San Paulino de Nola

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Difícilmente habrá habido ningún santo que haya hecho tantos esfuerzos para ocultarse y pasar desapercibido como San Paulino de Nola; mas, por el contrario, apenas se encontrará hombre ninguno que haya sido tan celebrado como él. En efecto, los santos, más eminentes de la Iglesia, San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín y San Gregorio Magno le dedicaron los mayores elogios. Por otra parte, San Paulino de Nola presenta en su vida y en todo el aspecto de su santidad un conjunto de matices y circunstancias que le hacen particularmente agradable y atractivo.

Nacido en Burdeos hacia el año 353, sus padres eran romanos, pertenecientes a la más elevada nobleza, tal vez de la familia de los Anicios, que disfrutaba de abundantes riquezas en Italia, las Galias y España. Conforme al rango de su nacimiento, su educación fue esmerada y completa, y el año 378, contando veinticinco de edad y siendo ya cónsul, tomó por esposa a la dama española Teresa, a la que otros la llaman Terasia, rica en bienes de este mundo, pero más rica todavía por sus cualidades morales, que la convierten en digna compañera de Paulino. Tanto sobresalió Paulino por su tacto en el desempeño de los asuntos públicos que el emperador Valentiniano le puso al frente del gobierno de Roma en el cargo de prefecto de la ciudad. Pero, después de desempeñar por corto tiempo este cargo, se vio precisado, por una serie de importantes negocios, a recorrer durante quince años diversos territorios de Italia, las Galias y España.

Estas ocupaciones y los correspondientes viajes fueron los medios de que se sirvió la Providencia para transformar por completo su espíritu. En ellos tuvo ocasión de hablar con San Ambrosio, San Agustín y otras personas eminentes, y estuvo en Alcalá de Henares y en otras poblaciones de España. El espectáculo de la tumba de San Félix en Nola conmovió profundamente su interior. Por otro lado, el influjo callado y constante de su esposa Teresa fue completando la transformación lenta de su alma; pero, sobre todo, encontrándose en Burdeos el año 389, su obispo San Delfín acabó de convencerlo, y, habiendo recibido ese mismo año el bautismo, se retiró a Barcelona. Allí, pues, comenzó a poner en práctica la resolución que había tomado de renunciar a todos los honores y riquezas con que profusamente le brindaba el mundo y entregarse absolutamente al servicio de Dios en la soledad.

Este primer retiro de Barcelona constituye el principio y la base de la transformación fundamental de Paulino. El antiguo cónsul y prefecto de Roma, el hombre cargado de riquezas y honores, se convierte en el servidor perfecto de Cristo en la más completa soledad. En 390 se inicia con toda eficacia la renuncia de sus inmensas riquezas en beneficio de los pobres. La muerte de un hijo, a los ocho días de nacer, rompe las últimas esperanzas en este mundo. Su esposa Teresa es su mejor consejera y su mejor sostén en la vida ascética a que Paulino se entrega. Barcelona tiene la gloria de haber proporcionado a Paulino el ambiente que él necesitaba para realizar esta sublime transformación. A los cuatro años el cambio era completo y Paulino recibe en el año 393 en Barcelona, la ordenación sacerdotal.

Una vez se vio libre del peso de todas sus riquezas y honores, y adornado con la dignidad de sacerdote de Cristo, quiso realizar su antiguo ideal de retirarse definitivamente a Nola, junto al sepulcro de San Félix, para vivir allí el resto de su vida. Con esta intención, pues, se dirigió con su fiel compañera Teresa a Milán, donde se encontró con San Ambrosio, quien le puso a sus eclesiásticos como ejemplo viviente de santidad cristiana y sacerdotal y de renuncia del mundo. Por esto no tiene nada de inverosímil la noticia, transmitida por algún historiador, que trató de retenerlo para que fuera su sucesor. En Roma fue objeto de grandes agasajos y extraordinarias muestras de regocijo de parte del pueblo y la nobleza, que conocían sus grandes cualidades del tiempo de su prefectura. En cambio, parece que, de parte del clero y aun del Romano Pontífice, observó algunas señales de recelo, debidas, sin duda, al hecho de haber recibido la ordenación sacerdotal sin observar las normas canónicas. El mismo se hace eco de estos recelos; pero debe observarse que aquello no dependió de él, sino del obispo que lo ordenó.

Esto mismo contribuyó a confirmarle en la decisión ya tomada de retirarse a Nola, y, en efecto, allá se dirigió con su esposa Teresa. Cuando él fue gobernador de la Campaña había hecho construir un edificio para acoger en él a los peregrinos pobres. Es uno de los más antiguos ejemplos de hospicios cristianos. Pues bien; junto a este hospicio hizo arreglar ahora unas sencillas celdas, que constituyeron aquella especie de monasterio donde vivió el resto de su vida. A su lado se fueron acomodando algunos compañeros que se ofrecieron a imitarle en aquel género de vida solitaria. En cuanto a su santa esposa Teresa, vivía en lugar separado, pero, según parece, hacía los oficios de ama de casa, siendo para él en todo momento el mejor estímulo en su vida de perfección.

Su vida en este retiro fue la de un solitario, vida de entrega absoluta a Dios, vida de continencia voluntaria con el consentimiento de su esposa, vida de oración y penitencia. Su alimento era sumamente frugal. Alimentábase de un pan especial, más basto y ordinario que el que comúnmente se usaba, y si bebía un poco de vino era porque se lo impusieron como necesario a su salud. Un lado muy interesante de la vida de retiro de Paulino en Nola es que cultivó en ella sus aficiones de poeta, componiendo en este tiempo aquellas obras poéticas que nos lo presentan como uno de los mejores vates cristianos de la antigüedad. Así, cada año, dedicaba con la mayor devoción un himno al patrono de la población, el mártir San Félix. De este modo los trece Poemas natalicios, dedicados a San Félix, constituyen el mejor tesoro poético de San Paulino de Nola que se nos ha conservado.

El nuevo género de vida de San Paulino, como suele ocurrir en casos semejantes, fue objeto de los más opuestos comentarios. Algunos de los paganos, numerosos todavía en Roma, entre ellos su propio antiguo maestro Ausona, se indignaron ante el nuevo giro de la vida de Paulino, considerándolo como una extravagancia. Según su apreciación, era una gran pérdida para la sociedad romana, puesto que, con sus cualidades extraordinarias, hubiera podido prestarle grandes servicios. Ahora, en cambio, en su vida solitaria, sepultaba e inutilizaba todas estas dotes naturales.

Pero el juicio de los hombres verdaderamente grandes fue muy diverso. En efecto, fue en verdad universal el coro de aprobación y alabanza que se elevó en torno a Paulino de parte de las más grandes figuras cristianas en que tanto abundaba la Iglesia en aquel tiempo. El gran obispo de Tours, San Martín, tan popular en toda la lglesia, que gozaba entonces de su mayor prestigio, lo proponía a sus discípulos como modelo de desprecio de las grandezas del mundo y de perfección cristiana. San Ambrosio de Milán, el gran maestro del Occidente, lo proponía como un prodigio de grandeza de alma. San Agustín, el mayor prodigio intelectual de todos los tiempos y buen conocedor de los atractivos del mundo, trabó íntima amistad con Paulino y le enviaba a algunos de sus mejores discípulos para que aprendieran la verdadera virtud cristiana. El papa San Anastasio (398-401), apenas elevado al solio pontificio, escribió un gran elogio suyo a todos los obispos de la Campaña, y, en cierta ocasión en que Paulino fue a Roma para asistir a la fiesta de San Pedro, le acogió con toda clase de distinciones. San Jerónimo fue uno de sus principales admiradores y panegiristas.

En medio de este coro general de estima y alabanza la única voz que disonaba era la propia de San Paulino. Como verdaderamente humilde, en las respuestas que dirigía a los que se dirigían a él con las más expresivas muestras de aprecio y reverencia da bien a entender el bajo concepto que tenía de sí mismo. Cuando su íntimo amigo Septimio Severo le suplicó que le mandará su retrato, juzgó esta petición poco menos que como una locura. Por otra parte, es admirable su firmeza y perseverancia en el género de vida comenzado. Bien persuadido de que no está el mérito en comenzar una vida de perfección y sacrificio, sino en perseverar en ella hasta el fin, no solamente no desmereció en sus austeridades y en el ejercicio de todas las virtudes, sino que mas bien fue adelantando en todas ellas, en todo lo cual uno de sus mejores estímulos fue su fiel esposa Teresa.

Por todo esto no es de sorprender que los habitantes de Nola le eligieran como obispo. En realidad no se conoce ni el tiempo ni la manera como fue elegido. Pero sí el hecho de que fue elevado a esta cátedra episcopal y que murió siendo obispo de Nola. Seguramente ocurrió esta elección el año 409, a la muerte del obispo de la ciudad. Así pues, vivió como obispo de ella unos veintidós años. Precisamente entonces, en 410, los visigodos, capitaneados por Alarico, se apoderaron de Roma y poco después de Nola. A este tiempo, según refiere San Gregorio Magno, pertenece el sublime acto realizado por Paulino, cuando, para ayudar y consolar a una pobre viuda, se quedó en lugar de un hijo suyo, prisionero de los vándalos en Africa; pero éstos, admirados de tal heroísmo, le devolvieron en un navío cargado de víveres y de buen número de otros prisioneros.

En esta forma continuó Paulino su vida hasta el año 431, en que murió. Uno de sus últimos actos fue la ornamentación de la basílica dedicada a San Félix. Enterrado en ella, al lado de ente Santo, tan estimado por él, fue bien pronto más venerado que el mismo titular de la Iglesia, y de una semejante veneración le hizo bien pronto objeto toda la cristiandad.

 BERNARDINO LLORCA, S. I.

 

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