San Telmo, como se le conoce vulgarmente, o Pedro González Termo, cual reza su nombre de pila, es una de las grandes figuras medievales, cuya historia, matizada acaso de áureas y preciosas leyendas, no ha sido hecha aún críticamente. De todos modos, fue, por cierto, un santo popular, de universal y rutilante fama en toda la Península y aun fuera de ella, de las primiciales glorias de la Orden dominicana y astro brillantísimo de la Iglesia del siglo XIII y, sobre todo, abogado, fiador y tutor de nautas y pescadores, singularmente a lo largo de todo el litoral cantábrico.
Y, sin embargo, San Telmo no fue hijo de la marina, no fue timonel ni batelero o mareante, sino que vio la luz tierra adentro, en pleno corazón de Castilla. Nació, según todos los indicios, en 1185 y fue bautizado en la iglesia románica de San Martín de Frómista, villa palentina que hitaba entonces el camino francés que desde Roncesvalles se dirigía a Compostela. Reinaba a la sazón en León Fernando II, y Alfonso VIII ocupaba el trono castellano.
Poco es lo que sabemos con certeza de su abolengo y primeros años. Parece ser que su familia era noble y cristianísima, acaso perteneciente al rango de los infanzones o ricos-homes de su tierra, la cual por eso mismo trató desde un principio de darle esmerada y cumplida educación. Le fue, en efecto, confiada ésta a un tío suyo, llamado también don Telmo, canónigo por aquellos días y más tarde obispo de Palencia, el cual, como primera medida, se lo llevó a su casa y, así como vio sus buenas disposiciones y natural despejo, le proporcionó los mejores maestros que hubo a las manos y le puso a estudiar. Con ellos el joven hizo muy pronto grandes progresos en las primeras letras, comenzóse a imponer con brío y seguridad en las artes liberales y el latín, y pasó de allí a poco, cuando apenas pubescía, a las aulas universitarias en la misma Palencia.
Porque por aquellas décadas Palencia estaba orgullosa de sus flamantes Estudios Generales, que acababa de establecer Alfonso VIII, el vencedor de las Navas, y eran los primeros de España, pues los de Salamanca, debidos a la espléndida munificencia de Alfonso IX, datan de principios del siglo XIII.
La paz castellana y casi monástica de la ciudad del Pisuerga parecía haberse esfumado para siempre y nadie la echaba de menos. Ahora atronaban las encachadas plazas y las alcanás ahiladas de soportales las triscas, zarabandas y disputas estudiantiles. No se oían jergas extrañas, porque Castilla y España entera vivían en constante clima de cruzada, y en tal coyuntura Europa no nos mandaba teólogos, sino caballeros.
Ahora bien, todos los biógrafos coinciden en que Telmo fue estudiante lúcido e ingenioso. De fácil y segura memoria, era además sutil y agudo en las controversias, hábil y suelto de palabra, de carácter sociable, simpático y atrayente, aficionado a los libros, aun cuando no se quebrase demasiado los ojos por ellos; en una palabra: un escolar modelo, porque tantas y tan escogidas prendas danse reunidas raras veces en un hombre solo. Y si, a vueltas de ellas, unimos ahora, cual repite incesantemente el laudo de la tradición, sus bellas facciones, su natural y esbelta apostura, su aire señorial y a la par sencillo, su compañerismo sentido lo mismo en las aulas que en la calle, ¿qué extraño es que se hayan hecho lenguas de él cuantos han intentado su hagiografía?
Con todo eso, hay un punto oscuro en esta parte de su historia, el que se refiere a su talante espiritual y moral. Según algunos autores, Telmo, manteísta aún de la Universidad, era un mozo educado, morigerado y recoleto; dechado y espejo de virtud; humilde, prudente y modesto, alma de oración y que hacía pública profesión de vida espiritual vigorosa y austera. Todo permitía vislumbrar a pie llano al santazo del día de mañana.
Ni qué decir tiene que la virtud, por honda y acrisolada que sea, puede muy bien ir mano a mano con la bondad de alma, con la aplicación y entrega a las letras, con la serenidad y altura del entendimiento y hasta con la gracia, la fascinación y la simpatía, así como no puede negarse que ha habido siempre corazones predestinados por Dios —no muchos, porque la vida del hombre sobre la tierra de ordinario es lucha continua y esfuerzo de superación—, que desde la cuna o la niñez llevan ya el sello de la santidad. Mas, ¿por qué todos los santos han de ser desde su nacimiento precoces y raudos, santos sin más ni más, como si no fueran de carne y hueso al igual que los demás mortales? ¿Y cómo explicaríamos el conocido accidente del día de Navidad, del que hablaremos más abajo, el Damasco de San Telmo, que ha hecho de él un segundo San Pablo?
Más bien hemos de admitir que, cuando Pedro González Telmo arrastraba bayonetas en Palencia, según la jerga escolástica, si no era un goliardo, de lo que, por cierto, no tenemos indicios siquiera, sí tenía, en cambio, fama bien ganada de jaranero, gárrulo y señoreador, amigo de chanzas y torneos y dado a la juglaresca. No olvidemos que a cuatro pasos de allí discurría el asendereado camino de Santiago, bullicioso con las primeras formas romances y salpicado de trovadores y cantares de gesta, lo que venía como anillo al dedo para sorber el seso a la estudiantina y singularmente a jóvenes inquietos e impresionables como él. Y, a mayor abundamiento, ahí está su brillante hoja de estudios, su prestigio en la Universidad, su ingenio lícurgo y vivaz, su gallardía y donaire y buena planta, el saberse un pino de oro ante las pollitas de la ciudad, y, sobre todo, que era el sobrino y niño mimado del obispo. Por influencia de éste, en efecto, casi imberbe aún, fue nombrado canónigo y luego, a instancias del mismo, promovido al deanato de la catedral de Palencia.
De suyo se sigue que de tales premisas solamente podía salir un clérigo a medias. Le faltaba asiento y gravedad, y es posible que hasta la gracia de estado. Tuvo quizá, y sin quizá, un carácter entero, con personalidad acusada y robusta, propenso a reacciones súbitas y violentas, de un amor propio refinado que picaba siempre muy alto, cual hase puesto de bulto en el curso de su vida, pero presumía de jacarero, ostentoso y elegante. Gustaba, por ende, de llevar los mejores y más lustrosos faldularios de la ciudad, y hasta de vez en cuando veíasele en ropilla de seglar y, a fuer de arrogante jinete, pavonearse y gallear de punta en blanco, ruando de cabo a cabo por toda Palencia.
Mas el hombre propone y Dios dispone. La exaltación al deanato le había hecho perder la cabeza del todo. La cosa no era para menos, supuesto su temperamento, el aura popular de que gozaba entre estudiantes y en la buena sociedad palentina y su prodigalidad. El beneficio era pingüe, la dignidad era honrosa, la edad del laureado muy a propósito para escupir doblones. Y se propuso celebrar su prebenda con una cabalgata que fuese sonada.
Fue el día de Navidad cuando tomó posesión, cantados que fueron los oficios canónicos, charolados sus zapatos, guarnecidos de relucientes hebillas, argentado y emperifollado con sus vestes y arreos prelaticios. Si había llovido o nevado antes y las calles estaban intransitables y escurridizas, al decir de algunos, es flor de cantueso y poco importa ahora. La cascabelada debió de ser por la tarde. Figuraban en ella la espuma y cogollo de la juventud, todo el golpe de amigos y admiradores del novel deán, cada uno a horcajadas de su cabalgadura, con su atuendo de pajes y espoliques, y luciendo llamativas y ricas galas. El espectáculo era deslumbrante, nunca visto en Palencia, la cual, como es de suponer, estaba toda en la calle. A la cabeza iba el arrogante prebendado, montando su bello alazán y llamando la atención por su gallardía, pompa y caballerosidad, al propio tiempo que recibía los plácemes, ovaciones y ditirambos de la enloquecida multitud. Esto terminó por hacer perder su aplomo al apuesto mancebo, el cual, en su elación y orgullo, para demostrar su destreza de caballista, dio de espuelas al fogoso animal con el fin de hacer piruetas y caracoles, mas perdió el equilibrio y dio de bruces en un barrizal en medio de la zumba y chacota de todo el pueblo.
¿Cómo encajó al malparado deán su fracaso y la estentórea rechifla de la chusma? Su reacción estuvo a tono con su majeza y arrogancia, y hasta dice bien con el temple heroico de la época, de rudos contrastes, de eximias virtudes y vicios no menores, todos con cierta grandeza, clave de aquellos santos de cuerpo entero. Mohino y cayéndosele la cara de vergüenza, se metió en su casa y ya no se le volvió a ver en la calle. Como San Pablo en el camino de Damasco, Telmo comenzó a entrever a Dios el día de Navidad en medio de su mayor frenesí y paroxismo. Ya en el retiro de su aposento le asaltó la luminosa idea de la vanidad de las cosas humanas. Y sacó en su solo cabo y a toda prisa el propósito de enterrarse en vida. Era una auténtica y fulminante metanoia.
En primer lugar, sumido en largas y penosas horas de compunción y deshecho en lágrimas terriblemente amargas, aquel hombre, tan vano y encumbrado la víspera, pedía ahora a Dios que le inspirase el medio mejor y la traza de morir al mundo. Deseaba sinceramente servir al Señor y buscaba el camino de hacerlo con provecho y en desagravio de sus anteriores yerros. En segundo lugar, movido sin duda, por el buen espíritu, con un gesto muy suyo, característico de las almas gigantes de su tiempo, hace solemne renuncia del deanato y de todos los frutos que le correspondían, y va a llamar con decisión a las puertas del convento de Santo Domingo de Palencia.
No nos coge de nuevo esta elección. La Orden dominicana estaba de moda, ya en su cuna, por el ruido de los éxitos de su fundador contra los albigenses del sur de Francia. Había sido creada unos años antes por Santo Domingo de Guzmán, natural de la diócesis de Soria, pero muy conocido en Palencia, donde cursó en los Estudios Generales, acaso tratado por Telmo personalmente, y la patrocinaba el papa Inocencio III para reponerse del fracaso de los cistercienses en la lucha pastoral e ideológica contra los herejes, ya que, por haber caído en el boato, la atonía y la laxitud, remitieran en el prístino esplendor de su regia. Por otra parte, la naciente Orden prescindía por completo del trabajo manual y se consagraba de lleno al estudio, como condición indispensable para una fructífera y sólida predicación, y era apreciada por su regular observancia y disciplina. A sus claustros se acoge Pedro González Telmo, universitario de los pies a la cabeza, cuyo sacerdocio ha de conservar siempre ese matiz intelectual, docente y «kerigmático», y entra como novicio en el convento dominicano de Palencia que estaba levantándose a la sazón.
El mejor elogio que cabe hacer de él como religioso es que el clérigo rumboso y sibarita y el hombre de mundo quedaron pronto eclipsados por la práctica, ardimiento y tenacidad de sus virtudes monacales. Está visto que el Señor le había enriquecido con excelsas dotes naturales y forjado sabiamente su metamorfosis espiritual porque deseaba servirse de él para grandes empresas. Digámoslo lisa y llanamente y sin hipérboles nacidas al socaire de ese entusiasmo que instintivamente siente el historiador por sus héroes, porque la vida de San Telmo, injustamente preterida en España hasta el presente, comienza a ser conocida por los estudiosos y su fuste y colosal prestancia se agigantan de día en día.
Este cimero y provecto novicio fue ya desde el primer momento pasmo de santidad. Su piedad asidua y profunda, su ardiente caridad, su mortificación callada, porfiada y estoica, su varonil desasimiento, eran la admiración de sus compañeros y superiores jerárquicos. Para la profesión preparóse, como no podía ser menos, con largos y rigurosos ayunos y penitencias. Aquel día ofrecióse a Dios por entero ante el altar e hizo la oblación y total renuncia de sí mismo. En lo sucesivo sobresalió hasta tal punto en la observancia de los votos, que todos se hacían cruces de su angelical pureza, de su acatamiento y pobreza, llevada hasta los mayores extremos, amén de una mansa humildad y abatimiento voluntario, como que, en alivio y obsequio de sus hermanos, siempre estaba presto a desempeñar los más bajos oficios de la comunidad. Así crecía esta hermosa flor de los claustros y se denunciaba por su fragante aroma, que trascendió en seguida a Palencia y a innumerables pueblos castellanos.
Con todo, la dulce placidez casera de una vida contemplativa no se daba las manos con fray Telmo, cuya vocación, por descontado, no era de las de cepos quedos. Y así fue que secundando el espíritu de la Orden y teniendo en cuenta sus sobresalientes cualidades, el prior resolvió dedicarle a la predicación, instándole antes a imponerse en el estudio de la teología. Noches enteras pasaba quemándose las cejas sobre la ciencia sagrada, así como sobre los libros santos, en cuya interpretación rayó a gran altura, al paso que esmerábase en copiar y emular las virtudes de su eximio fundador y seguir sus huellas, a quien había adoptado por modelo.
Encentrado su apostolado y sus misiones, muchos fueron los pueblos y ciudades que se rindieron a sus arrebatados sermones, saborearon sus sabios consejos y viéronse envueltos y arrastrados en el halo inefable del rigor anacorético de sus austeridades. Pasaba por ser un fraile docto y prudente, celoso por los enfermos y pecadores, y tenía la santa costumbre de exhortar a sus huéspedes, obteniendo por este medio clamorosas conversiones. Pero, ¿qué era esto para un corazón como el suyo que no le cabía en el pecho? Castilla, por ende, comenzó a hacérsele pequeña y su mirada de lince, así como su vehemencia, se fijaron en Andalucía.
Corría por entonces el primer tercio del siglo XIII, en plena reconquista del solar hispano contra el poder de la media luna. Todos los españoles tenían puestos sus ojos en la homérica cruzada. Alfonso VIII había rebasado la divisoria de Sierra Morena, con lo que quedaba abierto el camino para las grandes conquistas del valle del Guadalquivir. San Fernando es ya rey de Castilla y León, capitán invicto de los cristianos. La epopeya era de suyo ardua, secular y sobrehumana, con España dividida en Estados rivales, con incesantes y voraces levas de bárbaros que vomitaba el desierto contra la Península, con ejércitos heterogéneos y hechos de aluvión, y con los vicios y estragos propios de una campaña que se eternizaba. Sobre este volcán siempre en erupción luchaba el rey santo, del cual se ha dicho que no fue guerrero, ni caudillo, ni táctico, mas salta a la vista que, si bien nunca planteó una batalla formal, su sistema de algaras o correrías anuales, que los españoles habían aprendido de los árabes, dio el mejor resultado. Era una maniobra metódica, plan estratégico de razzias temporales, que consistía en agostar mieses, talar bosques, desarraigar viñedos, estragar la tierra, asolar olivares, torcer el curso de los ríos. Vida de aventura, de guerrillas, de bohemia, de exterminio feroz, y en esta atmósfera de vandalismo por ambos lados, implacable, cruel y brutal, fray Telmo, ardiendo en celo religioso, se propuso atender a la regeneración espiritual de nuestros soldados.
Los frutos de esta trabajosa e ingrata sementera del gran dominico no se hicieron esperar. Cuándo enseñaba la doctrina cristiana en el campamento, cuándo fustigaba duramente el desenfreno de los libertinos; ahora oía pacientemente confesiones, ahora predicaba y arengaba a las tropas; un día procuraba templar la rudeza y salvajismo de les combatientes, otro día, con hábiles toques y admoniciones, prevenía e intimaba a cuantos acercábanse a él para pedírselos. El fervoroso rey, cuya alma era tan de Dios y veía con agrado la ingente cosecha espiritual llevada a cabo en sus ejércitos, tanto con los caballeros como con las mesnadas, pronto cayó en la cuenta de que fray Telmo era su mejor capitán, porque de la virtud al honor y de los dos al heroísmo no hay más que un paso.
Un suceso estúpidamente lamentable y apestoso vino en aquel entonces a turbar esta ubérrima labor y no sólo estuvo a punto de dar al traste con el optimismo, fortaleza y buen nombre del misionero, sino que, en realidad, sirvió para dar el espaldarazo a su santidad y fue el primer eslabón de la cadena de oro de su exuberante taumaturgia.
No sabemos a punto fijo ni la fecha exacta ni la localidad donde ocurrió, mas hace al caso que unos cuantos descontentos, de los conspicuos de la milicia, cuya lubricidad y escándalo habían sido flagelados con valentía y puestos al descubierto por el indomable religioso, no toleraban su presencia ante ellos y dieron en la flor de zaherir, badajear y hacer ascos de él. Su humildad, murmuraban, era torpe máscara; su fervor, hipocresía; su candor, pura ficción so capa de salaz lascivia. No faltaron, gracias a Dios, quienes salieran por su inocencia, pero con este motivo se armó tal polémica y zipizape que una mujer, cortesana de oficio, quiso sacar partido del embrollo, ofreciéndose a sus cómplices por dinero para tentar y hacer sucumbir a aquel «santo de papel». No monta una paja escenificar el episodio. La ariscada y diabólica damisela tuvo la avilantez de tentarle. Era buena moza y lo hizo sacando a relucir melindres y lágrimas, de un modo apasionado, hechicero, febril, pero él fue dueño de sí mismo y el cielo le inspiró encender una gran fogata y se arrojó en las llamas. La pecadora quedó petrificada, como si la atravesara un rayo del cielo; el religioso, incólume y radiante de fulgor sobrenatural; los maquinadores, que estaban al acecho, estupefactos. Todos confesaron su crimen, arrepentidos, y la virtud de fray Telmo de esta hecha va a parecerse más al oro purificado en el crisol.
A seguida de este triste episodio abandona Andalucía y de allí a poco le vemos en Galicia. ¿Desazonado y molesto quizá? ¿Acaso por la atracción que desde niño ejercía sobre él el camino francés? ¿Aposta y en virtud de un plan preconcebido de sus superiores? Bien pudiera ser que por las tres razones. Los dominicos no tenían en Galicia más conventos que el de Santiago, centro de irradiación admirable, así en el orden religioso como en el civil, mayormente desde los tiempos de Gelmírez, para un apostolado brillante y de altura y propagativo. A él es destinado fray Telmo, llevando consigo a fray Pedro de las Mariñas, de Betanzos, sólo que en el camino se deja ver y misiona por donde pasa, y de aquí proviene tal vez que más de una ciudad, pongo por caso Astorga, haya reivindicado la gloria de su cuna.
Sin embargo, su centro evangelizador en esta época no parece haber sido Santiago, sino Lugo, cultivando extensa zona, muy populosa, hasta Puente Sampayo. Primeramente constituyóse en maestro de sacerdotes y luego se prodigó con toda la grey. Es una táctica muy española, dígalo el Maestro Avila, de apóstol a lo grande. Si no tenemos luz en el candelero ni hay sal, ¿cómo no va a ser insípido el mundo y cómo evitaremos andar a oscuras y a repelones? La honda transformación operada en toda aquella comarca, la difusión del rezo del rosario, los primeros contactos con pescadores y marineros, un clima blando y tibio de beneficencia y amparo al desvalido, hasta multiplicársele milagrosamente las viandas que podía proporcionarse, nuevos triunfos de su castidad, renovándose el milagro del fuego, datan de esta primera etapa. En Portugal, en el convento de Amarante, residió dos años como maestro de novicios, y de esa escuela salió un santo: Gonzalo de Amarante.
De nuevo, sin que sea posible precisar la fecha, fray Telmo se halla presente en Andalucía y toma parte en la marcha sobre Córdoba, que fue ganada en 1236. En tal coyuntura figura como director espiritual del ejército y confesor del rey. Una tabla magnífica que se conserva en la catedral de Túy representa la tienda de campaña de San Fernando. Dentro, de rodillas, está el monarca, y, sentado, San Pedro González Telmo. ¿Por qué no prolongó su función de «capellán castrense» y rehusó acompañar al rey santo en la corte, como confesor y consejero, mientras preparaba el asalto a Sevilla? Noble de alcurnia, es cierto; con grande influencia y valimiento en las clases rectoras de Castilla, de finas maneras y placentera presencia, con sólida fama de santidad, fray Telmo, empero, no era palaciego, y su alma de apóstol, enamorada del pueblo sencillo, imbele y abandonado, le hace volver a Galicia, de donde ya no volverá a salir más.
En esta segunda fase de su estancia en Galicia, que apenas duró cuatro años, Túy es su Cafarnaúm. Alójase donde puede, renovando la táctica antigua, que tan buenos resultados le diera, y perfecciona y completa personales experiencias. Causa asombro su prodigiosa actividad en tan corto período de tiempo: docencia y cura de almas, y, en particular, padre, maestro y juez de conciencia; acción sobre las personas y sobre las organizaciones y fuerzas sociales; precursor de los gremios y cofradías de mareantes.
El siglo XIII en que estamos significa en la historia universal más de lo que algunos creen. Tiene un ideal armonioso, a despecho de su pedantería y barbarie, y cuenta los santos a montones, algunos de ellos de ejemplares méritos. La predicación hácese independiente de la patrística, más popular, nerviosa y práctica; auméntanse las riquezas y se desarrolla el comercio; despiértase el espíritu asociativo, incluso para construir puentes y caminos; abunda lo bueno y edificante, como que, sin bordar de realce, ningún otro siglo ha hecho tanto por los pobres como él, así en la beneficencia pública como en la privada. No obstante, la avaricia y la miseria andan a toca ropa, y, sin haberse despeñado todavía en el escepticismo, al lado de la virtud verbenea la inmoralidad. Conviene paremos mientes en que, si bien es cierto que quedaban pocos siervos de la gleba, pululan los collazos, behetrías, iuniores de heredad y los villanos o pecheros. La vida de todos éstos era difícil. Y San Telmo no fue anacrónico ni retrógrado, sino coetáneo de su tiempo, anduvo al paso de su época y sólo se propuso salvar a los hombres de su generación.
Como orador, hubo de predicar con frecuencia al aire libre, porque las iglesias eran harto mezquinas para contener a las muchedumbres; como obras sociales suyas, cuéntanse el puente de Castrelos de Ribadavia y el de la Ramallosa en el valle Míñor de las cercanías de Vigo, como sacerdote, era el padre de los pobres, el amigo, fiscal y consejero de los grandes, y espejo impoluto de edificación en todas partes, estampa viva de férvida oración, de espíritu de sacrificio, de inflamado celo.
Con todo eso, un problema acuciante, grave y pavoroso, que era a la vez industrial, comercial y sociológico, sobre ser moral, había planteado en este rincón del noroeste gallego: el marinero. Tanto la pesca como el transporte marítimo ocupaban a una numerosa población y estaban reclamando a voces al osado y vidente que los encauzara, a fin de hacer más llevadera la vida en la costa atlántica. Y San Telmo, sin que fuese obstáculo para ello el haber venido al mundo en tierras de pan llevar, se dio cuenta de la tragedia, puso mano en la obra de la formación individual del marinero y hasta ensayó la teoría e institución de los gremios, los cuales habían de encarnar y crecer como la espuma después de su muerte. Ante todo y sobre todo pues, fue el apóstol y paladín de los hombres de mar, así como, reconocidos, fueron también éstos quienes más de corazón se dieron a él y luego hicieron de cantores y panegíristas suyos.
Por supuesto, en una obra de este temple no podían faltar los milagros. Dios los prodiga a veces a granel para poner de manifiesto su presencia en el mundo y para que los santos los puedan exhibir como credenciales de su mandato. Se pierde la cuenta de los que esmaltan la vida de fray Telmo. Es de advertir que en la catedral de Túy se conserva el original del proceso de su beatificación, a tenor del cual la mayor parte de ellos son rigurosamente teológicos, Mostró su poder sobre los elementos de la naturaleza y más de una vez se le vio atravesar el Miño a pie. Penetraba en los corazones, y los pescadores le interpelaban en medio de las borrascas, braveza y galernas de las procelosas aguas. Un día, dirigiéndose a Bayona, tuvo la revelación de la muerte de un sacerdote, amigo suyo a quien iba a visitar, en el camino, y, como sus compañeros de viaje desfallecieran de hambre, al remover una piedra que él les señaló descubrieron dos panes de nítida blancura. Otra vez, en la Ramallosa, como quiera que estaba edíficándose la fábrica del puente, del que más arriba hemos hecho mención, el inmenso gentío que le rodeaba, embobado por sus sermones, comenzó a huir despavorido ante la horrísona tempestad que habíase desatado y él, alzando sus manos hacía las nubes, las dividió en dos partes, y, a pesar de caer un verdadero diluvio sobre la tierra, sus oyentes no se mojaron poco ni mucho.
Finalmente, a continuación de esta obra sorprendente y ciclópea, que legaba a sus queridos hijos de aquella comarca y en especial a los marineros, pero que para él no valía gran cosa, porque siempre es un grano de anís lo que hacemos por la gloria de Dios y la salvación de las almas, el Domingo de Ramos de 1240, en el curso de unas lecciones que había iniciado la semana anterior, San Telmo se despidió de la ciudad de Túy, tras revelar la hora de su muerte, dejando consternado al auditorio, y se dispuso a ingresar en el convento de Santiago, donde deseaba acabar sus días.
Ya la fiebre minaba y atenazaba su débil y macilento cuerpo, gastado por la ascesis de tantos años. Pero, terne en su propósito, hatea, y, al llegar a la aldea de Santa Columba de Ribadelouro, a seis kilómetros de Túy, a par del puente que después se llamará «de Febres» por este incidente, el Señor le da a entender que regrese a la ciudad, y cabalmente para morir en ella, Allí durmióse entre los hombres y despertó entre los ángeles, como había vivido: santo de todo en todo y al pie de la letra, el 14 de abril, siendo prelado de la diócesis en aquellos días el preclaro don Lucas de Túy, autor del célebre Chronicon mundi. Por todo capital dejó a su patrón la correa y el báculo, reliquias que se guardan en la catedral, y, ¡soberanos designios de Dios!, un gran vacío que no se hizo esperar: naufragios, penas, mengua y penuria por doquier, desbarajuste, agostamiento de la vida cristiana y relajación de costumbres, que tanta parte habían de tener en su póstuma glorificación.
Que sus honras fúnebres estuvieron concurridísimas y solemnes sobremanera, es de clavo pasado. Ofició en ellas el obispo don Lucas, el cual mandó levantar en la misma catedral un mausoleo, convertido muy pronto en centro de atracción por los portentos que allí se multiplicaban a diario. A doscientos ocho ascienden los comprendidos en una información judicial mandada abrir por aquel prelado. Por ejemplo, vióse manar muchas veces un aceite milagroso de suave fragancia, talismán contra diversas enfermedades. De la catedral, donde aún se conserva y venera el cráneo, los restos mortales fueron trasladados al oratorio de los obispos y, en 1579, a la suntuosa capilla que se les dedicó en la iglesia de las Franciscanas. Más tarde, en 1741, Benedicto XIV, comprobada su santidad y abundancia de milagros, instituyó su fiesta, que se extendió a Palencia y Túy en un principio y después a toda España.
Nuestra nación, y especialmente Galicia, tiene con San Telmo una deuda de gratitud y sería injusto no pagarla de prisa y corriendo y en buena ley, porque ha sido una gloria nacional, inmarcesible y señera. No pasa lo mismo con los navegantes e hijos del agua, que siempre le han ofrendado espléndido y devoto culto. Su nombre es familiar en Lisboa, Oporto, Ancora, en toda la zona miñota de Portugal. Igual cabe decir de todo el litoral cantábrico, de la costa catalana y hasta de la lejana América. De un modo particular Pontevedra y Sevilla, en sus escuelas de marinos, fomentaron esta tradición. «San Telmo, ¡sálvanos!», sigue siendo todavía el grito angustioso del pescador cuando el peligro acosa. Y no olvidan que, en una sazón, como un grumete, zarandeado por el viento en la gavia alta de su nave, volteara sobre el inmenso piélago, San Telmo, flotante sobre las olas con su hábito blanco de dominico, le repuso a bordo. Y con esa fe sencilla y a un tiempo robusta, con un si es no es de vastedad cósmica, a las forescencias producidas por la electricidad en los momentos culminantes de la tormenta, que se columbran en las puntas de los mástiles, le dan el nombre de fuego de San Telmo.
SANTIAGO FERNÁNDEZ SÁNCHEZ