Es admirable descubrir la imaginación de Jesús para explicar lo más misterioso. «El Remo de los Cielos se parece…», y van apareciendo en la escena, reyes que reparten talentos, mujeres con escoba relimpiando los rincones en busca de una moneda, pescadores, mercaderes, pastores, y hasta un Padre al que se marchó su hijo pequeño, dando un portazo. ¿De dónde pudo sacar tanta fantasía, tanto acierto para hacerse entender por gentes, sin más formación que la que te enseña la vida diana? Su maestro «oficial» no pudo ser otro que el rabino rústico de un pueblo pequeño (y encima, de mala fama) que reuniría a unos cuantos rapaces para enseñarles, ¡lo de siempre!
Por eso Jesús tuvo que tener otro «maestro». Su Madre, muy sencilla, pero llena hasta rebosar de la sabiduría de Dios. María, la silenciosa, la de mirada transparente, la acogedora. Nos la podemos imaginar, en las frecuentes ocasiones en que los niños preguntan con ingenuidad lo más profundo, atendiendo a su Hijo, y contándole, con una narración aparentemente ingenua, lo que más nos cuesta entender: que la felicidad es la del corazón pobre, misericordioso, pacífico, con rostro de niño y sabiduría de profeta. Estos Cuentos de la Virgen ¿son para niños? Su lenguaje, tal vez sí; pero se entienden mejor cuando se ha vivido mucho, y aún se conserva algo de la inocencia infantil. La Virgen lo llamaba «humildad».
Para leerlos, se requiere conocer el mundo religioso de Israel, pero sobre todo, paz, tiempo reposado para ojear lo que no está escrito, imaginación para adivinar la escena, los gestos y los rostros. Dejarse empapar por la ternura y ¡si es posible!, sacarla enseñanza de la «hagadá», siempre en positivo, de la Madre también nuestra. Los amigos y conocidos, ¡naturalmente!, me han dicho: «Nos han encantado los Cuentos, ¿por qué no escribes más?». No soy un profesional de ¡a pluma como para ponerme a «fabricar cuentos». Me salen, casi sin querer, como si no fueran míos, al contemplar algo de la naturaleza, al observar algún acontecimiento, al meditar la Biblia. Dispongo de diez más. Sólo pretendo que el Evangelio penetre en los corazones de los mayores (padres, madres, abuelos), para que sepan trasmitirlo a sus hijos y nietos. Los cuentos siempre han calado en los niños, cuando se han contado desde la ternura, desde la escucha, desde la experiencia ingenua de la vida, como tuvo que hacer la Virgen con su Hijo. ¿De dónde, si no, pudo sacar Jesús tanta imaginación y cercanía para explicarlas cosas más evidentes que no vemos nunca? Termino con un Epílogo que puede ser el final. Los hijos crecen, y llegan a una edad que ya no están para «cuentos». Pero es cuando empiezan a entenderlos. «Recuerdo aquello que me contaba mi madre…».
El autor
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