Evangelio del día: Acción de gracias al Padre
Mateo 11, 25-27. Miércoles de la 15.ª semana del Tiempo Ordinario. Jesucristo lo alaba porque el Padre es «Señor del cielo y de la tierra».
En esa oportunidad, Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro del Éxodo, Éx 3, 1-6.9-12
Salmo: Sal 103(102)
Oración introductoria
Gracias, Padre, por el don de mi fe que me lleva a buscarte humildemente en la oración. Busco la fuerza de voluntad para vivir auténticamente mi fe, porque te amo con todo mi corazón y con toda mi mente. Confío plenamente en que me mostrarás el camino para conocer la voluntad de Dios.
Petición
Señor, dame un corazón abierto a las inspiraciones de tu Santo Espíritu.
Meditación de san Juan Pablo II
«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te plugo».
1. Deseo, queridos hermanos y hermanas, pronunciar con vosotros estas palabras de bendición que Cristo Jesús dirige al Padre.
Lo bendice porque el Padre es «Señor del cielo y de la tierra». Y lo bendice por el don de la revelación. En cierto sentido, la revelación es el primer fruto de la complacencia de Dios sobre los hombres. Dios se ha complacido desde la eternidad en el hombre, y por eso se ha revelado en el tiempo a sí mismo y los planes misericordiosos de su voluntad: «Dispuso Dios en su sabiduría —dicen las palabras del Concilio Vaticano II— revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres por medio de Cristo, Verbo Encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina».
Vosotros, «educadores en la fe», cumplís un servicio especial a la revelación divina, sacando inspiración de esa eterna complacencia que reside en Dios mismo.
Sois a un tiempo discípulos y apóstoles de Cristo. A El, a El precisamente «ha sido entregado todo» por el Padre. En El ha manifestado el Padre todo cuanto debía ser revelado a la humanidad desde el tesoro de su divina complacencia: «Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo».
Queridos hermanos y hermanas: el Hijo desea revelaros toda la verdad del amor de Dios, para que vosotros la anunciéis a los demás hombres, puesto que sois educadores en la fe.
2. Unidos en ese amor del Padre, me encuentro hoy con los Pastores de esta región, con todos los que tenéis en España la misión importantísima de educar en la fe, y con vosotros los aquí presentes, que venís sobre todo de las diócesis de Andalucía Oriental y de Murcia.
Un marco estupendo para este encuentro nos lo ofrece la bella ciudad de Granada, una de las joyas artísticas de España, que evoca acontecimientos trascendentales en la historia de la nación y de su unidad.
Conozco la antiquísima tradición de la fe cristiana de estas Iglesias, el testimonio admirable de vuestros mártires, la vitalidad reflejada ya en el Concilio de Elvira, en los albores del siglo IV.
Aquella fe recibida en los primeros tiempos del cristianismo, sigue arraigada en la vida personal y familiar y en la religiosidad popular de vuestras gentes, expresada sobre todo en la devoción a los misterios de la Pasión del Señor, de la Eucaristía y en el amor filial a la Virgen Maria.
Para ayudar a mantener y fortificar esa fe, estas tierras han tenido la fortuna de disponer de ejemplares educadores cristianos. Entre ellos, fray Hernando de Talavera, el célebre arzobispo catequista que tan bien supo exponer los misterios cristianos a judíos y musulmanes. Y en tiempos recientes habéis dado a la educación en la fe maestros de gran talla como el obispo de Málaga, don Manuel González, el estupendo pedagogo don Andrés Manjón, fundador de las escuelas y seminario de Maestros del Ave María, y el insigne padre Poveda, fundador de la benemérita Institución Teresiana.
Ellos se unieron a otros admirables educadores cristianos procedentes de otras partes de España; entre ellos San Antonio María Claret y don Daniel Llorente. Figuras, todas ellas, luminosas y señeras, que se adelantaron a la renovación catequética de tiempos posteriores culminados en el último Concilio Ecuménico. Figuras que siguen siendo un ejemplo elocuente para todos los que hoy han de continuar la misión de educar en la fe a las nuevas generaciones.
3. Esa misión que es un deber eclesial: «Ay de mí si no evangelizare», sigue teniendo en nuestros días una importancia trascendental, para poder conducir a los fieles —niños, jóvenes y adultos—, a través de las diversas formas de catequesis y educación cristiana, al centro de la revelación: Cristo. Por eso escribí en mi primera Encíclica: «El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con el hecho profundo de la Redención cumplida en Cristo Jesús».
Tal misión no es privativa de los ministros sagrados o del mundo religioso, sino que debe abarcar los ámbitos de los seglares, de la familia, de la escuela. Todo cristiano ha de participar en la tarea de formación cristiana. Ha de sentir la urgencia de evangelizar «que no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone».
Hoy sobre todo es necesaria y urgente dicha tarea, que ayude a cada cristiano a mantener y desarrollar su fe en la coyuntura de rápidas transformaciones sociales y culturales que la sociedad española está experimentando.
Para ello hay que potenciar la educación en la fe, impartiendo una formación religiosa a fondo; estableciendo la orgánica concatenación entre la catequesis infantil, juvenil y de adultos, y acompañando y promoviendo el crecimiento en la fe del cristiano durante toda la vida. Porque una «minoría de edad» cristiana y eclesial, no puede soportar las embestidas de una sociedad crecientemente secularizada.
Por estas razones, la catequesis de jóvenes y adultos debe ayudar a convertir en convicciones profundas y personales los sentimientos y vivencias quizá no suficientemente arraigados en la niñez.
Así halla la tarea educadora toda su panorámica y amplitud para llevar a todos a la novedad de la vida en Cristo. La fe cristiana, en efecto, comporta para el creyente una búsqueda y aceptación personal de la verdad, superando la tentación de vivir en la duda sistemática, y sabiendo que su fe «lejos de partir de la nada, de meras ilusiones, de opiniones falibles y de incertidumbre, se funda en la palabra de Dios, que ni engaña ni se engaña». Por ello, la catequesis debe dar también «aquellas certezas, sencillas pero sólidas, que ayudan a buscar cada vez más y mejor, el conocimiento del Señor».
Desde ahí ha de abrirse al cristiano la perspectiva nueva que abarque y oriente toda su existencia, ofreciéndole con el programa cristiano «razones para vivir y razones para esperar». En esa línea puede encontrar su puesto de honor, en el momento presente, el educador católico, orientando su esfuerzo hacia una formación integral que dé las respuestas válidas que ofrece la Revelación sobre el sentido del hombre, de la historia y del mundo.
4. Aunque la educación en la fe es una tarea que abarca toda la vida, hay momentos del proceso cristiano que necesitan una particular atención, como los de la iniciación cristiana, la adolescencia, elección de estado y otras circunstancias de mayor relieve en la vida personal; tras una crisis religiosa o cuando se han vivido experiencias dolorosas. Son momentos que deberán seguirse con mayor cuidado para hacer oír oportunamente a cada uno la llamada de Dios.
Para poder ofrecer esa ayuda eficaz en la educación en la fe, es necesario e imprescindible que se forme sólidamente a los catequistas y educadores, dándoles una adecuada preparación bíblica, teológica, antropológica y que se les enseñe a vivir ante todo ellos mismos esa fe, para catequizar a los demás con la palabra y sobre todo con la profesión íntegra de la fe, asumida como estilo de vida.
Esta actitud exige, da una parte, la entrega total a la vivencia de la fe; y de otra, al servicio de la misma y de los demás. El Apóstol así lo subraya en la lectura que hemos escuchado: «Siendo del todo libre, me hago siervo de todos para ganarlos a todos». Utilizando la palabra «siervo», San Pablo destaca la entrega total al servicio de la fe y de aquellos a quienes sirve.
Aún son más elocuentes sus palabras: «Me hago flaco con los flacos para ganar a los flacos, todo para todos para salvarlos a todos». El Apóstol es un hombre realista; comprende que su fatiga sólo produce frutos parciales. Sin embargo, se da enteramente: «Todo lo hago por el Evangelio, para participar en él».
Sí, el Evangelio no sólo se transmite, sino que se participa en él. Quien más participa, transmite de manera más madura; y quien más generosamente transmite, más profundamente participa. En definitiva, el anuncio del Evangelio, el servicio a la fe, es acercar Cristo a los hombres y acercar los hombres a Cristo. Entonces se cumplen sus palabras: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré».
5. Dentro del vasto campo de la educación en la fe, los obispos españoles, en su última asamblea plenaria han elegido como tarea prioritaria el servicio a la fe, y han llamado la atención sobre la importancia de la transmisión del mensaje cristiano a través de la catequesis y de la educación religiosa escolar.
Es un campo que merece mucha solicitud pastoral. No cabe duda de que la parroquia debe continuar su misión privilegiada de formadora en la fe: no cabe duda de que los padres deben ser los primeros catequistas de sus hijos. Sin embargo, no puede dejar de tenerse en cuenta la transmisión del mensaje de salvación con la enseñanza religiosa en la escuela, privada y pública.
Sobre todo en un país, en el que la gran mayoría de los padres pide la enseñanza religiosa para sus hijos en el período escolar. Habrá de impartirse esa enseñanza con la debida discreción, con pleno respeto a la justa libertad de conciencia, pero respetando a la vez el derecho primordial de los padres, primeros responsables de la educación de sus hijos.
Por su parte, los maestros y educadores católicos pueden tener, también en el campo religioso, un papel de primera importancia. En ellos confían tantos padres y confía la Iglesia para lograr esa formación integral de la niñez y juventud, de lo que en definitiva depende que el mundo futuro esté más cerca o más lejos de Jesucristo.
6. «Yo te alabo, Padre, porque ocultaste estas cosas a los sabios y las revelaste a los pequeñuelos». Estas palabras han abierto nuestro encuentro. A lo largo de él estaba siempre presente en nuestra mente la figura de un vasto e importantísimo sector de los educandos en la fe: los niños. A ellos quiero referirme ahora de modo directo.
Vosotros, queridos niños y niñas de España, sois los primeros en conocer tantas cosas de la Revelación que se ocultan a los mayores. Sois por ello los predilectos de Jesús. En vosotros, los pequeños, alabó El al Padre, porque os ha hecho partícipes de verdades y vivencias que están ocultas a los sabios. Ante vuestra bondad, sencillez, sinceridad y amor a todos, proclamaba El: «Dejad a los niños y no les impidáis acercarse a mí, porque de ellos es el reino de los cielos».
Vuestra inocencia y ausencia de mal hizo también decir a Jesús que «si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos».
Al hablaros desde Granada, dentro de este acto dedicado a la educación en la fe, el Papa quiere deciros que os tiene muy presentes en su mente y en su corazón; y desea recomendaros que toméis con mucho empeño vuestra formación en la catequesis, tanto en la parroquia, como en la escuela o colegio y en la instrucción religiosa recibida de vuestros padres. Así, poco a poco, aprenderéis a conocer y amar a Jesús, a dirigiros cada día a El con las oraciones, a invocar a nuestra Madre del cielo la Virgen María, a comportaros bien en cada momento y agradar a Dios, que nos contempla siempre con mirada de Padre.
Yo rezo por vosotros, os mando un abrazo y bendición como amigo de los niños y os pido que recéis también por mí. ¿Verdad que lo haréis?
7. Queridos educadores en la fe: Ante este estupendo panorama de un mundo a catequizar, para acercarlo a Cristo. Ante tantos adultos, jóvenes y niños, que reclaman un entrega fiel a la causa del Evangelio, con qué vigor y convicción resuenan en este encuentro las palabras del Apóstol: «Si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizare!». Ojalá estas palabras se graben profundamente en vuestros corazones, queridos hermanos y hermanas.
El Apóstol continúa: «Si de mi voluntad lo hiciera, tendría recompensa; pero si lo hago por fuerza, es como si ejerciera una administración que me ha sido confiada».
Sí, se trata de un encargo, confiado a administradores. Recordad esta expresión: «Dispensadores de la Revelación divina». Y dado que esa Revelación arranca de la complacencia de Dios hacia los hombres, entonces, indirectamente, sois también dispensadores de aquella complacencia, de aquel amor eterno. Habréis de orar y esforzaros para que vuestros educandos en la fe acepten de vosotros no sólo la palabra de la verdad revelada, sino también ese amor del cual nace la Revelación y que en ella se expresa y realiza.
Por eso el Apóstol escribe luego a quienes cumplen el servicio de dispensadores: «¿En qué está, pues, mi mérito? En que al evangelizar lo hago gratuitamente, sin hacer valer mis derechos por la evangelización». Porque el Evangelio les atribuye el derecho al sustento, si el servicio espiritual ocupa todo su tiempo y absorbe todas sus fuerzas. Sin embargo, la recompensa mayor, según el Apóstol, reside en poder anunciar el Evangelio. Poder ser dispensadores de las Palabras y del Amor de Dios, ser colaboradores y apóstoles de Jesucristo.
«¡Ay de mí si no evangelizare!».
Queridos educadores en la fe: Sea Cristo la recompensa por vuestras fatigas, cumplidas con desinterés y magnanimidad en todas las Iglesias de España. Que esta fatiga produzca cosechas de ciento por uno. Así lo pido a la Virgen de las Angustias, Patrona de Granada.
San Juan Pablo II
Homilía del 5 de noviembre de 1982
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
“PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO”
I. Acercarse a Él con toda confianza
2777 En la liturgia romana, se invita a la asamblea eucarística a rezar el Padre Nuestro con una audacia filial; las liturgias orientales usan y desarrollan expresiones análogas: “Atrevernos con toda confianza”, “Haznos dignos de”. Ante la zarza ardiendo, se le dijo a Moisés: “No te acerques aquí. Quita las sandalias de tus pies” (Ex 3, 5). Este umbral de la santidad divina, sólo lo podía franquear Jesús, el que “después de llevar a cabo la purificación de los pecados” (Hb 1, 3), nos introduce en presencia del Padre: “Hénos aquí, a mí y a los hijos que Dios me dio” (Hb 2, 13):
«La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo, no nos empujasen a proferir este grito: “Abbá, Padre” (Rm 8, 15) … ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto?» (San Pedro Crisólogo, Sermón 71, 3).
2778 Este poder del Espíritu que nos introduce en la Oración del Señor se expresa en las liturgias de Oriente y de Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana: parrhesia, simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado (cf Ef 3, 12; Hb 3, 6; 4, 16; 10, 19; 1 Jn 2,28; 3, 21; 5, 14).
2779 Antes de hacer nuestra esta primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas de “este mundo”. La humildad nos hace reconocer que “nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”, es decir “a los pequeños” (Mt 11, 25-27). La purificación del corazón concierne a imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre transciende las categorías del mundo creado. Transferir a Él, o contra Él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado:
«La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre» (Tertuliano, De oratione, 3, 1).
2780 Podemos invocar a Dios como “Padre” porque Él nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace conocer. Lo que el hombre no puede concebir ni los poderes angélicos entrever, es decir, la relación personal del Hijo hacia el Padre (cf Jn 1, 1), he aquí que el Espíritu del Hijo nos hace participar de esta relación a quienes creemos que Jesús es el Cristo y que hemos nacido de Dios (cf 1 Jn 5, 1).
2781 Cuando oramos al Padre estamos en comunión con Él y con su Hijo, Jesucristo (cf 1 Jn1, 3). Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva. La primera palabra de la Oración del Señor es una bendición de adoración, antes de ser una imploración. Porque la Gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos como “Padre”, Dios verdadero. Le damos gracias por habernos revelado su Nombre, por habernos concedido creer en Él y por haber sido habitados por su presencia.
2782 Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida al adoptarnos como hijos suyos en su Hijo único: por el Bautismo nos incorpora al Cuerpo de su Cristo, y, por la Unción de su Espíritu que se derrama desde la Cabeza a los miembros, hace de nosotros “cristos”:
«Dios, en efecto, que nos ha destinado a la adopción de hijos, nos ha conformado con el Cuerpo glorioso de Cristo. Por tanto, de ahora en adelante, como participantes de Cristo, sois llamados “cristos” con todo derecho» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicae, 3, 1).
«El hombre nuevo, que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia, dice primero: “¡Padre!”, porque ha sido hecho hijo» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 9).
2783 Así pues, por la Oración del Señor, hemos sido revelados a nosotros mismos al mismo tiempo que nos ha sido revelado el Padre (cf GS 22):
«Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tú bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo, te has convertido en buen hijo […] Eleva, pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro […] Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo» (San Ambrosio, De sacramentis, 5, 19).
2784 Este don gratuito de la adopción exige por nuestra parte una conversión continua y una vida nueva. Orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales:
El deseo y la voluntad de asemejarnos a él. Creados a su imagen, la semejanza se nos ha dado por gracia y tenemos que responder a ella.
«Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios “Padre nuestro”, de que debemos comportarnos como hijos de Dios» (San Cipriano de Cartago, De Dominica oratione, 11).
«No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial» (San Juan Crisóstomo, De angusta porta et in Oratione dominicam, 3).
«Es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma» (San Gregorio de Nisa, Homiliae in Orationem dominicam, 2).
2785 Un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños (cf Mt 18, 3); porque es a “los pequeños” a los que el Padre se revela (cf Mt 11, 25):
«Es una mirada a Dios y sólo a Él, un gran fuego de amor. El alma se hunde y se abisma allí en la santa dilección y habla con Dios como con su propio Padre, muy familiarmente, en una ternura de piedad en verdad entrañable» (San Juan Casiano, Conlatio 9, 18).
«Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración […] y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir […] ¿Qué puede Él, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?» (San Agustín, De sermone Domini in monte, 2, 4, 16).
2786 Padre “nuestro” se refiere a Dios. Este adjetivo, por nuestra parte, no expresa una posesión, sino una relación totalmente nueva con Dios.
2787 Cuando decimos Padre “nuestro”, reconocemos ante todo que todas sus promesas de amor anunciadas por los profetas se han cumplido en la nueva y eterna Alianza en Cristo: hemos llegado a ser “su Pueblo” y Él es desde ahora en adelante “nuestro Dios”. Esta relación nueva es una pertenencia mutua dada gratuitamente: por amor y fidelidad (cf Os 2, 21-22; 6, 1-6) tenemos que responder a la gracia y a la verdad que nos han sido dadas en Jesucristo (cf Jn 1, 17).
2788 Como la Oración del Señor es la de su Pueblo en los “últimos tiempos”, ese “nuestro” expresa también la certeza de nuestra esperanza en la última promesa de Dios: en la nueva Jerusalén dirá al vencedor: “Yo seré su Dios y él será mi hijo” (Ap 21, 7).
2789 Al decir Padre “nuestro”, es al Padre de nuestro Señor Jesucristo a quien nos dirigimos personalmente. No dividimos la divinidad, ya que el Padre es su “fuente y origen”, sino confesamos que eternamente el Hijo es engendrado por Él y que de Él procede el Espíritu Santo. No confundimos de ninguna manera las Personas, ya que confesamos que nuestra comunión es con el Padre y su Hijo, Jesucristo, en su único Espíritu Santo. La Santísima Trinidad es consubstancial e indivisible. Cuando oramos al Padre, le adoramos y le glorificamos con el Hijo y el Espíritu Santo.
2790 Gramaticalmente, “nuestro” califica una realidad común a varios. No hay más que un solo Dios y es reconocido Padre por aquéllos que, por la fe en su Hijo único, han renacido de Él por el agua y por el Espíritu (cf 1 Jn 5, 1; Jn 3, 5). La Iglesia es esta nueva comunión de Dios y de los hombres: unida con el Hijo único hecho “el primogénito de una multitud de hermanos” (Rm 8, 29) se encuentra en comunión con un solo y mismo Padre, en un solo y mismo Espíritu (cf Ef 4, 4-6). Al decir Padre “nuestro”, la oración de cada bautizado se hace en esta comunión: “La multitud […] de creyentes no tenía más que un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32).
2791 Por eso, a pesar de las divisiones entre los cristianos, la oración al Padre “nuestro” continúa siendo un bien común y un llamamiento apremiante para todos los bautizados. En comunión con Cristo por la fe y el Bautismo, los cristianos deben participar en la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos (cf UR 8; 22).
2792 Por último, si recitamos en verdad el “Padre nuestro”, salimos del individualismo, porque de él nos libera el Amor que recibimos. El adjetivo “nuestro” al comienzo de la Oración del Señor, así como el “nosotros” de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en verdad (cf Mt 5, 23-24; 6, 14-16), debemos superar nuestras divisiones y los conflictos entre nosotros.
2793 Los bautizados no pueden rezar al Padre “nuestro” sin llevar con ellos ante Él todos aquellos por los que el Padre ha entregado a su Hijo amado. El amor de Dios no tiene fronteras, nuestra oración tampoco debe tenerla (cf. NA 5). Orar a “nuestro” Padre nos abre a dimensiones de su Amor manifestado en Cristo: orar con todos los hombres y por todos los que no le conocen aún para que “estén reunidos en la unidad” (Jn 11, 52). Esta solicitud divina por todos los hombres y por toda la creación ha inspirado a todos los grandes orantes: tal solicitud debe ensanchar nuestra oración en un amor sin límites cuando nos atrevemos a decir Padre “nuestro”.
2794 Esta expresión bíblica no significa un lugar [“el espacio”] sino una manera de ser; no el alejamiento de Dios sino su majestad. Dios Padre no está “en esta o aquella parte”, sino “por encima de todo” lo que, acerca de la santidad divina, puede el hombre concebir. Como es tres veces Santo, está totalmente cerca del corazón humilde y contrito:
«Con razón, estas palabras “Padre nuestro que estás en el Cielo” hay que entenderlas en relación al corazón de los justos en el que Dios habita como en su templo. Por eso también el que ora desea ver que reside en él Aquel a quien invoca» (San Agustín, De sermone Dominici in monte, 2, 5, 18).
«El “cielo” bien podía ser también aquéllos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicae, 5, 11).
2795 El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es, por tanto, nuestra “patria”. De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo “ha bajado del cielo”, solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13).
2796 Cuando la Iglesia ora diciendo “Padre nuestro que estás en el cielo”, profesa que somos el Pueblo de Dios “sentado en el cielo, en Cristo Jesús” (Ef 2, 6), “ocultos con Cristo en Dios” (Col 3, 3), y, al mismo tiempo, “gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial” (2 Co 5, 2; cf Flp 3, 20; Hb 13, 14):
«Los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo» (Epistula ad Diognetum, 5, 8-9).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Imitar el modelo de evangelización de María: una fe recia, una esperanza viva y una caridad ardiente.
Diálogo con Cristo
Gracias, Espíritu Santo, por tus dones de entendimiento, sabiduría y ciencia. Permite que, siguiendo el ejemplo de Maria, los use para el bien, no para encerrarme en mi orgullo, autosuficiencia o soberbia, queriendo depender de mí mismo en vez de abandonarme en la misericordia de tu amor, con la confianza con que un niño se sosiega en los brazos de sus padres.
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