Evangelio del día: La alegría que nadie les podrá quitar

Evangelio del día: La alegría que nadie les podrá quitar

Juan 16, 20-23. Viernes de la 6.ª semana del Tiempo de Pascua. Ser cristiano significa tener la alegría de pertenecer totalmente a Cristo.

En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo. También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar. Aquél día no me harán más preguntas. Les aseguro que todo lo que pidan al Padre, él se lo concederá en mi Nombre».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 18, 9-18

Salmo: Sal 47(46), 2-7

Oración introductoria

Señor, creo en Ti, espero y confío en tu gran misericordia y amor, por eso te suplico que esta oración me lleve a descubrir tu providencia en todos los sucesos de mi vida.

Petición

Jesús, que no me falte nunca la fe, el amor, la esperanza, para gustar la verdadera alegría, que nace del amor y de la fidelidad a Ti.

Meditación del Santo Padre Francisco

Ser cristiano significa tener la alegría de pertenecer totalmente a Cristo, «único esposo de la Iglesia», e ir al encuentro de Él igual que se va a una fiesta de bodas. Así que la alegría y la conciencia de la centralidad de Cristo son las dos actitudes que los cristianos deben cultivar en la cotidianidad. Lo recordó el Papa Francisco en la homilía de la misa que celebró el viernes 6 de septiembre, por la mañana, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.

La reflexión del Santo Padre partió del episodio evangélico propuesto por la liturgia, en el que el evangelista Lucas narra la confrontación entre Jesús, los fariseos y los escribas por el hecho de que los discípulos que están con Él comen y beben mientras los demás hacen ayuno (Lucas 5, 33-39). El Pontífice explicó lo que Jesús, en su respuesta a los escribas, quiere hacer entender. Él se presenta como esposo. La Iglesia es la esposa.

Con su respuesta a los escribas, como especificó el Pontífice, «el Señor dice que cuando está el esposo no se puede ayunar, no se puede estar triste. El Señor aquí hace ver la relación entre Él y la Iglesia como bodas». De aquí «el motivo más profundo por el que la Iglesia custodia tanto el sacramento del matrimonio. Y lo llama sacramento grande porque es precisamente la imagen de la unión de Cristo con la Iglesia». Así que, cuando se habla de bodas, «se habla de fiesta, se habla de alegría; y esto indica a nosotros, cristianos, una actitud»: cuando encuentra a Jesucristo y comienza a vivir según el Evangelio, el cristiano debe hacerlo con alegría.

Naturalmente, añadió el Pontífice, «hay momentos de cruz, momentos de dolor, pero está siempre ese sentido de paz profunda. ¿Por qué? La vida cristiana se vive como fiesta, como las bodas de Jesús con la Iglesia». Y aquí el Santo Padre recordó cómo los primeros mártires cristianos afrontaban el martirio como si fueran a las bodas; también en aquel momento tenían el corazón alegre. Por lo tanto, la primera actitud del cristiano que encuentra a Jesús, repitió el Papa, es semejante a la de la Iglesia que se une como esposa a Jesús. «Y al final del mundo —continuó— será la fiesta definitiva, cuando la nueva Jerusalén se vista como una esposa».

Para explicar la segunda actitud, el Santo Padre recordó la parábola de las bodas del hijo del rey (Mateo 22, 1-14; Lucas 14, 16-24). «Algunos —evocó— estaban tan ocupados en los asuntos de la vida que no podían ir a esa fiesta. Y el Señor, el rey, dijo: id a los cruces de los caminos y traed a todos, los viajeros, los pobres, los enfermos, los leprosos y también los pecadores, traed a todos. Buenos y malos. Todos están invitados a la fiesta. Y la fiesta empezó. Pero después el rey vio a uno que no tenía vestido nupcial. Cierto, nos surge preguntarnos: «padre, ¡pero cómo!: ¿son traídos de los cruces de los caminos y después se pide vestido nupcial? ¿Qué significa esto?». Es sencillísimo: Dios nos pide sólo una cosa para entrar en la fiesta, la totalidad». El Papa Francisco aclaró: «El esposo es el más importante; el esposo llena todo. Y esto nos lleva a la primera lectura (Colosenses 1, 15-20), que nos habla fuertemente de la totalidad de Jesús. Primogénito de toda la creación, en Él fueron creadas todas las cosas y fueron creadas por medio de Él y en vista de Él; porque Él es el centro de todas las cosas. Él es también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. Él es principio. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad para que en Él sean reconciliadas todas las cosas».

Esta imagen permite entender —prosiguió el Santo Padre— que Él es «todo», es «único»: es «el único esposo». Y, por lo tanto, si la primera actitud del cristiano «es la fiesta, la segunda actitud es reconocerle como único. Y quien no le reconoce no tiene el vestido para ir a la fiesta, para ir a las bodas». Si Jesús nos pide este reconocimiento es porque Él como esposo «es fiel, siempre fiel. Y nos pide la fidelidad». No se puede servir a dos señores: «O se sirve al Señor —recordó el Papa— o se sirve al mundo».

Así pues, es tal «la segunda actitud cristiana: reconocer a Jesús como el todo, como el centro, la totalidad», aunque existirá siempre la tentación de rechazar esta «novedad del Evangelio, este vino nuevo». Es necesario por ello acoger la novedad del Evangelio, porque «los odres viejos no pueden llevar el vino nuevo». Jesús es el esposo de la Iglesia, que ama a la Iglesia y que da su vida por la Iglesia. Él organiza una gran «fiesta de bodas. Jesús nos pide la alegría de la fiesta. La alegría de ser cristianos». Pero nos pide también ser totalmente suyos; sin embargo si mantenemos actitudes o hacemos cosas que no se corresponden con este ser totalmente suyos, «no pasa nada: arrepintámonos, pidamos perdón y vayamos adelante» —concluyó—, sin cansarnos de «pedir la gracia de ser alegres».

Santo Padre Francisco: La gracia de la alegría

Homilía del viernes, 6 de septiembre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

IV. La santidad cristiana

2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).

2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):

«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).

2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).

 2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Al enfrentar una dificultad, pediré ayuda a Dios en vez de confiar sólo en mis propias fuerzas.

Diálogo con Cristo

Señor, lo único que hace triunfar el mal es la desconfianza, el abatimiento ante los problemas, olvidando que Tú eres el Creador, el Dueño y Señor de la vida. Por eso puedo vivir la alegría en el dolor, porque por la fe y la esperanza, sé que todo tiene un sentido y que Tú nunca me dejas en el sufrimiento, y el mal y la injusticia nunca tienen la última palabra. ¡Gracias, Padre bueno, por la fidelidad de tu amor!

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

Evangelio del día en «Orden de Predicadores»

Evangelio del día en «Evangeli.net»

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Evangelio del día: La alegría que nadie les podrá quitar

Evangelio del día: La alegría que nadie les podrá quitar

Juan 16, 20-23. Viernes de la 6.ª semana del Tiempo de Pascua. Ser cristiano significa tener la alegría de pertenecer totalmente a Cristo.

En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar; el mundo, en cambio, se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo. También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar. Aquél día no me harán más preguntas. Les aseguro que todo lo que pidan al Padre, él se lo concederá en mi Nombre».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 18, 9-18

Salmo: Sal 47(46), 2-7

Oración introductoria

Señor, creo en Ti, espero y confío en tu gran misericordia y amor, por eso te suplico que esta oración me lleve a descubrir tu providencia en todos los sucesos de mi vida.

Petición

Jesús, que no me falte nunca la fe, el amor, la esperanza, para gustar la verdadera alegría, que nace del amor y de la fidelidad a Ti.

Meditación del Santo Padre Francisco

Ser cristiano significa tener la alegría de pertenecer totalmente a Cristo, «único esposo de la Iglesia», e ir al encuentro de Él igual que se va a una fiesta de bodas. Así que la alegría y la conciencia de la centralidad de Cristo son las dos actitudes que los cristianos deben cultivar en la cotidianidad. Lo recordó el Papa Francisco en la homilía de la misa que celebró el viernes 6 de septiembre, por la mañana, en la capilla de la Domus Sanctae Marthae.

La reflexión del Santo Padre partió del episodio evangélico propuesto por la liturgia, en el que el evangelista Lucas narra la confrontación entre Jesús, los fariseos y los escribas por el hecho de que los discípulos que están con Él comen y beben mientras los demás hacen ayuno (Lucas 5, 33-39). El Pontífice explicó lo que Jesús, en su respuesta a los escribas, quiere hacer entender. Él se presenta como esposo. La Iglesia es la esposa.

Con su respuesta a los escribas, como especificó el Pontífice, «el Señor dice que cuando está el esposo no se puede ayunar, no se puede estar triste. El Señor aquí hace ver la relación entre Él y la Iglesia como bodas». De aquí «el motivo más profundo por el que la Iglesia custodia tanto el sacramento del matrimonio. Y lo llama sacramento grande porque es precisamente la imagen de la unión de Cristo con la Iglesia». Así que, cuando se habla de bodas, «se habla de fiesta, se habla de alegría; y esto indica a nosotros, cristianos, una actitud»: cuando encuentra a Jesucristo y comienza a vivir según el Evangelio, el cristiano debe hacerlo con alegría.

Naturalmente, añadió el Pontífice, «hay momentos de cruz, momentos de dolor, pero está siempre ese sentido de paz profunda. ¿Por qué? La vida cristiana se vive como fiesta, como las bodas de Jesús con la Iglesia». Y aquí el Santo Padre recordó cómo los primeros mártires cristianos afrontaban el martirio como si fueran a las bodas; también en aquel momento tenían el corazón alegre. Por lo tanto, la primera actitud del cristiano que encuentra a Jesús, repitió el Papa, es semejante a la de la Iglesia que se une como esposa a Jesús. «Y al final del mundo —continuó— será la fiesta definitiva, cuando la nueva Jerusalén se vista como una esposa».

Para explicar la segunda actitud, el Santo Padre recordó la parábola de las bodas del hijo del rey (Mateo 22, 1-14; Lucas 14, 16-24). «Algunos —evocó— estaban tan ocupados en los asuntos de la vida que no podían ir a esa fiesta. Y el Señor, el rey, dijo: id a los cruces de los caminos y traed a todos, los viajeros, los pobres, los enfermos, los leprosos y también los pecadores, traed a todos. Buenos y malos. Todos están invitados a la fiesta. Y la fiesta empezó. Pero después el rey vio a uno que no tenía vestido nupcial. Cierto, nos surge preguntarnos: «padre, ¡pero cómo!: ¿son traídos de los cruces de los caminos y después se pide vestido nupcial? ¿Qué significa esto?». Es sencillísimo: Dios nos pide sólo una cosa para entrar en la fiesta, la totalidad». El Papa Francisco aclaró: «El esposo es el más importante; el esposo llena todo. Y esto nos lleva a la primera lectura (Colosenses 1, 15-20), que nos habla fuertemente de la totalidad de Jesús. Primogénito de toda la creación, en Él fueron creadas todas las cosas y fueron creadas por medio de Él y en vista de Él; porque Él es el centro de todas las cosas. Él es también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. Él es principio. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad para que en Él sean reconciliadas todas las cosas».

Esta imagen permite entender —prosiguió el Santo Padre— que Él es «todo», es «único»: es «el único esposo». Y, por lo tanto, si la primera actitud del cristiano «es la fiesta, la segunda actitud es reconocerle como único. Y quien no le reconoce no tiene el vestido para ir a la fiesta, para ir a las bodas». Si Jesús nos pide este reconocimiento es porque Él como esposo «es fiel, siempre fiel. Y nos pide la fidelidad». No se puede servir a dos señores: «O se sirve al Señor —recordó el Papa— o se sirve al mundo».

Así pues, es tal «la segunda actitud cristiana: reconocer a Jesús como el todo, como el centro, la totalidad», aunque existirá siempre la tentación de rechazar esta «novedad del Evangelio, este vino nuevo». Es necesario por ello acoger la novedad del Evangelio, porque «los odres viejos no pueden llevar el vino nuevo». Jesús es el esposo de la Iglesia, que ama a la Iglesia y que da su vida por la Iglesia. Él organiza una gran «fiesta de bodas. Jesús nos pide la alegría de la fiesta. La alegría de ser cristianos». Pero nos pide también ser totalmente suyos; sin embargo si mantenemos actitudes o hacemos cosas que no se corresponden con este ser totalmente suyos, «no pasa nada: arrepintámonos, pidamos perdón y vayamos adelante» —concluyó—, sin cansarnos de «pedir la gracia de ser alegres».

Santo Padre Francisco: La gracia de la alegría

Homilía del viernes, 6 de septiembre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

IV. La santidad cristiana

2012. “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman […] a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 28-30).

2013 “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48):

«Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo […] para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos» (LG 40).

2014 El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística”, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en Él, del misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.

2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:

«El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8).

 2016 Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (cf Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la “bienaventurada esperanza” de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21, 2).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Al enfrentar una dificultad, pediré ayuda a Dios en vez de confiar sólo en mis propias fuerzas.

Diálogo con Cristo

Señor, lo único que hace triunfar el mal es la desconfianza, el abatimiento ante los problemas, olvidando que Tú eres el Creador, el Dueño y Señor de la vida. Por eso puedo vivir la alegría en el dolor, porque por la fe y la esperanza, sé que todo tiene un sentido y que Tú nunca me dejas en el sufrimiento, y el mal y la injusticia nunca tienen la última palabra. ¡Gracias, Padre bueno, por la fidelidad de tu amor!

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Evangelio del día: Verdadera alegría de los discípulos

Evangelio del día: Verdadera alegría de los discípulos

Lucas 10, 17-24. Sábado de la 26.ª semana del Tiempo Ordinario. El protagonista es uno solo, ¡es el Señor! Él es el único protagonista. Nuestra alegría es sólo esta: ser sus discípulos, sus amigos.

Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre». El les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado poder de caminar sobre serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada podrá dañarlos. No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo». En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: «¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! ¡Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron!».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Job, Job 42, 1-3.5-6.12-16 

Salmo: Sal 119(118), 66.71.75.91.125.130 

Oración introductoria

Gracias, Señor, por mostrarme el camino para llegar al Padre, permite que sea un pequeño y sea dichoso de estar cerca de Ti.

Petición

Señor, concédeme ser sencillo para buscar siempre el camino que me lleve a Ti.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

[…] El Evangelio de este [día] nos habla precisamente […] del hecho de que Jesús no es un misionero aislado, no quiere realizar solo su misión, sino que implica a sus discípulos. Y hoy vemos que, además de los Doce apóstoles, llama a otros setenta y dos, y les manda a las aldeas, de dos en dos, a anunciar que el Reino de Dios está cerca. ¡Esto es muy hermoso! Jesús no quiere obrar solo, vino a traer al mundo el amor de Dios y quiere difundirlo con el estilo de la comunión, con el estilo de la fraternidad. Por ello forma inmediatamente una comunidad de discípulos, que es una comunidad misionera. Inmediatamente los entrena para la misión, para ir.

Pero atención: el fin no es socializar, pasar el tiempo juntos, no, la finalidad es anunciar el Reino de Dios, ¡y esto es urgente! También hoy es urgente. No hay tiempo que perder en habladurías, no es necesario esperar el consenso de todos, hay que ir y anunciar. La paz de Cristo se lleva a todos, y si no la acogen, se sigue igualmente adelante. A los enfermos se lleva la curación, porque Dios quiere curar al hombre de todo mal. ¡Cuántos misioneros hacen esto! Siembran vida, salud, consuelo en la periferias del mundo. ¡Qué bello es esto! No vivir para sí mismo, no vivir para sí misma, sino vivir para ir a hacer el bien. Hay tantos jóvenes hoy en la Plaza: pensad en esto, preguntaos: ¿Jesús me llama a ir, a salir de mí para hacer el bien? A vosotros, jóvenes, a vosotros muchachos y muchachas os pregunto: vosotros, ¿sois valientes para esto, tenéis la valentía de escuchar la voz de Jesús? ¡Es hermoso ser misioneros! Ah, ¡lo hacéis bien! ¡Me gusta esto!

Estos setenta y dos discípulos, que Jesús envía delante de Él, ¿quiénes son? ¿A quién representan? Si los Doce son los Apóstoles, y por lo tanto representan también a los obispos, sus sucesores, estos setenta y dos pueden representar a los demás ministros ordenados, presbíteros y diáconos; pero en sentido más amplio podemos pensar en los demás ministerios en la Iglesia, en los catequistas, los fieles laicos que se comprometen en las misiones parroquiales, en quien trabaja con los enfermos, con las diversas formas de necesidad y de marginación; pero siempre como misioneros del Evangelio, con la urgencia del Reino que está cerca. Todos deben ser misioneros, todos pueden escuchar la llamada de Jesús y seguir adelante y anunciar el Reino.

Dice el Evangelio que estos setenta y dos regresaron de su misión llenos de alegría, porque habían experimentado el poder del Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo confirma: a estos discípulos Él les da la fuerza para vencer al maligno. Pero agrega: «No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo» (Lc 10, 20). No debemos gloriarnos como si fuésemos nosotros los protagonistas: el protagonista es uno solo, ¡es el Señor! Protagonista es la gracia del Señor. Él es el único protagonista. Nuestra alegría es sólo esta: ser sus discípulos, sus amigos. Que la Virgen nos ayude a ser buenos obreros del Evangelio.

Queridos amigos, ¡la alegría! No tengáis miedo de ser alegres. No tengáis miedo a la alegría. La alegría que nos da el Señor cuando lo dejamos entrar en nuestra vida, dejemos que Él entre en nuestra vida y nos invite a salir de nosotros a las periferias de la vida y anunciar el Evangelio. No tengáis miedo a la alegría. ¡Alegría y valentía!

Santo Padre Francisco

Ángelus del domingo, 7 de julio de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 11, 25-30 y Lc 10, 21-22) nos transmitieron una «joya» de la oración de Jesús, que se suele llamar Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Se trata de una oración de reconocimiento y de alabanza, como hemos escuchado. En el original griego de los Evangelios, el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como «te doy gracias» (Mt 11, 25 y Lc 10, 21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas: la primera es «reconocer hasta el fondo» —por ejemplo, Juan Bautista pedía a quien acudía a él para bautizarse que reconociera hasta el fondo sus propios pecados (cf. Mt 3, 6)—; la segunda es «estar de acuerdo». Por tanto, la expresión con la que Jesús inicia su oración contiene su reconocer hasta el fondo, plenamente, la acción de Dios Padre, y, juntamente, su estar en total, consciente y gozoso acuerdo con este modo de obrar, con el proyecto del Padre. El Himno de júbilo es la cumbre de un un camino de oración en el que emerge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo y se manifiesta su filiación divina.

Jesús se dirige a Dios llamándolo «Padre». Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de ser «el Hijo», en íntima y constante comunión con él, y este es el punto central y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Jesús, por tanto, afirma que sólo «el Hijo» conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas —como experimentamos todos en nuestras relaciones humanas— comporta una comunión, un vínculo interior, a nivel más o menos profundo, entre quien conoce y quien es conocido: no se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en toda su oración, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con él: sólo estando en comunión con el otro comienzo a conocerlo; y lo mismo sucede con Dios: sólo puedo conocerlo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión con él. Por lo tanto, el verdadero conocimiento está reservado al Hijo, al Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18), en perfecta unidad con él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, al estar en íntima comunión del ser; sólo el Hijo puede revelar verdaderamente quién es Dios.

Al nombre «Padre» le sigue un segundo título, «Señor del cielo y de la tierra». Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). Orando, él remite a la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto de la creación. Jesús se inserta en esta historia de amor, es su cumbre y su plenitud. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura queda iluminada y revive en su más completa amplitud: anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero a través de la expresión «Señor del cielo y de la tierra» podemos también reconocer cómo en Jesús, el Revelador del Padre, se abre nuevamente al hombre la posibilidad de acceder a Dios.

Hagámonos ahora la pregunta: ¿a quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al comienzo del Himno Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es mantener estas cosas ocultas a los doctos y los sabios y revelarlas a los pequeños (cf. Lc 10, 21). En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene un corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no tiene lugar según la lógica terrena, para la cual son los hombres cultos y poderosos los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios ha usado un estilo muy diferente: los destinatarios de su comunicación han sido precisamente los «pequeños». Esta es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo. Dice el Catecismo de la Iglesia católica: «Su conmovedor «¡Sí, Padre!» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el «Fiat» de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al «misterio de la voluntad» del Padre (Ef 1, 9)» (n. 2603). De aquí deriva la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»: junto con Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, llegando así a ser sus hijos también nosotros. Jesús, por lo tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos aquellos que el Padre quiere hacer partícipes de él; y aquellos que acogen este don son los «pequeños».

Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez» que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de la montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, ni siquiera de Dios.

Es interesante también señalar la ocasión en la que Jesús prorrumpe en este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo es la alegría porque, no obstante las oposiciones y los rechazos, hay «pequeños» que acogen su palabra y se abren al don de la fe en él. El Himno de júbilo, en efecto, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan Bautista, uno de los «pequeños» que reconocieron el obrar de Dios en Cristo Jesús (cf. Mt 11, 2-19), y el reproche por la incredulidad de las ciudades del lago «donde había hecho la mayor parte de sus milagros» (cf. Mt 11, 20-24). Mateo, por tanto, ve el júbilo en relación con las expresiones con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y la de su acción: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: lo ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt 11, 4-6).

También san Lucas presenta el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los «setenta y dos discípulos» (Lc 10, 1) y ellos partieron con una sensación de temor por el posible fracaso de su misión. Lucas subraya también el rechazo que encontró el Señor en las ciudades donde predicó y realizó signos prodigiosos. Pero los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría, porque su misión tuvo éxito. Constataron que, con el poder de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte su satisfacción: «en aquella hora» (Lc 20, 21), en aquel momento se llenó de alegría.

Hay otros dos elementos que quiero destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con la anotación: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21). Jesús se alegra partiendo desde el interior de sí mismo, desde lo más profundo de sí: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita también a nosotros a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque —como afirma el apóstol Pablo— «(Nosotros) no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables… según Dios» (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo, encontramos uno de los llamamientos más apremiantes de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Jesús pide que se acuda a él, que es la verdadera sabiduría, a él que es «manso y humilde de corazón»; propone «su yugo», el camino de la sabiduría del Evangelio que no es una doctrina para aprender o una propuesta ética, sino una Persona a quien seguir: él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.

Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado por un momento la riqueza de esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu, podemos dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, «Abbà». Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de los «pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos, sino que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle. La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así alivio en el cansancio de nuestro camino. Gracias.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 7 de diciembre de 2011

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. Los fieles cristianos laicos

897 «Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan a su manera de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo» (LG 31).

La vocación de los laicos

898 «Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios […] A ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor» (LG 31).

899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia:

«Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia» (Pío XII, Discurso a los cardenales recién creados, 20 de febrero de 1946; citado por Juan Pablo II en CL 9).

900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).

La participación de los laicos en la misión sacerdotal de Cristo

901 «Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios» (LG 34; cf. LG 10).

902 De manera particular, los padres participan de la misión de santificación «impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos» (CIC, can. 835, 4).

903 Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito (cf. CIC, can. 230, 1). «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el Bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho» (CIC, can. 230, 3).

Su participación en la misión profética de Cristo

904 «Cristo […] realiza su función profética no sólo a través de la jerarquía […] sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra» (LG 35).

«Enseñar a alguien […] para traerlo a la fe […] es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Santo Tomás de Aquino, S. Th.  3, q. 71, a.4, ad 3).

905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra». En los laicos, «esta evangelización […] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (LG 35):

«Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes […] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15).

906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1).

907 «Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (CIC, can. 212, 3).

Su participación en la misión real de Cristo

908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, «para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado» (LG 36):

«El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII, 14, 30: PL 15, 1476).

909 «Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas» (LG 36).

910 «Los seglares […] también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles» (EN 73).

911 En la Iglesia, en el ejercicio de la potestad de régimen «los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho» (CIC, can. 129, 2). Así, con su presencia en los concilios particulares (can. 443, 4), los sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los consejos pastorales (can. 511; 536); en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 536); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc.

912 Los fieles han de «aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios» (LG 36).

913 «Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma `según la medida del don de Cristo'» (LG33).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Alegrarme con Jesús al hacer el bien en esta tierra, y saber que son méritos para el cielo.

Diálogo con Cristo

Ser cristiano es más que simplemente evitar el mal. Redescubrir la fe es lo que su S.S. Benedicto XVI pide en este ya próximo Año de la Fe, para que no sólo crea, sino que viva y trasmita el amor de Cristo. Te doy gracias, Señor, porque esta oración provoca mi anhelo de corresponder a tu amor con una vida santa. Ayúdame a vivir amando a los demás, por Ti, desde Ti y como Tú me has enseñado.

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Evangelio del día en «Catholic.net»

Evangelio del día en «Evangelio del día»

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Evangelio del día: Adviento, la espera de la alegría

Evangelio del día: Adviento, la espera de la alegría

Lucas 3, 10-18. Tercer III Domingo del Tiempo de Adviento. El corazón del hombre desea la alegría. Todos deseamos la alegría, cada familia, cada pueblo aspira a la felicidad. ¿Pero cuál es la alegría que el cristiano está llamado a vivir y testimoniar? Es la que viene de la cercanía de Dios, de su presencia en nuestra vida.

La gente le preguntaba [a Juan]: «¿Qué debemos hacer entonces?». El les respondía: «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto». Algunos publicanos vinieron también a hacer bautizar y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El les respondió: «No exijan más de lo estipulado». A su vez, unos soldados le preguntaron: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?». Juan les respondió: «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo». Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible». Y por medio de muchas otras exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Noticia.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Sofonías, Sof 3, 14-18a

Salmo (tomado del Libro de Isaías): Is 12, 2-6

Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Filipenses, Flp 4, 4-7

Oración introductoria

A medida que se aproxima la Navidad deseo seguir más profundamente tu ejemplo de humildad haciéndome pequeño ante los demás. Por eso, como los discípulos de Juan, yo te pregunto en esta oración, Señor y Dios mío, ¿qué debo hacer?

Petición

Señor, dame la gracia para crecer en la virtud que más necesito cultivar.

Meditación del Santo Padre Francisco

Queridos hermanos y hermanas,

queridos niños, queridos jóvenes, ¡buenos días!

Desde ya hace dos semanas el Tiempo de Adviento nos invita a la vigilancia espiritual para preparar el camino al Señor que viene. En este tercer domingo la liturgia nos propone otra actitud interior con la cual vivir esta espera del Señor, es decir, la alegría. La alegría de Jesús, como dice ese cartel: «Con Jesús la alegría está en casa». Esto es, nos propone la alegría de Jesús.

El corazón del hombre desea la alegría. Todos deseamos la alegría, cada familia, cada pueblo aspira a la felicidad. ¿Pero cuál es la alegría que el cristiano está llamado a vivir y testimoniar? Es la que viene de la cercanía de Dios, de su presencia en nuestra vida. Desde que Jesús entró en la historia, con su nacimiento en Belén, la humanidad recibió un brote del reino de Dios, como un terreno que recibe la semilla, promesa de la cosecha futura. ¡Ya no es necesario buscar en otro sitio! Jesús vino a traer la alegría a todos y para siempre. No se trata de una alegría que sólo se puede esperar o postergar para el momento que llegue el paraíso: aquí en la tierra estamos tristes pero en el paraíso estaremos alegres. ¡No! No es esta, sino una alegría que ya es real y posible de experimentar ahora, porque Jesús mismo es nuestra alegría, y con Jesús la alegría está en casa, como dice ese cartel vuestro: con Jesús la alegría está en casa. Todos, digámoslo: «Con Jesús la alegría está en casa». Otra vez: «Con Jesús la alegría está en casa». Y sin Jesús, ¿hay alegría? ¡No! ¡Geniales! Él está vivo, es el Resucitado, y actúa en nosotros y entre nosotros, especialmente con la Palabra y los Sacramentos.

Todos nosotros bautizados, hijos de la Iglesia, estamos llamados a acoger siempre de nuevo la presencia de Dios en medio de nosotros y ayudar a los demás a descubrirla, o a redescubrirla si la olvidaron. Se trata de una misión hermosa, semejante a la de Juan el Bautista: orientar a la gente a Cristo —¡no a nosotros mismos!— porque Él es la meta a quien tiende el corazón del hombre cuando busca la alegría y la felicidad.

También san Pablo, en la liturgia de hoy, indica las condiciones para ser «misioneros de la alegría»: rezar con perseverancia, dar siempre gracias a Dios, cooperando con su Espíritu, buscar el bien y evitar el mal (cf. 1 Ts 5, 17-22). Si este será nuestro estilo de vida, entonces la Buena Noticia podrá entrar en muchas casas y ayudar a las personas y a las familias a redescubrir que en Jesús está la salvación. En Él es posible encontrar la paz interior y la fuerza para afrontar cada día las diversas situaciones de la vida, incluso las más pesadas y difíciles. Nunca se escuchó hablar de un santo triste o de una santa con rostro fúnebre. Nunca se oyó decir esto. Sería un contrasentido. El cristiano es una persona que tiene el corazón lleno de paz porque sabe centrar su alegría en el Señor incluso cuando atraviesa momentos difíciles de la vida. Tener fe no significa no tener momentos difíciles sino tener la fuerza de afrontarlos sabiendo que no estamos solos. Y esta es la paz que Dios dona a sus hijos.

Con la mirada orientada hacia la Navidad ya cercana, la Iglesia nos invita a testimoniar que Jesús no es un personaje del pasado; Él es la Palabra de Dios que hoy sigue iluminando el camino del hombre; sus gestos —los sacramentos— son la manifestación de la ternura, del consuelo y del amor del Padre hacia cada ser humano. Que la Virgen María, «Causa de nuestra alegría», nos haga cada vez más alegres en el Señor, que viene a liberarnos de muchas esclavitudes interiores y exteriores.

Santo Padre Francisco

III Domingo de Adviento «Gaudete», 14 de diciembre de 2014

Propósito

Si queremos hacer algo por los demás, comencemos por aquí. Regalemos a nuestro prójimo una hermosa y sincera sonrisa siempre que podamos, a todos sin excepción y en todas las circunstancias. También a aquellos que no nos simpatizan o tal vez nos han herido o hecho algún mal. También cuando estemos cansados o totalmente agotados. Este gesto tan sencillo, de verdadera alegría y de amor, puede ser también un hermoso regalo de Navidad. ¡Sonríe, descubre a los demás cuánto los ama Dios! Y ten la seguridad de que el Niño Jesús te lo pagará.

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