Vida de san Antonio, abad, con recursos de animación

Vida de san Antonio, abad, con recursos de animación

Conocemos la vida del abad Antonio, cuyo nombre significa «floreciente» y al que la tradición llama el Grande, principalmente a través de la biografía redactada por su discípulo y admirador, San Atanasio, a fines del siglo IV. Este escrito, fiel a los estilos literarios de la época y ateniéndose a las concepciones entonces vigentes acerca de la espiritualidad, subraya en la vida de Antonio (más allá de los datos maravillosos), la permanente entrega a Dios en un género de consagración, del cual él no es históricamente el primero, pero sí el prototipo, y esto no sólo por la inmensa influencia de la obrita de Atanasio.

En su juventud, Antonio, que era egipcio e hijo de acaudalados campesinos, se sintió conmovido por las palabras de Jesús, que le llegaron en el marco de una celebración eucarística:

«Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres…»

Así lo hizo el rico heredero, reservando sólo parte para una hermana, a la que entregó, parece, al cuidado de unas vírgenes consagradas. Llevó inicialmente vida apartada en su propia aldea, pero pronto se marchó al desierto, adiestrándose en las prácticas eremíticas junto a un cierto Pablo, anciano experto en la vida solitaria. En su busca de soledad y persiguiendo el desarrollo de su experiencia, llegó a fijar su residencia entre unas antiguas tumbas. ¿Por qué esta elección? Era un gesto profético, liberador. Los hombres de su tiempo (como los de nuestros días) temían desmesuradamente a los cementerios, que creían poblados de demonios. La presencia de Antonio entre los abandonados sepulcros era un claro mentís a tales supersticiones y proclamaba, a su manera, el triunfo de la resurrección. Todo (aún los lugares que más espantan a la naturaleza humana) es de Dios, que en Cristo lo ha redimido todo; la fe descubre siempre nuevas fronteras dónde extender la salvación.

El trabajo manual, la oración y la lectura constituyeron en adelante su principal ocupación. A los 54 años de edad, hacia el año 305, abandonó su celda en la montaña y fundó un monasterio en Fayo. El monasterio consistía originalmente en una serie de celdas aisladas, pero no podemos afirmar con certeza que todas las colonias de ascetas fundadas por San Antonio, estaban concebidas de igual manera. Más tarde, fundó otro monasterio llamado Pispir, cerca del Nilo. San Antonio exhortaba a sus hermanos a preocuparse lo menos posible por su cuerpo, pero se guardaba bien de confundir la perfección, que consiste en el amor de Dios, con la mortificación. Aconsejaba a sus monjes que pensaran cada mañana que tal vez no vivirían hasta el fin del día, y que ejecutaran cada acción, como si fuera la última de su vida.

«El demonio, decía, teme al ayuno, la oración, la humildad y las buenas obras, y queda reducido a la impotencia ante la señal de la cruz».

Pronto la fama de su ascetismo se propagó y se le unieron muchos fervorosos imitadores, a los que organizó en comunidades de oración y trabajo. Dejando sin embargo esta exitosa obra, se retiró a una soledad más estricta en pos de una caravana de beduinos que se internaba en el desierto. No sin nuevos esfuerzos y desprendimientos personales, alcanzó la cumbre de sus dones carismáticos, logrando conciliar el ideal de la vida solitaria con la dirección de un monasterio cercano, e incluso viajando a Alejandría para terciar en las interminables controversias arriano-católicas que signaron su siglo. Ahí predicó la consustancialidad del Hijo con el Padre, acusando a los arrianos a confundirse con los paganos «que adoran y sirven a la creatura más bien que al Creador», ya que hacían del Hijo de Dios una creatura.

Sobre todo, Antonio, fue padre de monjes, demostrando en sí mismo la fecundidad del Espíritu. Una multisecular colección de anécdotas, conocidas como «apotegmas» o breves ocurrencias que nos ha legado la tradición, lo revela poseedor de una espiritualidad incisiva, casi intuitiva, pero siempre genial, desnuda como el desierto que es su marco y sobre todo implacablemente fiel a la sustancia de la revelación evangélica. Se conservan algunas de sus cartas, cuyas ideas principales confirman las que Atanasio le atribuye en su «Vida».

Antonio murió muy anciano, hacia el año 356, en las laderas del monte Colzim, próximo al mar Rojo; al ignorarse la fecha de su nacimiento, se le ha adjudicado una improbable longevidad, aunque ciertamente alcanzó una edad muy avanzada. La figura del abad delineó casi definitivamente el ideal monástico, que perseguirían muchos fieles de los primeros siglos. No siendo hombre de estudios, no obstante, demostró con su vida lo esencial de la vida monástica, que intenta ser precisamente una esencialización de la práctica cristiana; una vida bautismal despojada de cualquier aditamento. Para nosotros, Antonio encierra un mensaje aún válido y actual: el monacato del desierto continúa siendo un desafío, el del seguimiento extremo de Cristo, el de la confianza irrestricta en el poder del Espíritu de Dios.

Las imágenes representan generalmente a San Antonio con una cruz en forma de T, una campanita, un cerdo, y a veces un libro. La liturgia bizantina invoca el nombre de San Antonio en la preparación eucarística, y el rito copto.

Fuentes: Textos de EWTN – Fe y de Aciprensa.
Artículo original en Amor Eterno.

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Otras fuentes en la red

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Biografías animadas de san Antonio, abad.

San Antonio, abad, película de Nazaret TV

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San Antonio, abad, en «Un nombre, un santo»

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Los santos amigos, fundadores de los Servitas

Los santos amigos, fundadores de los Servitas

La amistad ha sido siempre cantada en la Sagrada Escritura. «El mejor tesoro es un buen amigo». Hoy más que nunca se habla y escribe de fraternidad y solidaridad. Buen reclamo, pues, estos siete Santos Fundadores, con su mensaje para este mundo que tanta necesidad tiene de verdadera amistad y de generosa entrega.

Estamos en el siglo XIII y en la rica y artística ciudad de Florencia. Es este un caso insólito en la vida de la Iglesia, que ella celebre en su liturgia a tan elevado número de Santos, sin preocuparse de sus nombres ni de sus vidas, siendo que no murieron mártires como en tantos casos a través de los siglos de la Iglesia. Mártires sí que los hay en grupo y sin saber sus nombres. Entre los demás, no.

Apenas si sabemos sus nombres. Parece que fueron estos: Bonfilio, Bonayuto, Manetto, Amidio, Ugoccio, Sostenio y Alejo. Eran unos comerciantes de Florencia pertenecientes a las más distinguidas familias de la ciudad. Formaban parte de una especie de Cofradía en honor de Santa María y que el pueblo conocía como «los laudes» o «los alabadores de la Santísima Virgen». Ellos eran algo así como la Junta directiva de esta Asociación Mariana y estaban llenos del espíritu de Dios y de un filial afecto hacia la Virgen María.

Una de las Crónicas, después de afirmar que nadie sabía distinguirlos entre sí, en cuanto al fervor y observancia regular se refería, escribió: «Hubo siete hombres de tanta perfección, que nuestra Señora estimó cosa digna dar origen a su Orden por medio de ellos. No encontré que ninguno sobreviera de ellos, cuando ingresé en la Orden, a excepción de uno que se llamaba fray Alejo… La vida de dicho fray Alejo, como yo mismo pude comprobar con mis ojos, era tal, que no sólo conmovía con su ejemplo, sino que también demostraba la perfección de sus compañeros y su santidad».

¿Cómo llevaron adelante aquella empresa?

El cielo se encargaría de abrirles los caminos: El día de la Asunción, 15 de agosto, los siete recibieron una común iluminación: «Ponerse, a pesar de sus imperfecciones, a los pies de la Virgen María para que Ella obtuviera de su Hijo el perdón de todas sus faltas y los aceptase para la gloria de su Hijo y la suya… siendo siempre y en todo, los servidores de esta Reina y Señora y por ello se llamarían siervos de María».

Bien pronto fueron aprobados por su propio Obispo y por el Papa después. Las gentes los tenía como santos pues decían que obraban muchos milagros. Cierto día cuando recorrían las calles de Florencia pidiendo limosna, unos niños que ni siquiera hablaban aún, exclamaron al pasar ellos: «He ahí los servidores de la Virgen. Dadles limosna».

Servitas_son_SantosEl Viernes Santo de 1239 la misma Virgen María se les apareció para señalarles que fuera negro su hábito y que aceptasen la Regla de San Agustín. Pronto empezaron a acudir jóvenes que deseaban abrazar aquella vida de austeridad y de servicio a la Virgen María a la que estaban especialmente dedicados. Desde un principio quisieron hacer hincapié en estas notas distintivas de su espiritualidad: Amor al retiro o soledad y también ejercicio del apostolado cuando fuere necesario pero especialmente con esta dirección: Propagar la devoción a la Virgen María en especial bajo esta faceta de su cooperación dolorosa a la Redención de Jesucristo.

Fueron muriendo poco a poco los seis fundadores. Sólo sobrevivió a todos ellos San Alejo que es el más conocido y el que tuvo la alegría de ver propagada la Orden de la Virgen María por muchas partes con abundancia de vocaciones. Tuvo perseguidores como era natural por ser obra de Dios pero, pasados algunos siglos, el 15 de enero de 1888, el Papa León XIII los elevaba a los siete al honor de los altares.

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