San Policarpo de Esmirna, pastor fiel hasta el martirio

San Policarpo de Esmirna, pastor fiel hasta el martirio

Si en este mundo le agradamos, recibiremos en pago el venidero, según Él nos prometió resucitarnos de entre los muertos y que, si llevamos una conducta digna de Él, reinaremos también con Él. Caso, eso sí, de que tengamos fe.

San Policarpo de Esmirna

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Obispo de Esmirna y mártir, nació hacia el año 75, probablemente en el seno de una familia que ya era cristiana.

San Ireneo de Lyon, que lo conoció personalmente, afirma que había recibido las enseñanzas de los Apóstoles y que el mismo San Juan le había consagrado Obispo de Esmirna. Si esto fuera así, la figura de este santo y mártir, tal como la conocemos por la carta que de él conservamos y por el relato de su martirio, es muy congruente con el elogio que el Apóstol hizo del Ángel de la Iglesia de Esmirna en el Apocalipsis. Según los intérpretes de la Sagrada Escritura, con el nombre de Ángel se designa en ese libro inspirado a los Obispos que presidían las Iglesias entonces establecidas en Asia Menor.

La labor pastoral de San Policarpo debió de ser muy fecunda. Acogió con gran afecto a San Ignacio de Antioquía, camino del martirio, y recibió de este santo Obispo una carta muy venerada desde la antigüedad. Conservamos una epístola suya dirigida a la Iglesia de Filipos, en la que con gran solicitud exhorta a la unidad y da consejos llenos de celo pastoral a todos los fieles: los presbíteros, los diáconos, las vírgenes, las casadas, las viudas. No menciona al Obispo, por lo que es lícito pensar que, en esos momentos, la sede de Filipos no tenía al frente a su Pastor.

También fue muy eficaz su actividad contra las herejías, consiguiendo que tornaran numerosos seguidores de diversas sectas gnósticas. Cuando estalló una persecución anticristiana, se escondió en una casa de campo, a ruego de sus fieles, pero fue descubierto por la traición de un esclavo y condenado a la hoguera. Murió en el año 155, a los ochenta y seis de edad. La comunidad cristiana de Esmirna redactó una larga carta dirigida a la de Filomelium, ciudad frigia, al parecer con ocasión del primer aniversario del martirio. Esta carta, conocida con el nombre de Martirio de Policarpo, escrita por testigos oculares, es la primera obra cristiana exclusivamente dedicada a describir la pasión de un mártir, y la primera en usar este titulo para designar a un cristiano muerto por la fe.

Autor: Loarte

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Policarpo, obispo de Esmirna, es, con su larga vida, como un puente entre la generación de los apóstoles y las generaciones que vivieron la expansión doctrinal y numérica del cristianismo. Por una parte fue discípulo del apóstol Juan, y por otra fueron discípulos suyos los grandes maestros Papías e Ireneo. Este último, en un pasaje de singular fuerza evocadora, apela a Policarpo como fiel transmisor de la doctrina de los apóstoles.

Del mismo Policarpo sólo se conserva una carta a la cristiandad de Filipos: está escrita en un estilo sencillo y sobrio, y se reduce a una serie de vigorosas exhortaciones, más bien de orden moral.

De particular interés histórico y religioso son las Actas del martirio de Policarpo, generalmente reconocidas como auténticas: son un docu mento por el que la Iglesia de Esmirna daba a conocer a las Iglesias hermanas la manera como su obispo juntamente con muchos de sus fieles había sufrido una muerte ejemplar en la persecución, probablemente hacia el año 155.

Autor: Josep Vives

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San Policarpo de Esmirna y su epístola a los Filipenses

Según San Ireneo, Policarpo había sido discípulo de San Juan, y hecho obispo de Esmirna por los Apóstoles. Su prestigio era grande, y trató con el papa Aniceto de la unificación de la fecha de la Pascua, que en las Iglesias de Asia era distinta, sin que llegaran a un acuerdo. El año 156 Policarpo murió mártir; conocemos los detalles de su martirio por una carta contemporánea que lo relata y que forma por tanto parte del grupo que en sentido amplio llamamos actas de los mártires, y que estudiaremos más adelante.

De las varias cartas que Policarpo escribió a Iglesias vecinas y a otros obispos, de las que tenía conocimiento Ireneo, nos ha llegado sólo una Epístola a los Filipenses, con la que acompañaba una copia de las de San Ignacio; en realidad, es probable que se trate de dos cartas escritas con unos años de diferencia y que al ser copiadas juntas han llegado a unirse, pues la nota acompañando al envío no parece estar muy de acuerdo con la extensión y el tipo de temas que se tratan después y que recuerdan la de Clemente de Roma a los corintios. En ella insiste en que Cristo fue realmente hombre y realmente murió; que hay que obedecer a la jerarquía de la Iglesia (por cierto, menciona sólo presbíteros y’diáconos en Filipos), que hay que practicar la limosna, y que hay que orar por las autoridades civiles.

Autor: Moliné

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Carta a los filipenses, de san Policarpo de Esmirna

I. Testimonio de Ireneo sobre Policarpo.

…Siendo yo niño, conviví con Policarpo en el Asia Menor… Conservo una memoria de las cosas de aquella época mejor que de las de ahora, porque lo que aprendemos de niños crece con la misma vida y se hace una cosa con ella. Podría decir incluso el lugar donde el bienaventurado Policarpo se solía sentar para conversar, sus idas y venidas, el carácter de su vida, sus rasgos físicos y sus discursos al pueblo. Él contaba cómo había convivido con Juan y con los que habían visto al Señor. Decía que se acordaba muy bien de sus palabras, y explicaba lo que había oído de ellos acerca del Señor, sus milagros y sus enseñanzas. Habiendo recibido todas estas cosas de los que habían sido testigos oculares del Verbo de la Vida, Policarpo lo explicaba todo en consonancia con las Escrituras. Por mi parte, por la misericordia que el Señor me hizo, escuchaba ya entonces con diligencia todas estas cosas, procurando tomar nota de ello, no sobre el papel, sino en mi corazón. Y siempre, por la gracia de Dios, he procurado conservarlo vivo con toda fidelidad… Lo que él pensaba está bien claro en las cartas que él escribió a las Iglesias de su vecindad para robustecerlas o, también a algunos de los hermanos, exhortándolos o consolándolos…

Policarpo no sólo recibió la enseñanza de los apóstoles y conversó con muchos que habían visto a nuestro Señor, sino que fue establecido como obispo de Esmirna en Asia por los mismos apóstoles. Yo le conocí en mi infancia, ya que vivió mucho tiempo y dejó esta vida siendo ya muy anciano con un gloriosísimo martirio. Enseñó siempre lo que había aprendido de los apóstoles, que es lo que enseña la Iglesia y la única verdad. De ello son testigos todas las Iglesias de Asia, y los que hasta el presente han sido sucesores de Policarpo… Éste, en un viaje a Roma, en tiempos de Aniceto, convirtió a muchos herejes… a la Iglesia de Dios, proclamando que había recibido de los apóstoles la única verdad, idéntica con la que es transmitida en la tradición de la Iglesia. Y hay quienes le oyeron decir que Juan, el discípulo del Señor, una vez que fue al baño en Efeso vio allí dentro al hereje Cerinto; y al punto salió del lugar sin bañarse, diciendo que temía que se hundiesen los baños, estando allí Cerinto, el enemigo de la verdad. El mismo Policarpo se encentro una vez con Marción, y éste le dijo: «¿No me conoces?» Pero aquél le contestó: 

II. La carta a los de Filipos.

…Ceñidos vuestros lomos, servid a Dios con temor y en verdad, dejando toda vana palabrería y los errores del vulgo, teniendo fe en aquel que resucitó a nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos y le dio gloria y el trono de su diestra. A él le fueron sometidas todas las cosas celestes y terrestres; a él rinde culto todo ser vivo; él ha de venir como juez de vivos y muertos, y Dios tomará venganza de su sangre a aquellos que no creen en él…

Principio de todos los males es el amor al dinero. Sabiendo, pues, que así como no trajimos nada a este mundo, tampoco podemos llevarnos nada de él, armémonos con las armas de la justicia, y aprendamos a caminar en el mandamiento del Señor. Adoctrinad a vuestras mujeres en la fe que les ha sido dada, en la caridad, y en la castidad: que amen con toda verdad a sus propios maridos, y en cuanto a los demás, que tengan caridad con todos por igual en total continencia; y que eduquen a sus hijos en la disciplina del temor de Dios. En cuanto a las viudas, que muestren prudencia con su fidelidad al Señor, que oren incesantemente por todos, y se mantengan alejadas de toda calumnia, maledicencia, falso testimonio, avaricia de dinero o de cualquier otro vicio. Que tengan conciencia de que son altar de Dios, y de que él lo escudriña todo, sin que se le oculte nada de nuestras palabras o pensamientos o de los secretos de nuestro corazón… Los diáconos sean irreprochables delante de su justicia, pues son ministros de Dios y de Cristo, no de los hombres. No sean calumniadores ni dobles de lengua; no busquen el dinero, y sean continentes en todo, misericordiosos, diligentes, caminando conforme a la verdad del Señor, que se hizo ministro de todos… Que los jóvenes sean irreprensibles en todo, cultivando ante todo la castidad y refrenando todo vicio, porque es bueno arrancarse de todas las concupiscencias que andan por el mundo… También los presbíteros han de ser misericordiosos, compasivos para con todos, procurando enderezar a los extraviados, visitar a todos los enfermos, sin olvidarse de la viuda o del huérfano o del pobre; atendiendo siempre al bien delante de Dios y de los hombres, ajenos a toda ira, acepción de personas y juicios injustos, alejados de todo amor al dinero, no creyendo en seguida cualquier acusación, ni precipitados en el juzgar, sabiendo que todos tenemos deuda de pecado…

III. Consejos de un Pastor (Epístola a los Filipenses, 4-10)

Principio de todos los males es el amor al dinero. Ahora bien, sabiendo como sabemos que, al modo que nada trajimos con nosotros al mundo, nada tampoco hemos de llevarnos, armémonos con las armas de la justicia y amaestrémonos los unos a los otros, ante todo a caminar en el mandamiento del Señor. Tratad luego de adoctrinar a vuestras mujeres en la fe que les ha sido dada, así como en la caridad y en la castidad: que muestren su cariño con toda verdad a sus propios maridos y, en cuanto a los demás, ámenlos a todos por igual en toda continencia; que eduquen a sus hijos en la disciplina del temor de Dios.

Respecto a las viudas, que sean prudentes en lo que atañe a la fe del Señor, que oren incesantemente por todos, apartadas muy lejos de toda calumnia, maledicencia, falso testimonio, amor al dinero y de todo mal. Que sepan cómo son altar de Dios, y cómo Dios escudriña todo y nada se le oculta de nuestros pensamientos y propósitos ni de secreto alguno de nuestro corazón.

Como sepamos, pues, que de Dios nadie se burla, deber nuestro es caminar de manera digna de su mandamiento y de su gloria. Los diáconos, igualmente, sean irreprochables delante de su justicia, como ministros que son de Dios y de Cristo y no de los hombres: no calumniadores, ni de lengua doble, sino desinteresados, continentes en todo, misericordiosos, diligentes, caminando conforme a la verdad del Señor, que se hizo ministro y servidor de todos. Si en este mundo le agradamos, recibiremos en pago el venidero, según Él nos prometió resucitarnos de entre los muertos y que, si llevamos una conducta digna de Él, reinaremos también con Él. Caso, eso sí, de que tengamos fe.

Igualmente, que los jóvenes sean irreprensibles; que cuiden, sobre todo, la castidad y se alejen de cualquier mal. Es cosa buena, en efecto, apartarse de las concupiscencias que dominan en el mundo, porque toda concupiscencia milita contra el espíritu, y ni los fornicarios, ni los afjeminados ni los deshonestos contra naturaleza han de heredar el reino de Dios, como tampoco los que obran fuera de ley. Es preciso apartarse de todas estas cosas, viviendo sometidos a los presbíteros y diáconos, como a Dios y a Cristo.

Que las vírgenes caminen en intachable y pura conciencia.

Mas también los presbíteros han de tener entrañas de misericordia, compasivos con todos, tratando de traer a buen camino lo extraviado, visitando a los enfermos; no descuidándose de atender a la viuda, al huérfano y al pobre; atendiendo siempre al bien, tanto delante de Dios como de los hombres, muy ajenos de toda ira, de toda acepción de personas y juicio injusto, lejos de todo amor al dinero, no creyendo demasiado aprisa la acusación contra nadie, no severos en sus juicios, sabiendo que todos somos deudores del pecado. Ahora bien, si al Señor le rogamos que nos perdone, también nosotros debemos perdonar; porque estamos delante de los ojos del que es Señor y Dios, y todos hemos de presentarnos ante el tribunal de Cristo, donde cada uno tendrá que dar cuenta de sí mismo. Sirvámosle, pues, con temor y con toda reverencia, como Él mismo nos lo mandó, y también los Apóstoles que nos predicaron el Evangelio, y los profetas que, de antemano, pregonaron la venida de Nuestro Señor. Seamos celosos del bien y apartémonos de los escándalos, de falsos hermanos y de aquellos que hipócritamente llevan el nombre del Señor para extraviar a los hombres vacuos.

Porque todo el que no confesare que Jesucristo ha venido en carne, es un Anticristo, y el que no confesare el testimonio de la cruz, procede del diablo; y el que torciere las sentencias del Señor en interés de sus propias concupiscencias, ese tal es primogénito de Satanás.

Por lo tanto, dando de mano a la vanidad del vulgo y a las falsas enseñanzas, volvámonos a la palabra que nos fue transmitida desde el principio, viviendo sobriamente para entregarnos a nuestras oraciones, siendo constantes en los ayunos, suplicando con ruegos al Dios omnipotente que no nos lleve a la tentación, como dijo el Señor: Porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca.

Mantengámonos, pues, incesantemente adheridos a nuestra esperanza y prenda de nuestra justicia, que es Jesucristo, el cual levantó sobre la cruz nuestros pecados en su propio cuerpo: Él, que jamás cometió pecado, y en cuya boca no fue hallado engaño, sino que, para que vivamos en Él, lo soportó todo por nosotros.

Seamos, pues, imitadores de su paciencia y, si por causa de su nombre tenemos que sufrir, glorifiquémosle. Porque ése fue el dechado que Él nos dejó en su propia persona y eso es lo que nosotros hemos creído.

Os exhorto, pues, a todos a que obedezcáis a la palabra de la justicia y ejecutéis toda paciencia, aquella, por cierto, que visteis con vuestros propios ojos, no sólo en los bienaventurados Ignacio, Zósimo y Rufo, sino también en otros de entre vosotros mismos, y hasta en el mismo Pablo y los demás Apóstoles. Imitadlos, digo, bien persuadidos de que todos éstos no corrieron en vano, sino en fe y justicia, y que están ahora en el lugar que les es debido junto al Señor, con quien juntamente padecieron. Porque no amaron el tiempo presente, sino a Aquél que murió por nosotros y que, por nosotros también, resucitó por virtud de Dios.

Así, pues, permaneced en estas virtudes y seguid el ejemplo del Señor, firmes e inmóviles en la fe, amadores de la fraternidad, dándoos mutuamente pruebas de afecto, unidos en la verdad, adelantándoos los unos a los otros en la mansedumbre del Señor, no menospreciando a nadie. Si tenéis posibilidad de hacer bien, no lo difiráis, pues la limosna libra de la muerte. Estad sujetos los unos a los otros, manteniendo una conducta irreprochable entre los gentiles, para que recibáis alabanza por causa de vuestras buenas obras y el nombre del Señor no sea blasfemado por culpa vuestra. Mas ¡ay de aquél por cuya culpa se blasfema el nombre del Señor! Enseñad, pues, a todos la templanza, en la que también vosotros vivís.

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El martirio de Policarpo

Os escribimos, hermanos, la presente carta sobre los sucesos de los mártires, y señaladamente sobre el bienaventurado Policarpo, quien, como el que estampa un sello, hizo cesar con su martirio la persecución. Podemos decir que todos los acontecimientos que le precedieron no tuvieron otro fin que mostrarnos nuevamente el propio martirio del Señor, tal como nos relata el Evangelio. Policarpo, en efecto, esperó a ser entregado, como lo hizo también el Señor, a fin de que también nosotros le imitemos, no mirando sólo nuestro propio interés, sino también el de nuestros prójimos (Fil 2, 4). Porque es obra de verdadera y sólida caridad no buscar sólo la propia salvación, sino también la de todos los hermanos (…).

Sabiendo que habían llegado sus perseguidores, bajó y se puso a conversar con ellos. Se quedaron maravillados al ver la edad avanzada y su enorme serenidad, y no se explicaban todo aquel aparato y afán para prender a un anciano como él. Al momento, Policarpo dio órdenes de que se les sirviera de comer y de beber cuanto apetecieran, y les rogó, por su parte, que le concedieran una hora para orar tranquilamente. Se lo permitieron y, puesto en pie, se puso a orar tan lleno de gracia de Dios, que por espacio de dos horas no le fue posible callar. Todos los que le oían estaban maravillados, y muchos sentían remordimientos de haber venido a prender a un anciano tan santo.

Una vez terminada su oración, después de haber hecho en ella memoria de cuantos en su vida habían tenido trato con él, lo montaron sobre un pollino y así le condujeron a la ciudad, día que era de gran sábado. Por el camino se encontraron al jefe de policía Herodes, y a su padre Nicetas, que lo hicieron montar en su carro y sentándose a su lado, trataban de persuadirle, diciendo: «¿Pero qué inconveniente hay en decir: César es el Señor, y sacrificar y cumplir los demás ritos y con ello salvar la vida?»

Policarpo, al principio, no les contestó nada; pero como volvieron a preguntar de nuevo, les dijo finalmente: «No tengo intención de hacer lo que me aconsejáis». Ellos, al ver su fracaso de intentar convencerle por las buenas, comenzaron a proferir palabras injuriosas y le hicieron bajar tan precipitadamente del carro, que se hirió en la espinilla. Sin embargo, sin hacer el menor caso, como si nada hubiera pasado, comenzó a caminar a pie animosamente, conducido al estadio, en el que reinaba tan gran tumulto que era imposible entender a alguien.

En el mismo momento que Policarpo entraba en el estadio, una voz sobrevino del cielo y le dijo: «ten buen ánimo, Policarpo, y pórtate varonilmente». Nadie vio al que dijo esto; pero la voz la oyeron los que de los nuestros se hallaban presentes. Seguidamente, mientras lo conducían hacia el tribunal, se levantó un gran tumulto al correrse la voz de que habían prendido a Policarpo.

Al llegar a presencia del procónsul, le preguntó si él era Policarpo. Respondiendo afirmativamente el mártir, el procónsul trataba de persuadirle para que renegase de la fe, diciéndole: «Ten consideración a tu avanzada edad», y otras cosas por el estilo, según tienen por costumbre, como: «Jura por el genio del César; muda de modo de pensar; grita: ¡Mueran los ateos!».

A estas palabras, Policarpo, mirando con grave rostro a toda la muchedumbre de paganos que llenaban el estadio, tendiendo hacia ellos la mano, dando un suspiro y alzando sus ojos al cielo, dijo:

—Sí, ¡mueran los ateos!

—Jura y te pongo en libertad. Maldice de Cristo.

Entonces Policarpo dijo:

—Ochenta y seis años hace que le sirvo y ningún daño he recibido de Él; ¿cómo puedo maldecir de mi Rey, que me ha salvado?

Nuevamente insistió el procónsul, diciendo:

—Jura por el genio del César.

Respondió Policarpo:

—Si tienes por punto de honor hacerme jurar por el genio, como tú dices, del César, y finges ignorar quién soy yo, óyelo con toda claridad: yo soy cristiano. Y si tienes interés en saber en qué consiste el cristianismo, dame un día de tregua y escúchame.

Respondió el procónsul:

—Convence al pueblo.

Y Policarpo dijo:

—A ti te considero digno de escuchar mi explicación, pues nosotros profesamos una doctrina que nos manda tributar el honor debido a los magistrados y autoridades, que están establecidas por Dios, mientras ello no vaya en detrimento de nuestra conciencia; mas a ese populacho no le considero digno de oír mi defensa.

Dijo el procónsul:

—Tengo fieras a las que te voy a arrojar, si no cambias de parecer.

Respondió Policarpo:

—Puedes traerlas, pues un cambio de sentir de lo bueno a lo malo, nosotros no podemos admitirlo. Lo razonable es cambiar de lo malo a lo justo.

Volvió a insistirle:

—Te haré consumir por el fuego, ya que menosprecias las fieras, como no mudes de opinión.

Y Policarpo dijo:

—Me amenazas con un fuego que arde por un momento y al poco rato se apaga. Bien se ve que desconoces el fuego del juicio venidero y del eterno suplicio que está reservado a los impíos. Pero, en fin, ¿a qué tardas? Trae lo que quieras (…).

Enseguida fueron colocados en torno a él todos los instrumentos preparados para la pira y como se acercaban también con la intención de clavarle en un poste, dijo:

—Dejadme tal como estoy, pues el que me da fuerza para soportar el fuego, me la dará también, sin necesidad de asegurarme con vuestros clavos, para permanecer inmóvil en la hoguera.

Así pues, no le clavaron, sino que se contentaron con atarle. Él entonces, con las manos atrás y atado como un cordero egregio, escogido de entre un gran rebaño preparado para el holocausto acepto a Dios, levantando sus ojos al cielo dijo:

—Señor Dios omnipotente, Padre de tu amado y bendecido siervo Jesucristo, por quien hemos recibido el conocimiento de Ti, Dios de los ángeles y de las potestades, de toda la creación y de toda la casta de los justos, que viven en presencia tuya:

Yo te bendigo, porque me tuviste por digno de esta hora, a fin de tomar parte, contado entre tus mártires, en el cáliz de Cristo para resurrección de eterna vida, en alma y cuerpo, en la incorrupción del Espíritu Santo.

¡Sea yo con ellos recibido hoy en tu presencia, en sacrificio pingüe y aceptable, conforme de antemano me lo preparaste y me lo revelaste y ahora lo has cumplido, Tú, el infalible y verdadero Dios!

Por lo tanto, yo te alabo por todas las cosas, te bendigo y te glorifico, por mediación del eterno y celeste Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu siervo amado, por el cual sea gloria a Ti con el Espíritu Santo, ahora y en los siglos por venir. Amén.

Apenas concluida su súplica, los ministros de la pira prendieron fuego a la leña. Y levantándose una gran llamarada, vimos una gran prodigio aquellos a quienes fue dado verlo; aquellos que hemos sobrevivido para poder contar a los demás lo sucedido. El fuego, formando una especie de bóveda, rodeó por todos lados el cuerpo del mártir como una muralla, y estaba en medio de la llama no como carne que se abrasa, sino como pan que se cuece o como el oro y la plata que se acendra al horno. Percibíamos un perfume tan intenso como si se levantase una nube de incienso o de cualquier otro aroma precioso.

Viendo los impíos que el cuerpo de Policarpo no podía ser consumido por el fuego, dieron orden al confector para que le diese el golpe de gracia, hundiéndole un puñal en el pecho. Se cumplió la orden y brotó de la herida tal cantidad de sangre que apagó el fuego de la pira, y el gentío quedó pasmado de que hubiera tal diferencia entre la muerte de los infieles y la de los escogidos.

Al número de estos elegidos pertenece Policarpo, varón admirable, maestro en nuestros tiempos, con espíritu de apóstol y profeta; obispo, en fin, de la Iglesia católica de Esmirna. Toda palabra que salió de su boca, o ha tenido ya cumplimiento o lo tendrá con certeza.

Carta de la Iglesia de Esmirna a la Iglesia de Filomelium, 1, 7-11, 13-16

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Recursos audiovisuales

El misterio de la casulla de san Ildefonso

El misterio de la casulla de san Ildefonso

En el año 607, nace en Toledo Ildefonso, el que con el paso de los años llegaría a ser santo. Fue educado en la escuela isidoriana de Sevilla, manifestándose muy pronto su vocación monástica, pero sus padres que pertenecían a la nobleza, se opusieron desde un principio a su vocación, motivo por el cual huyó del hogar buscando refugio en el monasterio de Agali en donde vistió el hábito de San Benito. Muy pronto destaca por su entrega al estudio, su ansia de saber y sus escritos profundos y razonados entre los que destaca el Libro de la Virginidad de María. Llega a ser abad del monasterio y su fama de sabio, su prudencia y su clarividencia le llevan a ser el elegido para sustituir al fallecido arzobispo de Toledo, ceremonia que se celebra el 26 de noviembre del año 657.

Una noche de diciembre, acompañado de algunos clérigos, se dirigió a la iglesia para la celebración de un oficio y al llegar se encontraron con un resplandor que la iluminaba por completo, su luz era tan intensa, que todos huyeron asustados menos Ildefonso que con gran serenidad se dirigió hacia el altar y allí descubrió a la Virgen María rodeada de ángeles, vírgenes y santos que entonaban cantos celestiales. La Virgen le hace seña de que se acerque y sonriéndole al tiempo que le agradece la defensa que de ella hace, le entrega una casulla traída de los cielos, dándole instrucciones para que la use solamente en los días dedicados en su honor. Desaparecida la visión, queda en sus manos la vestidura celestial.De la importancia que tuvo esta historia dan fe la cantidad de artistas famosos que plasmaron en sus cuadros la escena de la entrega de la casulla a San Ildefonso, como por ejemplo: Juan Valdés Leal, Diego de Velázquez, Murillo, Juan de las Roelas y Andrés de Islas.En la literatura también se ve reflejado, véase si no en el libro Los milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo cuando escribe:

Fízoli otra graçia qual nunca fue oida,
Dioli una casulla sin aguida cosida,
Obra era angelica, non de omme texida,
Fabloli poccos vierbos, razon buena complida.
Amigo, dissol, sepas que so de ti pagada,
Asme buscada onrra, non simple, ca doblada:
Feçist de mi buen libro, asme bien alabada,
Feçistme nueva festa que non era usada.

Nos remontaremos ahora a unos años atrás cuando los persas mandados por Cosrroes II en el 614 invaden Tierra Santa y conquistan Jerusalén. El obispo de esta ciudad y sus sacerdotes, escondieron el Arca de las Reliquias (que se guardaba ya desde los tiempos de los apóstoles) y que fue acrecentándose con nuevas reliquias desde entonces. Con la entrada de Cosrroes en Jerusalén, el obispo pasó a África llevándose el Arca de las reliquias, allí estuvo algún tiempo pero como no era sitio seguro, decide traerlas a España donde, después de un largo viaje, se dispuso enviársela al obispo de Sevilla. Mas tarde, San Isidoro consiguió llevar el Arca consigo cuado fue nombrado obispo de Toledo. Dado que la invasión musulmana continuaba su avance, se decidió intentar ponerla a salvo llevándola al norte, concretamente a Asturias, primero escondida en una cueva en el Monsacro y luego por orden de Alfonso II el Casto se trasladaron a la Capilla del palacio dedicada a San Miguel. Hay que decir que cuando traen las reliquias, se incluye en ellas la casulla y se transporta también el cuerpo del santo, que por alguna razón que desconozco, dejan en Zamora. Que la casulla venía en el Arca, da cuenta el Obispo Don Pelayo en una relación que hace de las reliquias que se guardan en la misma. Un poco más tarde, también lo hace el Obispo Don Gutierre de Toledo, pero luego desaparece de los catálogos y solo queda en el recuerdo. El Arcediano de Tineo, Marañón de Espinosa, Primer Rector de la Universidad y cronista de la catedral, dice a principios del siglo XVII con relación a la casulla: 
“Sólo sabemos que quedó dentro del arca, cuando se verificó el reconocimiento oficial de ésta en tiempos de Alfonso VI, la preciosa vestidura que Nuestra Señora trajo del cielo a su capellán San Ildefonso, que no sabemos si fue alba o casulla porque la cédula no decía sino vestimento sin declarar más”.La iglesia de Toledo escribe el 13 de junio de 1575 al Cabildo de Oviedo, encareciendo la gran devoción que allí tienen a esta iglesia de Oviedo “por estar aquí la casulla de San Ildefonso”. Y el 10 de abril de 1587 se lee una carta del Arcediano de Babia desde Madrid, que dice entre otras cosas: “tengan cuenta con el recado de la Cámara Santa porque tratan de pedir la casulla de San Ildefonso”.Existe también una carta escrita por el Padre Sebastián Sarmiento de la Compañía de Jesús al Padre Francisco Portocarrero de la misma Compañía sobre el reconocimiento de la casulla de San Ildefonso por cuatro señores Obispos a finales del siglo XVI, que se conserva en el Archivo de la Santa Iglesia de Toledo. Reproduzco la carta porque creo que tiene interés:Huélgome que V.R. me mande, aunque sea de tarde en tarde cosas de su servicio, y más en honra de la Virgen Santísima, de cuya casulla diré lo que me acuerdo.
Es verdad que yo estaba en Oviedo al tiempo que se abrió aquella Arca grande que está en medio de la Cámara Santa. La ocasión de abrirse fue la Consagración del Señor Obispo Don Pedro Junco de Posada, natural de Llanes, hijo de Juan de Posada y María Alfonso Díez de Noriega, que por ser junto de Oviedo quiso consagrarse de mano de su Obispo Don Pedro de Quiñones. (Creo que el nombre correcto era Diego y no Pedro)
A la Consagración vino Don Juan Alonso de Moscoso, Obispo de León y el de Galípoli D.N. Quinteros que era a la sazón Abad de Santander.
Teniéndolos juntos un día Don Pedro de Quiñones dijo a los dichos Prelados que pues se hallaban cuatro, cosa que no sucedería quizás otra vez hasta el día del Juicio, que probasen con toda la reverencia posible, abrir ellos solos y el que tenía las llaves de la Cámara Santa, aquella Arca para saber el magnífico tesoro. Al fin los convenció a que si y, prevenidos con ayunos y oraciones, después de Consagrado el de Salamanca, con todo el secreto posible, se juntaron los obispos y Canónigos que tenía las llaves y después de haber abierto la primer arca que es grande, hallaron otra menor y otra y otras menores hasta que dieron con un cofrecito muy pequeño, como de un palmo muy largo el cual tenía un rótulo que decía: LA CASULLA QUE NUESTRA SEÑORA DIO A SAN ILDEFONSO. Mucho les espantó, por parecerles casi imposible que allí cupiese una casulla. Abrieron el cofrecillo con muy gran dificultad, tanto que casi estuvieron desahuciados de poderlo abrir y dentro hallaron un cendal de color de cielo en forma de un capuz portugués, tan grande que pudiera cubrir al hombre más alto que hay en España, sin textura ni costura como una tela de cebolla, tan delicado y sutil que con solo el aliento que respiraban se hinchaba como una vela cuando le da recio el viento. Y volviéndola a doblar como estaba, la recogieron en su cofrecito, juramentándose todos que no habían de decir nada a nadie, si no era habiendo salido veinte leguas de Oviedo, y así lo cumplieron.
El Abad de Santander en habiendo salido de las veinte leguas se volvió a dos Canónigos de Santander que le acompañaban y con espanto les dijo: ¿”Es posible que he podido guardar el secreto en el pecho, lo que he visto en Oviedo”?. Y se lo contó; también se lo refirió a los de mi Colegio de Santander muy a la larga. Y el Obispo de Salamanca Don Pedro Junco de Posada contó después lo mismo al Padre Ferrer. Esto es acerca de lo que vuestra reverencia me pregunta.
Sebastián Sarmiento
Volviendo a la casulla, se creyó que estaba escondida aquí en la catedral por temor a que la Iglesia de Toledo la reclamara algún día y surgió la leyenda. Se dijo que estaba en la bola grande de la torre de la catedral, pero se comprobó que no; se dijo entonces que estaba debajo del Arca Santa, pero tampoco; se pensó luego que estaría detrás del retablo de la capilla de San Ildefonso (capilla que desapareció en la voladura de la revolución de 1934), pero allí tampoco estaba y por más que se buscó nunca apareció.
¿Qué fue de ella entonces?, pues hay muchas posibilidades, a saber:
  • Que a pesar de “haberla visto” tanta gente, nunca haya existido
  • Que nunca hubiera sido incluida entre las reliquias que vinieron a Oviedo
  • Que cualquier persona de las que tuvieron acceso a ella, tanto durante el traslado como en Oviedo, la haya cogido, a saber con que intención.
  • Que los de Toledo se hayan hecho con ella de alguna manera y la tengan a buen recaudo.
  • Que cualquiera de las personas que estuvieron presentes al abrir el Arca, en un momento de descuido, se la hayan llevado.
Y podríamos seguir así con un montón de hipótesis más, pero me temo que no llegaríamos a ningún sitio, pero si me gustaría aclarar algo y esto es sólo mi forma de pensar: Si las reliquias fueron traídas a Oviedo para ponerlas a salvo, ¿por qué una vez pasado el peligro no se devolvieron?, yo creo que hubiera sido lo justo. Ya se que en aquellos tiempos cualquier catedral, iglesia o monasterio adquirían fama y por lo tanto atraían a mucha gente dependiendo de lo famosas que fueran sus reliquias, de ahí que el mercado y falsificación de las mismas estuviera a la orden del día (sería un buen tema para otra ocasión). Pero insisto, si alguien te confía algo para que se lo guardes, no te puedes quedar con ello, tienes que devolverlo. En cuanto a la casulla, me temo que pasará a engrosar la lista de misterios sin resolver.
Artículo original de El rincón de Leodegundia
San Juan Cancio de Kety, con recursos audiovisuales

San Juan Cancio de Kety, con recursos audiovisuales

Hagamos un esfuerzo por imaginarnos el ambiente en que se encuadra la figura de este Santo y que es, en verdad, muy diverso del que hemos encontrado al hablar de otros muchos. Porque Polonia, en plena Edad Media, presentaba características profundamente similares. No era sólo su clima, extremado y duro, ni la vecindad, siempre amenazadora de los turcos, ni de la singularidad de su régimen político, fuertemente dominado por una aristocracia que, en su ceguera, habrá de conducir reiteradamente a lo largo de la historia al país hacia su ruina. Es, sobre todo, el carácter abigarrado del elemento humano.

Polonia, sin fronteras naturales, fácilmente accesible a sus vecinos, presentaba entonces, como continúa presentando hoy mismo, una extremada mezcla de razas. Cuando en 1390 nace el que habia de ser San Juan Cancio, su pueblo, Kanty, situado cerca de Auschwitz, al oeste de Cracovia, no pertenecía propiamente a Polonia, sino a Silesia y sólo muchos años después, hacia el fin de la vida del Santo, vol]vería a ser polaco. Pero no demos demasiada importancia a esto, porque todo era mezcla. En las mismas poblaciones inequívocamente polacas, continuaba rigiendo el Derecho germánico, juntamente con el polaco, y no era raro oir hablar alemán. Las mismas costumbres estaban fuertemente impregnadas de orientación teutónica, Lo mismo se diga, y mucho más, de Cracovia, donde habría de transcurrir casi toda la vida del Santo. Ciudad cosmopolita, constituía el más importante mercado del este de Europa. Aún no se había descubierto América, ni la ruta del Cabo de Buena Esperanza permitía traer los productos exóticos desde el Lejano Oriente. Por eso Cracovia era el gran mercado en que se abastecían españoles, italianos, franceses…, y al que concurrían también húngaros, checos, eslovacos e incluso, en los tiempos de paz, los mismos turcos.

En este ambiente va a actuar nuestro Santo. Y lo va a hacer en tiempos de intensa fermentación intelectual. Durante toda su vida ha de sentir frente a si el peso del atractivo que sobre la multitud estudiantil ejercían las nuevas ideas. La Universidad pasaba por un buen momento. Fundada por Casimiro el Grande en 1364, había conseguido en 1397 la Facultad de Teología, y se encontraba al mediar el siglo xv en una etapa de extraordinario florecimiento. Los reyes la habían mimado, y los estudiantes acudían a ella en gran cantidad. Pero… Ios errores de los husitas y taboritas no dejaban de ejercer atractivo y se imponia un trabajo duro para defender la ortodoxia.

Al llegar a la Universidad, Juan ponia fin a una educación que pudiéramos llamar casi campesina. Habia nacido en el seno de una familia patriarcal, y se habia educado cristianísimamente, con una orientación ortodoxa, sólida y segura. Incorporado a la Universidad, después de algunas duras pruebas que él supo sobrellevar con firmeza, se dedicó con tal entusiasmo a los estudios que su figura pronto destacó. En 1417 obtuvo el doctorado en Filosofía, y poco después en Teología. Ordenado de sacerdote, nombrado canónigo de Cracovia, obtuvo una cátedra de teologia en la Universidad, y continuó residiendo en el mismo Colegio Mayor en que había residido mientras fue estudiante. Fuera de su estancia en una parroquia y de sus viajes, no conocerá Juan ninguna otra residencia.

La estampa que nos ha llegado de él a través de los siglos es la de un profesor universitario verdaderamente ejemplar; sin faltar jamás a clase, enteramente al servicio de los estudiantes, consagrando largas horas al estudio, explicando con claridad y humildad, viviendo intensamente la vida universitaria. Sus méritos le llevarán hasta el mismo rectorado y durante muchos siglos la toga morada que él había ostentado mientras fue rector servirá también a quienes le sucedan en el cargo como una consigna de superación y de fidelidad.

No escapó, sin embargo, a las intrigas, no infrecuentes por desgracia en ambientes universitarios. Cuando el claustro hubo de designar algunos de sus miembros para tareas muy delicadas, pudo observarse que prescindían de él. Es posible que su rectitud hiciera de él un profesor incómodo, de los que no transigen, de los que, con su cumplimiento, constituyen una muda reprensión para los demás. Lo cierto es que un buen día la Universidad, correspondiendo a una petición de los feligreses de la parroquia de Olkusz, le designó como párroco de la misma.

La prueba debió de resultarle dura, porque no suele ser fácil que un intelectual se adapte a las tareas pastorales, en directo contacto con las almas. De hecho nos consta, sin embargo, que fue un párroco admirable, y que en los años, que no fueron muchos, que estuvo al frente de su parroquia, esta cambió profundamente. Había estado hasta entonces muy descuidada, faltando la instrucción religiosa, existiendo en ella facciones y partidos que se odiaban a muerte, y pudiéndose encontrar no poca indiferencia en algunos feligreses. Pero el párroco consiguió transformar por completo la parroquia: la caridad, la unión fraternal, el destierro de los vicios, proclamaron la fina calidad del buen pastor. Sin embargo, a éste se le hacía dura aquella vida, que parece que le condujo a sentir fuertes escrúpulos, y la Universidad terminó por darse cuenta del disparate que había hecho. En 1340 volvía a triunfar a su cátedra de teología. Y poco después fue designado como profesor de religión de la familia real de Polonia.

Es curioso que el Santo, que jamas se permitía faltar a clase, hiciera una excepción para emprender por dos veces muy largos viajes. En efecto, primero emprendió una peregrinación hacia Jerusalén, pasando por Roma, ciudad para él amadisima como sede del Papa. Y años después vuelve de nuevo a emprender el camino de Roma, aunque sin condescender con las peticiones de quienes, pasmados por su ciencia, querían que se quedase allí.

En uno de estos viajes le ocurrió el conocido episodio de su encuentro con los ladrones, que demuestra su amor a la verdad. Cuando le hubieron despojado de todo su dinero le preguntaron si tenía más, contestó que no, pero habiendo recordado que le quedaban unos escudos cosidos en el forro de su manto, llamó a los ladrones para entregárselo.

Más hermosa aún es la anécdota ocurrida en el refectorio del Colegio Mayor en que vivía. Iba a sentarse a la mesa cuando vió a la puerta un pobre pidiendo limosna. Los ojos de todos estaban fijos en él. Con toda sencillez se levantó, entregó su comida íntegra al pobre y al volver a su sitio… estaba allí la comida. Desde entonces, durante siglos, en el Colegio Universitario de Cracovia se preparaba siempre una ración para un pobre. «Pauper venit», viene un pobre, exclamaba el rector. «Iesus Christus venit», Jesucristo viene, contestaban todos los reunidos. Y la comida era entregada al pobre.

Notemos que, no sólo en su época de párroco, sino también en su cargo de profesor de Universidad, San Juan sentía como exigencia de su sacerdocio el trabajo directo con las almas. Con frecuencia se le veía predicando en las iglesias de la ciudad, ordinariamente en latín, lengua entonces muy corriente en Polonia, y a veces en polaco, porque, paradójicamente, en las iglesias de la ciudad se usaba el latín, mientras en la de la Universidad se usaba la lengua nacional.

Inmensamente limosnero, era el paño de lágrimas de todos los estudiantes necesitados de la ciudad. En cierta ocasión, en medio del crudísimo invierno polaco, cruzando la plaza a media noche, encontró a un pobre que temblaba, le entregó su manteo y siguió a cuerpo, muerto de frío, camino de la iglesia para recitar maitines. Casos como éstos, en ocasiones florecidos de milagros, se conservan en gran número en los documentos de la época.

Murió a los ochenta y tres años, en la vigilia de Navidad del año 1473. Pero antes pronunció, ante todo el claustro de la Universidad, reunido en torno a su lecho, una hermosisima alocución, en la que condensó su espiritualidad de sacerdote, de canónigo y de profesor de Universidad santo:

«Confiándoos el cuidado de formar la juventud en la ciencia y en las buenas costumbres, Dios os ha elevado, señores y hermanos mios, lo bastantemente alto para que no dudéis en pisotear, como indigna de vosotros, la gloria que los hombres reciben unos de otros, y cuya búsqueda insensata trae frecuentemente la muerte a nuestras almas. Velad cuidadosamente de la doctrina, conservad el depósito sin alteración y combatid, sin cansaros jamás, toda opinión contraria a la verdad; pero revestíos en este combate de las armas de la paciencia, de la dulzura y de la caridad recordando que la violencia, aparte del daño que hace a nuestras almas, daña las mejores causas. Aunque hubiera estado en el error sobre un punto verdaderamente capital, jamás un violento hubiera conseguido sacarme de él; muchos hombres están sin duda hechos como yo. Tened cuidado de los pobres, de los enfermos, de los huérfanos.»

Su voz se quebró al llegar aquí, sin duda por el esfuerzo que estaba haciendo. Descansó un momento, y continuó después:

«Causa y fin de todo lo que existe, Dios eterno y todopoderoso, que gobiernas y conservas por tu divina providencia todo lo que has creado, recíbeme en tu inefable misericordia, y consiente que por la pasión y los méritos infinitos de tu Hijo, yo me reúna a Ti por toda la eternidad.»

Y dicho esto, expiró suavemente.

Toda la ciudad se conmovió. Sus funerales fueron verdaderamente extraordinarios. Pronto empezó el rumor de los milagros obtenidos por su intercesión, que Matías de Miechow primero, y después otros continuadores fueron recogiendo en un curioso diario, en el que se reflejan las costumbres polacas del siglo xv, desde 1475 a 1519. Su cuerpo fue enterrado en la iglesia de Santa Ana de Cracovia, en la que sesenta años después se le dió una sepultura más honrosa. Sin embargo, su causa de beatificación se fue retrasando durante muchos años. En 1628 el cura de la iglesia de Santa Ana, Adán Opatavius (Opatowczyk) publicó una vida con un catálogo de milagros, en latín. En 1632 aparecía la traducción polaca. Y en 1680 Inocencio XII le beatificaba. Por fin, el 16 de julio de 1767, Clemente XII le canonizó, cinco años antes de la primera partición de Polonia. Su fiesta fue fijada el 20 de octubre y elevada por Pío VI en 1782 a rito doble. Acrualmente se celebra el 23 de diciembre.

«Insigne Juan, tú eres la gloria de la nación polaca, el orgullo del clero, el honor de la Universidad, el padre de tu patria».

Lamberto de Echeverría

Fuente: mercaba.org

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Otras fuentes en la web

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Recursos audiovisuales

San Juan Cancio o de Kety, por Encarni Llamas en DiócesisTV

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