El Maestro, de Óscar Wilde

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Cuando cayeron las tinieblas sobre la tierra, José de Arimatea, habiendo encendido una antorcha de madera de pino, bajó al valle desde el altozano, pues tenía quehaceres en su casa.

Y vio a un joven desnudo que lloraba, arrodillado sobre las duras piedras del Valle de la Desolación. Tenía los cabellos de color de miel, y su cuerpo era como una flor blanca, pero había herido su cuerpo con espinas y sobre sus cabellos había puesto ceniza, a guisa de corona. 

Y el que era dueño de grandes posesiones dijo al joven que estaba desnudo y lloraba: 
-No me asombra que sea tan grande tu aflicción, pues en verdad Él era un hombre justo. 
Y el joven respondió: 
-No lloro por él, sino por mí. También yo he convertido el agua en vino, y he curado a los leprosos y dado vista a los ciegos. Yo he caminado sobre las aguas y he arrojado a los demonios de los que habitan en las tumbas. Yo he dado de comer a los hambrientos en el desierto en que no había alimento alguno, y he hecho salir a los muertos de sus angostas moradas, y, por mandato mío, en presencia de una gran multitud, se secó una higuera que no daba fruto. Todas las cosas que hizo ese hombre las he hecho yo también. Y, no obstante, a mí no me han crucificado. 

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