por mercaba.org | 23 May, 2016 | Postcomunión Vida de los Santos
La mujer en la Iglesia tiene el mismo trabajo que tuvo la Virgen con los apóstoles esa mañana de Pentecostés. Ellos no podían estar sin la Virgen, Cristo lo quiso así.
No se olviden de los tres amores blancos [la Virgen María, la Eucaristía y el Papa]. No se avergüencen de hablar de la Virgen, de celebrar la eucaristía y de hacerlo bien y no se avergüencen de la Santa Madre Iglesia, que pobrecita acaba siendo criticada todos los días.Y de aquí se debe aprender el rol de la mujer en la Iglesia. Los tres amores blancos de don Bosco nos llevan siempre por este camino y hacen crecer en nosotros la confianza en Dios. Don Bosco rezaba a María Auxiliadora e iba para adelante, él confiaba, no hacía tantos cálculos.
Papa Francisco
Historia de la devoción a María Auxiliadora en la Iglesia Antigua
Los cristianos de la Iglesia de la antigüedad en Grecia, Egipto, Antioquía, Efeso, Alejandría y Atenas acostumbraban llamar a la Santísima Virgen con el nombre de Auxiliadora, que en su idioma, el griego, se dice con la palabra «Boetéia», que significa «La que trae auxilios venidos del cielo». Ya San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla nacido en 345, la llama «Auxilio potentísimo» de los seguidores de Cristo. Los dos títulos que más se leen en los antiguos monumentos de Oriente (Grecia, Turquía, Egipto) son: Madre de Dios y Auxiliadora. (Teotocos y Boetéia). En el año 476 el gran orador Proclo decía: «La Madre de Dios es nuestra Auxiliadora porque nos trae auxilios de lo alto». San Sabas de Cesarea en el año 532 llama a la Virgen «Auxiliadora de los que sufren» y narra el hecho de un enfermo gravísimo que llevado junto a una imagen de Nuestra Señora recuperó la salud y que aquella imagen de la «Auxiliadora de los enfermos» se volvió sumamente popular entre la gente de su siglo. El gran poeta griego Romano Melone, año 518, llama a María«Auxiliadora de los que rezan, exterminio de los malos espíritus y ayuda de los que somos débiles» e insiste en que recemos para que Ella sea también «Auxiliadora de los que gobiernan» y así cumplamos lo que dijo Cristo: «Dad al gobernante lo que es del gobernante» y lo que dijo Jeremías: «Orad por la nación donde estáis viviendo, porque su bien será vuestro bien». En las iglesias de las naciones de Asia Menor la fiesta de María Auxiliadora se celebra el 1º de octubre, desde antes del año mil (En Europa y América se celebre el 24 de mayo). San Sofronio, Arzobispo de Jerusalén dijo en el año 560: «María es Auxiliadora de los que están en la tierra y la alegría de los que ya están en el cielo». San Juan Damasceno, famoso predicador, año 749, es el primero en propagar esta jaculatoria: «María Auxiliadora rogad por nosotros». Y repite: «La «Virgen es auxiliadora para conseguir la salvación. Auxiliadora para evitar los peligros, Auxiliadora en la hora de la muerte». San Germán, Arzobispo de Constantinopla, año 733, dijo en un sermón: «Oh María Tú eres Poderosa Auxiliadora de los pobres, valiente Auxiliadora contra los enemigos de la fe. Auxiliadora de los ejércitos para que defiendan la patria. Auxiliadora de los gobernantes para que nos consigan el bienestar, Auxiliadora del pueblo humilde que necesita de tu ayuda».
La batalla de Lepanto
En el siglo XVI, los mahometanos estaban invadiendo a Europa. En ese tiempo no había la tolerancia de unas religiones para con las otras. Y ellos a donde llegaban imponían a la fuerza su religión y destruían todo lo que fuera cristiano. Cada año invadían nuevos territorios de los católicos, llenando de muerte y de destrucción todo lo que ocupaban y ya estaban amenazando con invadir a la misma Roma. Fue entonces cuando el Sumo Pontífice Pío V, gran devoto de la Virgen María convocó a los Príncipes Católicos para que salieran a defender a sus colegas de religión. Pronto se formó un buen ejército y se fueron en busca del enemigo. El 7 de octubre de 1572, se encontraron los dos ejércitos en un sitio llamado el Golfo de Lepanto. Los mahometanos tenían 282 barcos y 88,000 soldados. Los cristianos eran inferiores en número. Antes de empezar la batalla, los soldados cristianos se confesaron, oyeron la Santa Misa, comulgaron, rezaron el Rosario y entonaron un canto a la Madre de Dios. Terminados estos actos se lanzaron como un huracán en busca del ejército contrario. Al principio la batalla era desfavorable para los cristianos, pues el viento corría en dirección opuesta a la que ellos llevaban, y detenían sus barcos que eran todos barcos de vela o sea movidos por el viento. Pero luego – de manera admirable – el viento cambió de rumbo, batió fuertemente las velas de los barcos del ejército cristiano, y los empujó con fuerza contra las naves enemigas. Entonces nuestros soldados dieron una carga tremenda y en poco rato derrotaron por completo a sus adversarios. Es de notar, que mientras la batalla se llevaba a cabo, el Papa Pío V, con una gran multitud de fieles recorría a cabo, el Papa Pío V, con una gran multitud de fieles recorría las calles de Roma rezando el Santo Rosario. En agradecimiento de tan espléndida victoria San Pío V mandó que en adelante cada año se celebrara el siete de octubre, la fiesta del Santo Rosario, y que en las letanías se rezara siempre esta oración:
MARÍA AUXILIO DE LOS CRISTIANOS, RUEGA POR NOSOTROS.
El Papa y Napoleón
El siglo pasado sucedió un hecho bien lastimoso: El emperador Napoleón llevado por la ambición y el orgullo se atrevió a poner prisionero al Sumo Pontífice, el Papa Pío VII. Varios años llevaba en prisión el Vicario de Cristo y no se veían esperanzas de obtener la libertad, pues el emperador era el más poderoso gobernante de ese entonces. Hasta los reyes temblaban en su presencia, y su ejército era siempre el vencedor en las batallas. El Sumo Pontífice hizo entonces una promesa: «Oh Madre de Dios, si me libras de esta indigna prisión, te honraré decretándote una nueva fiesta en la Iglesia Católica». Y muy pronto vino lo inesperado. Napoleón que había dicho: «Las excomuniones del Papa no son capaces de quitar el fusil de la mano de mis soldados», vio con desilusión que, en los friísimos campos de Rusia, a donde había ido a batallar, el frío helaba las manos de sus soldados, y el fusil se les iba cayendo, y él que había ido deslumbrante, con su famoso ejército, volvió humillado con unos pocos y maltrechos hombres. Y al volver se encontró con que sus adversarios le habían preparado un fuerte ejército, el cual lo atacó y le proporcionó total derrota. Fue luego expulsado de su país y el que antes se atrevió a aprisionar al Papa, se vio obligado a pagar en triste prisión el resto de su vida. El Papa pudo entonces volver a su sede pontificia y el 24 de mayo de 1814 regresó triunfante a la ciudad de Roma. En memoria de este noble favor de la Virgen María, Pío VII decretó que en adelante cada 24 de mayo se celebrara en Roma la fiesta de María Auxiliadora en acción de gracias a la madre de Dios.
San Juan Bosco y María Auxiliadora
El 9 de junio de 1868, se consagró en Turín, Italia, la Basílica de María Auxiliadora. La historia de esta Basílica es una cadena de favores de la Madre de Dios. su constructor fue San Juan Bosco, humilde campesino nacido el 16 de agosto de 1815, de padres muy pobres. A los tres años quedó huérfano de padre. Para poder ir al colegio tuvo que andar de casa en casa pidiendo limosna. La Sma. Virgen se le había aparecido en sueños mandándole que adquiriera «ciencia y paciencia», porque Dios lo destinaba para educar a muchos niños pobres. Nuevamente se le apareció la Virgen y le pidió que le construyera un templo y que la invocara con el título de Auxiliadora.
Empezó la obra del templo con tres monedas de veinte centavos. Pero fueron tantos los milagros que María Auxiliadora empezó a hacer en favor de sus devotos, que en sólo cuatro años estuvo terminada la gran Basílica. El santo solía repetir: «Cada ladrillo de este templo corresponde a un milagro de la Santísima Virgen». Desde aquel santuario empezó a extenderse por el mundo la devoción a la Madre de Dios bajo el título de Auxiliadora, y son tantos los favores que Nuestra Señora concede a quienes la invocan con ese título, que ésta devoción ha llegado a ser una de las más populares.
San Juan Bosco decía: «Propagad la devoción a María Auxiliadora y veréis lo que son milagros» y recomendaba repetir muchas veces esta pequeña oración: «María Auxiliadora, rogad por nosotros». El decía que los que dicen muchas veces esta jaculatoria consiguen grandes favores del cielo.
por CEF | Fuentes varias | 24 Feb, 2016 | Confirmación Vida de los Santos
Al llegar a la puerta, el joven se detuvo para recoger sus pensamientos e hilvanar sus palabras. Después, más sereno, tiró de una cuerda que colgaba al exterior, haciendo sonar la campanilla. Al abrirse la puerta, apareció una cara que sonreía con aquella sonrisa vaga que tenía para todos los que llegaban al monasterio. Muy amablemente, dio la bienvenida al desconocido, y, sin preguntarle siquiera su nombre, le guió hasta una pequeña sala, donde había una estera, una linterna, una cama y nada más.
La regla de aquella casa decía: «A los Hermanos peregrinos hay que obsequiarles con suma reverencia de caridad y de servidumbre; al caer la tarde se les lavará los pies, y si llegan muy cansados, se les ungirá con aceite.» Todos estos oficios de la hospitalidad monacal recibiolos el recién venido en el momento de su llegada: después tuvo tiempo todavía para darse cuenta de aquella tierra que le acogía con tal amabilidad. Se hallaba en un valle estrecho y profundo, dominado por un monte alto y escarpado. Había en él amenidad y silencio, graciosas colinas y un arroyo claro y juguetón. Junto al arroyo, rodeado de urces y castaños, y defendido de los vientos por la montaña, el monasterio; una cerca de adobes, alta y segura, y en el interior, las casas de los novicios, de los huéspedes y de los monjes, con otros edificios que servían de talleres, rodeando a la basílica, de fábrica más elegante y suntuosa. Parecía un pueblo. Todo estaba nuevo todavía, como levantado unos dos o tres lustros antes.
Al día siguiente, el joven compareció delante de la comunidad. Cien rostros demacrados y afilados le observaban a la vez, pero apenas se dio cuenta de ello, atento únicamente a satisfacer las preguntas que, según la regla, debían hacerle.
—¿Cuál es vuestro nombre?—interrogó el abad, que tenía en su diestra un báculo en forma de muleta.
—Valerio—dijo él con decisión.
—¿Libre o siervo?
—Libre y de condición ingenua.
—¿Y qué es lo que os mueve a venir aquí?—siguió preguntando el hombre del báculo
—¿Venís espontáneamente, o impelido tal vez por alguna violencia o por las necesidades de la vida?
—Vengo—respondió el postulante—encendido en la llama del deseo de la santa Religión. Hasta ahora he vivido ocupado en las delicias del mundo, sediento de ganancias terrenas, atento a buscar conocimientos inútiles, sumergido en las tinieblas profundas del siglo; pero, tocado súbitamente de la divina gracia, quiero llegar a la luz de la verdad por el camino de la penitencia.
El abad recibió este arranque de elocuencia con una sonrisa, y después hizo su última pregunta:
—¿Venís de muy lejos?
—Soy un pecador indignísimo de esta provincia de Astorga.
Terminado el interrogatorio, un anciano cogió del brazo al postulante y le sacó fuera de la sala. Al poco rato, otro monje le anunció que estaba admitido a hacer la prueba del noviciado, y le llevó a la casa donde vivían los novicios. De esta manera quedó agregado provisionalmente a la comunidad. Era esto a mediados del siglo VII, en aquella España visigoda ávida de grandezas y atormentada de incertidumbres. Las almas sienten el hastío del vivir y buscan un refugio en la soledad. Esta ráfaga mística es la que se había apoderado de aquel joven que acabamos de ver en presencia de los monjes de Compluto; pero la ráfaga es en él un torbellino. Su odio al siglo tiene caracteres de verdadera furia; su entusiasmo por el desierto raya en el delirio. Es un mancebo de veinte años, fuerte de músculos, pero más de voluntad, duro, emprendedor, ardiente, arrebatado; es especialmente un batallador; un pequeño San Jerónimo, pero con la diferencia de que en su accidentado camino no brillará nunca la figura de alguna mujer. De su vida anterior no sabemos más que lo que él nos ha dicho: ha sido del mundo en los placeres, en los negocios y en el afán de las vanas disciplinas. Esto parece indicar que es un letrado; sabe leer y escribir y acaso ha estudiado gramática y retórica. Su cambio repentino es para nosotros un misterio; sabemos una cosa: que su afán de verdad quiere ahora saciarlo en la meditación del claustro.
El nuevo novicio se va dando cuenta de todo esto. Como todo el que acaba de convertirse, es un intransigente, un puritano, que quiere medirlo todo conforme al ideal que le ha dominado, un ideal irrealizable tratándose de una comunidad numerosa. Sus sueños imposibles reciben cada día un nuevo golpe; es fogoso y espontáneo, y no puede ocultar sus impresiones. Tal vez su lengua le traiciona. Según la ley del monasterio, el novicio debe vivir en habitaciones separadas, encargado, bajo la vigilancia de un senior, de servir a los huéspedes, de hacer las camas de los peregrinos, de traerles agua caliente para los pies, de barrer, fregar y llevar leña a la cocina. Pero Valerio, hombre de cierta cultura, tiene facultad para frecuentar el escritorio. En él hay un monje, con el cual ha intimado más que con ningún otro. «Había allí—nos dice él mismo—un Hermano llamado Máximo, «escritor de libros», meditador de la salmodia, muy prudente y remirado en todas sus acciones, al cual llegué a unirme con un gran amor de caridad.» Este copista fue, sin duda, el que enseñó los salmos al nuevo novicio, y un largo trato con él hubiera podido dar a su ser algo más de ponderación y equilibrio.
Era el pensamiento del Cielo y del infierno lo que le había traído a Compluto, y le hería en la llaga más viva de su alma, abierta por el fuego de una consideración tenaz. Esta es la idea madre de su vida. Su libro De la vana sabiduría del siglo, en que se puede ver un análisis psicológico de su vocación, está inspirado por este pensamiento capital. El celo de los Apóstoles, el heroísmo de los mártires, la penitencia de los anacoretas, tienen su explicación en la meditación constante de esos dos caminos que se le presentan al hombre en su vida. La suprema sabiduría es despreciar como estiércol las delectaciones del mundo, para humillar el cuerpo y quebrantar el corazón en el desprecio de toda maldad. Este es también el anhelo que a él, le arrebata con tal frenesí, que a veces debe causar miedo a sus superiores. Se olvida de que la discreción es una virtud, desprecia la prudencia humana; y acaso baste esto para explicarnos lo que le sucederá en Compluto y luego en otras circunstancias de su vida.
Lo de Compluto cuéntalo él mismo con estas palabras: «Oprimido por las olas del mar del mundo, y juguete del furioso vendaval levantado por el enemigo, no pude llegar al puerto que tanto deseaba.» Tal vez el puerto era demasiado estrecho para él; necesitaba luchar en alta mar. No era él hombre para mirar atrás. Si fracasaba en la vida cenobítica, en el Bierzo conocía muchas cuevas, muchos montes, muelles lugares solitarios, donde luchar sólo consigo mismo. Dejó, pues, la compañía de los monjes, y, «llevado por el deseo de vivir religiosamente», caminó algunas leguas en dirección al Oriente, y un poco antes de llegar a Astorga vio un peñasco alto y desnudo. Nada más estéril que aquella roca; sin una encina, sin un arbusto, sin hierba menuda que alegrase la vista, abierta a todos los vientos, azotada por las lluvias invernales y vestida de nieve gran parte del año. He aquí un teatro a propósito para heroísmos ascéticos. «Aquella dureza—dice Valerio—parecía imitar la dureza de mi corazón.» Además, en aquellas alturas existían las ruinas de un templo pagano, que los cristianos de la tierra acababan de destruir, consagrando el monte al culto del verdadero Dios. Un nuevo aliciente para el joven impresionable. Decidido a luchar con los demonios, hizo su morada en aquel lugar que durante tantos siglos les había pertenecido. Durante años resistió los rigores de la intemperie, las noches heladas, los ardores del verano, la carencia de todo medio de vida, y, lo que fue más terrible, la lucha con su imaginación ardiente y con su temperamento apasionado.
Fue una lucha terrible, una larga agonía, como él la llama, a la cual siguió un nuevo choque con los hombres. Descubierto por los habitantes de la comarca, entra de nuevo en comunicación con sus semejantes. Gentes piadosas llegan a visitarle, le consultan acerca de su vida, le cuentan sus inquietudes espirituales, le traen numerosos regalos. Se ha convertido en un Padre del yermo, pero empieza a sentir la añoranza de la soledad primera. Además, había ido buscando la pobreza, y vivía en la abundancia. Los mismos pobres llegan a su retiro, y él les da pan, trigo, frutas. En cierta ocasión hace una limosna algo ostentosamente, y al llegar la noche tiene un sueño en el cual le parece que unos ángeles le tunden los huesos, como en otro tiempo a San Jerónimo por leer a Cicerón. Siempre impetuoso, al día siguiente quema las existencias que había en su ermita, y se marcha lejos de allí, internándose en las soledades del Bierzo. Silio Itálico había hablado del avaro astur. Lucano le motejaba de pálido escrutador del oro, y Valerio quiere borrar esa mala fama de sus compatriotas. Para su grande alma, las cosas de este mundo no tienen valor ninguno. «Porque la vida presente—nos dice él mismo—es vanidad breve y fugitiva nuestra posada en esta tierra, y sus riquezas se deshacen como telas de araña.»
En su nuevo refugio, el anacoreta reza, medita, lee, copia misales para las iglesias, lucha con el demonio y escribe dos libros, a los cuales ha puesto por título: De la ley del Señor y De los triunfos de las santos. Pronto le descubren otra vez, y vuelve a verse rodeado de piadosos visitantes. Comprende que puede hacerles algún servicio, y decide convertirse en maestro de escuela. De los alrededores empiezan a acudir jóvenes deseosos de aprender, y junto a la choza del maestro se levantan las de los discípulos. Valerio les enseña a leer, a escribir, a contar y les hace aprenderse de memoria los salmos. Su austeridad se ilumina con el encanto de la gracia juvenil. Esto, en el tiempo bueno. Al llegar las nieves del invierno, vuelve a quedarse solo.
Al mismo tiempo sigue luchando con los espíritus y con los hombres. Dondequiera que va, encuentra enemigos. Hombres como él no entienden las suavidades de la diplomacia. Es un censor austero, que se irrita al ver por los suelos el ideal soñado. Él sufre con paciencia, pero se venga en sus perseguidores escribiendo. Su pluma es una espada y un pincel. Hiere y pinta. Se deleita describiendo paisajes del paraíso y del infierno, y cae desgarbada y furiosa sobre los que le odian y persiguen. Uno de ellos, llamado Flaino, «es un hombre lúbrico, bárbaro, presa de todas las liviandades, juguete del enemigo infernal, bestia feroz, que sólo piensa en destruir; corazón inflamado por los fuegos de la envidia, ojo perverso, cegado de las tinieblas del error, alma envenenada en un exterior abominable». Otro de sus perseguidores, sacerdote, se llama Justo. Su retrato es más pintoresco y menos sombrío. «Pequeño y maligno, tiene el color bárbaro de los etíopes; por fuera, como el pez, y por dentro, como el cuervo. Todo lo que le falta de estatura, le sobra de maldad. Todos sus méritos para alcanzar la dignidad sacerdotal consisten en que sabe algunas coplas populares y las canta con gracejo acompañándose con la guitarra. Es un juglar; va de casa en casa sazonando los convites con cantares lascivos; canta, toca y baila. Hay que verle agitando los brazos, moviendo vertiginosamente los pies, saltando trémulo y nervioso al compás de su cantilena y eructando la peste diabólica de su lujuria, hasta que, agotado o vencido por el vino, da en un rincón con la masa de su cuerpo innoble.»
Parece como si al escribir estas cosas Valerio sintiese todavía sus carnes magulladas por los golpes. Porque sus perseguidores no se contentaban con injuriarle y calumniarle; sino que le vejaban de mil maneras, le sorprendían «ladrando como perros» cuando estaba tomando su frugal alimento, le tiraban de la barba y de los cabellos, le acometían, le robaban sus libros y excitaban a los malhechores para que se llegasen a su cabaña y le quitasen la vida.
Habían pasado veinte años de vida solitaria. El anacoreta no era viejo, pero estaba extenuado y deshecho. Necesitaba un lugar de descanso, y creyó encontrarle en las montañas que rodean a Ponferrada. Allí, bajo una roca gigantesca, se alzaba el monasterio de San Pedro de Montes, y a pocos pasos de él, una pequeña ermita, que fue la nueva residencia del solitario. Allí su vida se deslizaba meditando, leyendo y componiendo sus libros. Las vidas de los Padres del yermo le entusiasmaban, y de ellas hizo una voluminosa compilación, aumentada con varias noticias de Padres españoles, que fue muy leída en España durante la Edad Media. Los jóvenes seguían buscando su enseñanza; las gentes del contorno venían pidiéndole un consejo, y los ascetas llegaban a la ventana de su celda para contarle sus revelaciones.
Por primera vez, la pluma de Valerio cambiaba el rudo golpe por la fina ironía. Se había hecho viejo. Cuarenta años de luchas y penitencias habían debilitado su cuerpo y suavizado algo su alma. Tal vez miraba las cosas humanas con más condescendencia. Los hombres, por su parte, acaban por reconocer el prestigio de su virtud; un clarísimo de la tierra le visita y le favorece; los obispos se interesan por él; su fama llega hasta Toledo, y el rey le prodiga su protección; los monjes mismos confiesan su culpa y se someten a su disciplina. La paz, el arte y la poesía iluminan su vejez; amplía el monasterio, levanta un pórtico y junto a su ermita planta un jardín, que parece recordarle aquel paraíso que le describía el copista de Compluto al principio de su conversión. Allí encuentra todas las ventajas para el ocio contemplativo: el claustro de los montes altísimos, apartamiento del mundo, frondosidad y alegría, murmullo de aguas y cantos de aves.
En este ambiente escribe Valerio su biografía, el primer libro de este género que nos ofrece la literatura en España, relato confuso y tumultuoso, pero lleno de vida y calor, de su tenaz resistencia frente a la enemiga de los hombres y los demonios; libro bárbaro, singular y atractivo, cuyas frases parecen hechas con el hierro de aquellas montes cuyo estilo es duro e ingrato como aquella roca «dura como su corazón», en que empezó su vida eremítica. Lo mismo en ascética que en literatura, Valerio fue autodidacto. Una formación esmerada hubiera cepillado y limado su rica naturaleza y despojado su lenguaje de asperezas y sarcasmos. Con un buen maestro de retórica, su estilo, rico, brillante, pintoresco y alborotado, hubiera adquirido un poco de gracia y, sobre todo, más ponderación, ya que en su tiempo no era posible aspirar a la elegancia clásica A veces intenta hacer versos, versos horrorosos y casi ininteligibles: y, en cambio, cuando escribe en prosa, saltan, sin querer, de su pluma ritmos de hexámetros, reminiscencias de Virgilio y San Eugenio.
Vive en los últimos días de aquel siglo VII, que había empezado entre aplausos y luminarias y terminaba entre espasmos y angustias. La tempestad ruge al otro lado del Estrecho: ha muerto San Julián, el último de los Padres toledanos; se han apagado las luces de las escuelas de Sevilla. Toledo y Zaragoza. Pero en medio de la oscuridad, resistiendo a todas las furias del vendaval, queda aún en las montañas leonesas esta luz solitaria, último destello del renacimiento isidoriano.
Fuente: Hijos de la Divina Voluntad
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Nació en Astorga. Cuando tenía 20 años, llegó al monasterio de Alcalá de Henares, con ganas de vivir con verdadera entrega el servicio de Dios. Y aunque era un joven ilustrado, con mucho mundo, quería dedicar su vida a algo más grande. Escribió un libro «De la vana sabiduría del siglo». En el monasterio estuvo varios años, pero quería una mayor entrega a Dios.
Llegó a los territorios de Astorga y buscó un lugar apartado en los montes donde vivir con más austeridad. Discípulo de san Fructuoso de Braga (uno de los llamados “Padres del yermo”), Valerio adoptó la vida anacoreta y ascética de éste y habitó en los mismos lugares. Y durante 20 años aguantó la soledad, la intemperie, el hielo de las noches, el ardor del verano, la carencia de todo, y sobre todo la persecución de los envidiosos, sacerdotes y nobles. Aquello fue como una larga agonía. Escribió: «La ley del Señor» y «Triunfos de los santos». Relató la vida de su maestro en la hagiografía «Vita Sancti Fructuosi» (vida de san Fructuoso). También es autor de un tratado sobre la vida monacal, «De génere monachorum» (acerca del género monacal).
Pronto empezaron a llegarle algunos alumnos; él les enseñaba a leer y escribir. Un día se fue a Ponferrada, y se quedó a vivir debajo de una roca gigantesca, donde se alzaba el monasterio de San Pedro de Montes; cerca había una ermita, y allí se quedó a vivir. Los jóvenes seguían buscando sus enseñanzas, las gentes del contorno venían a pedirle consejo, todos los hombres y mujeres de buena voluntad llegaba a él, y los monjes del monasterio le nombraron su abad, aunque no dejó nunca su ermita.
En este ambiente de paz, Valerio escribió su biografía (es primer libro de este género que existe en nuestra literatura), llamado «Líber Prosopopoeia Imbecillitatis Própriae», que no ha sobrevivido.
Hizo voto de no perder ni un minuto de tiempo, y así, cuando terminaba su oración se entregaba a trabajos manuales y a escribir. Fue uno de los representantes del renacimiento isidoriano en España.
Cristina Huete García en la Hagiopedia.
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Vida de san Valerio de Astorga en España Sagrada, t. LVI, c. IX
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Otras biografías de san Valerio
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por CeF | Fuentes varias | 25 Nov, 2013 | Postcomunión Vida de los Santos
Los hombres no nacen santos. Ni santificados. Excepción hecha de la Virgen nuestra Madre, por sin igual privilegio concebida sin mancha, y de Juan Bautista, santificado en el seno de su madre, todos los mortales, después de Adán, arribamos a la vida por el puerto del pecado. De ahí que la historia de los santos ha descuidado con frecuencia la conservación de esta fecha. Los santorales, las monografías de los héroes del cristianismo cuando éste empezaba a ser, suelen consignar el año de su nacimiento seguido de un interrogante de duda, cuando no lo silencian por completo. Y si lo consignan con certeza, son todas las circunstancias que nos han guardado este dato, que en ningún caso (exceptuado Cristo) tiene razón de acontecimiento para la historia.
Todos los hombres nacemos, y el nacimiento no nos diferencia ni nos condiciona sin remedio. Los santos se han hecho y se hacen en una época, en un ambiente, en una familia que pueden haber facilitado su santificación, en muchos casos a pesar y precisamente por las dificultades que la época, el ambiente o la familia le brindaran.
Por el mero hecho de haber nacido, Dios nos llama a la santidad. Nos toca colaborar en el perfeccionamiento de nuestro ser en todas sus dimensiones.
De Catalina (en latín Catharina; Aecatharina en griego) no sabemos la fecha exacta de su nacimiento. Pero, a lo largo de los siglos, la leyenda se ha encargado de llenar piadosamente las lagunas de la historia.
A una de las desembocaduras del fertilizante Nilo, cuna de la historia, llegó un día vestido de laurel el poderoso dominador Alejandro Magno. Venía satisfecho de sus correrías triunfales por Siria y Palestina. Traía el recuerdo vivo de la majestuosa ciudad judía con el fastuoso templo de Yahvé. El brillo deslumbrante de los rabinos que enseñaban en las sinagogas, sólo comparable con la sabiduría abstracta de los filósofos atenienses, que la prodigaban en el Partenón y en las ágoras, le hizo concebir la idea de fundar una nueva ciudad—ángulo entre Atenas y Jerusalén—que perpetuara su nombre en el mundo de las letras: Alejandría, 332 antes de J. C.
Pocos años más tarde Tolomeo I Soter trasladará allí la capital del país y empezará a ser sede de las viejas culturas, «foco principal de la ciencia y del comercio de todo el Mediterráneo», lo mismo que Egipto (allí está emplazada) lo es de todas las civilizaciones: bastarían los 700.000 volúmenes de su biblioteca y sus 14.000 estudiantes simultáneos para justificar el renombre de su famosa Universidad (Museum en sus días y en los nuestros).
Atraídos por su doble fama: Puerto y Museum sobre un suelo fecundo, no tardaron en establecerse allí los nómadas de todos los pueblos. Los judíos, linces en la especulación y avaros de la ciencia, no fueron los últimos en llegar. Colonias de la Diáspora esparcidas por toda la nación, que habían quedado de los distintos cautiverios, fijaron aquí su residencia. Fieles a sus tradiciones y lectores asiduos de los Libros Sagrados, tenían en sus manos los elementos más puros de la verdadera filosofía. En esta tierra de momias y de pirámides, eminentemente religiosa, que cae de rodillas ante Osiris, dios de los muertos, y que presiente la inmortalidad de las almas; donde Jehová hablara a Moisés y condujera a su pueblo a través del desierto, no le sería difícil a los judíos ganar numerosos prosélitos.
Simpatizante al menos llegó a ser Tolomeo II, que hizo florecer el reino, influenciado desde sus principios por el pensamiento helenista, y mandó que setenta intérpretes tradujeran el Antiguo Testamento.
Aquí surgieron los auténticos representantes de la filosofía grecojudaica: Aristóbulo y Filón, empeñados en concordar la filosofía pagana con el Antiguo Testamento, presumieron ver en éste «la única fuente primordial de la ciencia y mitología griegas».
Por aquí pasó el neoplatónico Plotino con «su fuego de espiritualismo, sus concepciones abstrusas y su panteísmo emanatista». El que en frase de Fouillé «describe su Trinidad como si hubiera vivido en el cielo».
Esta es la patria histórica de Catalina. Este el origen sucesivo de Alejandría, rica y bella ciudad, faro potente y hermoso del Mediterráneo.
El año 30 antes de J. C., con el Imperio más poderoso que han conocido los siglos, pasa Egipto, como tantos otros pueblos, a ser provincia romana.
Y provincia romana seguía siendo cuando a finales del siglo III de la era cristiana paseaba sus calles abiertas una joven elegante, de sangre azul.
Estirpe real. La historia, la tradición, el arte y la leyenda están de acuerdo en transmitirnos este dato, como lo están en silenciar el nombre de sus progenitores.
Catalina frecuenta el Didascaleo, digno sucesor del antiguo Museum. Bebe allí las páginas eruditas de los viejos pergaminos. Aristóbulo, Filón, Plotino, son admirables y es elogioso su intento. No le convencen.
Ahora Alejandría está imbuida de cristianismo. No sabemos quién fuera su primer evangelizador. Según una tradición antigua, la Iglesia de Alejandría fue fundada por San Marcos.
Clemente presidió el Didascaleo, la escuela catequística más importante desde finales del siglo II. En el mismo Didascaleo sentó cátedra el polígrafo Orígenes, «el hombre de diamante con siete taquígrafos», según frase, de Eusebio. Clemente y Orígenes habían proseguido la trayectoria tradicional de Alejandría: armonizar. Ahora armonizar el cristianismo con la filosofía clásica, procurando dar a la doctrina de la Iglesia una base científica.
La rudimentaria escuela de catecúmenos se había convertido en una verdadera escuela de teología cuando tomara la dirección de ella San Panteno.
San Dionisio de Alejandría había dado un carácter de palestra abierta al Didascaleo con sus actividades y discusiones públicas y sus luchas intelectuales frente a las persecuciones de Decio y Valeriano, que tanto le hicieron sufrir.
En este ambiente se desenvuelve la vida breve, pero pletórica de ilusión, de Catalina. Ella reflexiona, medita, compara, discute y se ilumina. Osiris y el buey Apis, toda la legendaria mitología egipcia arranca de sus labios sonrisas compasivas, cuando no irónicas, las más de las veces tristes. No puede creer en las almas muertas pegadas a cuerpos momificados. ¿Dónde está el poder de aquellos dioses, tan multiplicados como las aberraciones humanas y reducidos a simples figuras de piedra o a elementos sin vida de la naturaleza? ¿Dónde su fuerza y su virtud?
Le fascinan las ideas elevadas de Platón, que analiza a la luz de la razón en su inteligencia penetrante. No le satisfacen. Catalina es cristiana de corazón antes de recibir el bautismo. Tal vez está fresca todavía la impresión causada por Atanasio en el sínodo de la ciudad. En la escuela catequética oye las enseñanzas del obispo Pedro. Rechaza de plano la amarga ideología pagana. El Sermón de la Montaña cautiva su corazón delirado. Las parábolas del Evangelio son el encanto de su lozana juventud. Los milagros de Jesús y su testimonio incomparable la enardecen y entusiasman. Venera el ejemplo y heroísmo de los mártires del cristianismo, que fecunda y fertiliza la Iglesia viva de sus días y de todos los días. Y pese a la amenaza cobarde de emperadores lascivos y gobernantes verdugos, Catalina se hace bautizar.
Están en boga todavía las debatidas cuestiones escriturísticas, y litúrgicas planteadas por Anmonio de Sacas y Anatalio, obispo de Laodicea. Célebres son las controversias alejandrinas. Catalina, asidua discípula y maestra en ciernes, se permite sin duda opinar sobre las cuestiones que están en el tablero de los cristianos:
«¿En qué días se debe celebrar la Pascua? ¿Cuánto debe durar el ayuno pascual? ¿La conmemoración de la muerte de Cristo ha de ser motivo de duelo o de regocijo? ¿Comió Jesucristo el cordero pascual el 14 de Nisán, como todos los demás judíos, o el 13 por anticipación? ¿Qué día y a qué hora resucitó el Señor?»
Algunas de estas preguntas no han recibido todavía más que respuestas de opinión.
La ciencia, cuando lo es de verdad, no conoce la hora del exhibicionismo, ni los sabios tienen su tiempo para eso, sino para saber y para que los demás vivan de su ciencia. ¿Qué le importa a Catalina ni su fascinadora belleza física, ni su juventud deslumbrante, ni el oro de que se viste, ni la aristocracia regia de que puede presumir, ni siquiera su profunda filosofía, si no es para vencerse a sí misma y convencer a los que la halagan o persiguen? Ella no pretende ser otra cosa más que un resumen, una síntesis, una personificación de todas las armonías. Para eso se conserva virgen, con todas las renuncias que ello supone. Por eso y para eso renuncia a todas las satisfacciones que en bandeja de plata le brinda su sociedad y su alcurnia. Por eso y para eso renunciará si es preciso hasta al placer de vivir. ¿Pero es que acaso Cristo, Maestro y Esposo virginal, pudo hacer cosa más sublime que armonizar lo humano y lo divino? ¿Y no es precisamente Él la armonía más perfecta y más armónica del Universo? Y esto a golpes de la más absoluta renuncia.
La política de todos los tiempos siempre estuvo en desacuerdo con la política de todos los santos. Máxime entonces, edad fastuosa y apoteósica de Roma, con emperadores brutales, dominadores por la fuerza, creadora de leyes absurdas. Hombres voluptuosos, sentinas de la lujuria más descarada al amparo del oro, que ciega corazones, y de la espada, que rinde voluntades.
Al ocupar la silla imperial Diocleciano, amante de la «filosofía» y más amante de la comodidad, concibió la idea de desmembrar el Imperio: Oriente y Occidente, para aumentar su esplendor. En teoría más fácil de gobernar. A la larga una de las causas indiscutibles del derrumbamiento de Roma. Como coemperador con dominio en Occidente, tomó por socio a Maximiano. Constituía a la vez un doble jefe de Gobierno (en terminología actual): Galerio para Oriente a su lado. Constancio Cloro para Occidente. Ambos con el título de César. La autoridad quedaba prácticamente cuatripartida. Dos emperadores augustos, que por ser dos dejaban de serlo, y dos césares asociados.
Los primeros días fueron un respiro de paz para la Iglesia después de la larga época aciaga de sucesivas persecuciones. El veneno anticristiano había contagiado también a Galerio, y Galerio convenció a Diocleciano con argumentos sofísticos y pruebas falsificadas del mal que los cristianos ocasionaban a la unidad del Imperio. Galerio publica sucesivamente sus edictos de persecución (303-304), que exigen desde la entrega de libros sagrados, negación de derechos civiles a los cristianos y persecución del clero, hasta la condenación de todos los que no se postren ante los ídolos.
Así las cosas, Catalina anima, asiste, fortalece, conforta a los hermanos en la fe. Defiende en público y en privado la doctrina que profesa, envidia a los que han sido hallados dignos de padecer por Cristo y se siente orgullosa de llamarse y de ser cristiana.
Triunfaban entonces la virgen Inés, Marceliano y el papa Marcelino, y a su lado el artífice de su conversión, Pedro de Alejandría.
También España daba frutos sazonados. Bajo la mano extendida de Maximiano se doblaban—espigas maduras—el soldado Marcelo, Emeterio y Celedonio, Vicente, Fructuoso de Calahorra y Eulalia de Mérida.
Diocleciano y Maximiano abdican al mismo tiempo. Corre el año 305 y la sangre no ha dejado de correr. Maximino Daia gobierna ahora Siria y Egipto con los honores de César. Más tarde (308) ostentará los de Augusto.
Daia es una bestia cebada. Mujeres y sangre es su lema. Con tal de profanar doncellas no repara en crueldades. Corta orejas, narices, manos y otros miembros, y hasta saca los ojos.
Obispos, anacoretas, funcionarios públicos y sobre todo vírgenes son sus víctimas de cada hora.
El padre Urbel dice de él que «era un hombre semibárbaro, una fiera salvaje del Danubio que habían soltado en las cultas ciudades del Oriente».
No se le podía definir con más exactitud. Según Lactancio, el mundo era para él un juguete. Encaprichado en que todos sus súbditos sacrificaran a los ídolos, y todas las vírgenes y nobles matronas se rindieran a sus torpes pretensiones, abusa de los tormentos más crueles y refinados para salir con su empeño. Unos son arrojados al fuego devorador, otros sujetos con clavos que taladran y desgarran; quiénes se ven obligados a resistir las acometidas de las fieras hambrientas; algunos son violentamente precipitados al mar; muchos terminan en los calabozos, después de ser bárbaramente mutilados: Cyr, médico de Alejandría; Juan, soldado de Edesa; Atanasia con sus tres hijos: Teotiste, Teodosia y Eudoxia, trascienden las puertas celestiales ostentando la palma de la victoria.
Solamente Dorotea (algunos la han identificado con Catalina) supo resistir y superar el doble fuego de la brutalidad de Maximino. Cobarde en su excéntrica crueldad, ebrio de lascivia, le arrebata sus bienes y la condena al destierro.
Catalina, testigo mudo de tan sanguinaria iniquidad, no puede aguantar más. Ha ofrecido mil veces su sangre al Crucificado y no teme presentarse—carne limpia—ante la bestia devoradora. Tal vez ella, modesta y estudiosa, ha pasado desapercibida a las miradas lascivas del arrogante césar. Tal vez éste se ha visto derrotado por el porte noble y el aire aristocrático de la doncella. Acaso la fama de filósofo que aureola a Catalina haya contenido los ímpetus groseros del vampiro Daia.
Lo cierto es que, en un gesto victorioso de superación cristiana, Catalina se ha enfrentado con el césar, no sin antes invocar a la Reina de las vírgenes, paloma blanca de sus ensueños. Las puertas de palacio se abren a la que es descendiente de reyes. ¿Qué pasó allí?
Sin duda le puso en evidencia con argumentos claros de sana filosofía la falsedad de sus ídolos inconsistentes. Sin duda también le echó en cara la injusticia manifiesta de sus crímenes absurdos.
Maximino escucha sin palabras la elocuencia concentrada de Catalina, que se hace lenguas sobre la verdad única del único cristianismo.
Por primera vez ha bajado la vista humillada y ha refrenado sus garras la pantera indómita del imperio oriental. Las razones obvias, contundentes, la majestuosidad impávida de la filósofo, han derrocado su ignorante altanería.
«Me gustaría ver cómo te defiendes ante los sabios imperiales.»
Catalina estaba preparada para el combate y acepta imperturbable el reto del césar. De sobra conocía ella la superficialidad de sus contrincantes, las sutilezas de sus argumentos, la inconsistencia del «Logos» de Filón y las falacias del seudomisticismo de Porfirio. Una leyenda piadosa refiere que un ángel la anima a discutir. Uno a uno, derrota a los cincuenta filósofos de la corte, deshace sus sofismas. Ellos, más elocuentes que su señor, se rinden a la evidencia luminosa de las pruebas irrefutables que presenta Catalina y se convierten unánimes al cristianismo.
Las actas de los mártires nos la presentan desde este momento en el calabozo. Dios endureció el corazón de Maximino, si es que aún podía endurecerse. Según una tradición reproducida en unas tablas de la escuela de Valladolid, del siglo vi, Catalina sale de la cárcel y comparece ante el juez, con quien disputa sobre la unidad y trinidad en Dios.
Comprobada la invencible consistencia de sus fundamentadas convicciones, es condenada al suplicio de una rueda de cuchillos. Inútilmente. La fuerza inquebrantable de la fe hace saltar en pedazos las afiladas navajas, que hieren de muerte a los propios verdugos. Atestigua la tradición que la misma emperatriz, seguida de Porfirio, coronel del ejército, y de doscientos soldados, abrazaba entonces la fe para morir al filo de la espada.
El instinto brutal y ciego de Daia se desorbita. No tolera la existencia de su serena vencedora.
Un hachazo de rabia secciona la cerviz de la filósofo. Catalina recaba definitivamente la victoria.
No falta la leyenda que haga fluir leche de su cabeza en lugar de sangre. El amor no entiende de colores.
El artista de Valladolid en el magnífico retablo de Palencia de Negrilla (Salamanca) hace bajar a la Virgen para velar su cadáver.
Sus restos se guardan y veneran en el monte Sinay. El martirologio romano refiere que fueron los ángeles quienes la llevaron en triunfo.
Oriente y Occidente invocan su valiosa protección. Los aficionados a saber la aclaman como patrona. Bélgica le levanta templos y le dedica altares. También España venera su imagen.
Artículo original de Joaquín González Villanueva en mercaba.org.
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Otras fuentes en la red
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Recursos audiovisuales
Santa Catalina de Alejandría, por Encarni Llamas, en DiocesisTV
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Santa Catalina de Alejandría, por Javier Eduardo Rosanía Pacheco
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Origen de la fiesta de Santa Catalina de Alejandría como patrona de Jaén
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Himno a Santa Catalina de Alejandría
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Santa Catarina de Alexandria (Portugués)
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Oración a Santa Catalina de Alejandría
Pedido de una buena muerte
Bendita y amada del Señor
y gloriosa Santa Catalina,
por aquella felicidad que recibisteis
de poder uniros a Dios y preparaos
para una santa muerte,
alcanzadme de su divina Majestad
la gracia de que purificando mi conciencia
con los sufrimientos de la enfermedad
y con la confesión de mis pecados,
merezca disponer mi alma,
confortarla con el viático santísimo
del cuerpo de Jesucristo
a fin de asegurar
el trance terrible de la muerte
y poder volar por ella
a la eterna bienaventuranza de la gloria.
Amén