Los beatos pastorcillos de Fátima

Los beatos pastorcillos de Fátima

El 13 de mayo de 1917 ha pasado a la historia de la Iglesia y de la humanidad como el día en que tres niños portugueses de Aljustrel-Fátima, pueblo hasta entonces desconocido, vieron a la Virgen María sobre una encina, mientras cuidaban de un pequeño rebaño familiar: Lucía dos Santos, de diez años, y sus primos hermanos Francisco, de nueve años, y Jacinta, de siete.

El 13 de mayo de 2000, Juan Pablo II beatificaba en el mismo lugar de las apariciones a dos de aquellos niños, muertos prematuramente —los hermanos Francisco y Jacinta Marto—, en presencia de su prima, sor Lucía dos Santos, única superviviente de los tres pastorcillos. Francisco y Jacinta Marto son los beatos más jóvenes del calendario cristiano, si exceptuamos a unos pocos niños mártires.


Dos niños muy normales

Sencillos, traviesos, alegres, juguetones, criados en dos familias en un ambiente cristiano de máxima sencillez. Aún pueden verse las casas de ambas familias en Aljustrel, un caserío cercano al pueblo de Fátima. La vida de las familias Marto y Dos Santos era la vida de los campesinos pobres, cuyo patrimonio se limitaba a unos trozos de tierra donde se cultivaban las hortalizas y frutas para su propio alimento, y unas cuantas ovejas, que los niños sacaban a pastar por los cabezos y valles cercanos.

Los padres de Francisco y Jacinta fueron Manuel Pedro Marto y María Rosa, hermana de Antonio dos Santos, el padre de Lucía.

Francisco había nacido el 11 de junio de 1908. Su hermana Jacinta, el 11 de marzo de 1910. Ambos fueron bautizados en la iglesia parroquial de Fátima. Eran muy diferentes de temperamento: más tranquilo y condescendiente Francisco, y más caprichosa la pequeña Jacinta.

Para acercarnos a la realidad de los dos hermanos y de los acontecimientos de sus cortos años de vida en la tierra, contamos con el testimonio de la mejor testigo: su prima Lucía, que escribió sus Memorias entre 1935 y 1941, a petición del obispo de Leiría-Fátima, monseñor José Alves Correira da Silva. Así recuerda la hermana Lucía a Francisco:

La amistad que me unía a Francisco era sólo debido al parentesco y la que traía consigo las gracias que el cielo se dignó concedernos.

Francisco no parecía hermano de Jacinta, sino en la fisonomía del rostro y en la práctica de la virtud. No era tan caprichoso y vivo como ella. Al contrario, era de un natural pacífico y condescendiente.

Cuando, en nuestros juegos, alguno se empeñaba en negarle sus derechos de ganador, cedía sin resistencia, limitándose a decir sólo:

—¿Piensas que has ganado tú? Está bien. Eso no me importa.

No manifestaba, como Jacinta, la pasión por la danza; gustaba más de tocar la flauta, mientras otros danzaban.

En los juegos, era muy animado, pero a pocos les gustaba jugar con él; porque perdía casi siempre. Yo misma confieso que simpatizaba poco con él, porque su natural tranquilidad excitaba a veces los nervios de mi excesiva viveza. A veces, tomándole por el brazo le obligaba a sentarse en el suelo, o en alguna piedra, pidiéndole se estuviera quieto; y él me obedecía como si yo tuviese una gran autoridad. Después sentía pena e iba a buscarlo asiéndole por la mano, y regresaba con el mismo buen humor como si nada hubiera acontecido. Si alguno de los otros niños porfiaba en quitarle alguna cosa que le era propia, decía:

—¡Deja ya!, ¿a mí qué me importa?

Lo que más le entretenía, cuando andábamos por los montes, era sentarse en el peñasco más elevado y tocar su flauta o cantar. Si su hermana bajaba conmigo para echar algunas carreras, él se quedaba entretenido allí con su música y sus cantos.

En nuestros juegos, tomaba parte, siempre que le invitábamos, pero a veces manifestaba poco entusiasmo, diciendo:

—Voy; pero sé que perderé.

Los juegos que sabíamos y en los cuales nos entreteníamos eran: el de las chinas, el de las prendas, pasar el aro, el del botón, el de la cuerda, la malla, la brisca, descubrir los reyes, los condes y las sotas, etc. Teníamos dos barajas: una mía y otra de ellos. El juego que más gustaba a Francisco era el de las cartas: la brisca

(Sor Lucía. Dos Santos: Memorias de la Hermana Lucía,
Cuarta Memoria,
24.ª ed., Fátima, 1985, págs. 118, 120)

En cuanto a Jacinta, éstas son las palabras de Lucía, en su Primera Memoria:

La menor contrariedad, que siempre hay entre niños cuando juegan, era suficiente para que enmudeciese y se amohinara, como nosotros decíamos. Para hacerle volver a ocupar su puesto en el juego, no bastaban las más dulces caricias que en tales ocasiones los niños saben hacer. Era preciso dejarle escoger el juego y la pareja con la que quería jugar. Sin embargo, ya tenía muy buen corazón y el buen Dios le había dotado de un carácter dulce y tierno, que la hacía, al mismo tiempo, amable y atractiva. No sé por qué, tanto Jacinta como su hermano Francisco, sentían por mí una predilección especial y me buscaban casi siempre para jugar. No les gustaba la compañía de otros niños, y me pedían que fuese con ellos junto a un pozo que tenían mis padres en el huerto. Una vez allí, Jacinta escogía los juegos con los que íbamos a entretenernos. Los juegos preferidos eran, casi siempre, jugar a las chinas o a los botones, sentados a la sombra de un olivo y de dos ciruelos, detrás de las losas. Debido a este juego, me vi muchas veces en grandes apuros, porque, cuando nos llamaban para comer, me encontraba sin botones en el vestido; pues casi siempre ella me los había ganado y esto era suficiente para que mi madre me regañase. Era preciso coserlos de prisa; pero ¿cómo conseguir que ella me los devolviera, si además de enfadarse, tenía también el defecto de ser agarrada? Quería guardarlos para el juego siguiente y así no tener que arrancar los suyos. Sólo amenazándola de que no volvería a jugar más, era como los conseguía. Algunas veces no podía atender los deseos de mi amiguita.

(Primera memoria, p. 20)

Niños cristianos

La influencia de la familia, primera escuela e iglesia doméstica, es definitiva. Y las familias Marto y Dos Santos querían que sus hijos fueran cristianos. La oración en familia, especialmente el rezo del rosario, formaba parte de la jornada diaria. Y las madres les contaban vidas de los santos a sus hijos. Algo de este ambiente religioso evoca Lucía en su Primera Memoria:

A los dos pequeños, les costaba mucho separarse de mí. Por ello, pedían continuamente a su madre que les dejase, también a ellos, guardar su rebaño. Mi tía, tal vez para verse libre de tantas súplicas, a pesar de que todavía eran muy pequeños, les confió el cuidado de sus ovejas. Radiantes de alegría, fueron a darme la noticia, y a planear cómo juntaríamos todos los días nuestros rebaños. Una vez juntos, decíamos cuál sería el pasto del día; y para allá íbamos felices y contentos, como si fuésemos a una fiesta.

Aquí tenemos a Jacinta, en su nueva vida de pastorcita. A las ovejas nos las ganábamos a fuerza de distribuir entre ellas nuestra merienda. Por eso, cuando llegábamos al pasto, podíamos jugar tranquilos, porque ellas no se apartaban de nosotros. A Jacinta le agradaba mucho oír el eco de la voz en el fondo de los valles. Por ello, uno de nuestros entretenimientos era sentarnos en un peñasco del monte y pronunciar nombres en alta voz. El nombre que mejor eco hacía, era el de María. Jacinta decía a veces, el Avemaría entero, repitiendo la palabra siguiente sólo cuando la anterior había terminado su eco.

Nos agradaba también entonar cantos; entre varios profanos —de los que, infelizmente, sabíamos bastantes-, Jacinta prefería: «Salve, nobre Padroeirau «Virgem Pura», Anjos, cantai conmigo». Éramos, sin embargo, muy aficionados al baile; cualquier instrumento que oíamos tocar a los otros pastores, nos hacía bailar; Jacinta, a pesar de ser tan pequeña, tenía para eso un arte especial.

Nos habían recomendado que, después de la merienda, rezáramos el rosario, pero como todo el tiempo nos parecía poco para jugar, encontramos una buena manera de acabar pronto: pasábamos las cuentas diciendo solamente: ¡Ave María, Ave María, Ave María! Cuando llegábamos al fin del misterio, decíamos muy despacio simplemente: ¡Padre Nuestro!, y así, en un abrir y cerrar de ojos, como se suele decir, teníamos rezado el rosario.

A Jacinta le agradaba mucho tomar los corderitos blancos, sentarse con ellos en brazos, abrazarlos, besarlos y, por la noche, traérselos a casa a cuestas, para que no se cansasen.

Un día, al volver a casa, se puso en medio del rebaño.

—Jacinta ¿para qué vas ahí en medio de las ovejas? —pregunté.

—Para hacer como Nuestro Señor, que, en aquella estampa que me dieron, también estaba así, en medio de muchas y con una en los hombros. 

(Primera Memoria, p. 26)

1916: las apariciones del ángel

Mientras Europa estallaba y la violencia era el clima habitual de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Aljustrel y sus cercanías vivían ajenas a la contienda. Y los tres pastorcillos, ni se enteraron de que otros países de Europa —¡quedaba tan lejos!— sufrieran el azote de la guerra. Ellos continuaban con sus ovejas, con sus juegos, con sus rezos… Y el Ángel de la Paz se hizo presente, en la primavera de 1916, tanto en un cabezo a las afueras de Aljustrel como junto al pozo de la casa de Lucía. Ella misma cuenta cómo fueron las apariciones en el Hoyo del Cabezo: habían merendado y rezado el rosario breve, cuando ven acercarse una figura de joven…

A medida que se aproximaba, íbamos divisando sus facciones: un joven de unos 14 ó 15 años, más blanco que la nieve, el sol lo hacía transparente, como si fuera de cristal, y de una gran belleza. Al llegar junto a nosotros, dijo:

–¡No temáis! Soy el Ángel de la Paz. Rezad conmigo.

Y arrodillándose en tierra, dobló la frente hasta el suelo y nos hizo repetir por tres veces estas palabras:

–¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman. Después, levantándose, dijo:

–Rezad así. Los corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas.

Sus palabras se grabaron de tal forma en nuestras mentes, que jamás se nos olvidaron. Y, desde entonces, pasábamos largos ratos así, postrados, repitiéndolas muchas veces, hasta caer cansados. Entonces, les recomendé que era preciso guardar silencio, y esta vez, gracias a Dios, me hicieron caso.

Pasó bastante tiempo y fuimos a pastorear nuestros rebaños a una propiedad de mis padres. Después de haber merendado, acordamos ir a rezar a la gruta que queda al otro lado del monte. Las ovejas consiguieron pasar con muchas dificultades.

Después que llegamos, de rodillas, con rostros en tierra, comenzamos a repetir la oración del Ángel: ¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo, etc. No sé cuántas veces habíamos repetido esta oración, cuando vimos que sobre nosotros brillaba una luz desconocida. Nos levantamos para ver lo que pasaba y vimos al Ángel, que tenía en la mano izquierda un cáliz, sobre el cual había suspendida una Hostia, de la que caían unas gotas de Sangre dentro del Cáliz. El Ángel dejó suspendido en el aire el Cáliz, se arrodilló junto a nosotros, y nos hizo repetir tres veces.

—Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.

Después se levanta, toma en sus manos el Cáliz y la Hostia. Me da la Sagrada Hostia a mí y la Sangre del Cáliz la divide entre Jacinta y Francisco, diciendo al mismo tiempo:

—Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios.

Y, postrándose de nuevo en tierra, repitió con nosotros otras tres veces la misma oración: «Santísima Trinidad…, etc.», y desapareció. Nosotros permanecimos en la misma actitud, repitiendo siempre las mismas palabras; y cuando nos levantamos, vimos que era de noche y, por tanto, hora de irnos a casa.

(Segunda memoria, p. 61.)

13 de mayo de 1917: primera aparición de la Virgen

La humanidad occidental seguía en guerra. Rusia estaba a punto de caer en manos de los revolucionarios bolcheviques: el 17 de marzo de 1917 quedaba suspendida la monarquía rusa y, entre mayo y noviembre se fue fraguando el triunfo del comunismo: a partir del triunfo de la Revolución de noviembre, iniciaría su andadura lo que luego se llamó Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), cuyo líder indiscutible era Lenin.

De todo esto, que estaba sucediendo aquel mismo año, nada sabían los pastorcillos. Será la Virgen quien les informe, más adelante, de los graves problemas de Rusia y de la humanidad.

Después de las apariciones del Ángel, los niños estaban en mejor situación espiritual para recibir la visita de la Virgen. Para conocer con detalle la primera aparición de la Virgen, acudimos nuevamente a las Memorias de Lucía:

Día 13 de mayo de 1917. Estando jugando con Jacinta y Francisco encima de la pendiente de Cova de Iria, haciendo una pared alrededor de una mata, vimos, de repente, como un relámpago.

—Es mejor irnos para casa —dije a mis primos—, hay relámpagos; puede haber tormenta.

—Pues, sí.

Y comenzamos a descender la ladera, llevando las ovejas en dirección del camino. Al llegar poco más o menos a la mitad de la ladera, muy cerca de una encina grande que allí había, vimos otro relámpago; y, dados algunos pasos más adelante, vimos sobre un carrasco una Señora, vestida toda de blanco, más brillante que el sol, irradiando una luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina, atravesado por los rayos del sol más ardiente. Nos detuvimos sorprendidos por la aparición. Estábamos tan cerca que nos quedábamos dentro de la luz que la cercaba, o que ella irradiaba. Tal vez a metro y medio de distancia más o menos.

Entonces Nuestra Señora nos dijo:

—No tengáis miedo. No os voy a hacer daño.

—¿De dónde es usted? —le pregunté.

—Soy del cielo.

—¿Y qué es lo que usted quiere?

—Vengo a pediros que vengáis aquí seis meses seguidos, el día 13 a esta misma hora. Después os diré quién soy y lo que quiero. Después volveré aquí una séptima vez.

—Y yo, ¿también voy al cielo?

—Sí; vas.

—Y ¿Jacinta?

—También.

—Y ¿Francisco?

—También; pero tiene que rezar muchos rosarios (…).

—¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que él quiera enviaros, en acto de desagravio por los pecados con que es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?

—Sí, queremos.

—Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestra fortaleza.

Fue al pronunciar estas últimas palabras (la gracia de Dios, etc.) cuando abrió por primera vez las manos comunicándonos una luz tan intensa como un reflejo que de ellas se irradiaba, que nos penetraba en el pecho y en lo más íntimo del alma, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios que era esa luz, más claramente que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces por un impulso íntimo, también comunicado, caímos de rodillas y repetíamos íntimamente:«Oh Santísima Trinidad, yo os adoro. Dios mío, Dios mío; yo os amo en el Santísimo Sacramento».

Pasados los primeros momentos, Nuestra Señora añadió:

—Rezad el rosario todos los días para alcanzar la paz para el mundo y el fin de la guerra.

En seguida comenzó a elevarse suavemente, subiendo en dirección al naciente, hasta desaparecer en la inmensidad de la lejanía. La luz que la rodeaba iba como abriendo camino en la bóveda de los astros, motivo por el cual alguna vez dijimos que habíamos visto abrirse el cielo 

(Cuarta Memoria, pp. 157-159).

La familia no cree a los niños

Después de la aparición, hubo un pacto entre los tres: no decir nada a nadie. Pero Jacinta no pudo ocultar a su madre lo que había visto en Cova de Iria. Y ahí comenzó el calvario para los tres. Primero, los padres y hermanos. En sendas entrevistas con Juan Marto y Carolina dos Santos, hermanos de los videntes, me confirmaron que nadie en casa les creía: eran fantasías infantiles, algo parecido a lo que habían oído leer a mamá en las vidas de los santos.

Hablé con Juan Marto el 13 de mayo de 1987, setenta años después de la primera aparición. Ésta fue la entrevista que emitió TVE:

—Señor Juan Marto, ¿qué edad tenía usted el año de las apariciones?

—Once años.

—¿Qué recuerda de aquel día 13 de mayo de 1917, cuando sus hermanos menores llegaron a casa y Jacinta contó lo que había visto?

—Me acuerdo cuando Jacinta llegó a casa y le dijo a mamá: Mamá, he visto a Nuestra Señora». Mamá no la creyó, pensaba que mentía. Mi hermana insistía que sí, que sí, que era una Señora muy, muy hermosa, con las manos juntas, que tenía un rosario en las manos… que era muy, muy blanca, más blanca que la leche.

—Así que mamá no creía nada de eso…

—Mamá no creía nada.

—¿Y papá?

—Papá, sí.

—¿Y usted, Juan, creía o no?

—Yo no creía lo que decía Jacinta. ¿Cuándo comenzaron a creer?

—El 13 de octubre…

En la entrevista que mantuve con Carolina dos Santos, hermana de Lucía, el mismo día 13 de mayo de 1987, Carolina me recordó que ella tenía quince años, cinco más que su hermana Lucía, en el momento de las apariciones.

—¿Usted creía que era verdad lo que contaba Lucía?

—No. Yo creía que eran mentiras. Mi madre tenía la costumbre de contarnos vidas de santos, lo que les pasaba a los santos…

—¿Desde cuándo comenzó a creer la familia en la palabra de Lucía?

—Desde el 13 de octubre, cuando vimos el milagro.

Apariciones, entre la incomprensión y la persecución

De mayo a octubre, la familia Marto y la familia Dos Santos pensaban que se trataba de mentiras o imaginaciones de los pequeños. El párroco, don Manuel Márques Ferreira, interrogó cauteloso a los niños. Las opiniones, de la familia, del pueblo, de la jerarquía, estaban divididas. Y, en medio, los pequeños elegidos por la Virgen para comunicar a la humanidad un mensaje de salvación y de paz.

Llegó el 13 de junio, día señalado por la Virgen para su segunda aparición. Mucho les costó a los niños conseguir que sus familias les dejaran ir a Cova de Iria, donde ya había grupos de devotos y curiosos, más numerosos porque el día del gran santo portugués San Antonio (de Padua), era fiesta. Cuando estaban rezando el rosario, llegó la Virgen y se posó sobre la misma carrasca:

—Quiero que vengáis aquí el 13 del mes que viene; que recéis el rosario todos los días y que aprendáis a leer… A Jacinta y a Francisco los llevaré pronto (al cielo).

El 13 de julio aumentó la muchedumbre. Los medios informativos habían aireado ampliamente las noticias de Cova de Iria. Y, puntualmente, llegó la Virgen:

—Quiero que vengáis aquí el 13 del mes que viene, que continuéis rezando el rosario todos los días, en honor de Nuestra Señora del Rosario, para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque sólo ella lo puede conseguir… En octubre diré quién soy y lo que quiero, y haré un milagro que todos han de ver para creer… Si atendéis a mis peticiones, Rusia se convertirá y habrá paz…

La Señora les dejó ver el infierno: un mar de fuego, en palabras de Lucía.

No fue posible ir a Cova de Iria el 13 de agosto. Las apariciones habían conmovido a la sociedad portuguesa y adquirían categoría de acontecimiento público, y el Administrador de Vila Nova de Ourem tenía órdenes de atajar lo que consideraban veleidades de pobres niños. Y justamente el 13 de agosto se ofreció a llevarlos en su vehículo, pero en lugar de dirigirse a Cova de Iria los llevó a Vila Nova, donde, primero con halagos y luego con amenazas, los conminó a desmentirse de lo que contaban, so pena de cárcel. Y los niños prefirieron la cárcel, en donde estuvieron recluidos dos días, contentos de sufrir por amor a Jesús, por la conversión de los pecadores y para desagravio de las ofensas al Corazón de María, como la Virgen les había dicho.

Cuando volvieron a Aljustrel y reanudaron la vida normal, la Virgen acudió a su cita mensual y se apareció a los pastorcillos, no el día 13 en Cova de Iria, sino en el lugar que llaman Valiños y seguramente (Lucía no precisa el día con exactitud), el día 19. Los citó para el encuentro del día 13 de septiembre, al que acudió la Señora con puntualidad en Cova de Iria, y anunció que en octubre se realizaría el gran milagro. Según decían los videntes al canónigo Manuel Nunes Formigao, aquella Señora era bellísima, la mujer más bella que jamás habían visto.

13 de octubre: el milagro del sol

Docenas de miles de personas de todo Portugal habían acudido a Cova de Iria. Unos, esperando que nada extraordinario sucediera y quedaran en ridículo aquellos niños incultos que tenían embaucado a medio Portugal. Otros, con la esperanza de que se cumpliera la promesa de la Señora con un milagro patente que convenciera a todos. En mi entrevista con Juan Marto, al preguntarle por los ánimos que había en casa este día, me dijo que todos, menos sus hermanos Francisco y Jacinta, estaban dominados por el pánico. Y lo mismo me dijo Carolina dos Santos de su hermana Lucía y de su familia. Carolina acudió, entre dudas y esperanzas, a Cova de Iria. Juan Marto no se atrevió a llegar hasta el lugar de las apariciones. Siguió de lejos los acontecimientos, temiendo que la muchedumbre linchara a sus hermanos Francisco y Jacinta y a su prima Lucía, y, de rechazo, también fuera él objeto de injurias y ataques del gentío, si fracasaban las predicciones de sus hermanos.

Veamos cómo lo cuenta Lucía en su Cuarta Memoria:

Día 13 de octubre de 1917. Salimos de casa bastante temprano, contando con las demoras del camino. El pueblo estaba en masa. Caía una lluvia torrencial. Mi madre, temiendo que fuese el último día de mi vida, con el corazón partido por la incertidumbre de lo que iba a suceder, quiso acompañarme. Por el camino se sucedían las escenas del mes pasado, más numerosas y conmovedoras. Ni el barro de los caminos impedía a esa gente arrodillarse en la actitud más humilde y suplicante. Llegados a Cova de Iria, junto al carrasco, transportada por un movimiento interior, pedí al pueblo que cerrase los paraguas para rezar el rosario. Poco después, vimos el reflejo de la luz y, seguidamente, a Nuestra Señora sobre la encina.

—¿Qué es lo que quiere usted de mí?

—Quiero decirte que hagan aquí una capilla en mí honor que SOY LA SEÑORA DEL ROSARIO; que continúen rezando el rosario todos los días. La guerra va a acabar y los soldados volverán con brevedad a sus casas.

—Tenía muchas cosas que pedirle: si curaba a algunos enfermos y si convertía a algunos pecadores; etc.

—Unos, sí; a otros no. Es preciso que se enmienden; y que pidan perdón por sus pecados.

Y tomando un aspecto más triste:

—No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido.

Y, abriendo sus manos, las hizo reflejarse en el sol. Y, mientras se elevaba, continuaba el reflejo de su propia luz proyectándose en el sol.

He aquí, excelentísimo señor obispo, el motivo por el cual exclamé que mirasen al sol. Mi fin no era llamar la atención de la gente hacia él, pues ni siquiera me daba cuenta de su presencia. Lo hice sólo llevada por un movimiento interior que me impulsaba a ello.

Desaparecida Nuestra Señora en la inmensa lejanía del firmamento, vimos, al lado del sol, a San José con el Niño y a Nuestra Señora vestida de blanco, con un manto azul. San José con el Niño parecían bendecir al mundo, con unos gestos que hacían con la mano en forma de cruz. Poco después, desvanecida esta aparición, vimos a Nuestro Señor y a Nuestra Señora

(Op. cit., p. 169-171)

Todos pudieron contemplar, y algunos fotografiar, el sol que apareció de repente, daba vueltas sobre sí mismo e iluminaba el firmamento hasta entonces dominado por los nubarrones y la intensa lluvia. La palabra milagro estaba aquel día en todos los labios, y al día siguiente en todos los periódicos.

Todo eran felicitaciones y alabanzas. Parecía que el calvario de Francisco y Jacinta, con su prima Lucía, había terminado.

Francisco Marto, al Cielo

Poco iba a disfrutar Francisco en la tierra de aquella bonanza que siguió al 13 de octubre. Sus buenas cualidades humanas y cristianas se acentuaron visiblemente: fue todo un ejemplo de virtudes cristianas y de madurez sobrenatural.

Lo que los portugueses llamaban la gripe española» llegó a Aljustrel y entró en casa de los Marto. Francisco iba a ser una de sus primeras víctimas. Los familiares hacían votos por la recuperación de su Francisco. Pero él y Jacinta sabían que también en este punto se cumplirían las palabras de la Virgen: el 13 de junio les dijo que pronto se llevaría al cielo a Francisco y a Jacinta. Francisco esperaba ese momento con serenidad, aceptando la enfermedad con plena lucidez y entereza cristiana. Él, que no había podido oír la voz de la Señora en sus primeras apariciones, iba a ser el primero que escuchara la invitación de la Madre a irse con ella al cielo. El 4 de abril de 1919, apenas año y medio después de la última aparición, se fue a ver cara a cara a Dios y a su Madre, a los once años de edad.

De la enfermedad y muerte de su primo Francisco, escribe Lucía:

Durante la enfermedad, Francisco se mostró siempre alegre y contento. A veces le preguntaba:

–Francisco, ¿sufres mucho?

–Bastante, pero no importa. Sufro para consolar a Nuestro Señor; y después de aquí, al cielo… Voy a confesarme para comulgar y morir después. Y querría que me dijeras si me viste hacer algún pecado y que fueses a preguntar a Jacinta si ella me vio hacer alguno…

Cuando volví al anochecer, ya estaba radiante de alegría. Se había confesado y el cura le había prometido llevarle al día siguiente la Sagrada Comunión. Después de comulgar al día siguiente, decía a su hermanita:

–Hoy soy más feliz que tú, porque tengo dentro de mi pecho a Jesús escondido. Yo me voy al cielo, pero desde allí voy a pedir mucho al Señor y a la Virgen para que pronto os lleve también allí. (…)

Cuando era de noche me despedí de él:

–Adiós, Francisco, hasta el cielo.

–Adiós, hasta el cielo.

Y el cielo se aproximaba. Allá voló al día siguiente a los brazos de la Madre celestial.

(Cuarta Memoria, pp. 143-145).

Jacinta, probada en el dolor

La pequeña Jacinta estaba convencida de que pronto se iría al cielo con su hermano Francisco. La misma «gripe española» le afectó tanto que tuvieron que internarla en el hospital de Vila Nova de Ourem en los calurosos meses de julio y agosto de 1919, sin hallar mejoría. Todo lo sufría complacida y sonriente, sabiendo que Dios aceptaba sus sufrimientos y los unía a los de Cristo en la cruz, para la conversión de los pecadores.

El camino del calvario de Jacinta fue más largo que el de Francisco. Ambos comenzaron a sentir los primeros síntomas de la gripe en diciembre de 1918. Francisco moría a los cinco meses y Jacinta habría de cargar con la cruz hasta volar al cielo el 20 de febrero de 1920, pasando por Aljustrel, Vila Nova y el hospital de Doña Estefanía de Lisboa, donde fue operada al vivo, sin anestesia, para extraerle dos costillas. Quince meses de intensos dolores, aceptados con la serenidad de los santos. Su cadáver exhalaba un perfume inexplicable humanamente. Y cuando, el 12 de septiembre de 1935, fueron exhumados sus restos para trasladarlos del cementerio de Aljustrel a la basílica, el cuerpo de Jacinta permanecía incorrupto.

Lucía evoca el cambio operado en su prima Jacinta después de las apariciones de la Virgen. Aquella niña que ‘era el número uno del capricho», ya era otra:

Lo que yo sentía (junto a Jacinta) era lo ordinario que se siente al lado de una persona santa, que en todo parece comunicar a Dios. Jacinta tenía un porte siempre serio, modesto y amable, que parecía reflejar la presencia de Dios en todos sus actos, propio de personas de edad avanzada y de gran virtud… Las personas venidas de lejos que, por curiosidad o devoción, nos visitaban, parecían sentir algo de sobrenatural junto a ella. A veces al venir a mi casa para hablar conmigo, decían: Venimos de hablar con Jacinta y Francisco; junto a ellos se siente un no sé qué sobrenatural 

(Cuarta Memoria, p. 181).

En la Primera Memoria Lucía deja constancia de algunas apariciones de la Virgen a su prima Jacinta, durante su enfermedad, en las que la confortaba. Todos los que rodearon a la pequeña vidente en los últimos años de su vida, especialmente las niñas de su pueblo, eran conscientes de que estaban al lado de una santa.

13 de mayo de 2000: beatificación de Francisco y Jacinta

Han pasado 83 años de las apariciones de Nuestra Señora. Y Juan Pablo II, el papa de Fátima, llegaba como peregrino a Cova de Iria cuando el Año Jubilar estaba en su ecuador. Iba a beatificar a Francisco y Jacinta. E iba, como dijo en la homilía, a «celebrar, una vez más, la bondad que el Señor tuvo conmigo cuando, herido gravemente aquel 13 de mayo de 1981, fui salvado de la muerte».

Allí estaba, como testigo de excepción, la hermana Lucía, con sus 93 años, y estaba María Emilia Santos, en quien se obró el milagro que hizo posible la beatificación: enferma de tuberculosis de los huesos, vivió paralizada durante veintidós años, hasta su curación, por intercesión de Francisco y Jacinta, el 20 de febrero de 1989. Una curación que, según declaró el equipo de consultores médicos, el 28 de enero de 1999, fue «rápida, completa, duradera y científicamente inexplicable». En presencia del presidente de la República y altos cargos civiles, nueve cardenales, cientos de obispos, 1.200 sacerdotes y casi un millón de fieles, el papa habló de los nuevos beatos en la homilía de la beatificación el 13 de mayo de 2000:

Lo que más impresionaba y absorbía al Beato Francisco era Dios en esa luz inmensa que había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él Dios se dio a conocer «muy triste», como decía. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió: «Pensaba en Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra él». Vive movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo de pensar de los niños- de «consolar y dar alegría a Jesús».

En su vida se produce una transformación que podríamos llamar radical; una transformación ciertamente no común en los niños de su edad. Se entrega a una vida espiritual intensa, que se traduce en una oración asidua y ferviente y llega a una verdadera forma de unión mística con el Señor. Esto mismo lo lleva a una progresiva purificación del espíritu, a través de la renuncia a los propios gustos e incluso a los juegos inocentes de los niños.

Soportó los grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse nunca. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. En el pequeño Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de los pecadores, esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. Y Jacinta, su hermana, casi dos años menor que él, vivía animada por los mismos sentimientos.

La pequeña Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían contraído la enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a su casa, como cuenta la pequeña: Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a Francisco para llevarlo al cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores. Le dije que sí».

Y, al acercarse el momento de la muerte de Francisco, Jacinta le recomienda: Da muchos saludos de mi parte a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran con tal de convertir a los pecadores». Jacinta se había quedado tan impresionada con la visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio, que todas las mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar a los pecadores.

Jacinta bien podía exclamar con San Pablo. Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).

Expreso mi gratitud a la Beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto en gran sufrimiento.

«Yo te bendigo, Padre, porque has revelado estas verdades a los pequeños». La alabanza de Jesús reviste hoy la forma solemne de la beatificación de los pastorcitos Francisco y Jacinta. Con este rito, la Iglesia quiere poner en el candelero estas dos velas que Dios encendió para iluminar a la humanidad en sus horas sombrías e inquietas.

Homilía de san Juan Pablo II en Fátima, 13 de mayo de 2000

San Sebastián, con recursos audiovisuales

San Sebastián, con recursos audiovisuales

Sebastián era hijo de familia militar y noble, oriundo de Milán (263). Fue tribuno de la primera cohorte de la guardia pretoriana en la que era respetado por todos y muy apreciado por el Emperador, que desconocía su cualidad de cristiano.

Cumplía con la disciplina militar, pero no participaba en los sacrificios idolátricos. Como buen cristiano, no solo ejercitaba el apostolado entre sus compañeros sino que también visitaba y alentaba a los cristianos encarcelados por causa de Cristo.

Fue a partir del encarcelamiento de dos jóvenes, Marco y Marceliano, cuando Sebastián empezó a ser reconocido públicamente como cristiano. Los dos jóvenes fueron arrestados y les fue concedido un plazo de treinta días para renegar de su fe en Dios o seguir creyendo en Él. Sebastián, enterado de la situación, bajó a los calabozos para dar palabras de ánimo a los muchachos. A partir de ese momento, se produjeron muchas conversiones y, como terrible consecuencia, martirios, entre ellos el de los dos muchachos encarcelados, Marco y Marceliano. (Esta historia la tienes más ampliada en este artículo.)

Martirio de San Sebastián

Debido a todo esto, el Papa San Cayo le nombró defensor de la Iglesia. Sin embargo, el Emperador Diocleciano también se enteró de que Sebastián era cristiano y mandó arrestarlo. Sebastián fue apresado en el momento en que enterraba a otros mártires, conocidos como los «Cuatro Coronados». Fue llevado ante Diocleciano que le dijo: «Yo te he tenido siempre entre los mejores de mi palacio y tú has obrado en la sombra contra mí, injuriando a los dioses».

San Sebastián no se amedrentó con estas palabras y reafirmó nuevamente su fe en Jesucristo. La pena ordenada por el Emperador era que Sebastián fuera atado y cubierto de flechas en zonas no vitales del cuerpo humano, de forma que no muriera directamente por los flechazos, sino que falleciera al cabo de un tiempo, desangrado, entre grandes y largos dolores. Los soldados, cumpliendo las órdenes del Emperador, lo llevaron al estadio, lo desnudaron, lo ataron a un árbol y lanzaron sobre él una lluvia de saetas. Cuando acabaron su misión y vieron que Sebastián ya estaba casi muerto, dejaron el cuerpo inerte del santo acribillado por las flechas. Sin embargo, sus amigos que estaban al acecho, se acercaron, y al verlo todavía con vida, lo llevaron a casa de una noble cristiana romana, llamada Irene, que lo mantuvo escondido en su casa y le curó las heridas hasta que quedó sano.

Cuando Sebastián estuvo nuevamente restablecido, sus amigos le aconsejaron que se ausentara de Roma, pero el santo se negó rotundamente pues su corazón ardoroso del amor de Cristo, impedía que él no continuase anunciando a su Señor. Volvió a presentarse con valentía ante el Emperador, cuando éste se encontraba en plena ofrenda a un dios, quedando desconcertado porque lo daba por muerto, momento que Sebastián aprovechó para arremeter con fuerza contra él y sus creencias. Maximiano ordenó que lo azotaran hasta morir (año 304), y esta vez, los soldados se aseguraron bien de cumplir sin errores la misión.

El cuerpo sin vida de San Sebastián fue recogido por los fieles cristianos y sepultado en la en un cementerio subterráneo de la Vía Apia romana, que hoy lleva el nombre de Catacumba de San Sebastián.

Aparece atestiguado en la Depositio Martyrum o deposición de los mártires de la Iglesia Romana, que nos dice que San Sebastián está enterrado en el cementerio Ad Catacumbas. Nos dan fe de su culto el Calendario de Cartago y el Sacramentario Gelasiano y Gregoriano, así como diversos Itinerarios. Concretamente el Calendario jeronimiano especifica más el lugar de su sepulcro: en una galería subterránea, junto a la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo. Durante la peste de Roma (680) fue invocada su protección particular y desde entonces la Iglesia Universal ve en él al abogado especial contra la peste y en general se le considera como gran defensor de la Iglesia.

San Sebastián en el arte

La iconografía de San Sebastián es amplísima. La representación más antigua data del siglo V, descubierta en la cripta San Cecilia, en la catacumba de San Calixto. A partir del Renacimiento los artistas lo representan como soldado, generalmente semidesnudo atado a un árbol y erizado de flechas. Por ser uno de los santos más reproducidos por el arte es conocido como el Apolo cristiano.

San Ambrosio, en el siglo IV, nos da un testimonio sobre él: «aprovechemos el ejemplo del mártir San Sebastián, cuya fiesta celebramos hoy. Era oriundo de Milán y marchó a Roma en tiempo en que la fe sufría allí persecución tremenda. Allí padeció, esto es, allí fue coronado».

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Otras fuentes en la red

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Recursos audiovisuales

San Sebastián, mártir, por Encarni Llamas en DiócesisTV

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Himno a San Sebastián, patrono de Purranque (Chile)

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San Sebastián, apóstol de mártires

San Sebastián, apóstol de mártires

Sebastián nació en la ciudad de Narbona, siendo su padre originario del Languedoc, en la Galia, y su madre, de Milán. En esta última ciudad recibió educación esmerada en la religión cristiana, que ya profesaban sus padres.

Desde joven sintió inclinación por la vida militar. Su dulzura, su prudencia, su apacible genio, su generosidad y otras bellas cualidades que poseía hicieron que pronto fuera conocido en la Corte imperial. Alcanzó el grado de centurión o capitán de cohorte de la guardia pretoriana, rango que normalmente sólo se concedía a personas de ilustre prosapia.

Fortaleza en la fe

Sebastián fue un cristiano fervoroso, pero no iba proclamando su condición cristiana, sino que procedió con un sentido muy exacto de la discreción, que le permitió intervenir en favor de sus hermanos en la fe, necesitados de su auxilio siempre oportuno. De esta forma pudo socorrer y alentar a los cristianos perseguidos y a los que estaban en los calabozos. En este quehacer empleó muchas de sus energías y bienes, sin perdonar trabajos ni fatigas.

Mantuvo a muchos que titubeaban en los tormentos y fortaleció a no pocos que flaqueaban a la vista de los suplicios. Era apóstol de los confesores y de los mártires.

Cuando fueron apresados los hermanos Marcos y Marcelino a causa de su fe católica, y después de haber soportado heroicamente la tortura, iban a ser degollados, he aquí que su padre Tranquilino y su madre Marcia, ambos gentiles, acompañados de las mujeres e hijos de los confesores de la fe en Cristo, se echaron a los pies de Cromacio, prefecto de Roma, y con ruegos y lágrimas obtuvieron de él que aplazase la ejecución por espacio de un mes.

Durante este período de tiempo aquellos familiares de los dos hermanos pusieron todos los medios para que Marcos y Marcelino renegasen de la fe cristiana y de esta forma conservar la vida. Éstos vacilaron ante tantas súplicas y gemidos de sus seres más queridos. Lo advirtió enseguida Sebastián que los visitaba con frecuencia, y consiguió de Dios sostener los ánimos de los dos hermanos que ya comenzaban a flaquear. Y además convirtió a la fe cristiana a Nicóstrato, oficial de Cromacio, y a su mujer Zoé, a Claudio, alcaide de la cárcel, a sesenta y cuatro presos, lo que es más admirable, al padre, a la madre, a los hijos y a las mujeres de Marcos y Marcelino.

Conversiones

Tan admirables conversiones no se produjeron sin milagro. Zoé que estaba muda desde hacía ya bastante tiempo, recobró el uso de la lengua cuando Sebastián hizo la señal de la cruz sobre su boca. Los neófitos que padecían alguna enfermedad o indisposición corporal, recibieron la salud del cuerpo al mismo tiempo que por el bautismo lograban la del alma.

Pero el mayor de todos los prodigios fue la conversión de Cromacio. Éste mandó llamar a Tranquilino para saber si sus hijos se habían dejado persuadir de sus súplicas y lágrimas. Sorpresa grande se llevó cuando supo que el mismo Tranquilino se había hecho cristiano.

—Mis hijos son dichosos, y yo también lo soy desde que Dios me abrió los ojos del alma para conocer la verdad y la santidad de la religión cristiana, fuera de la cual no hay salvación, dijo Tranquilino.

¿Con qué tú también al cabo de tus años te has vuelto loco?, le interrumpió Cromacio.

No, señor, antes bien nunca tuve entendimiento ni juicio hasta que logré la dicha de ser cristiano. Porque no hay mayor locura que preferir, como yo lo había hecho aquí, y como tú lo estás haciendo el día de hoy, el error a la verdad, y la muerte eterna a una vida de felicidad sin fin, respondió el anciano.

Y ¿te atreverás a probarme concluyentemente la verdad de la religión cristiana?, le preguntó el prefecto.

Sí, con tal que quieras prestar oídos dóciles y humildes a las palabras de Sebastián y mías.

La conversación no duró mucho. Cromacio convencido pidió a Sebastián que le curase de una dolencia que padecía, pues tenía noticias de las curaciones milagrosas de Tranquilino, de Zoé y de otros que habían recibido el bautismo. Sebastián le puso tres condiciones: la fe, el bautismo y destruir todos los ídolos de su jardín y de su palacio.

Cromacio aceptó. Se convirtió, y con él, toda su familia. Y también cuatrocientos esclavos suyos recibieron el bautismo y fueron puestos en libertad. Destruyó más de doscientos ídolos. Pero no se curó. Al quejarse a Sebastián, éste le preguntó: ¿Pero has destruido todos los ídolos? Cromacio respondió afirmativamente. Entonces Sebastián le dijo: Sin embargo, has conservado un amuleto de cristal que aprecias mucho y es muy valioso: por eso Dios no te ha concedido la curación.

Poco después, Cromacio rompió el amuleto y quedó curado de su dolencia.

Doble martirio

Días después, la persecución contra los cristianos se hizo más intensa. Se vio la conveniencia que Cromacio, después de haber renunciado al cargo público que tenía, se retirase a la campiña, donde su casa sería asilo de los fieles perseguidos. Todos los cristianos persuadían a Sebastián que también se fuese de Roma, pero él prefirió quedarse en Roma para animar y socorrer a los muchos fieles que estaban en las cárceles. El papa Cayo le dijo estas palabras: Quédate en buena hora, hijo mío, en el campo de batalla; y en traje de oficial del Emperador sé glorioso defensor de la Iglesia de Jesucristo.

Pronto se vio cuán necesaria era su presencia para el socorro y aliento de los mártires. En muy poco tiempo dieron su vida por Cristo: Zoé, Tranquilino, Nicóstrato, su hermano Castor, Claudio, el alcaide de la cárcel, su hijo Sinforiano, y su hermano Victoriano, el hijo de Cromacio ‑Tiburcio‑, Castulo, Marcos y Marcelino.

Sebastián se mantuvo en su lugar, pero cuando los hechos no pregonados, pero tampoco ocultados, terminaron por levantar sospechas sobre su condición, la misma discreción con que supo siempre actuar le forzó a confesar con sus palabras lo que con sus gestos hacía tiempo que profesaba.

Un infeliz apóstata dio parte al sucesor de Cromacio en la Prefectura de Roma de la condición cristiana de Sebastián. Y que era él el que convertía a los gentiles, y el que mantenía en la fe a los cristianos. El Prefecto no se atrevió a arrestarle, por el elevado empleo que ocupaba en la Corte, hasta dar parte al Emperador, informándole de la religión y del celo ardiente del primer capitán de sus guardias.

Asombrado Maximiano, mandó traer a su presencia a Sebastián, y con expresión violenta le recriminó su ingratitud por haber intentando atraer la cólera de los dioses contra el Emperador y contra el Imperio, introduciendo hasta en la misma casa imperial una creencia tan perniciosa al Estado.

Sebastián, con tranquila dignidad y con el mayor respeto, confiesa su fe en Cristo. Y a continuación dijo que a su modo de entender no podía hacer servicio más importante al Emperador y al Imperio que adorar a un solo Dios verdadero; y que estaba tan distante de faltar a su deber por el culto que rendía a Jesucristo, que antes bien nada podía ser tan ventajoso al Príncipe y al Estado como tener vasallos fieles que, menospreciando a los dioses falsos, hiciesen oración incesantemente al Creador del universo por la salud del Emperador y del Imperio.

Las palabras de inocencia y honradez que pronunció Sebastián son completamente inútiles. Irritado el Emperador mandó al instante, sin otra forma de proceso, que Sebastián fuese asaeteado por los mismos soldados de la guardia. Aun así, el capitán de la guardia pretoriana agradeció al que le había delatado la oportunidad que le brindaba de morir por Cristo.

Para cumplir la sentencia del César condujeron a Sebastián al estadio del Monte Palatino. Allí fue asaeteado por sus mismos soldados. Dándolo por muerto, es abandonado atado al árbol del suplicio. Los cristianos van a recoger su cuerpo y descubren con admiración y gozo que aún tiene vida. Una ilustre romana, la matrona Irene, viuda del mártir Castulo, lo oculta en su casa y cuida de sus heridas hasta que se restablece plenamente.

Una vez restablecido, Sebastián -conocedor ahora en carne propia de las inmensas dificultades y atroces tormentos a que son sometidos los cristianos, sin amilanarse lo más mínimo, se siente llamado a dar una prueba más de reciedumbre y entereza cristianas- fue a buscar al Emperador, y en el lugar llamado Mirador de Heliogábalo, comparece espontáneamente ante él para interceder a favor de los cristianos.

¿Es posible, señor, que eternamente os habéis de dejar engañar de los artificios y de las calumnias que perpetuamente se están inventando contra los pobres cristianos? Tan lejos están, gran príncipe, de ser enemigos del Estado, que no tenéis otros vasallos más fieles y que a solas sus oraciones sois deudor de todas vuestras prosperidades, le dice con valor y respeto.

Atónito Maximiano al ver y al oír hablar a un hombre que ya tenía por muerto, le pregunta:

¿Eres tú aquél mismo Sebastián a quien yo mandé quitar la vida, condenándole a que fuese asaeteado?

Y ésta fue la respuesta del antiguo capitán de la guardia pretoriana:

Sí, señor, el mismo Sebastián soy; y mi Señor Jesucristo me conservó la misma vida, para que en presencia de todo este pueblo viniese ahora a dar público testimonio de la impiedad y de la injusticia que cometéis persiguiendo con tanto furor a los cristianos.

El Emperador reacciona coléricamente ordenando que fuese allí mismo apaleado hasta que muriese. Orden que cumplida al momento. Este segundo y definitivo martirio tuvo lugar en el año 304.

Veneración al santo mártir

Queriendo los paganos impedir que se diese sepultura al cuerpo del mártir que Dios lo distinguió con el mérito de un doble martirio, lo arrojaron a una cloaca de la ciudad. El cuerpo quedó milagrosamente suspendido de un garfio, sin caer al fondo ni ser arrastrado por las aguas negras. El mismo Sebastián se apareció aquella misma noche a una dama virtuosa, llamada Lucina, para que recogiera su cuerpo.

Lucina recuperó aquella sagrada reliquia y el cuerpo fue sepultado en un cementerio subterráneo de la Via Apia romana, que hoy lleva el nombre de Catacumba de San Sebastián.

A partir de su martirio se empezó a dar culto a Sebastián. Durante la peste mortífera de Roma (año 608) fue invocada su protección particular y desde entonces la Iglesia universal ve en él al abogado especial contra la peste, y en general se le considera como gran defensor del Iglesia. Muchas ciudades han acudido a su patrocinio eligiéndole como Patrón de la ciudad, como la que lleva su nombre en Vascogandas, Huelva, Palma de Mallorca, Antequera y otras muchas.

San Edmundo: el rey que se sacrificó por la fe y por su pueblo

San Edmundo: el rey que se sacrificó por la fe y por su pueblo

«¿Señor, a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna» Jn 6, 68.

Offa es rey de Estanglia. Un buen día decide pasar el último tramo de su vida haciendo penitencia y dedicándose a la oración en Roma. Renuncia a su corona a favor de Edmundo que a sus catorce años es coronado rey, siguiendo la costumbre de la época, por Huberto, obispo de Elman, el día de la Navidad del año 855.

Pronto da muestras de una sensatez que no procede sólo de la edad. Es modelo de los buenos príncipes. No es amigo de lisonjas; prefiere el conocimiento directo de los asuntos a las proposiciones de los consejeros; ama y busca la paz para su pueblo; se muestra imparcial y recto en la administración de la justicia; tiene en cuenta los valores religiosos de su pueblo y destaca por el apoyo que da a las viudas, huérfanos y necesitados.

Reina así hasta que llegan dificultades especiales con el desembarco de los piratas daneses capitaneados por los hermanos Hingaro y Hubba que siembran pánico y destrucción a su paso. Además, tienen los invasores una aversión diabólica a todo nombre cristiano; con rabia y crueldad saquean, destruyen y entran al pillaje en monasterios, templos o iglesias que encuentran pasando a cuchillo a monjes, sacerdotes y religiosas. Una muestra es el saqueo del monasterio de Coldinghan, donde la abadesa santa Ebba fue degollada con todas sus monjas.

Edmundo reúne como puede un pequeño ejército para hacer frente a tanta destrucción pero no quiere pérdidas de vidas inútiles de sus súbditos ni desea provocar la condenación de sus enemigos muertos en la batalla. Prefiere esconderse hasta que, descubierto, rechaza las condiciones de rendición por atentar contra la religión y contra el bien de su gente. No acepta las estipulaciones porque nunca compraría su reino a costa de ofender a Dios. Entonces es azotado, asaeteado como otro san Sebastián, hasta que su cuerpo parece un erizo y, por último, le cortan la cabeza que arrojan entre las matas del bosque.

Sus súbditos buscaron la cabeza para enterrarla con su cuerpo, pero no la encuentran hasta que escuchan una voz que dice: «Here», es decir, «aquí».

Este piadosísimo relato tardío colmado de adornos literarios en torno a la figura del que fue el último rey de Estanglia exaltan, realzan y elevan la figura de Edmundo hasta considerarlo mártir que, por otra parte, llegó a ser muy popular en la Inglaterra medieval. Sus reliquias se conservaron en Bury Saint Edmunds, en West Sufflok, donde en el año 1020 se fundó una gran abadía.

Artículo original en catholic.net.

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Otros recursos en la red

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San Edmundo, rey y mártir, por Encarni Llamas, en DiocesisTV

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Oración para pedir la intercesión de todos los santos de Inglaterra

Salva, oh Dios, a tu pueblo y bendice a tu heredad, visita a tu mundo con misericordia y generosidad. Exalta la Fortaleza de los Cristianos y envía sobre nosotros tus abundantes misericordias. Por las oraciones de nuestra Purísima Señora, la Madre de Dios y Siempre Virgen María, por el poder de la Preciosa y Vivificadora Cruz, por la protección de los Poderes Celestiales Incorpóreos, por la Protección del Honorable, Glorioso Profeta, Precursor y Bautista Juan; de los Santos, Gloriosos y Alabadísimos Jefes de los Apóstoles, Pedro y Pablo, y de los Santos Apóstoles; de nuestros Santos Padres; del Santo Mártir Alban el Primer Mártir de las Islas; de nuestros Santos Padres Gregorio el Grande y Agustín de Canterbury, Apóstoles de los Ingleses, Ethelberto, Alto Rey de los Ingleses, Lorenzo y Melitos, Arzobispos de Canterbury, Osvaldo de Heavenfield, Paulino de York, Félix de Dunwich, Apóstol de Anglia Oriental, Aidan de Lindisfarne, Birino y Cedd, Apóstoles de Wessex y Essex, Botolf de Iken, Chad de Lichfield, Cuthberto de Lindisfarne, el Milagroso; de nuestras Santas Madres, Audrey de Ely, Hilda de Whitby, Mildred de Minster, Werburgo de Chester, Milburgo de Wenlock; de nuestro Santos Padres, Teodoro de Tarso, Arzobispo de Canterbury, Erkenwald, la Luz de Londres, Benedicto de Wearmouth, Wilfrido de York, Adelmo de Sherborne, Guthlac de Crowland, Beda el Venerable, Clemente y Bonifacio, Apóstoles para los Paganos; Swithin de Winchester, el Milagroso, Edmundo el Mártir, Rey de Anglia Oriental, Teodoro de Crowland y todos aquellos Cruelmente Martirizados por los Nórdicos; del Santo Rey de Inglaterra, Edgar el Pacífico, del Santo, Muy Creyente Rey de Inglaterra y Portador de la Pasión Eduardo el Mártir; de nuestra Santa Madre Edith de Wilton; de nuestros Santos Padres Ethelwold de Winchester, Dunstan de Canterbury, Osvaldo de York, Alfege el Mártir, Arzobispo de Canterbury, de la Santa y Justa Nueva Mártir Isabel y el Recién Revelado Juan, Arzobispo en Londres y de todos los Santos que han resplandecido en la Tierra Inglesa; del Santo Victorioso Jorge, el Gran Mártir; de los Santos, Gloriosos Mártires y todos los Nuevos Mártires y Confesores de todas las Tierras de la Tierra; de de los Santos y Justos Ancestros de Jesús, Joaquín y Ana; y de todos Tus Santos, te suplicamos, oh Misericordiosísimo Señor, Escucha las Peticiones de nosotros Pecadores, que suplicamos ante Ti, y ten Piedad de nosotros.