
En 1858 Lourdes era un pueblecito desconocido, de unas cuatro mil almas. Simple capital de partido judicial, tenía su juzgado de paz, su tribunal correccional y hasta un pequeño destacamento de gendarmería. Esto y un mercado bastante concurrido era lo único que le daba un poco de superioridad sobre los demás pueblecillos de los alrededores, perdidos, como él, en las estribaciones de los Pirineos.
Poco tiempo antes, un célebre escritor, Taine, garabateó en su cuaderno de viaje esta apresurada nota: "Cerca de Lourdes, las colinas se vuelven rasas y el paisaje se entristece. Lourdes no es más que un amasijo de tejados sucios, de una melancolía plúmbea, amontonados junto al camino". Fue injusto. Hoy admiramos en Lourdes algo que no ha podido cambiar desde entonces; la belleza de su paisaje. El jugoso verde de las orillas del Gave, las perspectivas maravillosas de los Pirineos nevados, la airosa construcción del castillo dominando toda la villa... y hasta las callejuelas, empinadas algunas de ellas, no exentas de una cierta gracia pirenáica.