni los padres podían salvar a los hijos, ni los hijos a los padres; cada uno era responsable de sus propios actos.
Jesucristo los iba enviando, unos a la derecha y otros a la izquierda; los de la derecha marchaban derechitos a la gloria del Padre, y los de la izquierda eran sepultados en los profundos infiernos, donde debían arder eternamente y ser martirizados por los demonios.
El joven se encontraba entre la multitud de almas que habían de ser juzgadas. Mirándose a sí mismo y comprendiendo que por todos sus pecados estaba irremisiblemente condenado, no sabía qué hacer para salvarse y se iba corriendo hacia atrás, con el fin de retardar más su condenación.
Tanto y tanto retrocedió, que al final se vio separado de la gente y se encontró completamente solo.
Levantando los ojos hacia arriba, como buscando alguna ayuda, distinguió a la gloriosa Virgen María, y empezó a dar gritos diciéndole que tuviera compasión de él; que puesto que Ella era abogada de los pecadores, intercediese cerca de su divino Hijo para que le perdonase y le permitiese entrar en la Gloria ya que todo el mundo sabía que a su Madre no le negaba nada.
La Virgen, con una dulce sonrisa, le prometió interceder por él; pero le dijo que habría que hacer mucha penitencia como desagravio a la Divina Majestad por lo mucho que la había ofendido.
El joven se lo prometió así, y desapareciendo de sus ojos la divina visión, sintió que le llamaban ante el Tribunal de Dios.
La impresión que le produjo aquella llamada le despertó, y al levantarse y mirarse en el espejo pudo comprobar que sus cabellos, que eran negros como el ébano, se habían vuelto blancos como la nieve de las colinas. El estudiante comprendió claramente que había recibido un aviso de la Santísima Virgen para que se corrigiera y cambiara de vida; y abandonando todos los bienes terrenos, entró en una orden religiosa y murió santamente.
La noticia de lo sucedido cundió muy pronto por toda la ciudad; ante tal hecho muchos hicieron penitencia y glorificaron más y más a la soberana Reina de los Cielos.
¡Cuántos seres, si pudieran ver claramente su alma, como el estudiante de la leyenda, se quedarían horripilados al ver la sentencia que les espera en el Juicio de Dios!
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Noticias Cristianas: «Historias para amar a la Virgen n.º 2» en Historias para amar, pp. 36-38.