En Persia, se cuenta la historia del gran Cosroes II, apodado “el grande”. Tenía fama de justo y le encantaba mezclarse con el pueblo, pasando desapercibido para compartir y dar solución a sus problemas.
En cierta ocasión, se vistió de pobre y al pasar por la cocina observó en un rincón una angosta puerta, desconocida hasta entonces para él. Descendió el largo, lóbrego y húmedo trecho de escaleras que conducían a un sótano -de reducidas dimensiones y calor asfixiante- en el que un carbonero, sentado sobre un montón de cenizas, atendía la caldera de palacio.
Cosroes se sentó a su lado y comenzó a conversar. Llegó la hora de comer y el fogonero sacó un sucio pan moreno y áspero y una jarra de agua que -sin pensarlo- compartió con su visitante. Ellos comieron y conversaron tranquilamente. El Shah se marchó, pero continuó visitando al carbonero con frecuencia, movido por la compasión que sentía por aquel hombre solitario. Amablemente, Cosroes le dio consejo y el carbonero le abrió todo su corazón y amó a aquel amigo, tan bondadoso y sabio, pero tan pobre como él.
Finalmente, Cosroes pensó: “este hombre que vive permanentemente recluido en el sótano, cumpliendo de forma abnegada con su trabajo, con total aceptación de su destino y sin que una sola queja salga de sus labios, merece una gran recompensa. Le diré quién soy a ver qué presente me pide…”
Al otro día, le dijo al carbonero:
–Crees que soy pobre, pero soy tu Shah; ¡pídeme lo que quieras…! –le explicó Cosroes. El gobernante esperaba que le pidiera algo grande, pero el hombre se quedó sentado, inmóvil, petrificado, mirándolo con amor y asombro.
Entonces el Shah, posando una mano sobre su hombro, volvió a insistir:
–¿No entiendes? Te puedo hacer rico y noble, puedo poner una ciudad en tus manos, te puedo hacer gobernador… ¿No tienes nada que pedir?
El hombre respondió amablemente:
–¡Sí, mi señor, he entendido! Lo que no entiendo es cómo tu que gobiernas gran parte de la tierra, tus ejércitos son los más poderosos y mandas sobre cientos de miles de personas, puedes haber salido de tu palacio y de tu gloria para sentarte conmigo en este lóbrego cuartucho, comer mi tosca comida y preocuparte por si estoy feliz o apenado. Ni tú mismo me puedes dar nada más valioso. La emoción que embargaba su espíritu enmudeció sus palabras e inclinándose, en señal de respeto, depositó a sus pies dos brillantes lágrimas. Entrecortadamente, continuó balbuceando:
–A otros les puedes otorgar ricos presentes; pero a mí, a mí me has dado a ti mismo; lo único que te puedo pedir es que nunca me quites este regalo de tu amistad y de tu amor, no necesito otra cosa…
Adaptación de una leyenda persa, autor desconocido