por CeF | Varios en Internet | 16 Oct, 2014 | Postcomunión Vida de los Santos
Ignacio significa: «lleno de fuego», de Ingeus, ‘fuego’. Nuestro santo estaba lleno de fuego de amor por Dios.
Antioquía era una ciudad famosa en Asia Menor, en Siria, al norte de Jerusalén. En esa ciudad (que era la tercera en el imperio Romano, después de Roma y Alejandría) fue donde los seguidores de Cristo empezaron a llamarse «cristianos». De esa ciudad era obispo San Ignacio, el cual se hizo célebre porque cuando era llevado al martirio, en vez de sentir miedo, rogaba a sus amigos que le ayudaran a pedirle a Dios que las fieras no le fueran a dejar sin destrozar, porque deseaba ser muerto por proclamar su amor a Jesucristo.
Dicen que fue un discípulo de San Juan Evangelista. Por 40 años estuvo como obispo ejemplar de Antioquía que, después de Roma, era la ciudad más importante para los cristianos, porque tenía el mayor número de creyentes.
Mandó el emperador Trajano que pusieran presos a todos los que no adoraran a los falsos dioses de los paganos. Como Ignacio se negó a adorar esos ídolos, fue llevado preso y entre el perseguidor y el santo se produjo el siguiente diálogo.
—¿Por qué te niegas a adorar a mis dioses, hombre malvado?
—No me llames malvado. Más bien llámame Teóforo, que significa el que lleva a Dios dentro de sí.
—¿Y por qué no aceptas a mis dioses?
—Porque ellos no son dioses. No hay sino un solo Dios, el que hizo el cielo y la tierra. Y a su único Hijo Jesucristo, es a quien sirvo yo.
El emperador ordenó entonces que Ignacio fuera llevado a Roma y echado a las fieras, para diversión del pueblo.
Encadenado fue llevado preso en un barco desde Antioquía hasta Roma en un largo y penosísimo viaje, durante el cual el santo escribió siete cartas que se han hecho famosas. Iban dirigidas a las Iglesias de Asia Menor.
En una de esas cartas dice que los soldados que lo llevaban eran feroces como leopardos; que lo trataban como fieras salvajes y que cuanto más amablemente los trataba él, con más furia lo atormentaban.
El barco se detuvo en muchos puertos y en cada una de esas ciudades salían el obispo y todos los cristianos a saludar al santo mártir y a escucharle sus provechosas enseñanzas. De rodillas recibían todos su bendición. Varios se fueron adelante hasta Roma a acompañarlo en su gloriosos martirio.
Con los que se adelantaron a ir a la capital antes que él, envió una carta a los cristianos de Roma diciéndoles: «Por favor: no le vayan a pedir a Dios que las fieras no me hagan nada. Esto no sería para mí un bien sino un mal. Yo quiero ser devorado, molido como trigo, por los dientes de las fieras para así demostrarle a Cristo Jesús el gran amor que le tengo. Y si cuando yo llegue allá me lleno de miedo, no me vayan a hacer caso si digo que ya no quiero morir. Que vengan sobre mí, fuego, cruz, cuchilladas, fracturas, mordiscos, desgarrones, y que mi cuerpo sea hecho pedazos con tal de poder demostrarle mi amor al Señor Jesús». ¡Admirable ejemplo!.
Al llegar a Roma, salieron a recibirlo miles de cristianos. Y algunos de ellos le ofrecieron hablar con altos dignatarios del gobierno para obtener que no lo martirizaran. Él les rogó que no lo hicieran y se arrodilló y oró con ellos por la Iglesia, por el fin de la persecución y por la paz del mundo. Como al día siguiente era el último y el más concurrido día de las fiestas populares y el pueblo quería ver muchos martirizados en el circo, especialmente que fueran personajes importantes, fue llevado sin más al circo para echarlo a las fieras. Era el año 107.
Ante el inmenso gentío fue presentado en el anfiteatro. Él oró a Dios y en seguida fueron soltados dos leones hambrientos y feroces que lo destrozaron y devoraron, entre el aplauso de aquella multitud ignorante y cruel. Así consiguió Ignacio lo que tanto deseaba: ser martirizado por proclamar su amor a Jesucristo.
Algunos escritores antiguos decían que Ignacio fue aquel niño que Jesús colocó en medio de los apóstoles para decirles: «Quien no se haga como un niño no puede entrar en el reino de los cielos» (Mc. 9,36).
San Ignacio dice en sus cartas que María Santísima fue siempre Virgen. Él es el primero en llamar Católica, a la Iglesia de Cristo (católica significa ‘universal’).
Artículo original en EWTN.
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por SS Benedicto XVI | 16 Oct, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
Como hicimos ya el miércoles pasado, hablamos de las personalidades de la Iglesia primitiva. La semana pasada hablamos del Papa Clemente I, tercer Sucesor de san Pedro. Hoy hablamos de san Ignacio, que fue el tercer obispo de Antioquía, del año 70 al 107, fecha de su martirio. En aquel tiempo Roma, Alejandría y Antioquía eran las tres grandes metrópolis del imperio romano. El concilio de Nicea habla de tres «primados»: el de Roma, pero también Alejandría y Antioquía participan, en cierto sentido, en un «primado».
San Ignacio era obispo de Antioquía, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en Antioquía, como sabemos por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad cristiana floreciente: su primer obispo fue el apóstol san Pedro —así nos lo dice la tradición— y allí «por primera vez los discípulos recibieron el nombre de cristianos» (Hch 11, 26). Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica un capítulo entero de suHistoria eclesiástica a la vida y a la obra literaria de san Ignacio (III, 3). «Desde Siria —escribe— Ignacio fue enviado a Roma para ser arrojado como alimento a las fieras, a causa del testimonio que dio de Cristo. Al realizar su viaje por Asia, bajo la custodia severa de los guardias» (que él, en su Carta a los Romanos, V, 1, llama «diez leopardos»), «en cada una de las ciudades por donde pasaba, con predicaciones y exhortaciones, iba consolidando las Iglesias; sobre todo exhortaba, con gran ardor, a guardarse de las herejías que ya entonces comenzaban a pulular, y les recomendaba que no se apartaran de la tradición apostólica».
La primera etapa del viaje de san Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna, donde era obispo san Policarpo, discípulo de san Juan. Allí san Ignacio escribió cuatro cartas, respectivamente, a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma. «Habiendo partido de Esmirna —prosigue Eusebio— Ignacio fue a Tróada, y desde allí envió otras cartas»: dos a las Iglesias de Filadelfia y Esmirna, y una al obispo Policarpo. Eusebio completa así la lista de las cartas, que han llegado hasta nosotros como un valioso tesoro de la Iglesia del siglo I. Leyendo esos textos se percibe la lozanía de la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En esas cartas se percibe también el amor ardiente de un santo. Por último, desde Tróada el mártir llegó a Roma, donde, en el anfiteatro Flavio, fue dado como alimento a las bestias feroces.
Ningún Padre de la Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y de vida en él. Por eso, hemos leído el pasaje evangélico de la vid, que según el Evangelio de san Juan, es Jesús. En realidad, confluyen en san Ignacio dos «corrientes» espirituales: la de san Pablo, orientada totalmente a la unión con Cristo, y la de san Juan, concentrada en la vida en él. A su vez, estas dos corrientes desembocan en la imitación de Cristo, al que san Ignacio proclama muchas veces como «mi Dios» o «nuestro Dios».
Así, san Ignacio suplica a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, porque está impaciente por «unirse a Jesucristo». Y explica: «Para mí es mejor morir en (eis) Jesucristo, que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros… Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios» (Carta a los Romanos, VI: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 478). En esas expresiones ardientes de amor se puede percibir el notable «realismo» cristológico típico de la Iglesia de Antioquía, muy atento a la encarnación del Hijo de Dios y a su humanidad verdadera y concreta: Jesucristo —escribe san Ignacio a los cristianos de Esmirna (I, 1)— «esrealmente del linaje de David», «realmente nació de una virgen», «realmente fue clavado en la cruz por nosotros».
La irresistible orientación de san Ignacio hacia la unión con Cristo fundamenta una auténtica «mística de la unidad». Él mismo se define «un hombre al que ha sido encomendada la tarea de la unidad» (Carta a los cristianos de Filadelfia, VIII, 1).
Para san Ignacio la unidad es, ante todo, una prerrogativa de Dios, que existiendo en tres Personas es Uno en absoluta unidad. A menudo repite que Dios es unidad, y que sólo en Dios esa unidad se encuentra en estado puro y originario. La unidad que los cristianos debemos realizar en esta tierra no es más que una imitación, lo más cercana posible, del arquetipo divino.
De este modo san Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que contiene algunas expresiones muy semejantes a las de la Carta a los Corintios de san Clemente Romano. «Conviene —escribe por ejemplo a los cristianos de Éfeso— que tengáis un mismo sentir con vuestro obispo, que es justamente cosa que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de presbíteros, digno del nombre que lleva, digno de Dios, está tan armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. (…) Por eso, con vuestra concordia y con vuestro amor sinfónico, cantáis a Jesucristo. Así, vosotros, cantáis a una en coro, para que en la sinfonía de la concordia, después de haber cogido el tono de Dios en la unidad, cantéis con una sola voz» (IV, 1-2).
Asimismo, después de recomendar a los cristianos de Esmirna que «nadie haga nada en lo que atañe a la Iglesia sin contar con el obispo» (VIII, 1), dice a san Policarpo: «Yo me ofrezco como rescate por quienes se someten al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Y ojalá que con ellos se me concediera tener parte con Dios. Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred a una, sufrid, dormid y despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como sus asistentes y servidores. Tratad de agradar al Capitán bajo cuya bandera militáis y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas» (Carta a san Policarpo, VI, 1-2: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 500).
En conjunto, se puede apreciar en las Cartas de san Ignacio una especie de dialéctica constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la vida cristiana: por una parte, la estructura jerárquica de la comunidad eclesial; y, por otra, la unidad fundamental que vincula entre sí a todos los fieles en Cristo. En consecuencia, las funciones no se pueden contraponer. Al contrario, se insiste continuamente en la comunión de los creyentes entre sí y con sus pastores, mediante elocuentes imágenes y analogías: la lira, las cuerdas, la entonación, el concierto, la sinfonía.
Es evidente la responsabilidad peculiar de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos en la edificación de la comunidad. Ante todo a ellos se dirige la invitación al amor y a la unidad. «Sed uno», escribe san Ignacio a los Magnesios, remitiéndose a la oración de Jesús en la última Cena: «Una sola oración, una sola mente, una sola esperanza en el amor… Corred todos a una a Jesucristo como al único templo de Dios, como al único altar: él es uno, y procediendo del único Padre, ha permanecido unido a él, y a él ha vuelto en la unidad» (VII, 1-2).
En la literatura cristiana san Ignacio fue el primero en atribuir a la Iglesia el adjetivo «católica», es decir, «universal»: «Donde está Jesucristo —afirma— allí está la Iglesia católica» (Carta a los cristianos de Esmirna, VIII, 2). Y precisamente en el servicio de unidad a la Iglesia católica la comunidad cristiana de Roma ejerce una especie de primado en el amor: «En Roma ella, digna de Dios, venerable, digna de toda bienaventuranza… preside en la caridad, que tiene la ley de Cristo y lleva el nombre del Padre» (Carta a los Romanos, prólogo).
Como se puede ver, san Ignacio es verdaderamente «el doctor de la unidad»: unidad de Dios y unidad de Cristo (a pesar de las diversas herejías que ya comenzaban a circular y separaban en Cristo la naturaleza humana y la divina), unidad de la Iglesia, unidad de los fieles «en la fe y en la caridad, a las que nada se puede anteponer» (Carta a los cristianos de Esmirna, VI, 1).
En definitiva, el «realismo» de san Ignacio invita a los fieles de ayer y de hoy, nos invita a todos a una síntesis progresiva entre configuración con Cristo (unión con él, vida en él) y entrega a su Iglesia (unidad con el obispo, servicio generoso a la comunidad y al mundo). Es decir, hay que llegar a una síntesis entre comunión de la Iglesia en su interior y misión-proclamación del Evangelio a los demás, hasta que una dimensión hable a través de la otra, y los creyentes estén cada vez más «en posesión del espíritu indiviso, que es Jesucristo mismo» (Carta a los cristianos de Magnesia, XV).
Pidiendo al Señor esta «gracia de unidad», y con la convicción de presidir en la caridad a toda la Iglesia (cf. Carta a los Romanos, prólogo), os expreso a vosotros el mismo deseo con el que concluye la carta de san Ignacio a los cristianos de Trales: «Amaos unos a otros con corazón indiviso. Mi espíritu se ofrece en sacrificio por vosotros, no sólo ahora, sino también cuando logre alcanzar a Dios… Quiera el Señor que en él os encontréis sin mancha» (XIII).
Y oremos para que el Señor nos ayude a lograr esta unidad y a encontrarnos al final sin mancha, porque es el amor el que purifica las almas.
Audiencia general del miércoles, 14 de marzo de 2007