Catequesis sobre San Cirilo de Alejandría

Catequesis sobre San Cirilo de Alejandría

Queridos hermanos y hermanas:

También hoy, continuando nuestro camino siguiendo las huellas de los Padres de la Iglesia, nos encontramos con una gran figura:  san Cirilo de Alejandría. Vinculado a la controversia cristológica que llevó al concilio de Éfeso del año 431 y último representante de relieve de la tradición alejandrina, san Cirilo fue definido más tarde en el Oriente griego como «custodio de la exactitud» —que quiere decir custodio de la verdadera fe— e incluso como «sello de los Padres». Estas antiguas expresiones manifiestan muy bien un dato que, de hecho, es característico de Cirilo, es decir, la constante referencia del obispo de Alejandría a los autores eclesiásticos precedentes (entre éstos sobre todo a Atanasio) con el objetivo de mostrar la continuidad de la propia teología con la tradición. Se insertó voluntaria y explícitamente en la tradición de la Iglesia, en la que reconocía la garantía de continuidad con los Apóstoles y con Cristo mismo.

Venerado como santo tanto en Oriente como en Occidente, en 1882 san Cirilo fue proclamado doctor de la Iglesia por el Papa León XIII, quien al mismo tiempo atribuyó el mismo título a otro importante representante de la patrística griega:  san Cirilo de Jerusalén. Se revelaron así la atención y el amor por las tradiciones cristianas orientales de aquel Papa, que después proclamó también doctor de la Iglesia a san Juan Damasceno, mostrando así que tanto la tradición oriental como la occidental expresan la doctrina de la única Iglesia de Cristo.

Nos han llegado muy pocas noticias sobre la vida de san Cirilo antes de su elección a la importante sede de Alejandría. Cirilo, sobrino de Teófilo, que desde el año 385 rigió como obispo, con mano firme y prestigio, la diócesis de Alejandría, nació probablemente en esa misma metrópoli egipcia entre el año 370 y el 380. Pronto se encaminó hacia la vida eclesiástica y recibió una buena educación, tanto cultural como teológica. En el año 403 se encontraba en Constantinopla siguiendo a su poderoso tío y allí participó en el Sínodo conocido con el nombre de la Encina, que depuso al obispo de la ciudad, Juan (después conocido como Crisóstomo), registrando así el triunfo de la sede de Alejandría sobre su rival tradicional, Constantinopla, donde residía el emperador. Tras la muerte de su tío Teófilo, Cirilo, que aún era joven, fue elegido en el año 412 obispo de la influyente Iglesia de Alejandría, gobernándola con gran firmeza durante treinta y dos años, tratando siempre de afirmar el primado en todo el Oriente, fortalecido asimismo por los vínculos tradicionales con Roma.

Dos o tres años después, en el 417 ó 418, el obispo de Alejandría dio pruebas de realismo al recomponer la ruptura de la comunión con Constantinopla, que persistía ya desde el año 406 tras la deposición de san Juan Crisóstomo. Pero el antiguo contraste con la sede de Constantinopla volvió a encenderse diez años después, cuando en el año 428 fue elegido obispo Nestorio, un prestigioso y severo monje de formación antioquena. El nuevo obispo de Constantinopla suscitó pronto oposiciones, pues en su predicación prefería para María el título de «Madre de Cristo» (Christotokos), en lugar del de «Madre de Dios» (Theotokos), ya entonces muy querido por la devoción popular.

El motivo de esta decisión del obispo Nestorio era su adhesión a la cristología de la tradición antioquena que, para salvaguardar la importancia de la humanidad de Cristo, acababa afirmando su separación de la divinidad. De este modo no era ya verdadera la unión entre Dios y el hombre en Cristo y, por tanto, ya no se podía hablar de «Madre de Dios».

La reacción de Cirilo —entonces máximo exponente de la cristología de Alejandría, que subrayaba con fuerza la unidad de la persona de Cristo— fue casi inmediata y se desplegó con todos los medios ya a partir del año 429, enviando también algunas cartas al mismo Nestorio. En la segunda misiva (PG 77, 44-49) que le envió Cirilo, en febrero del 430, leemos una clara afirmación del deber de los pastores de preservar la fe del pueblo de Dios. Este era su criterio, por lo demás válido también para hoy:  la fe del pueblo de Dios es expresión de la tradición, es garantía de la sana doctrina. Escribe estas líneas a Nestorio:  «Es necesario exponer al pueblo la enseñanza y la interpretación de la fe de la manera más irreprensible y recordar que quien escandaliza aunque sea a uno solo de los pequeños que creen en Cristo padecerá un castigo intolerable».

En la misma carta a Nestorio —misiva que más tarde, en el año 451, sería aprobada por el concilio de Calcedonia, cuarto concilio ecuménico—, Cirilo describe con claridad su fe cristológica:  «Siendo distintas las naturalezas que se unieron en esta unidad verdadera, de ambas resultó un solo Cristo, un solo Hijo:  no en el sentido de que la diversidad de las naturalezas quedara eliminada por esta unión, sino que la divinidad y la humanidad completaron para nosotros al único Señor Jesucristo e Hijo con su inefable e inexpresable conjunción en la unidad».

Y esto es importante:  realmente la verdadera humanidad y la verdadera divinidad se unen en una sola Persona, nuestro Señor Jesucristo. Por ello, sigue diciendo el obispo de Alejandría, «profesamos un solo Cristo y Señor, no en el sentido de que adoramos al hombre junto con el Logos, para no insinuar la idea de la separación diciendo «junto», sino en el sentido de que adoramos a uno solo y al mismo, pues su cuerpo no es algo ajeno al Logos, con el que está sentado a la diestra del Padre. No están sentados a su lado dos hijos, sino uno solo unido con la propia carne».

Muy pronto el obispo de Alejandría, gracias a agudas alianzas, logró que Nestorio fuera condenado repetidamente:  por parte de la sede romana con una serie de doce anatematismos redactados por él mismo y, finalmente, por el concilio de Éfeso, en el año 431, el tercer concilio ecuménico. La asamblea, que se desarrolló con vicisitudes tumultuosas, concluyó con el primer gran triunfo de la devoción a María y con el exilio del obispo de Constantinopla que no quería reconocer a la Virgen el título de «Madre de Dios», a causa de una cristología equivocada, que ponía división en el mismo Cristo. Ahora bien, después de haber prevalecido de este modo sobre el rival y su doctrina, san Cirilo supo alcanzar ya en el año 433 una fórmula teológica de compromiso y de reconciliación con los de Antioquía. Y esto también es significativo:  por una parte se da la claridad de la doctrina de la fe, pero, por otra, la intensa búsqueda de la unidad y de la reconciliación. En los años siguientes se dedicó con todos los medios a defender y aclarar su posición teológica hasta la muerte, acaecida el 27 de junio del año 444.

Los escritos de san Cirilo —verdaderamente muy numerosos y difundidos ampliamente incluso en diferentes traducciones latinas y orientales ya durante su vida, prueba de su éxito inmediato—, son de importancia primaria para la historia del cristianismo. Son importantes sus comentarios a muchos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, entre los que destaca todo el Pentateuco, Isaías, los Salmos y los evangelios de san Juan y de san Lucas. Son de gran importancia también sus muchas obras doctrinales, en las que aparece continuamente la defensa de la fe trinitaria contra las tesis arrianas y contra las de Nestorio. La base de la enseñanza de san Cirilo es la tradición eclesiástica y, en particular, como he mencionado, los escritos de san Atanasio, su gran predecesor en la sede de Alejandría. Entre los otros escritos de san Cirilo hay que recordar finalmente los libros Contra Juliano, última gran respuesta a las polémicas anticristianas, dictada por el obispo de Alejandría probablemente en los últimos años de su vida para replicar a la obra Contra los galileos, compuesta muchos años antes, en el año 363, por el emperador que fue llamado el Apóstata por haber abandonado el cristianismo en el que había sido educado.

La fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, «una Persona que da un nuevo horizonte a la vida» (Deus caritas est, 1). San Cirilo de Alejandría fue un incansable y firme testigo de Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, subrayando sobre todo la unidad, como repite en el año 433, en la primera carta (PG 77, 228-237) al obispo Sucenso:  «Uno solo es el Hijo, uno solo el Señor Jesucristo, ya sea antes de la encarnación ya después de la encarnación. En efecto, no era un Hijo el Logos nacido de Dios Padre, y otro el nacido de la santísima Virgen; sino que creemos que precisamente Aquel que existe antes de los tiempos nació también según la carne de una mujer». Esta afirmación, más allá de su significado doctrinal, muestra que la fe en Jesús Logos nacido del Padre está también muy arraigada en la historia, pues, como afirma san Cirilo, este mismo Jesús entró en el tiempo al nacer de María, la Theotokos, y estará siempre con nosotros, según su promesa. Y esto es importante:  Dios es eterno, nació de una mujer y sigue con nosotros cada día. En esta confianza vivimos, en esta confianza encontramos el camino de nuestra vida.

Audiencia General del miércoles 3 de octubre de 2007

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San Alejandro, el gran defensor de la Divinidad de Cristo

San Alejandro, el gran defensor de la Divinidad de Cristo

San Alejandro, patriarca de Alejandría, tiene una especial significación en la historia de la Iglesia a principios del siglo IV, por haber sido el primero en descubrir y condenar la herejía de Arrio y haber iniciado la campaña contra esta herejía, que tanto preocupó a la Iglesia durante aquel siglo. A él cabe también la gloria de haber formado y asociado en el gobierno de la Iglesia alejandrina a San Atanasio, preparándose de este modo un digno sucesor, que debía ser el portavoz de la ortodoxia católica en las luchas contra el arrianismo.

Nacido Alejandro hacia el año 250, ya durante el gobierno de Pedro de Alejandría se distinguió de un modo especial en aquella Iglesia. Los pocos datos que poseemos sobre sus primeras actividades nos han sido transmitidos por los historiadores Sócrates, Sozomeno y Teodoreto de Ciro, a los que debemos añadir la interesante información de San Atanasio. Así, pues, en general, podemos afirmar que las fuentes son relativamente seguras.

El primer rasgo de su vida, en el que convienen todos los historiadores, nos lo presenta como un hombre de carácter dulce y afable, lleno siempre de un entrañable amor y caridad para con sus hermanos y en particular para con los pobres. Esta caridad, unida con un espíritu de conciliaci6n, tan conforme con los rasgos característicos de la primitiva Iglesia, proyectan una luz muy especial sobre la figura de San Alejandro de Alejandría, que conviene tener muy presente en medio de las persistentes luchas que tuvo que mantener más tarde contra la herejía; pues, viéndolo envuelto en las más duras batallas contra el arrianismo, pudiera creerse que era de carácter belicoso, intransigente y acometedor. En realidad, San Alejandro era, por inclinación natural, todo lo contrario; pero poseía juntamente una profunda estima y un claro conocimiento de la verdadera ortodoxia, unidos con un abrasado celo por la gloria de Dios y la defensa de la Iglesia, lo cual lo obligaba a sobreponerse constantemente a su carácter afable, bondadoso y caritativo, y a emprender las más duras batallas contra la herejía.

De este espíritu de caridad y conciliación, que constituyen la base fundamental de su carácter, dio bien pronto claras pruebas en su primer encuentro con Arrio. Este comenzó a manifestar su espíritu inquieto y rebelde, afiliándose al partido de los melecianos, constituido por los partidarios del obispo Melecio de Lycópolis, que mantenía un verdadero cisma frente al legítimo obispo Pedro de Alejandría. Por este motivo Arrio había sido arrojado por su obispo de la diócesis de Alejandría. Alejandro, pues, se interpuso con todo el peso de su autoridad y prestigio, y obtuvo, no sólo su readmisión en la diócesis, sino su ordenación sacerdotal por Aquillas, sucesor de Pedro en la sede de Alejandría.

Muerto, pues, prematuramente Aquillas el año 313, sucedióle el mismo Alejandro, y por cierto son curiosas algunas circunstancias que sobre esta elección nos transmiten sus biógrafos. Filostorgo asegura que Arrio, al frente entonces de la iglesia de Baucalis, apoyó decididamente esta elección, lo cual se hace muy verosímil si tenemos presente la conducta observada con él por Alejandro. Mas, por otra parte, Teodoreto atestigua que Arrio había presentado su propia candidatura a Alejandría frente a Alejandro, y que, precisamente por haber sido éste preferido, concibió desde entonces contra él una verdadera aversión y una marcada enemistad.

Sea de eso lo que se quiera, Arrio mantuvo durante los primeros años las más cordiales relaciones con su obispo, el nuevo patriarca de Alejandría, San Alejandro. Este desarrolló entre tanto una intensa labor apostólica y caritativa en consonancia con sus inclinaciones naturales y con su carácter afable y bondadoso. Uno de los rasgos que hacen resaltar los historiadores en esta etapa de su vida, es su predilección por los cristianos que se retiraban del mundo y se entregaban al servicio de Dios en la soledad. Precisamente en este tiempo comenzaban a poblarse los desiertos de Egipto de aquellos anacoretas que, siguiendo los ejemplos de San Pablo, primer ermitaño, de San Antonio y otros maestros de la vida solitaria, daban el más sublime ejemplo de la perfecta entrega y consagración a Dios. Estimando, pues, en su justo valor la virtud de algunos entre ellos, púsoles al frente de algunas iglesias, y atestiguan sus biógrafos que fue feliz en la elección de estos prelados.

Por otra parte se refiere que hizo levantar la iglesia dedicada a San Teonás, que fue la más grandiosa de las construidas hasta entonces en Alejandría. Al mismo tiempo consiguió mantener la paz y tranquilidad de las iglesias del Egipto, a pesar de la oposición que ofrecieron algunos en la cuestión sobre el día de la celebración de la Pascua y, sobre todo, de las dificultades promovidas por los melecianos, que persistían en el cisma, negando la obediencia al obispo legítimo. Pero lo más digno de notarse es su intervención en la cuestión ocasionada por Atanasio en sus primeros años. En efecto, niño todavía, había procedido Atanasio a bautizar a algunos de sus camaradas, dando origen a la discusión sobre la validez de este bautismo. San Alejandro resolvió favorablemente la controversia, constituyéndose desde entonces en protector y promoviendo la esmerada formación de aquel niño, que debía ser su sucesor y el paladín de la causa católica.

Pero la verdadera significación de San Alejandro de Alejandría fue su acertada intervención en todo el asunto de Arrio y del arrianismo, y su decidida defensa de la ortodoxia católica. En efecto, ya antes del año 318, comenzó a manifestar Arrio una marcada oposición al patriarca Alejandro de Alejandría. Esta se vio de un modo especial en la doctrina, pues mientras Alejandro insistía claramente en la divinidad del Hijo y su igualdad perfecta con el Padre, Arrio comenzó a esparcir la doctrina de que no existe más que un solo Dios, que es el Padre, eterno, perfectísimo e inmutable, y, por consiguiente, el Hijo o el Verbo no es eterno, sino que tiene principio, ni es de la misma naturaleza del Padre, sino pura criatura. La tendencia general era rebajar la significación del Verbo, al que se concebía como inferior y subordinado al Padre. Es lo que se designaba como subordinacianismo, verdadero racionalismo, que trataba de evitar el misterio de la Trinidad y de la distinción de personas divinas. Mas, por otra parte, como los racionalistas modernos, para evitar el escándalo de los simples fieles, ponderaban las excelencias del Verbo, si bien éstas no lo elevaban más allá del nivel de pura criatura.

En un principio, Atrio esparció estas ideas con la mayor reserva y solamente entre los círculos más íntimos. Mas como encontrara buena acogida en muchos elementos procedentes del paganismo, acostumbrados a la idea del Dios supremo y los dioses subordinados, e incluso en algunos círculos cristianos, a quienes les parecía la mejor manera de impugnar el mayor enemigo de entonces, que era el sabelianismo, procedió ya con menos cuidado y fue conquistando muchos adeptos entre los clérigos y laicos de Alejandría y otras diócesis de Egipto. Bien pronto, pues, se dio cuenta el patriarca Alejandro de la nueva herejía e inmediatamente se hizo cargo de sus gravísimas consecuencias en la doctrina cristiana, pues si se negaba la divinidad del Hijo, se destruía el valor infinito de la Redención. Por esto reconoció inmediatamente como su deber sagrado el parar los pasos a tan destructora doctrina. Para ello tuvo, ante todo, conversaciones privadas con Arrio; dirigióle paternales amonestaciones, tan conformes con su propio carácter conciliador y caritativo; en una palabra, probó toda clase de medios para convencer a buenas a Arrio de la falsedad de su concepción.

Mas todo fue inútil. Arrio no sólo no se convencía de su error, sino que continuaba con más descaro su propaganda, haciendo cada día más adeptos, sobre todo entre los clérigos. Entonces, pues, juzgó San Alejandro necesario proceder con rigor contra el obstinado hereje, sin guardar ya el secreto de la persona. Así, reunió un sínodo en Alejandría el año, 320, en el que tomaron parte un centenar de obispos, e invitó a Arrio a presentarse y dar cuenta de sus nuevas ideas. Presentóse él, en efecto, ante el sínodo, y propuso claramente su concepción, por lo cual fue condenado por unanimidad por toda la asamblea.

Tal fue el primer acto solemne realizado por San Alejandro contra Arrio y su doctrina. En unión con los cien obispos de Egipto y de Libia lanzó el anatema contra el arrianismo. Pero Arrio, lejos de someterse, salió de Egipto y se dirigió a Palestina y luego a Nicomedia, donde trató de denigrar a Alejandro de Alejandría y presentarse a si mismo como inocente perseguido. Al mismo tiempo propagó con el mayor disimulo sus ideas e hizo notables conquistas, particularmente la de Eusebio de Nicomedia.

Entre tanto, continuaba San Alejandro la iniciada campaña contra el arrianismo. Aunque de natural suave, caritativo, paternal y amigo de conciliación, viendo, la pertinacia del hereje y el gran peligro de su ideología, sintió arder en su interior el fuego del celo por la defensa de la verdad y de la responsabilidad que sobre él recaía, y continuó luchando con toda decisión y sin arredrarse por ninguna clase de dificultades. Escribió, pues, entonces algunas cartas, de las que se nos han conservado dos, de las que se deduce el verdadero carácter de este gran obispo, por un lado lleno de dulzura y suavidad, mas por otro, firme y decidido en defensa de la verdadera fe cristiana.

Por su parte, Arrio y sus adeptos continuaron insistiendo cada vez más en su propaganda. Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea trabajaban en su favor en la corte de Constantino. Se trataba de restablecer a Arrio en Alejandría y hacer retirar el anatema lanzado contra él. Pero San Alejandro, consciente de su responsabilidad, ponía como condición indispensable la retractación pública de su doctrina, y entonces fue cuando compuso una excelente síntesis de la herejía arriana, donde aparece ésta con todas sus fatales consecuencias.

Por su parte, el emperador Constantino, influido sin duda por los dos Eusebios, inició su intervención directa en la controversia. Ante todo, envió sendas cartas a Arrio y a Alejandro, donde, en la suposición de que se trataba de cuestiones de palabras y deseando a todo trance la unión religiosa, los exhortaba a renunciar cada uno a sus puntos de vista en bien de la paz. El gran obispo Osio de Córdoba, confesor de la fe y consejero religioso de Constantino, fue el encargado de entregar la carta a San Alejandro y juntamente de procurar la paz entre los diversos partidos. Entre tanto Arrio había vuelto a Egipto, donde difundía ocultamente sus ideas y por medio de cantos populares y, sobre todo, con el célebre poema Thalia trataba de extenderlas entre el pueblo cristiano.

Llegado, pues, Osio a Egipto, tan pronto como se puso en contacto con el patriarca Alejandro y conoció la realidad de las cosas, se convenció rápidamente de la inutilidad de todos sus esfuerzos. Así se confirmó plenamente en un concilio celebrado por él en Alejandría. Sólo con un concilio universal o ecuménico se podía poner término a tan violenta situación. Vuelto, pues, a Nicomedia, donde se hallaba el emperador Constantino, aconsejóle decididamente esta solución. Lo mismo le propuso el patriarca Alejandro de Alejandría. Tal fue la verdadera génesis del primer concilio ecuménico, reunido en Nicea el año 325.

No obstante su avanzada edad y los efectos que había producido en su cuerpo tan continua y enconada lucha, San Alejandro acudió al concilio de Nicea acompañado de su secretario, el diácono San Atanasio. Desde un principio fue hecho objeto de los mayores elogios de parte de Constantino y de la mayor parte de los obispos, ya que él era quien había descubierto el virus de aquella herejía y aparecía ante todos como el héroe de la causa por Dios. Como tal tuvo la mayor satisfacción al ver condenada solemnemente la herejía arriana en aquel concilio, que representaba a toda la Iglesia y estaba presidido por los legados del Papa.

Vuelto San Alejandro a su sede de Alejandría, sacando fuerzas de flaqueza, trabajó lo indecible durante el año siguiente en remediar los daños causados por la herejía. Su misión en este mundo podía darse por cumplida. Como pastor, colocado por Dios en una de las sedes más importantes de la Iglesia, había derrochado en ella los tesoros de su caridad y de la más delicada solicitud pastoral, y habiendo descubierto la más solapada y perniciosa herejía, la había condenado en su diócesis y había conseguido fuera condenada solemnemente por toda la Iglesia en Nicea. Es cierto que la lucha entre la ortodoxia y arrianismo no terminó con la decisión de este concilio, sino que continuó cada vez más intensa durante gran parte del siglo IV. Pero San Alejandro había desempeñado bien su papel y dejaba tras sí a su sucesor en la misma sede de Alejandría, San Atanasio, quien recogía plenamente su herencia de adalid de la causa católica.

Según todos los indicios, murió San Alejandro el año 326, probablemente el 26 de febrero, si bien otros indican el 17 de abril. En Oriente su nombre fue pronto incluido en el martirologio. En el Occidente no lo fue hasta el siglo IX.

Bernardino Llorca, SI, en mercaba.org

Un gran asceta egipcio: Macario de Alejandría, el Grande

Un gran asceta egipcio: Macario de Alejandría, el Grande

El nombre de Macario, de origen griego, significa ‘aquel que ha encontrado la felicidad’, y no puede ser más apropiado para este gran santo de la Iglesia copta de Alejandría.

Macario, al que llamarían el Grande, nació en el alto Egipto, hacia el año 300, y pasó su juventud como pastor. Movido por una intensa gracia, se retiró del mundo a temprana edad, confinándose en una estrecha celda, donde repartía su tiempo entre la oración, las prácticas de penitencia y la fabricación de esteras.

Una mujer le acusó falsamente de que había intentado hacerle violencia. A resultas de ello, Macario fue arrastrado por las calles, apaleado y tratado de hipócrita disfrazado de monje. Todo lo sufrió con paciencia, y aun envió a la mujer el producto de su trabajo, diciéndose: «Macario, ahora tienes que trabajar más, pues tienes que sostener a otro». Pero Dios dio a conocer su inocencia: la mujer que le había calumniado no pudo dar a luz, hasta que reveló el nombre del verdadero padre del niño. Con ello, el furor del pueblo se tornó en admiración por la humildad y paciencia del santo. Para huir de la estima de los hombres, Macario se refugió en el vasto y melancólico desierto de Scete, cuando tenía alrededor de treinta años. Ahí vivió sesenta años y fue el padre espiritual de innumerables servidores de Dios que se confiaron a su dirección y gobernaron sus vidas con las reglas que él les trazó. Todos vivían en ermitas separadas. Sólo un discípulo de Macario vivía con él y se encargaba de recibir a los visitantes. Un obispo egipcio mandó a Macario que recibiera la ordenación sacerdotal a fin de que pudiese celebrar los divinos misterios para sus ermitaños. Más tarde, cuando los ermitaños se multiplicaron, fueron construidas cuatro iglesias, atendidas por otros tantos sacerdotes.

Las austeridades de Macano eran increíbles. Sólo comía una vez por semana. En una ocasión, su discípulo Evagrio, al verle torturado por la sed, le rogó que tomase un poco de agua; pero Macario se limitó a descansar brevemente en la sombra, diciéndole: «En estos veinte años, jamás he comido, bebido, ni dormido lo suficiente para satisfacer a mi naturaleza». Su cuerpo estaba debilitado y tembloroso; su rostro, pálido. Para contradecir sus inclinaciones, no rehusaba beber un poco de vino, cuando otros se lo pedían, pero después se abstenía de toda bebida durante dos o tres días. En vista de lo cual, sus discípulos decidieron impedir que los visitantes le ofrecieran vino. Macario empleaba pocas palabras en sus consejos, y recomendaba el silencio, el retiro y la continua oración -sobre todo esta última- a toda clase de personas. Acostumbraba decir: «En la oración no hace falta decir muchas cosas ni emplear palabras escogidas. Basta con repetir sinceramente: Señor, dame las gracias que Tú sabes que necesito. O bien: Dios mío, ayúdame». 

Enviaron una vez a san Macario unas uvas muy frescas y sabrosas: tuvo ganas de comer de ellas, mas para vencer aquel gusto y apetito no las quiso tocar; antes las envió a otro monje que estaba enfermo; recibiólas éste con agradecimiento, y por mortificarse tampoco las comió, sino enviólas a otro monje; y en suma las uvas anduvieron de mano en mano por todos los monjes Y volvieron a san Macario, el cual dio gracias al Señor por la virtud de todos aquellos santos.

Para vencer el sueño que le estorbaba la oración, estuvo veinte noches sin acostarse debajo de tejado; y viéndose una vez tentado del espíritu de la fornicación, pasó seis meses desnudo en carnes en un lugar donde había innumerables y grandes mosquitos, los cuales dejaron su cuerpo tan lastimado, que parecía un leproso. Caminó veinte días por un desierto sin comer bocado, y estando fatigado y desmayado le proveyó el Señor milagrosamente de sustento. Una vez cavando en un pozo le mordió un áspid: tomóle el santo en las manos e hízole pedazos sin recibir lesión alguna.

Su mansedumbre y paciencia eran extraordinarias, y lograron la conversión de un sacerdote pagano y de muchos otros.

Macario ordenó a un joven que le pedía consejos que fuese a un cementerio a insultar a los muertos y a alabarlos. Cuando volvió el joven, Macario le preguntó qué le habían respondido los difuntos. «Los muertos no contestaron a mis insultos, ni a mis alabanzas», le dijo el joven. «Pues bien, —le aconsejó Macario—, haz tú lo mismo y no te dejes impresionar ni por los insultos, ni por las alabanzas. Sólo muriendo para el mundo y para ti mismo, podrás empezar a servir a Cristo». A otro le aconsejó: «Está pronto a recibir de la mano de Dios la pobreza, tan alegremente como la abundancia; así dominarás tus pasiones y vencerás al demonio». Como cierto monje se quejara de que en la soledad sufría grandes tentaciones para quebrantar el ayuno, en tanto que en el monasterio lo soportaba gozosamente, Macario le dijo: «El ayuno resulta agradable cuando otros lo ven, pero es muy duro cuando está oculto a las miradas de los hombres». Un ermitaño que sufría de fuertes tentaciones de impureza, fue a consultar a Macario. El santo, después de examinar el caso, llegó el convencimiento de que las tentaciones se debían a la indolencia del ermitaño; así pues, le aconsejó que no comiera nunca antes de la caída del sol, que se entregara a la contemplación durante el trabajo, y que trabajara sin cesar. El otro siguió estos consejos y se vio libre de sus tentaciones. Dios reveló a Macario que no era tan perfecto como dos mujeres casadas que vivían en la ciudad. El santo fue a visitarlas para averiguar los medios que empleaban para santificarse, y descubrió que nunca decían palabras ociosas ni ásperas; que vivían en humildad, paciencia y caridad, acomodándose al humor de sus maridos, y que santificaban todas sus acciones con la oración, consagrando a la gloria de Dios todas sus fuerzas corporales y espirituales.

Un hereje de la secta de los hieracitas, que negaban la resurrección de los muertos, había inquietado en su fe a varios cristianos. Sozomeno, Paladio y Rufino relatan que San Macario resucitó a un muerto para confirmar a esos cristianos en su fe. Según Casiano, el santo se limitó a hacer hablar al muerto y le ordenó que esperase la resurrección en el sepulcro. Lucio, obispo arriano que había usurpado la sede de Alejandría, envió tropas al desierto para que dispersaran a los piadosos monjes, algunos de los cuales sellaron con su sangre el testimonio de su fe. Los principales ascetas. Isidoro, Pambo, los dos Macarios y algunos otros, fueron desterrados a una pequeña isla del delta del Nilo, rodeada de pantanos. El ejemplo y la predicación de los hombres de Dios convirtió a todos los habitantes de la isla, que eran paganos. Lucio autorizó más tarde a los monjes a retornar a sus celdas. Sintiendo que se acercaba a su fin, Macario hizo una visita a los monjes de Nitria y les exhortó, con palabras tan sentidas, que estos se arrodillaron a sus pies llorando. «Sí, hermanos, —les dijo Macario—, dejemos que nuestros ojos derramen ríos de lágrimas en esta vida, para que no vayamos al sitio en que las lágrimas alimentan el fuego de la tortura».

Acreditó nuestro Señor su santidad con el don de milagros, y entre muchos enfermos que curó, vino a él un clérigo de misa, que estaba con un cáncer en la cabeza, tan disforme, que se la comía toda; mas el santo monje puso las manos sobre él, y le envió sano a su casa.

Siendo ya viejo, se fue disimulado al monasterio de San Pacomio, en el cual vivían a la sazón mil y cuatrocientos monjes. Siete días tardaron en recibirle, alegando que por su vejez no podría llevar los trabajos que llevaban los jóvenes. Mas fue tal la austeridad de su vida, que espantó a todos los religiosos, pareciéndoles que era más que hombre.

Finalmente, lleno de virtudes y merecimientos, murió de edad muy avanzada por el año 394, dejando a los monjes preciosísimos documentos de altísima perfección. La vida de este santo la escribió Paladio, que moró tres años con él en la soledad. Macario fue llamado por Dios a los noventa años, después de haber pasado sesenta en el desierto de Scete. Según el testimonio de Casiano, Macario fue el primer anacoreta de este vasto desierto. Algunos autores sostienen que fue discípulo de San Antonio, quien vivía a unos quince días de viaje del sitio en donde estaba Macario.

San Macario es conmemorado en el canon de la misa en los ritos copto y armenio.

Fuente catholic.net y la Verdadera Libertad.

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Plática sobre San Macario, en Lazos de Amor Mariano

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Santa Catalina de Alejandría, virgen y mártir, con recursos audiovisuales

Santa Catalina de Alejandría, virgen y mártir, con recursos audiovisuales

Los hombres no nacen santos. Ni santificados. Excepción hecha de la Virgen nuestra Madre, por sin igual privilegio concebida sin mancha, y de Juan Bautista, santificado en el seno de su madre, todos los mortales, después de Adán, arribamos a la vida por el puerto del pecado. De ahí que la historia de los santos ha descuidado con frecuencia la conservación de esta fecha. Los santorales, las monografías de los héroes del cristianismo cuando éste empezaba a ser, suelen consignar el año de su nacimiento seguido de un interrogante de duda, cuando no lo silencian por completo. Y si lo consignan con certeza, son todas las circunstancias que nos han guardado este dato, que en ningún caso (exceptuado Cristo) tiene razón de acontecimiento para la historia.

Todos los hombres nacemos, y el nacimiento no nos diferencia ni nos condiciona sin remedio. Los santos se han hecho y se hacen en una época, en un ambiente, en una familia que pueden haber facilitado su santificación, en muchos casos a pesar y precisamente por las dificultades que la época, el ambiente o la familia le brindaran.

Por el mero hecho de haber nacido, Dios nos llama a la santidad. Nos toca colaborar en el perfeccionamiento de nuestro ser en todas sus dimensiones.

De Catalina (en latín Catharina; Aecatharina en griego) no sabemos la fecha exacta de su nacimiento. Pero, a lo largo de los siglos, la leyenda se ha encargado de llenar piadosamente las lagunas de la historia.

A una de las desembocaduras del fertilizante Nilo, cuna de la historia, llegó un día vestido de laurel el poderoso dominador Alejandro Magno. Venía satisfecho de sus correrías triunfales por Siria y Palestina. Traía el recuerdo vivo de la majestuosa ciudad judía con el fastuoso templo de Yahvé. El brillo deslumbrante de los rabinos que enseñaban en las sinagogas, sólo comparable con la sabiduría abstracta de los filósofos atenienses, que la prodigaban en el Partenón y en las ágoras, le hizo concebir la idea de fundar una nueva ciudad—ángulo entre Atenas y Jerusalén—que perpetuara su nombre en el mundo de las letras: Alejandría, 332 antes de J. C.

Pocos años más tarde Tolomeo I Soter trasladará allí la capital del país y empezará a ser sede de las viejas culturas, «foco principal de la ciencia y del comercio de todo el Mediterráneo», lo mismo que Egipto (allí está emplazada) lo es de todas las civilizaciones: bastarían los 700.000 volúmenes de su biblioteca y sus 14.000 estudiantes simultáneos para justificar el renombre de su famosa Universidad (Museum en sus días y en los nuestros).

Atraídos por su doble fama: Puerto y Museum sobre un suelo fecundo, no tardaron en establecerse allí los nómadas de todos los pueblos. Los judíos, linces en la especulación y avaros de la ciencia, no fueron los últimos en llegar. Colonias de la Diáspora esparcidas por toda la nación, que habían quedado de los distintos cautiverios, fijaron aquí su residencia. Fieles a sus tradiciones y lectores asiduos de los Libros Sagrados, tenían en sus manos los elementos más puros de la verdadera filosofía. En esta tierra de momias y de pirámides, eminentemente religiosa, que cae de rodillas ante Osiris, dios de los muertos, y que presiente la inmortalidad de las almas; donde Jehová hablara a Moisés y condujera a su pueblo a través del desierto, no le sería difícil a los judíos ganar numerosos prosélitos.

Simpatizante al menos llegó a ser Tolomeo II, que hizo florecer el reino, influenciado desde sus principios por el pensamiento helenista, y mandó que setenta intérpretes tradujeran el Antiguo Testamento.

Aquí surgieron los auténticos representantes de la filosofía grecojudaica: Aristóbulo y Filón, empeñados en concordar la filosofía pagana con el Antiguo Testamento, presumieron ver en éste «la única fuente primordial de la ciencia y mitología griegas».

Por aquí pasó el neoplatónico Plotino con «su fuego de espiritualismo, sus concepciones abstrusas y su panteísmo emanatista». El que en frase de Fouillé «describe su Trinidad como si hubiera vivido en el cielo».

Esta es la patria histórica de Catalina. Este el origen sucesivo de Alejandría, rica y bella ciudad, faro potente y hermoso del Mediterráneo.

El año 30 antes de J. C., con el Imperio más poderoso que han conocido los siglos, pasa Egipto, como tantos otros pueblos, a ser provincia romana.

Y provincia romana seguía siendo cuando a finales del siglo III de la era cristiana paseaba sus calles abiertas una joven elegante, de sangre azul.

Estirpe real. La historia, la tradición, el arte y la leyenda están de acuerdo en transmitirnos este dato, como lo están en silenciar el nombre de sus progenitores.

Catalina frecuenta el Didascaleo, digno sucesor del antiguo Museum. Bebe allí las páginas eruditas de los viejos pergaminos. Aristóbulo, Filón, Plotino, son admirables y es elogioso su intento. No le convencen.

Ahora Alejandría está imbuida de cristianismo. No sabemos quién fuera su primer evangelizador. Según una tradición antigua, la Iglesia de Alejandría fue fundada por San Marcos.

Clemente presidió el Didascaleo, la escuela catequística más importante desde finales del siglo II. En el mismo Didascaleo sentó cátedra el polígrafo Orígenes, «el hombre de diamante con siete taquígrafos», según frase, de Eusebio. Clemente y Orígenes habían proseguido la trayectoria tradicional de Alejandría: armonizar. Ahora armonizar el cristianismo con la filosofía clásica, procurando dar a la doctrina de la Iglesia una base científica.

La rudimentaria escuela de catecúmenos se había convertido en una verdadera escuela de teología cuando tomara la dirección de ella San Panteno.

San Dionisio de Alejandría había dado un carácter de palestra abierta al Didascaleo con sus actividades y discusiones públicas y sus luchas intelectuales frente a las persecuciones de Decio y Valeriano, que tanto le hicieron sufrir.

En este ambiente se desenvuelve la vida breve, pero pletórica de ilusión, de Catalina. Ella reflexiona, medita, compara, discute y se ilumina. Osiris y el buey Apis, toda la legendaria mitología egipcia arranca de sus labios sonrisas compasivas, cuando no irónicas, las más de las veces tristes. No puede creer en las almas muertas pegadas a cuerpos momificados. ¿Dónde está el poder de aquellos dioses, tan multiplicados como las aberraciones humanas y reducidos a simples figuras de piedra o a elementos sin vida de la naturaleza? ¿Dónde su fuerza y su virtud?

Le fascinan las ideas elevadas de Platón, que analiza a la luz de la razón en su inteligencia penetrante. No le satisfacen. Catalina es cristiana de corazón antes de recibir el bautismo. Tal vez está fresca todavía la impresión causada por Atanasio en el sínodo de la ciudad. En la escuela catequética oye las enseñanzas del obispo Pedro. Rechaza de plano la amarga ideología pagana. El Sermón de la Montaña cautiva su corazón delirado. Las parábolas del Evangelio son el encanto de su lozana juventud. Los milagros de Jesús y su testimonio incomparable la enardecen y entusiasman. Venera el ejemplo y heroísmo de los mártires del cristianismo, que fecunda y fertiliza la Iglesia viva de sus días y de todos los días. Y pese a la amenaza cobarde de emperadores lascivos y gobernantes verdugos, Catalina se hace bautizar.

Están en boga todavía las debatidas cuestiones escriturísticas, y litúrgicas planteadas por Anmonio de Sacas y Anatalio, obispo de Laodicea. Célebres son las controversias alejandrinas. Catalina, asidua discípula y maestra en ciernes, se permite sin duda opinar sobre las cuestiones que están en el tablero de los cristianos:

«¿En qué días se debe celebrar la Pascua? ¿Cuánto debe durar el ayuno pascual? ¿La conmemoración de la muerte de Cristo ha de ser motivo de duelo o de regocijo? ¿Comió Jesucristo el cordero pascual el 14 de Nisán, como todos los demás judíos, o el 13 por anticipación? ¿Qué día y a qué hora resucitó el Señor?»

Algunas de estas preguntas no han recibido todavía más que respuestas de opinión.

La ciencia, cuando lo es de verdad, no conoce la hora del exhibicionismo, ni los sabios tienen su tiempo para eso, sino para saber y para que los demás vivan de su ciencia. ¿Qué le importa a Catalina ni su fascinadora belleza física, ni su juventud deslumbrante, ni el oro de que se viste, ni la aristocracia regia de que puede presumir, ni siquiera su profunda filosofía, si no es para vencerse a sí misma y convencer a los que la halagan o persiguen? Ella no pretende ser otra cosa más que un resumen, una síntesis, una personificación de todas las armonías. Para eso se conserva virgen, con todas las renuncias que ello supone. Por eso y para eso renuncia a todas las satisfacciones que en bandeja de plata le brinda su sociedad y su alcurnia. Por eso y para eso renunciará si es preciso hasta al placer de vivir. ¿Pero es que acaso Cristo, Maestro y Esposo virginal, pudo hacer cosa más sublime que armonizar lo humano y lo divino? ¿Y no es precisamente Él la armonía más perfecta y más armónica del Universo? Y esto a golpes de la más absoluta renuncia.

La política de todos los tiempos siempre estuvo en desacuerdo con la política de todos los santos. Máxime entonces, edad fastuosa y apoteósica de Roma, con emperadores brutales, dominadores por la fuerza, creadora de leyes absurdas. Hombres voluptuosos, sentinas de la lujuria más descarada al amparo del oro, que ciega corazones, y de la espada, que rinde voluntades.

Al ocupar la silla imperial Diocleciano, amante de la «filosofía» y más amante de la comodidad, concibió la idea de desmembrar el Imperio: Oriente y Occidente, para aumentar su esplendor. En teoría más fácil de gobernar. A la larga una de las causas indiscutibles del derrumbamiento de Roma. Como coemperador con dominio en Occidente, tomó por socio a Maximiano. Constituía a la vez un doble jefe de Gobierno (en terminología actual): Galerio para Oriente a su lado. Constancio Cloro para Occidente. Ambos con el título de César. La autoridad quedaba prácticamente cuatripartida. Dos emperadores augustos, que por ser dos dejaban de serlo, y dos césares asociados.

Los primeros días fueron un respiro de paz para la Iglesia después de la larga época aciaga de sucesivas persecuciones. El veneno anticristiano había contagiado también a Galerio, y Galerio convenció a Diocleciano con argumentos sofísticos y pruebas falsificadas del mal que los cristianos ocasionaban a la unidad del Imperio. Galerio publica sucesivamente sus edictos de persecución (303-304), que exigen desde la entrega de libros sagrados, negación de derechos civiles a los cristianos y persecución del clero, hasta la condenación de todos los que no se postren ante los ídolos.

Así las cosas, Catalina anima, asiste, fortalece, conforta a los hermanos en la fe. Defiende en público y en privado la doctrina que profesa, envidia a los que han sido hallados dignos de padecer por Cristo y se siente orgullosa de llamarse y de ser cristiana.

Triunfaban entonces la virgen Inés, Marceliano y el papa Marcelino, y a su lado el artífice de su conversión, Pedro de Alejandría.

También España daba frutos sazonados. Bajo la mano extendida de Maximiano se doblaban—espigas maduras—el soldado Marcelo, Emeterio y Celedonio, Vicente, Fructuoso de Calahorra y Eulalia de Mérida.

Diocleciano y Maximiano abdican al mismo tiempo. Corre el año 305 y la sangre no ha dejado de correr. Maximino Daia gobierna ahora Siria y Egipto con los honores de César. Más tarde (308) ostentará los de Augusto.

Daia es una bestia cebada. Mujeres y sangre es su lema. Con tal de profanar doncellas no repara en crueldades. Corta orejas, narices, manos y otros miembros, y hasta saca los ojos.

Obispos, anacoretas, funcionarios públicos y sobre todo vírgenes son sus víctimas de cada hora.

El padre Urbel dice de él que «era un hombre semibárbaro, una fiera salvaje del Danubio que habían soltado en las cultas ciudades del Oriente».

No se le podía definir con más exactitud. Según Lactancio, el mundo era para él un juguete. Encaprichado en que todos sus súbditos sacrificaran a los ídolos, y todas las vírgenes y nobles matronas se rindieran a sus torpes pretensiones, abusa de los tormentos más crueles y refinados para salir con su empeño. Unos son arrojados al fuego devorador, otros sujetos con clavos que taladran y desgarran; quiénes se ven obligados a resistir las acometidas de las fieras hambrientas; algunos son violentamente precipitados al mar; muchos terminan en los calabozos, después de ser bárbaramente mutilados: Cyr, médico de Alejandría; Juan, soldado de Edesa; Atanasia con sus tres hijos: Teotiste, Teodosia y Eudoxia, trascienden las puertas celestiales ostentando la palma de la victoria.

Solamente Dorotea (algunos la han identificado con Catalina) supo resistir y superar el doble fuego de la brutalidad de Maximino. Cobarde en su excéntrica crueldad, ebrio de lascivia, le arrebata sus bienes y la condena al destierro.

Catalina, testigo mudo de tan sanguinaria iniquidad, no puede aguantar más. Ha ofrecido mil veces su sangre al Crucificado y no teme presentarse—carne limpia—ante la bestia devoradora. Tal vez ella, modesta y estudiosa, ha pasado desapercibida a las miradas lascivas del arrogante césar. Tal vez éste se ha visto derrotado por el porte noble y el aire aristocrático de la doncella. Acaso la fama de filósofo que aureola a Catalina haya contenido los ímpetus groseros del vampiro Daia.

Lo cierto es que, en un gesto victorioso de superación cristiana, Catalina se ha enfrentado con el césar, no sin antes invocar a la Reina de las vírgenes, paloma blanca de sus ensueños. Las puertas de palacio se abren a la que es descendiente de reyes. ¿Qué pasó allí?

Sin duda le puso en evidencia con argumentos claros de sana filosofía la falsedad de sus ídolos inconsistentes. Sin duda también le echó en cara la injusticia manifiesta de sus crímenes absurdos.

Maximino escucha sin palabras la elocuencia concentrada de Catalina, que se hace lenguas sobre la verdad única del único cristianismo.

Por primera vez ha bajado la vista humillada y ha refrenado sus garras la pantera indómita del imperio oriental. Las razones obvias, contundentes, la majestuosidad impávida de la filósofo, han derrocado su ignorante altanería.

«Me gustaría ver cómo te defiendes ante los sabios imperiales.»

Catalina estaba preparada para el combate y acepta imperturbable el reto del césar. De sobra conocía ella la superficialidad de sus contrincantes, las sutilezas de sus argumentos, la inconsistencia del «Logos» de Filón y las falacias del seudomisticismo de Porfirio. Una leyenda piadosa refiere que un ángel la anima a discutir. Uno a uno, derrota a los cincuenta filósofos de la corte, deshace sus sofismas. Ellos, más elocuentes que su señor, se rinden a la evidencia luminosa de las pruebas irrefutables que presenta Catalina y se convierten unánimes al cristianismo.

Las actas de los mártires nos la presentan desde este momento en el calabozo. Dios endureció el corazón de Maximino, si es que aún podía endurecerse. Según una tradición reproducida en unas tablas de la escuela de Valladolid, del siglo vi, Catalina sale de la cárcel y comparece ante el juez, con quien disputa sobre la unidad y trinidad en Dios.

Comprobada la invencible consistencia de sus fundamentadas convicciones, es condenada al suplicio de una rueda de cuchillos. Inútilmente. La fuerza inquebrantable de la fe hace saltar en pedazos las afiladas navajas, que hieren de muerte a los propios verdugos. Atestigua la tradición que la misma emperatriz, seguida de Porfirio, coronel del ejército, y de doscientos soldados, abrazaba entonces la fe para morir al filo de la espada.

El instinto brutal y ciego de Daia se desorbita. No tolera la existencia de su serena vencedora.

Un hachazo de rabia secciona la cerviz de la filósofo. Catalina recaba definitivamente la victoria.

No falta la leyenda que haga fluir leche de su cabeza en lugar de sangre. El amor no entiende de colores.

El artista de Valladolid en el magnífico retablo de Palencia de Negrilla (Salamanca) hace bajar a la Virgen para velar su cadáver.

Sus restos se guardan y veneran en el monte Sinay. El martirologio romano refiere que fueron los ángeles quienes la llevaron en triunfo.

Oriente y Occidente invocan su valiosa protección. Los aficionados a saber la aclaman como patrona. Bélgica le levanta templos y le dedica altares. También España venera su imagen.

Artículo original de Joaquín González Villanueva en mercaba.org.

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Otras fuentes en la red

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Recursos audiovisuales

Santa Catalina de Alejandría, por Encarni Llamas, en DiocesisTV

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Santa Catalina de Alejandría, por Javier Eduardo Rosanía Pacheco

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Origen de la fiesta de Santa Catalina de Alejandría como patrona de Jaén

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Himno a Santa Catalina de Alejandría

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Santa Catarina de Alexandria (Portugués)

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Oración a Santa Catalina de Alejandría

Pedido de una buena muerte

Bendita y amada del Señor

y gloriosa Santa Catalina,

por aquella felicidad que recibisteis

de poder uniros a Dios y preparaos

para una santa muerte,

alcanzadme de su divina Majestad

la gracia de que purificando mi conciencia

con los sufrimientos de la enfermedad

y con la confesión de mis pecados,

merezca disponer mi alma,

confortarla con el viático santísimo

del cuerpo de Jesucristo

a fin de asegurar

el trance terrible de la muerte

y poder volar por ella

a la eterna bienaventuranza de la gloria.

Amén