San Conrado de Piacenza Confalonieri, el cazador eremita

San Conrado de Piacenza Confalonieri, el cazador eremita

Nació en Piacenza (Italia) hacia el año 1290, de familia noble. Fue amante de la vida mundana y de la caza. En una cacería ordenó a sus criados que prendieran fuego al matorral donde se habían escondido unas piezas. El fuego se extendió y arrasó campos y casas. Conrado volvió a la ciudad sin que nadie lo viera. Acusado del incendio un hombre pobre, fue condenado a muerte. Esto hizo reflexionar a Conrado, que se declaró culpable y tuvo que satisfacer con sus bienes los daños causados. Él y su mujer quedaron en la miseria, pero vieron en ello la mano de Dios y decidieron consagrarse al Señor. Ella entró en las clarisas y él optó por la vida de ermitaño. Vistió el hábito de la Tercera Orden de San Francisco. Peregrinó por Roma y Malta, llegó a Sicilia y se estableció en Noto. Atendió a los enfermos del Hospital hasta que, para huir de sus devotos, se retiró en un eremitorio cercano. Allí murió el 19 de febrero de 1351.

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Conrado nació en Piacenza, al sur de Milán, hacia el año 1290, de la noble familia de los Confalonieri. De joven fue amante de la vida mundana, ejerció el oficio de las armas y su afición preferida era la caza. Contrajo matrimonio con una dama de su misma clase y condición, llamada Eufrosina de Lodi. En una cacería ordenó a sus criados que prendieran fuego al matorral donde se habían escondido las piezas. El fuego se extendió sin que pudieran controlarlo, y arrasó campos y casas. Conrado y su comitiva volvieron sigilosamente a la ciudad, sin que nadie les viera. La autoridad tuvo que tomar cartas en el asunto, temiendo el enfrentamiento entre güelfos y gibelinos, y resultó acusado un hombre pobre, a quien encontraron por el lugar del incendio; sometido a tortura, se confesó culpable y fue condenado a muerte, pues no podía resarcir a los damnificados. La condena de un inocente en su lugar hizo reflexionar a Conrado. Se presentó ante el gobernador de Piacenza, Galeazzo Visconti, se declaró culpable de lo sucedido por su imprudencia y tuvo que satisfacer con todos sus bienes los daños causados. Él y su mujer quedaron en la miseria.

Conrado y Eufrosina acertaron a ver la mano de Dios en todo lo sucedido y, tras larga y profunda reflexión, decidieron consagrarse al Señor. Ella entró en el monasterio de clarisas de Piacenza, donde profesó y pasó el resto de su vida, y él emprendió una larga peregrinación por los santuarios en busca del lugar adecuado para vivir como ermitaño, dedicado a la penitencia y oración. En Calendasco vistió el hábito de la Tercera Orden de San Francisco el año 1315. Visitó Roma, marchó a Malta, donde aún se conserva la Gruta de San Conrado, y de allí se trasladó a Sicilia, pasó por Palazzolo y llegó a Noto Antica, al sur de Siracusa, entre 1331 y 1335. Aquí, al principio se dedicó a cuidar a los enfermos del Hospital de San Martín, pero crecía su fama de santidad y aumentaba el número de fieles que acudían a él, por lo que decidió retirarse a un eremitorio cercano a Noto, donde se encontró con otro ermitaño terciario franciscano, el beato Guillermo Buccheri de Scicli (1309-1404; cf. 4 de abril). Y allí, en la soledad de la Grotta dei Pizzoni, cerca de Noto, pasó el resto de sus años consagrado a la oración y a la penitencia, implorando de Dios la conversión de los hombres de peor vida, la liberación de desastres naturales, la curación de multitud de enfermos que acudían a él de toda la contornada; y el Señor atendía sus oraciones realizando incluso muchos y clamorosos milagros. Hacia el final de su vida recibió en su retiro la visita del Obispo de Siracusa.

Conrado murió en Noto, concretamente en la Grotta dei Pizzoni, mientras estaba entregado a la oración, el 19 de febrero de 1351. Fue enterrado en la ciudad, en la iglesia de San Nicolás, hay catedral de la diócesis, y más tarde guardaron sus restos en una urna de plata. Casi de inmediato se incoó su proceso de beatificación, que concluyó mucho después por circunstancias de la vida de la iglesia y de la política, con la aprobación de los papas León X, Pablo III y Urbano VIII. Este último lo canonizó el 12 de septiembre de 1625 y concedió a la Orden franciscana celebrar su misa y oficio. Es patrono, junto con san Nicolás, de la ciudad y diócesis de Noto, y se le invoca particularmente para la curación de las hernias. En el arte se le suele representar como ermitaño franciscano, con una cruz a los pies y su figura rodeada de pajarillos; también, como un anciano con barba larga, los pies desnudos, un bastón en las manos y un manto largo sobre las espaldas; a veces se añade un perro, aludiendo al incidente de caza que cambió la vida del santo.

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Suele considerarse a Conrado Confalonieri como «San Conrado de Piacenza» -incluso en la liturgia de la Orden franciscana a la que perteneció como terciario-, aunque no consta que fuera canonizado. Hay constancia histórica de que el papa León X, el 12 de julio de 1515, mandó que se recogieran todos los testimonios de curaciones atribuidas a la intercesión del siervo de Dios, especialmente curaciones de hernia, y decidió confirmar el culto que desde 1425 se le tributaba en Siracusa «como Beato no canonizado».

En cuanto a los datos biográficos, se cuenta con la «Vida del Beato Conrado», de autor desconocido, escrita en latín entre los siglos XIV y XV.

Conrado Confalonieri nació en Piacenza, Norte de Italia, de familia noble, hacia 1290. En su juventud fue protagonista de un suceso que cambió radicalmente su vida. Mientras estaba cazando, decidió encender una hoguera con el fin de que los conejos salieran de sus madrigueras. Entusiasmado por el éxito de su ocurrencia, mientras se dedicaba a cazar los conejos que iban saliendo, el fuego fue cobrando tales proporciones que, cuando lo advirtió, ya era tarde para controlarlo. Varias viviendas de las afueras de la ciudad cayeron calcinadas por aquel fuego voraz. Intentó pasar inadvertido, hasta que se enteró de que habían acusado a un pobre hombre, que a punto estuvo de pagar con su muerte la imprudencia de Conrado.

Ante esta noticia, reaccionó el joven cazador. Se presentó ante las autoridades y se declaró culpable de los daños acaecidos por el incendio. Y, para castigar la imprudencia que ocasionó graves perjuicios y compensar a los damnificados, le fueron confiscados todos los bienes a Conrado. Viéndose completamente arruinado, hacia el año 1329 aproximadamente, optó por dedicarse a la mendicidad itinerante.

Pero actuó la gracia de Dios, que jamás deja desamparados a quienes confían en el amor y misericordia del Padre: el Conrado pobre puso su confianza en el Señor y el mendigo vagabundo añadió a su necesaria mendicidad la voluntaria penitencia por su vida pasada, y la asidua oración.

Uno de los biógrafos de Conrado, G. Pugliese, autor de una vida en verso al estilo de los juglares de la época -Vita e miracoli di San Conrado piacentino-, habla del ingreso de Conrado en la Tercera Orden de San Francisco en Gorgolara, sin abandonar su estado seglar. Llegó a contraer matrimonio con Eufrosina. Pero, como las fuertes inclinaciones espirituales de Conrado le impelían a una vida de plena soledad y austeridad, hacia el año 1331, de acuerdo con su esposa, él se retiró a Noto, en Sicilia, donde hizo vida eremítica, y ella ingresó en un monasterio de clarisas.

Conrado permaneció en Noto hasta 1333. Pero buscaba un lugar completamente apartado del mundanal ruido. Y lo encontró en Pizzoni, a unos cinco kilómetros de Noto. Fue el retiro definitivo de su vida, aunque la fama de su santidad atrajo devotos, curiosos y enfermos que buscaban el milagro de la curación. Y entre los enfermos, muchos estaban aquejados de hernia, que el venerable ermitaño curaba. Desde entonces, se le considera especial protector de los enfermos de hernia. En Pizzoni esperó a la hermana muerte, que lo llevó al cielo el 19 de febrero de 1351.

A mediados del siglo XVIII se erigió en su honor una iglesia en Pizzoni, en el mismo lugar donde estaba el eremitorio donde vivió y murió. Fue el punto culminante de una serie de reconocimientos pontificios de las cualidades sobrenaturales de san Conrado. En 1485 ya se habían registrado cuarenta y dos milagros realizados por su intercesión, más de la mitad curaciones de hernias. A raíz del reconocimiento de esos milagros, León X lo declaró «Beato no canonizado» en 1515 y aprobó el culto que se le daba en Sicilia, que Pablo III amplió a Piacenza en 1600.

La Orden franciscana venera a este ilustre miembro seglar de su familia y celebra su memoria el 19 de febrero, desde que Urbano VIII, por decreto del 12 de septiembre de 1625, concedió a la Orden celebrar misa y oficio del santo eremita.

La iconografía suele representar a Conrado vestido de ermitaño y descalzo. Como atributos tiene un ciervo, un perro, los pajarillos que lo rodeaban en su retiro y las llamas de un incendio. También con un báculo y un rosario.

José Antonio Martínez: Nuevo Año cristiano. Febrero.
Madrid, EDIBESA, 2002, pp. 358-360.

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Ermitaño de la Tercera Orden Franciscana (1290-1351). Urbano VIII aprobó su culto como Santo el 12 de septiembre de 1625.

Conrado Confalonieri nació en 1290. Noble, felizmente casado, era muy aficionado a la cacería. Un día iba con numerosos acompañantes persiguiendo una presa, que se internó en un monte impenetrable; no resistiendo el afán de coger la presa, ordena a sus acompañantes prender fuego al monte, pero luego no fue posible controlar el incendio, que destruyó mieses y granjas vecinas. Conrado y su gente entraron en la ciudad sin ser notados; no había ningún testigo que pudiera acusarlos del daño involuntariamente causado. Los damnificados denunciaron el hecho ante la autoridad, se hizo una investigación, apresaron a un pobre hombre cerca del lugar de los hechos, y lo condenaron a muerte.

En la plaza de la ciudad, poco antes de la ejecución, Conrado no pudo resistir el remordimiento de conciencia y se reconoció culpable, y así salvó al inocente que iba a ser ajusticiado. Entonces él fue condenado a pagar todos los perjuicios, lo cual hizo vendiendo todos sus bienes y los de su mujer.

Los dos esposos quedaron en la miseria total. Pero no se angustiaron, sino que tomaron el hecho como una señal del cielo. De mutuo consentimiento se separaron, la mujer ingresó al monasterio de las Clarisas de Piacenza, y él emigró a Sicilia, y cerca de Noto llevó una vida eremítica. Ingresó a la Tercera Orden Franciscana y vivió en oración y penitencia durante 36 años. Se hizo famoso por sus durísimas penitencias. Los viernes bajaba a Noto a visitar a los enfermos del hospital, hacía oración delante de un célebre crucifijo que hay en la catedral. Gozó del don de milagros. En esa misma catedral fue sepultado después de su muerte, acaecida el 19 de febrero de 1351, a los 61 años de edad. Es venerado junto a San Nicolás de Bari, como patrono de la ciudad.

Ferrini-Ramírez, Santos franciscanos para cada día.
Asís, Ed. Porziuncola, 2000, p. 57

Artículo original en Franciscanos.org.

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Otras fuentes en la red

Un gran asceta egipcio: Macario de Alejandría, el Grande

Un gran asceta egipcio: Macario de Alejandría, el Grande

El nombre de Macario, de origen griego, significa ‘aquel que ha encontrado la felicidad’, y no puede ser más apropiado para este gran santo de la Iglesia copta de Alejandría.

Macario, al que llamarían el Grande, nació en el alto Egipto, hacia el año 300, y pasó su juventud como pastor. Movido por una intensa gracia, se retiró del mundo a temprana edad, confinándose en una estrecha celda, donde repartía su tiempo entre la oración, las prácticas de penitencia y la fabricación de esteras.

Una mujer le acusó falsamente de que había intentado hacerle violencia. A resultas de ello, Macario fue arrastrado por las calles, apaleado y tratado de hipócrita disfrazado de monje. Todo lo sufrió con paciencia, y aun envió a la mujer el producto de su trabajo, diciéndose: «Macario, ahora tienes que trabajar más, pues tienes que sostener a otro». Pero Dios dio a conocer su inocencia: la mujer que le había calumniado no pudo dar a luz, hasta que reveló el nombre del verdadero padre del niño. Con ello, el furor del pueblo se tornó en admiración por la humildad y paciencia del santo. Para huir de la estima de los hombres, Macario se refugió en el vasto y melancólico desierto de Scete, cuando tenía alrededor de treinta años. Ahí vivió sesenta años y fue el padre espiritual de innumerables servidores de Dios que se confiaron a su dirección y gobernaron sus vidas con las reglas que él les trazó. Todos vivían en ermitas separadas. Sólo un discípulo de Macario vivía con él y se encargaba de recibir a los visitantes. Un obispo egipcio mandó a Macario que recibiera la ordenación sacerdotal a fin de que pudiese celebrar los divinos misterios para sus ermitaños. Más tarde, cuando los ermitaños se multiplicaron, fueron construidas cuatro iglesias, atendidas por otros tantos sacerdotes.

Las austeridades de Macano eran increíbles. Sólo comía una vez por semana. En una ocasión, su discípulo Evagrio, al verle torturado por la sed, le rogó que tomase un poco de agua; pero Macario se limitó a descansar brevemente en la sombra, diciéndole: «En estos veinte años, jamás he comido, bebido, ni dormido lo suficiente para satisfacer a mi naturaleza». Su cuerpo estaba debilitado y tembloroso; su rostro, pálido. Para contradecir sus inclinaciones, no rehusaba beber un poco de vino, cuando otros se lo pedían, pero después se abstenía de toda bebida durante dos o tres días. En vista de lo cual, sus discípulos decidieron impedir que los visitantes le ofrecieran vino. Macario empleaba pocas palabras en sus consejos, y recomendaba el silencio, el retiro y la continua oración -sobre todo esta última- a toda clase de personas. Acostumbraba decir: «En la oración no hace falta decir muchas cosas ni emplear palabras escogidas. Basta con repetir sinceramente: Señor, dame las gracias que Tú sabes que necesito. O bien: Dios mío, ayúdame». 

Enviaron una vez a san Macario unas uvas muy frescas y sabrosas: tuvo ganas de comer de ellas, mas para vencer aquel gusto y apetito no las quiso tocar; antes las envió a otro monje que estaba enfermo; recibiólas éste con agradecimiento, y por mortificarse tampoco las comió, sino enviólas a otro monje; y en suma las uvas anduvieron de mano en mano por todos los monjes Y volvieron a san Macario, el cual dio gracias al Señor por la virtud de todos aquellos santos.

Para vencer el sueño que le estorbaba la oración, estuvo veinte noches sin acostarse debajo de tejado; y viéndose una vez tentado del espíritu de la fornicación, pasó seis meses desnudo en carnes en un lugar donde había innumerables y grandes mosquitos, los cuales dejaron su cuerpo tan lastimado, que parecía un leproso. Caminó veinte días por un desierto sin comer bocado, y estando fatigado y desmayado le proveyó el Señor milagrosamente de sustento. Una vez cavando en un pozo le mordió un áspid: tomóle el santo en las manos e hízole pedazos sin recibir lesión alguna.

Su mansedumbre y paciencia eran extraordinarias, y lograron la conversión de un sacerdote pagano y de muchos otros.

Macario ordenó a un joven que le pedía consejos que fuese a un cementerio a insultar a los muertos y a alabarlos. Cuando volvió el joven, Macario le preguntó qué le habían respondido los difuntos. «Los muertos no contestaron a mis insultos, ni a mis alabanzas», le dijo el joven. «Pues bien, —le aconsejó Macario—, haz tú lo mismo y no te dejes impresionar ni por los insultos, ni por las alabanzas. Sólo muriendo para el mundo y para ti mismo, podrás empezar a servir a Cristo». A otro le aconsejó: «Está pronto a recibir de la mano de Dios la pobreza, tan alegremente como la abundancia; así dominarás tus pasiones y vencerás al demonio». Como cierto monje se quejara de que en la soledad sufría grandes tentaciones para quebrantar el ayuno, en tanto que en el monasterio lo soportaba gozosamente, Macario le dijo: «El ayuno resulta agradable cuando otros lo ven, pero es muy duro cuando está oculto a las miradas de los hombres». Un ermitaño que sufría de fuertes tentaciones de impureza, fue a consultar a Macario. El santo, después de examinar el caso, llegó el convencimiento de que las tentaciones se debían a la indolencia del ermitaño; así pues, le aconsejó que no comiera nunca antes de la caída del sol, que se entregara a la contemplación durante el trabajo, y que trabajara sin cesar. El otro siguió estos consejos y se vio libre de sus tentaciones. Dios reveló a Macario que no era tan perfecto como dos mujeres casadas que vivían en la ciudad. El santo fue a visitarlas para averiguar los medios que empleaban para santificarse, y descubrió que nunca decían palabras ociosas ni ásperas; que vivían en humildad, paciencia y caridad, acomodándose al humor de sus maridos, y que santificaban todas sus acciones con la oración, consagrando a la gloria de Dios todas sus fuerzas corporales y espirituales.

Un hereje de la secta de los hieracitas, que negaban la resurrección de los muertos, había inquietado en su fe a varios cristianos. Sozomeno, Paladio y Rufino relatan que San Macario resucitó a un muerto para confirmar a esos cristianos en su fe. Según Casiano, el santo se limitó a hacer hablar al muerto y le ordenó que esperase la resurrección en el sepulcro. Lucio, obispo arriano que había usurpado la sede de Alejandría, envió tropas al desierto para que dispersaran a los piadosos monjes, algunos de los cuales sellaron con su sangre el testimonio de su fe. Los principales ascetas. Isidoro, Pambo, los dos Macarios y algunos otros, fueron desterrados a una pequeña isla del delta del Nilo, rodeada de pantanos. El ejemplo y la predicación de los hombres de Dios convirtió a todos los habitantes de la isla, que eran paganos. Lucio autorizó más tarde a los monjes a retornar a sus celdas. Sintiendo que se acercaba a su fin, Macario hizo una visita a los monjes de Nitria y les exhortó, con palabras tan sentidas, que estos se arrodillaron a sus pies llorando. «Sí, hermanos, —les dijo Macario—, dejemos que nuestros ojos derramen ríos de lágrimas en esta vida, para que no vayamos al sitio en que las lágrimas alimentan el fuego de la tortura».

Acreditó nuestro Señor su santidad con el don de milagros, y entre muchos enfermos que curó, vino a él un clérigo de misa, que estaba con un cáncer en la cabeza, tan disforme, que se la comía toda; mas el santo monje puso las manos sobre él, y le envió sano a su casa.

Siendo ya viejo, se fue disimulado al monasterio de San Pacomio, en el cual vivían a la sazón mil y cuatrocientos monjes. Siete días tardaron en recibirle, alegando que por su vejez no podría llevar los trabajos que llevaban los jóvenes. Mas fue tal la austeridad de su vida, que espantó a todos los religiosos, pareciéndoles que era más que hombre.

Finalmente, lleno de virtudes y merecimientos, murió de edad muy avanzada por el año 394, dejando a los monjes preciosísimos documentos de altísima perfección. La vida de este santo la escribió Paladio, que moró tres años con él en la soledad. Macario fue llamado por Dios a los noventa años, después de haber pasado sesenta en el desierto de Scete. Según el testimonio de Casiano, Macario fue el primer anacoreta de este vasto desierto. Algunos autores sostienen que fue discípulo de San Antonio, quien vivía a unos quince días de viaje del sitio en donde estaba Macario.

San Macario es conmemorado en el canon de la misa en los ritos copto y armenio.

Fuente catholic.net y la Verdadera Libertad.

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Plática sobre San Macario, en Lazos de Amor Mariano

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