Santa Catalina María Drexel, luchadora por la igualdad de razas

Santa Catalina María Drexel, luchadora por la igualdad de razas

El 1 de octubre de 2000 fue una jornada histórica que reflejó para el mundo la catolicidad de la Iglesia: Juan Pablo II canonizaba a ciento veinte mártires de China -entre ellos varios misioneros españoles, como española es la primera santa vasca, Santa María Josefa del Corazón de Jesús (18 de mayo), a una africana, Josefina Bakhita (8 de febrero), y a Catalina María Drexel, de los Estados Unidos de América. Sin embargo, el reflejo de la catolicidad quedó nublado por las sombras de infundadas intenciones del Vaticano contra China, que los medios informativos airearon ampliamente. Y el mundo apenas se enteró de las palabras que el papa Juan Pablo II pronunció sobre esta santa americana:

«La madre Catalina María Drexel nació en una familia acomodada de Filadelfia, en los Estados Unidos. Pero aprendió de sus padres que los bienes familiares no eran sólo para ellos, sino que debían compartirlos con los menos favorecidos por la fortuna. Cuando ya era joven, quedó profundamente impresionada por la pobreza y la condición desesperada de muchos nativos americanos y afroamericanos. Y entonces comenzó a destinar sus bienes a tareas misionales y educativas entre las capas más pobres de la sociedad. Más tarde vio que se necesitaba más, y con increíble valentía y confianza en la gracia de Dios, decidió no dar sólo sus bienes, sino dar su vida entera al servicio total de Dios.

»A su comunidad religiosa, la de las Hermanas del Santísimo Sacramento, le enseñó una espiritualidad basada en la unión orante con el Señor en la Eucaristía, y en un servicio alegre a los pobres y a las víctimas de la discriminación racial. Su apostolado contribuyó a crear una mayor conciencia de la necesidad de combatir toda forma de racismo mediante la educación y los servicios sociales. Catalina Drexel constituye un excelente ejemplo de esa caridad práctica y de solidaridad generosa para con los menos afortunados, que desde hace mucho tiempo ha sido el signo distintivo de los católicos estadounidenses».

Hija de banquero, huérfana de madre

Catalina nació en Filadelfia (Pensilvania, Estados Unidos de América), el 26 de noviembre de 1858, hija del rico banquero Francisco Drexel, pero no conoció a su madre, que murió cuando la niña sólo tenía un mes. El padre contrajo segundas nupcias con Emma Bouvier, que hizo de verdadera madre de Catalina. La familia era rica, pero el dinero no era su mayor riqueza: por encima de los bienes materiales, en aquella casa estaba la religión católica y la caridad cristiana. De hecho, Francisco Drexel presidía varias instituciones sociales católicas a favor de los pobres. Y el apelativo de matrona de bondad, que la gente dedicó a Emma Bouvier, define bien el talante de la que, más que madrastra con toda la carga negativa de la palabra, fue madre y maestra de Catalina. Emma abandonaba con frecuencia la alta sociedad para acudir a socorrer a los marginados en sus barracones de los suburbios. Y Catalina, como sus dos hermanas, que acompañaban a Emma en sus visitas a los pobres, conocieron así la miseria en que vivían hombres, mujeres y niños, y aprendieron el significado de las palabras de Jesús: Lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos pequeños, conmigo lo hicisteis. lasobras de caridad, junto con la enseñanza de la religión, serán dos constantes en la vida de Catalina.

Entrega total a Dios y a los pobres

La vida de piedad, la frecuencia de los sacramentos y el ejercicio de la caridad ayudaron decididamente a que Catalina hiciera grandes progresos en su vida espiritual. Vivía en la abundancia, y no es fácil renunciar a un alto nivel de vida para abrazar otro género de vida más pobre y austero. A la joven Catalina le parecía lo más normal, a la vista del estilo de vida que Jesús eligió para sí y para su familia de Nazaret. Y comunicó a su director espiritual, padre James O’Connor, su intención de consagrarse a Dios en la vida religiosa. El padre O’Connor, ca-librando las dificultades que aquella decisión podrían ofrecer a la joven, le sugirió la conveniencia de permanecer en el mundo: fuera del convento también podría hacer muchísimo bien a los más necesitados, y ayudar mucho a las misiones de indios y negros, que tanto le preocupaban.

Catalina, en principio, obedeció a su director espiritual. Por el momento continuaría viviendo fuera del convento, pero estaba tan segura de que, antes o después, se consagraría plena-mente a Dios, que hizo voto de virginidad. De este modo garantizaba la consagración de su vida a Dios y aseguraba su dedicación plena a los pobres y marginados. De momento, había descubierto que, además de alimentos y vestido, los indios y los negros tenían una apremiante necesidad para salir de su situación marginal: la formación integral. Y Catalina no dudó en poner remedio, abriendo docenas de escuelas.

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Religiosa y fundadora

La joven estaba contenta con aquella obra educadora que había puesto en marcha. Pero no bastaba con construir las escuelas. Hacían falta maestros y educadores en la fe católica. Y, con esa inquietud solicitó audiencia al papa León XIII. Fue a Roma y pidó al papa que enviara misioneros católicos a los Estados Unidos. El gran papa de la Rerum novarum, tan sensible a los problemas sociales de su tiempo, escuchó complacido las inquietudes de aquella joven americana. Y su respuesta, la que en aquel momento pudo darle, fue ésta: Usted puede ser misionera.

Para Catalina, la voz del papa era la mejor pista para conocer el camino que Dios le señalaba. Ella iba a ser misionera. Y, a su regreso a Filadelfia, solicitó el ingreso en las Hermanas de la Misericordia de Pittsburgh: por encima de su director espiritual estaba la autoridad del papa. Y en 1899, a sus treinta y un años, inició su año de noviciado.

No llegaron a dos años los que Catalina permaneció en las Hermanas de la Misericordia. El 12 de febrero de 1891, acompañada de algunas hermanas que compartían sus mismas inquietudes, iniciaba lo que llegaría a ser una nueva congregación religiosa. El nombre original es la mejor síntesis de lo que desde muy joven había sentido Catalina Drexel: Sisters of the Blessed Sacrament for Indians and Colored People (Hermanas del Santísimo Sacramento para los Indios y los Negros). Como en tantas ocasiones en la historia de la Iglesia, intentaba compaginar, por una parte, la contemplación -en su caso, concretado en la adoración al Santísimo Sacramento-, y por otra, la acción, dirigida especial-mente a los indios y negros de los Estados Unidos.

El proyecto fundacional fue bien acogido, en principio, por las autoridades eclesiásticas de Filadelfia, y por la Santa Sede cuando acababan de cumplirse los seis años de la fecha fundacional: el 16 de febrero de 1897. El Decretum laudis de Roma era la inicial aceptación oficial. Luego debería presentar el libro de las Constituciones para su aprobación, que fue en 1907. Y, finalmente, el 25 de mayo de 1913 quedaba definitivamente aprobada por la Iglesia la Congregación de las Hermanas del Santísimo Sacramento para los Indios y Negros.

Larga vida de acción y de contemplación

La madre Catalina María sabía muy bien que se encontraba en un país de misión, en el que miles de indígenas y de negros permanecían alejados de la mesa común del pan y de la cultura. Y para ellos fundó su congregación.

Como era de esperar, a la muerte de su padre fue mucha la parte de herencia que le correspondió. Y todo lo dedicó a continuar –ahora de un modo estable y comunitario, y contando con maestras y catequistas– la obra de su juventud: pudo fundar sesenta colegios, tres casas de asistencia social y un centro misional. Pero los niños crecían y no siempre podían continuar su educación en las universidades estatales de aquel tiempo. Nueva necesidad y nueva respuesta: creó la Universidad Xavier de Nueva Orleáns, especialmente destinada para la formación superior de jóvenes negros, marginados por el color de su piel.

Durante cuarenta y seis años, la madre Catalina María gobernó la congregación, manteniendo encendido el fuego sagrado del carisma fundacional, y procuró visitar y estar al corriente del funcionamiento de todos y cada uno de sus colegios e instituciones.

A sus setenta y nueve años ya podía pasar el testigo a otras manos. En 1937, renunció al gobierno de la congregación y determinó dedicarse más a lo que tanto deseaba y no siempre pudo dedicar todo el tiempo que hubiera querido: la oración, la contemplación, la adoración al Santísimo Sacramento, de donde había sacado cada día las fuerzas necesarias para las grandes empresas que llevó a cabo. En una intensa vida de oración, esperaría vigilante la llegada del Señor para entrar con él a las bodas eternas: esto ocurrió el 3 de marzo de 1955. Catalina tenía noventa y seis años de edad: una muy larga vida de oración y contemplación.

El 20 de noviembre de 1988 era beatificada por Juan Pablo II, quien antes de que se cumplieran los dos años de la beatificación, el 1 de octubre de 2000, año del gran Jubileo, canonizaba a la Beata Catalina Maria Drexel, la santa norteamericana defensora de los derechos de los indios y de los negros. Para el hombre del siglo XXI ahí queda el mensaje de la santa del siglo XX: el amor cristiano es incompatible con el racismo y la xenofobia.

Fuente: José A. Martínez Puche, OP. en mercaba.org

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El Santo Ángel Custodio del Reino de España: historia, oración y marcha

El Santo Ángel Custodio del Reino de España: historia, oración y marcha

Conocer bien las necesidades, calcular bien las fuerzas disponibles, precisar bien las metas, he ahí algunas obligadas resoluciones en el plan de acción para la renovación total en el campo católico. Pero en estos tiempos, más que nunca, hace falta tener presente que nuestras armas o recursos son, sobre todo, los espirituales y que, entre ellos, hay que contar con la protección de los ángeles. Por algo la Iglesia reza constantemente: «Tú, príncipe de la celestial milicia, relega al infierno con divino imperio a Satanás y a los demás espíritus malignos que, en su intento de perder a las almas, recorren la tierra». Sí, que «no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires».

Los ángeles buenos son innumerables. Millones de millones. Y el Creador de ellos les dictó instrucciones detalladísimas respecto a nosotros. Y así como la Iglesia a cada nación accede gustosa a darle algún santo patrono, así también Dios a cada una le señala su correspondiente ángel custodio. De manera que, entre todos aquellos seres a quienes puede llamárseles vicegerentes supremos del Señor, los unos son visibles, invisibles los otros. Visibles: en el orden y esfera religiosa, el Romano Pontífice; en el orden y esfera secular, el Jefe de cada Estado. Invisibles: en la esfera y orden eclesiástico, un hombre —San José, universal patrono— y un ángel —San Miguel, protector de la Iglesia como antes lo había sido del pueblo hebreo—; en la esfera y orden nacionales, un hombre —Santiago para España— y un ángel —el Ángel Custodio de la Patria».

Cuando subía España la penosa cuesta del siglo más desgraciado de su historia, obtuvo como compatrono a su ángel tutelar, en honor del cual le fueron aprobados por la Santa Sede oficio y misa propios con rito doble de segunda clase y octava, señalando la fiesta para el primero de octubre. Transcurrieron los años y se dio al olvido aquella concesión que, sin embargo, parecía ser tan providencial. Pero nuevamente un gran siervo de Dios, el sacerdote tortosino Manuel Domingo y Sol, destacado apóstol de la devoción general a los ángeles, promovió también ardorosamente la de aquel a quien llamaba con cariño sin límites «su» Santo Ángel de España. «Nadie, decía, me estima bastante a mi Ángel de España, a pesar de su patronato. Es una incuria incomprensible el olvido en que le tenemos. ¿Cómo no hemos de redoblar nuestras oraciones a él hoy que nuestra España se encuentra agitada y combatida por las sectas del infierno, que tratan de arrebatarle el tesoro de su fe y empobrecerla y humillarla? Las circunstancias críticas de España reclaman acudir a él».

Desde 1880, al menos, hasta 1909, año en que voló al cielo, se desvivió en múltiples formas para atraer la atención de España hacia el olvidado protector. Fue este entusiasmo, en el celoso sacerdote, efecto natural de su ardiente devoción a los ángeles y de su profundo patriotismo. Después de perseverantes pesquisas pudo al fin conseguir una estampa del Santo Ángel del Reino editada en Valencia en 1837. No le satisfizo cuando la hubo visto y entonces ideó otra que resultó preciosa, diseñada bajo su inspiración por el dibujante barcelonés Paciano Ros y reproducida en fototipia por los talleres, también barceloneses, Thomas Y Compañía. En lo alto del firmamento, un corazón envuelto en llamas, rodeado de esta inscripción: «¡Reinaré en España!» Debajo, la Purísima, con Santiago y Santa Teresa a sus lados. En el centro inferior, ya en tamaño grande, fina y bellamente dibujado, el Santo Ángel, lleno de majestad, una espada en la diestra y el mapa de España delicadamente protegido con la mano izquierda. En, el fondo, revolviéndose y pretendiendo erguirse, dos monstruos infernales. Finalmente, aquel texto del salmo 33: «Enviará el Señor su ángel alrededor de los que le temen y los librará». Y esta invocación: «Virgen Inmaculada, Santiago Apóstol, Santa Teresa de Jesús y Santo Ángel, patronos de España, conservadnos la fe y defendednos de los enemigos de nuestra patria». Imprimió, por lo pronto 85.000 estampas en diversos tamaños y 90.000 hojas de propaganda de esta devoción. Más tarde costeó otras cien mil estampas y hojas volanderas.

 "Tú, príncipe de la celestial milicia, relega al infierno con divino imperio a Satanás y a los demás espíritus malignos que, en su intento de perder a las almas, recorren la tierra". Sí, que "no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires".El 6 de mayo de 1896 le autorizó su prelado para establecer en la diócesis una piadosa liga de oraciones al Santo Ángel del Reino. Dos días después, en los varios periódicos de Tortosa y en revistas de distintas capitales publicó ampliamente el proyecto. Escribió asimismo a todos los seminarios de España invitándoles a que fundasen otros tantos centros diocesanos para extender dicha unión. De más de doce sitios le contestaron enseguida aceptando encantados y los señores obispos indulgenciaron la inscripción. Simultáneamente hizo prender el fuego en los alumnos del Colegio de San José de Roma fundado por él hacía cuatro años. Y así lo atestiguan varios prelados que habían seguido allí sus estudios. Uno de ellos escribe: «De ti, amado padre, aprendí a venerar, a amar al Santo Ángel Custodio de España. En el Pontificio Colegio Español de San José de Roma, con fervor piadoso y con patriótico ardimiento, inculcabas a todos los alumnos esta santa devoción. Por tu amor salgo a propagarla. Mejor que antes en la tierra puedes ahora desde el cielo lograr que se extienda y arraigue». Estas palabras constituyen la «dedicatoria» de la sustanciosa y bellísima «novena» —todo un tratado de Ángelología— que en honor del Santo Ángel Custodio de España publicó en 1917 el Dr. D. Leopoldo Eijo y Garay, más tarde Excmo. Patriarca-Obispo de Madrid-Alcalá. Tal joya de novena fue reeditada el año 1936 en Vitoria por la Dirección General de la Obra Pontificia de la Santa Infancia. ¿No cabría pensar que la difusión de esa novena precisamente aquellos años pudo ser parte para la asombrosa victoria de quienes, en los humano, éramos impotentes ante los formidables enemigos de la guerra… y de la posguerra?

En 1920 el Santo Ángel Tutelar de España tenía ya un espléndido altar en la parroquia de San José de Madrid. Fue inaugurado el 13 de mayo de ese año, con asistencia de la Real Familia en pleno. Y aquel mismo día quedó también establecida, a propuesta de Su Majestad D. Alfonso XIII, la «Asociación Nacional del Santo Ángel Custodio del Reino». Alma de todo ello fue otro hijo espiritual de don Manuel Domingo y Sol: el sacerdote don Luís Íñigo, quien, como testamentario de aquél en todo lo concerniente al Santo Ángel, logró ver puesta en marcha la asociación en cuarenta provincias de España. Él fue quien una vez nos dijo: «En mi última entrevista con don Manuel, me hizo prometerle que no abandonaría el asunto del Santo Ángel mientras yo viviese. La primera parte de mi propósito está conseguida, pues en toda España se conoce y se practica la devoción al Santo Ángel. Ahora quisiera que se fomentase entre los niños esta devoción y que, en un día determinado, los niños y niñas de los colegios asistiesen a una fiesta en la que desfilasen ante la imagen del Santo Ángel y depositasen a sus pies una flor y diesen un beso a la bandera española».

Copiosa correspondencia se cruzó también entre el siervo de Dios y su joven amigo sobre otra iniciativa del primero: la de erigir en el Cerro de los Ángeles, próximo a Madrid, un monumento al Santo Ángel de España. No es posible expresar en pocas líneas todas las reservas de entusiasmo que el insigne apóstol dedicó a este proyecto. La tarde del 21 de abril de 1902 fue personalmente al Cerro de Getafe, entonó una salve a Nuestra Señora de los Ángeles en la iglesia y después, con íntima ilusión, se puso a planear y discurrir, pareciéndole todo cosa facilísima en punto a ejecución. Las enfermedades y las atenciones a sus muchas empresas le impidieron luego caminar deprisa, pero hasta tres meses antes de morir siguió escribiendo a unos y otros sobre el acariciado anhelo. Entre otros encargos hizo éste: «Que la hermandad deje aquí un recuerdo a su abogado». Se refiere a la Hermandad de Sacerdotes Operarios del Corazón de Jesús, en cuyas constituciones, redactadas por él, nombra varias veces al Santo Ángel de España, elegido para la misma como abogado especial.

Se pregunta uno ahora: ¿no sería deseable que, dentro de la más perfecta armonía arquitectónica, ese deseo de un santo quedase al fin plasmado entre las edificaciones que hoy ocupan el sagrado lugar, centro geográfico de la Península?

Cuando solamente existía allí la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, la mente de don Manuel Domingo y Sol relacionaba con dicha iglesia el soñado monumento. Ahora en cambio, ante el nuevo carácter que han revestido aquellas alturas, él, si viviese, revisaría sin duda su concepción primera, para estudiar en qué sitio preciso parecía mejor instalarlo. El no haberlo realizado medio siglo atrás puede hoy ser un bien, para que resulte posible planearlo de un modo definitivo, Una vez colocado allí el Santo Ángel del Reino, se atraería fácilmente las miradas y los corazones de toda España. Podría al mismo tiempo inspirarles a los católicos extranjeros que pasan por Madrid la magnífica idea de difundir en sus naciones la devoción al respectivo ángel tutelar de ellas.

Pocos años después de haber fallecido don Manuel Domingo y Sol, el ángel de Portugal en 1916 se apareció varias veces a los privilegiados niños de Fátima. Por conducto de ellos pidió a la humanidad oración, penitencia, reparación eucarística, recurso confiadísimo al Inmaculado Corazón de María. ¡Qué gozo ver así confirmada la designación, por parte de Dios, de ángeles custodios de las naciones! Harto bien lo sabía el apostólico varón tantas veces citado, quien hablaba de los ángeles. Como si los estuviera viendo y escribía de ellos, por ejemplo: «Hay que poner en contacto, a los ángeles de España y de Portugal. Diríase que, reñidos los españoles y los portugueses —vecinos del entresuelo y del principal—, no se cuidan para nada los unos de los otros». Ese propósito de poner en contacto a los dos celestiales confidentes y amigos suyos apuntaba en último término a su elevado plan de promover a fondo el intercambio cultural y apostólico de una y otra nación hermanas. Y así le confiaba también sus empresas de celo al Santo Ángel Custodio de Francia cuando la cruzaba muchas veces en sus viajes a Roma.

¿Qué hacer entonces para aprovechar tan útil ejemplo de santo patriotismo? Ante todo, naturalmente, ahondar en la fe de que, como dice San Pablo, «todos los ángeles son gestores de Dios, puestos al servicio de quienes hemos de lograr salvarnos». Después, recordar que la custodia de los ángeles es una admirable aplicación de la providencia divina; tener presente que en todas nuestras buenas obras intervienen los ángeles. Felicitarnos, además, de que, como advierte San Bernardo, los ángeles reúnan en sí tres magníficas dotes que siempre deseamos y exigimos en los supremos gobernantes: lealtad a toda prueba, prudencia exquisita y un poder inmenso. También son luz para las almas; su vigor nos contagia; saben, quieren y pueden defender nuestros intereses materiales. ¿Caben disposiciones más deseables en el ángel tutelar de una patria?

Lo que falta ahora es que esa patria se ejercite generosamente en aquellas virtudes en que los ángeles se complacen tanto: sumisión fiel y disciplinada a las órdenes del Altísimo; pureza e integridad cristianas; singularísima predilección por toda clase de obras consagradas a la educación e instrucción de los niños. Muy bien se ha preguntado: «¿Quién sabe si las calamidades que muchas veces llueven sobre los pueblos son la venganza de los ángeles por el abandono en que se deja a los niños, por los escándalos que se dan a los niños, por el daño que se causa a los ángeles de la tierra corrompiéndoles el corazón y la inteligencia? Espanta pensar cuán terribles deben de ser las órdenes del santo ángel de una nación a los demás ángeles, para vengar… tantos crímenes como se cometen contra los niños, aun antes de que nazcan. Quienes aman a los niños con amor cordial práctico se atraen la complacencia de los ángeles y, sobre todo, del santo ángel tutelar de la patria».

Ojalá todas las editoriales, todos los publicistas católicos, todas las familias fervorosas inunden hoy a España otra vez con estampas del Santo Ángel del Reino y con impresos explicativos de la excelsa misión que le está confiada en el plan divino. ¡Quién viera en todos los hogares, junto a la imagen del ángel individual de la guarda, venerada también la del Santo Ángel de la Nación! ¡Y quién viera que el amor a Él no sólo penetraba en las casas, sino que se adueñaba de las madres españolas y que éstas, con sus palabras, chispas de fuego del corazón, con miradas que son ráfagas de luz del entendimiento, con besos, insuperables para imprimir hondamente en el alma las ideas y afectos, grababan en las de sus hijitos, a la vez que la devoción al ángel de la guarda y al del Reino, el amor a la Iglesia y a la patria! ¡Quién pudiera lograr que simultáneamente esa devoción privada se transformase en pública y que en los templos se levantasen altares dedicados al príncipe de la milicia celestial guardiana de España, y que nuestras juventudes se congregasen en torno a esas imágenes para enardecerse en amor a la patria española y católica, a fin de estar dispuestas a derramar por ella la sangre cuantas veces fuera necesario!

Si para organizarlo todo ello se infundía vida nueva a la Asociación Nacional del Santo Ángel del Reino, mejor aún. Finalidad suya sería propagar por todas las diócesis la devoción al mismo. Fomentar en todos los españoles la santa virtud del patriotismo. Obtener del Corazón divino de Jesús por intercesión del Ángel del Reino el engrandecimiento espiritual y temporal de España. Que, al fin y al cabo, ese Corazón amabilísimo, fusilado un primer viernes de mes en su imagen, pero entronizado otra vez allí mismo en el centro de la Península, él es quien ha confiado al Ángel del Reino el mando supremo de las fuerzas angélicas encargadas de la defensa individual y social de los españoles.

«¿Con cuántas divisiones militares cuenta el Vaticano?», preguntó un día Stalin. ¿Con qué posibilidades en tierra mar y aire, con qué superproducción de armas nucleares —preguntamos nosotros—, con qué seguridades de defensa y victoria cuenta una nación como la nuestra, no opulenta ni mucho menos, en estos años explosivos de la historia del mundo?

Respuesta primerísima: por lo pronto, con aquellas armas que un ángel dejó ver a Judas Macabeo. Y después, sobre todo, con el arma de aquella fe invencible que habló así por tantos labios y que jamás dejará de hablar: «Nuestro Dios, al que servimos, puede librarnos del horno encendido. Y si no quisiere, sábete, rey, que no adoraremos a los falsos dioses ni inclinaremos la cabeza ante la estatua que has levantado.»

Fuente: Buebaventura Pujol, mercaba.org

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Oración al Santo Ángel Custodio del Reino

 "Tú, príncipe de la celestial milicia, relega al infierno con divino imperio a Satanás y a los demás espíritus malignos que, en su intento de perder a las almas, recorren la tierra". Sí, que "no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires".

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Marcha al Santo Ángel Custodio, de Antonio moreno Pozo

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San Dositeo, humilde hasta en su celebración, con recursos audiovisuales

San Dositeo, humilde hasta en su celebración, con recursos audiovisuales

Los años bisiestos tienen el inconveniente de celebrar un tanto aislada en clara desventaja con respecto a los demás santos la fiesta de los que el santoral coloca en este día. Menos mal que desde la altura de la santidad esa situación peculiar, debida a las imperfecciones humanas que no encuentran otra forma para medir el tiempo, a mí se me antoja que puede ser una más de las oportunidades que en el Cielo deben tener los bienaventurados para bromear entre ellos aquello de la gloria accidental y para ejercer su función de intercesores al compadecerse mejor de las flaquezas tan comprobables de los hombres.

Es el caso de Dositeo. Cuenta una antiquísima biografía suya que pasó los años de su juventud alineado en las filas del ejército, peleón como el primero y entusiasta de las victorias como el que más. Era cristiano. Entre guerra y guerra tuvo la oportunidad de visitar los Santos Lugares; peregrino piadoso, fue rememorando los acontecimientos de la Salvación que allí se realizaron; su amor a Jesucristo fue creciendo entre las piedras que ahora podía tocar y besar; en Getsemaní se quedó profundamente impresionado ante la visión de un cuadro que representaba los tormentos del Infierno. Aquello fue la ocasión para que diera un vuelco su vida. Decidió abandonar sus bien estudiados planes de futuro y los cambió por hacerse monje en Gaza (Palestina); desde entonces, intentó poner en juego todas sus energías con el fin de lograr la más perfecta imitación de Jesucristo, bajo la dirección del abad san Doroteo.

Desprendimiento es la palabra-clave desde entonces.

Comprendió con claridad que cualquier persona, cosa y situación de la tierra podría servirle de enredo y estorbo para el anhelo del Cielo. Y con el paso del tiempo cuentan sus biógrafos, logró un desapego completo y perfecto de todas las cosas, manifestado incluso en el desprendimiento de los libros para los rezos y de las herramientas con las que trabajaba su huerto.

Debían tener razón, porque ¡tantas veces se oculta el apegamiento detrás de la razonable excusa de poseer las cosas consideradas imprescindibles para el ejercicio de la profesión, o de las que son un medio para vivir! De esta manera, se presenta al asceta san Dositeo como un inmenso mazo de amor a Dios, un hombre cuya voluntad está plena deseos, de ansias, de anhelos de vivir en exclusiva para el Señor, con la decisión de entrar en su eterna posesión sin la rémora o lastre que pueda suponer el más ínfimo cariño a las cosas terrenas.

Pensándolo bien, no es extraño que con esa desnudez heroica de afectos a lo que la mayoría de los mortales aprecian, Dositeo haya dado una prueba más al acertar a morirse en el día del año que sólo cada cuatro llega. Así, ni siquiera está apegado a su recuerdo.

Fuente: Mercaba.org

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Oraciones a san Gabriel de la Dolorosa

Oraciones a san Gabriel de la Dolorosa

¡Oh bienaventurado Gabriel de la Dolorosa, que, por vuestra afectuosísima devoción a la ínclita Virgen afligida al pié de la cruz, llegasteis a ser espejo de inocencia, modelo de santidad y taumaturgo del presente siglo por los estupendos milagros obrados en derredor de vuestro sepulcro! Dignaos mirarme benévolo desde el cielo y recabadme de la munificencia divina las fuerzas que he menester para precaver los peligros del alma, despreciar los halagos del mundo, neutralizar las asechanzas del demonio, triunfar de mis pasiones, llorar contrito mis culpas, secundar con generosidad de corazón las divinas inspiraciones y labrar mi santificación mediante un afecto sincero a la Pasión de Jesús y a los Dolores de mi Madre Maria, a fin de que, siguiendo vuestros ejemplos aquí en la tierra, pueda igualmente haceros compañia en el cielo por toda la eternidad. Así sea.

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Oh Dios, que enseñaste a san Gabriel de la Dolorosa a meditar asiduamente los dolores de tu dulcísima Madre, y le concediste alcanzar por ella las cumbres de la santidad. Concédenos a nosotros, por tu intercesión y ejemplo, vivir tan unidos a tu Madre Dolorosa que gocemos siempre de su maternal protección. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

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Oración a san Gabriel de la Dolorosa para los problemas del hogar

¡Oh bienaventurado san Gabriel de la Dolorosa!,
que fuiste destinatario del amor y la misericordia del Señor,que, por tu afectuosísima devoción
a la insigne Virgen María afligida al pié de la Cruz,
llegaste a ser espejo de inocencia y modelo de santidad.
Glorioso san Gabriel,
aclamado como prodigioso por los innumerables milagros
obrados en derredor de tu sepulcro,
dígnate mirarme benévolo desde el cielo
y alcánzame de la generosidad divina
las fuerzas y los medios necesarios
para prevenir los peligros del alma,
vencer las asechanzas del demonio,
llorar arrepentido mis culpas,
seguir con generosidad de corazón las divinas inspiraciones
y labrar mi santificación mediante un afecto sincero
a la Pasión de Jesús y a los Dolores de mi Madre María,
a fin de que, siguiendo vuestros ejemplos aquí en la tierra,
pueda igualmente haceros compañía
en el cielo por toda la eternidad.

San Gabriel de nuestra Madre Dolorosa,
te suplicamos con enorme esperanza que intercedas
para que se remedien favorablemente las carencias,
las preocupaciones, agobios y sufrimientos
por los que pasamos en nuestro hogar
en estos momentos difíciles y adversos,
custódianos, defiéndenos, ruega por nosotros
y auxílianos en esta gran necesidad:

(hacer la petición).

Recibe bajo tu protección a nuestras familias,
para que en ellas tengamos salud y bienestar
para que convivamos en amor, unión y armonía,
y con tu mediación y la ayuda de nuestro Señor Jesucristo
y su bendita madre María Santísima
podamos solucionar nuestros problemas y necesidades,
enséñanos a practicar la caridad y la bondad,
a asistir, servir y complacer a nuestros hermanos
y alcánzanos el camino de la verdadera vida
para que lleguemos a gozar un día de los bienes eternos.

Por Jesucristo nuestro Señor.

Amén.

Rezar la Salve, Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

San Gabriel de la Dolorosa, el santo de los jóvenes, con recursos audiovisuales

San Gabriel de la Dolorosa, el santo de los jóvenes, con recursos audiovisuales

Asís, la ciudad embalsamada por el recuerdo de San Francisco y Santa Clara, fue su cuna. Cuando nació pertenecía aún a los Estados pontificios, en cuya administración de justicia trabajaba, corno juez asesor, su padre.

Vino al mundo el 1 de marzo de 1838. Pocos años después, cuando el pequeño Francisco tenía sólo cuatro años, murió su madre. Él quedó huérfano, junto con sus doce hermanos, al cuidado de su padre, ejemplar y cristianísimo. Y a su padre debió una firme educación familiar, gracias a la cual pudo llegar a superar el obstáculo de un carácter propenso a la cólera, y que no dejaba de dar frecuentes muestras de terca obstinación.

Francisco Possenti, que así se llamaba antes de entrar en religión, hizo sus estudios primero con los hermanos de las Escuelas Cristianas, y después con los jesuitas de Spoleto, a donde se había trasladado su padre. Ya de escolar se iniciaron en él las luchas en torno a la vocación religiosa, que tanto habían de alargarse.

A los dieciséis años, la pubertad logra enfriar algo sus fervores infantiles. Una enfermedad le sirve de advertencia, y él, vuelto hacia el Señor, le promete entrar en religión si se cura. Pero, recobrada la salud, no tarda en olvidar aquella promesa. Nuevo aviso, nueva enfermedad, más peligrosa aún que la anterior. Perdida casi toda la esperanza, se encomienda al entonces Beato San Andrés Bobola y renueva su promesa de entrar religioso. En efecto, al aplicarle la imagen de San Andrés, queda dormido y horas después se despierta completamente curado. Pero… el mundo tiraba de él con fuerza. Se encontraba en plena juventud, tenía éxito entre las muchachas de Spoleto y, por otra parte, la vida religiosa se hacía muy dura para su carácter independiente.

Nuevo aviso del cielo: el cólera se lleva a una de sus hermanas, que él quería tiernamente. Parecía ya imposible desoír la voz de Dios. Y, en efecto, Francisco habla un día seriamente con su padre y le manifiesta que quiere entrar en religión. Cosa curiosa, su padre, tan cristiano, se niega. Le parece imposible que un muchacho tan frívolo pueda perseverar, y quiere probar antes aquella vocación que más le parece fruto de una impresión fuerte, la causada por la muerte de su hermana, que de una serena reflexión. Y hay un momento en que parece que todo le daba la razón. A pesar de haber manifestado tan seriamente su deseo de marchar del mundo, Francisco vuelve a su vida anterior, y, aun frecuentando los sacramentos, se muestra aficionado al teatro y se deja envolver por las vanidades del mundo.

El golpe definitivo iba a llegar de la manera más inesperada. El día de la octava de la Asunción de 1856 Francisco está viendo pasar, como simple espectador, una procesión en la que se lleva una imagen de la Santísima Virgen de gran veneración en Spoleto: regalo de Federico Barbaroja a la villa, se decía que había sido pintada por San Lucas. De pronto el joven levanta su mirada al cuadro de la Virgen, y se siente sobrecogido al ver fijos en él los ojos de la imagen. Le parece escuchar una voz que dice: «Francisco, el mundo no es para ti. Tienes que entrar en religión».

Se siente anonadado. Ya no hay que deliberar más. Lo que importa es poner cuánto antes por obra la decisión tomada. Pero su padre continúa oponiéndose. Y más cuando ve que el joven ha pedido su ingreso nada menos que en la austera congregación de los pasionistas. Buen cristiano, deja su padre el asunto en manos de dos eclesiásticos respetables. Los dos, al principio, se inclinan a pensar que Francisco no resistirá la vida pasionista. Los dos, después de haber escuchado al joven, se conciertan con él para eliminar las últimas dificultades. Y así el 21 de septiembre de 1856 Francisco Possenti cambiaba de hábito y de nombre. Pasaba a ser un novicio pasionista y a llamarse Gabriel de la Dolorosa. Había dejado su casa paterna y se encontraba en el retiro de Morrovalle.

Su vida religiosa iba a ser breve, pero intensísima. La adaptación le costó terriblemente. Acostumbrado al género de comidas propio de una casa acomodada, los toscos alimentos del pobre convento pasionista le causaban una repugnancia invencible. A pesar de las protestas de su naturaleza insistía en comer, hasta que los superiores, compadecidos, le permitieron temporalmente algún alivio. Lo mismo ocurría con todos los demás aspectos de la observancia. Sin querer aceptar la más mínima singularidad, seguía siempre al pie de la letra un horario y unos ejercicios que costaban mucho a su delicada complexión.

En febrero de 1858 comienza sus estudios, que le llevan primero al convento de Preveterino, después al de Camerino y finalmente al de Isola. En todos estos conventos dejó el recuerdo de su ejemplar aplicación. Dicen que tenía siempre ante los ojos aquellas palabras que había escrito un glorioso santo de su misma congregación, San Vicente María Strambi: «Cuando tenéis que entregaros al estudio, imaginaos que estáis rodeados por una multitud innumerable de pobres pecadores privados de todo socorro y que os piden con vivas instancias el beneficio de la instrucción, el camino que conduce a la salvación». Esta era la única preocupación de Gabriel: prepararse para el sacerdocio, al que, sin embargo, por sabios designios de Dios no habría de llegar.

De una parte estarían los trastornos políticos del reino de Nápoles. Y de otra parte lo impediría también su propia salud. Cuando ya empezaba a aproximarse la fecha de su ordenación sacerdotal, cuando ya, el 25 de mayo de 1861, había recibido las órdenes menores, la salud de Gabriel empezó a empeorar rápidamente. La tuberculosis se apoderó de él. Fue necesario recluirse en la enfermería y dedicarse de lleno a aceptar, con toda alegría y sumisión a la voluntad de Dios, aquel inmenso sufrimiento. De vómito de sangre en vómito de sangre, de ahogo en ahogo, vivirá así un año enteramente entregado a Dios, ofreciéndose a Él como holocausto y víctima.

Había sido ejemplar mientras estuvo sano. Sus compañeros quedaban maravillados al contemplar la ejemplaridad de la observancia. A la meditación de la pasión, típica de la congregación en la que había ingresado, añadió siempre un amor entusiasta, ingenioso, encendido a la Santísima Virgen. Se podría sacar un tratado completo de devoción a ella, espigando detalles de la vida de San Gabriel. Desde lo intelectual, con el estudio continuo de lo que se refiere a la Santísima Virgen y la lectura repetida de Las glorías de María, de San Alfonso, hasta lo mas menudo y cariñoso: todo un cúmulo de expresiones filiales que a cada paso surgen de sus labios y de su pluma. El amor a la Santísima Virgen fue ciertamente la palanca que le permitió subir rápidamente por el camino de la perfección.

Ejemplar también en la práctica de las virtudes religiosas. Amante de la pobreza hasta en los más mínimos detalles. Obedientísimo siempre, con anécdotas que casi nos hacen pensar en el mismo escrúpulo. Y hasta su amor a la castidad, con el voto que hizo de no mirar nunca a la cara a mujer alguna.

Y fue también muy ejemplar mientras estuvo enfermo. La presencia de Dios, que con tanta frecuencia solía él recordar, según es uso entre los pasionistas, en sus recreos, se hizo ya para él completamente actual durante todo el día. Solo en la enfermería, podía darse de lleno a tan santo ejercicio. Sus mismos padecimientos le daban ocasión de ejercitar su caridad para con sus hermanos a quienes, ni en lo más agudo de sus sufrimientos, quería nunca molestar. Así se constituyó en la admiración y el ejemplo de todos los estudiantes del convento.

Hacia el fin de diciembre de 1861 un nuevo vómito de sangre puso en peligro su vida. Aún pudo asistir a una misa el día de Navidad. Su estado quedó estacionado hasta el domingo 16 de febrero. Nueva crisis, nuevos y más horribles dolores, nuevo vómito de sangre. Al fin se vio claro que aquello no tenía remedio humano. Cuando se lo dijeron, tuvo primero un ligero movimiento de sorpresa, e inmediatamente después una gran alegría. Recibió el viático, y pidió perdón públicamente a todos sus hermanos. Pero aún no era la hora. Sólo el 26 de febrero se le dio la extremaunción. En la noche siguiente, tras de rechazar reiterados asaltos del enemigo, Gabriel pidió por última vez la absolución. Y habiéndola recibido, cruzadas las manos sobre el pecho, iluminado su rostro juvenil por una luz celestial, rindió su último suspiro suave y dulcemente. Había, comenzado el 27 de febrero de 1862.

Se le hubiera creído dormido cuando, echado en tierra sobre una tabla, según el uso de los pasionistas, le pudieron contemplar los religiosos antes de proceder a la inhumación en la capilla del convento. Pero, pese a la sencillez de su vida, transcurrida sin contacto con el mundo, entre las paredes de las casas de estudio pasionistas, pronto corrió por todas partes la voz de su admirable santidad. En 1892 se hizo la exhumación de sus restos. Iban llegando de todas partes noticias de milagros obtenidos por su intervención. En 1908 San Pío X procedía a su beatificación, teniendo el consuelo de asistir, anciana ya, una señora que en su juventud le había tratado bastante, hasta el punto de haber entrado en los planes de la familia Possenti el proyecto de una boda entre ambos. Años después, el 13 de mayo de 1926, Benedicto XV le canonizaba.

Muerto a los veinticuatro años de edad, minorista aún, después de seis años de profesión religiosa, todo el mundo mira a San Gabriel de la Dolorosa como modelo y protector de la juventud de los seminarios, noviciados y casas religiosas de estudio. Y como modelo también de admirable y sentida devoción a la Santísima Virgen María.

Su fiesta se celebra el 27 de febrero.

Lamberto de Echevarría, en mercaba.org

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San Alejandro, el gran defensor de la Divinidad de Cristo

San Alejandro, el gran defensor de la Divinidad de Cristo

San Alejandro, patriarca de Alejandría, tiene una especial significación en la historia de la Iglesia a principios del siglo IV, por haber sido el primero en descubrir y condenar la herejía de Arrio y haber iniciado la campaña contra esta herejía, que tanto preocupó a la Iglesia durante aquel siglo. A él cabe también la gloria de haber formado y asociado en el gobierno de la Iglesia alejandrina a San Atanasio, preparándose de este modo un digno sucesor, que debía ser el portavoz de la ortodoxia católica en las luchas contra el arrianismo.

Nacido Alejandro hacia el año 250, ya durante el gobierno de Pedro de Alejandría se distinguió de un modo especial en aquella Iglesia. Los pocos datos que poseemos sobre sus primeras actividades nos han sido transmitidos por los historiadores Sócrates, Sozomeno y Teodoreto de Ciro, a los que debemos añadir la interesante información de San Atanasio. Así, pues, en general, podemos afirmar que las fuentes son relativamente seguras.

El primer rasgo de su vida, en el que convienen todos los historiadores, nos lo presenta como un hombre de carácter dulce y afable, lleno siempre de un entrañable amor y caridad para con sus hermanos y en particular para con los pobres. Esta caridad, unida con un espíritu de conciliaci6n, tan conforme con los rasgos característicos de la primitiva Iglesia, proyectan una luz muy especial sobre la figura de San Alejandro de Alejandría, que conviene tener muy presente en medio de las persistentes luchas que tuvo que mantener más tarde contra la herejía; pues, viéndolo envuelto en las más duras batallas contra el arrianismo, pudiera creerse que era de carácter belicoso, intransigente y acometedor. En realidad, San Alejandro era, por inclinación natural, todo lo contrario; pero poseía juntamente una profunda estima y un claro conocimiento de la verdadera ortodoxia, unidos con un abrasado celo por la gloria de Dios y la defensa de la Iglesia, lo cual lo obligaba a sobreponerse constantemente a su carácter afable, bondadoso y caritativo, y a emprender las más duras batallas contra la herejía.

De este espíritu de caridad y conciliación, que constituyen la base fundamental de su carácter, dio bien pronto claras pruebas en su primer encuentro con Arrio. Este comenzó a manifestar su espíritu inquieto y rebelde, afiliándose al partido de los melecianos, constituido por los partidarios del obispo Melecio de Lycópolis, que mantenía un verdadero cisma frente al legítimo obispo Pedro de Alejandría. Por este motivo Arrio había sido arrojado por su obispo de la diócesis de Alejandría. Alejandro, pues, se interpuso con todo el peso de su autoridad y prestigio, y obtuvo, no sólo su readmisión en la diócesis, sino su ordenación sacerdotal por Aquillas, sucesor de Pedro en la sede de Alejandría.

Muerto, pues, prematuramente Aquillas el año 313, sucedióle el mismo Alejandro, y por cierto son curiosas algunas circunstancias que sobre esta elección nos transmiten sus biógrafos. Filostorgo asegura que Arrio, al frente entonces de la iglesia de Baucalis, apoyó decididamente esta elección, lo cual se hace muy verosímil si tenemos presente la conducta observada con él por Alejandro. Mas, por otra parte, Teodoreto atestigua que Arrio había presentado su propia candidatura a Alejandría frente a Alejandro, y que, precisamente por haber sido éste preferido, concibió desde entonces contra él una verdadera aversión y una marcada enemistad.

Sea de eso lo que se quiera, Arrio mantuvo durante los primeros años las más cordiales relaciones con su obispo, el nuevo patriarca de Alejandría, San Alejandro. Este desarrolló entre tanto una intensa labor apostólica y caritativa en consonancia con sus inclinaciones naturales y con su carácter afable y bondadoso. Uno de los rasgos que hacen resaltar los historiadores en esta etapa de su vida, es su predilección por los cristianos que se retiraban del mundo y se entregaban al servicio de Dios en la soledad. Precisamente en este tiempo comenzaban a poblarse los desiertos de Egipto de aquellos anacoretas que, siguiendo los ejemplos de San Pablo, primer ermitaño, de San Antonio y otros maestros de la vida solitaria, daban el más sublime ejemplo de la perfecta entrega y consagración a Dios. Estimando, pues, en su justo valor la virtud de algunos entre ellos, púsoles al frente de algunas iglesias, y atestiguan sus biógrafos que fue feliz en la elección de estos prelados.

Por otra parte se refiere que hizo levantar la iglesia dedicada a San Teonás, que fue la más grandiosa de las construidas hasta entonces en Alejandría. Al mismo tiempo consiguió mantener la paz y tranquilidad de las iglesias del Egipto, a pesar de la oposición que ofrecieron algunos en la cuestión sobre el día de la celebración de la Pascua y, sobre todo, de las dificultades promovidas por los melecianos, que persistían en el cisma, negando la obediencia al obispo legítimo. Pero lo más digno de notarse es su intervención en la cuestión ocasionada por Atanasio en sus primeros años. En efecto, niño todavía, había procedido Atanasio a bautizar a algunos de sus camaradas, dando origen a la discusión sobre la validez de este bautismo. San Alejandro resolvió favorablemente la controversia, constituyéndose desde entonces en protector y promoviendo la esmerada formación de aquel niño, que debía ser su sucesor y el paladín de la causa católica.

Pero la verdadera significación de San Alejandro de Alejandría fue su acertada intervención en todo el asunto de Arrio y del arrianismo, y su decidida defensa de la ortodoxia católica. En efecto, ya antes del año 318, comenzó a manifestar Arrio una marcada oposición al patriarca Alejandro de Alejandría. Esta se vio de un modo especial en la doctrina, pues mientras Alejandro insistía claramente en la divinidad del Hijo y su igualdad perfecta con el Padre, Arrio comenzó a esparcir la doctrina de que no existe más que un solo Dios, que es el Padre, eterno, perfectísimo e inmutable, y, por consiguiente, el Hijo o el Verbo no es eterno, sino que tiene principio, ni es de la misma naturaleza del Padre, sino pura criatura. La tendencia general era rebajar la significación del Verbo, al que se concebía como inferior y subordinado al Padre. Es lo que se designaba como subordinacianismo, verdadero racionalismo, que trataba de evitar el misterio de la Trinidad y de la distinción de personas divinas. Mas, por otra parte, como los racionalistas modernos, para evitar el escándalo de los simples fieles, ponderaban las excelencias del Verbo, si bien éstas no lo elevaban más allá del nivel de pura criatura.

En un principio, Atrio esparció estas ideas con la mayor reserva y solamente entre los círculos más íntimos. Mas como encontrara buena acogida en muchos elementos procedentes del paganismo, acostumbrados a la idea del Dios supremo y los dioses subordinados, e incluso en algunos círculos cristianos, a quienes les parecía la mejor manera de impugnar el mayor enemigo de entonces, que era el sabelianismo, procedió ya con menos cuidado y fue conquistando muchos adeptos entre los clérigos y laicos de Alejandría y otras diócesis de Egipto. Bien pronto, pues, se dio cuenta el patriarca Alejandro de la nueva herejía e inmediatamente se hizo cargo de sus gravísimas consecuencias en la doctrina cristiana, pues si se negaba la divinidad del Hijo, se destruía el valor infinito de la Redención. Por esto reconoció inmediatamente como su deber sagrado el parar los pasos a tan destructora doctrina. Para ello tuvo, ante todo, conversaciones privadas con Arrio; dirigióle paternales amonestaciones, tan conformes con su propio carácter conciliador y caritativo; en una palabra, probó toda clase de medios para convencer a buenas a Arrio de la falsedad de su concepción.

Mas todo fue inútil. Arrio no sólo no se convencía de su error, sino que continuaba con más descaro su propaganda, haciendo cada día más adeptos, sobre todo entre los clérigos. Entonces, pues, juzgó San Alejandro necesario proceder con rigor contra el obstinado hereje, sin guardar ya el secreto de la persona. Así, reunió un sínodo en Alejandría el año, 320, en el que tomaron parte un centenar de obispos, e invitó a Arrio a presentarse y dar cuenta de sus nuevas ideas. Presentóse él, en efecto, ante el sínodo, y propuso claramente su concepción, por lo cual fue condenado por unanimidad por toda la asamblea.

Tal fue el primer acto solemne realizado por San Alejandro contra Arrio y su doctrina. En unión con los cien obispos de Egipto y de Libia lanzó el anatema contra el arrianismo. Pero Arrio, lejos de someterse, salió de Egipto y se dirigió a Palestina y luego a Nicomedia, donde trató de denigrar a Alejandro de Alejandría y presentarse a si mismo como inocente perseguido. Al mismo tiempo propagó con el mayor disimulo sus ideas e hizo notables conquistas, particularmente la de Eusebio de Nicomedia.

Entre tanto, continuaba San Alejandro la iniciada campaña contra el arrianismo. Aunque de natural suave, caritativo, paternal y amigo de conciliación, viendo, la pertinacia del hereje y el gran peligro de su ideología, sintió arder en su interior el fuego del celo por la defensa de la verdad y de la responsabilidad que sobre él recaía, y continuó luchando con toda decisión y sin arredrarse por ninguna clase de dificultades. Escribió, pues, entonces algunas cartas, de las que se nos han conservado dos, de las que se deduce el verdadero carácter de este gran obispo, por un lado lleno de dulzura y suavidad, mas por otro, firme y decidido en defensa de la verdadera fe cristiana.

Por su parte, Arrio y sus adeptos continuaron insistiendo cada vez más en su propaganda. Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea trabajaban en su favor en la corte de Constantino. Se trataba de restablecer a Arrio en Alejandría y hacer retirar el anatema lanzado contra él. Pero San Alejandro, consciente de su responsabilidad, ponía como condición indispensable la retractación pública de su doctrina, y entonces fue cuando compuso una excelente síntesis de la herejía arriana, donde aparece ésta con todas sus fatales consecuencias.

Por su parte, el emperador Constantino, influido sin duda por los dos Eusebios, inició su intervención directa en la controversia. Ante todo, envió sendas cartas a Arrio y a Alejandro, donde, en la suposición de que se trataba de cuestiones de palabras y deseando a todo trance la unión religiosa, los exhortaba a renunciar cada uno a sus puntos de vista en bien de la paz. El gran obispo Osio de Córdoba, confesor de la fe y consejero religioso de Constantino, fue el encargado de entregar la carta a San Alejandro y juntamente de procurar la paz entre los diversos partidos. Entre tanto Arrio había vuelto a Egipto, donde difundía ocultamente sus ideas y por medio de cantos populares y, sobre todo, con el célebre poema Thalia trataba de extenderlas entre el pueblo cristiano.

Llegado, pues, Osio a Egipto, tan pronto como se puso en contacto con el patriarca Alejandro y conoció la realidad de las cosas, se convenció rápidamente de la inutilidad de todos sus esfuerzos. Así se confirmó plenamente en un concilio celebrado por él en Alejandría. Sólo con un concilio universal o ecuménico se podía poner término a tan violenta situación. Vuelto, pues, a Nicomedia, donde se hallaba el emperador Constantino, aconsejóle decididamente esta solución. Lo mismo le propuso el patriarca Alejandro de Alejandría. Tal fue la verdadera génesis del primer concilio ecuménico, reunido en Nicea el año 325.

No obstante su avanzada edad y los efectos que había producido en su cuerpo tan continua y enconada lucha, San Alejandro acudió al concilio de Nicea acompañado de su secretario, el diácono San Atanasio. Desde un principio fue hecho objeto de los mayores elogios de parte de Constantino y de la mayor parte de los obispos, ya que él era quien había descubierto el virus de aquella herejía y aparecía ante todos como el héroe de la causa por Dios. Como tal tuvo la mayor satisfacción al ver condenada solemnemente la herejía arriana en aquel concilio, que representaba a toda la Iglesia y estaba presidido por los legados del Papa.

Vuelto San Alejandro a su sede de Alejandría, sacando fuerzas de flaqueza, trabajó lo indecible durante el año siguiente en remediar los daños causados por la herejía. Su misión en este mundo podía darse por cumplida. Como pastor, colocado por Dios en una de las sedes más importantes de la Iglesia, había derrochado en ella los tesoros de su caridad y de la más delicada solicitud pastoral, y habiendo descubierto la más solapada y perniciosa herejía, la había condenado en su diócesis y había conseguido fuera condenada solemnemente por toda la Iglesia en Nicea. Es cierto que la lucha entre la ortodoxia y arrianismo no terminó con la decisión de este concilio, sino que continuó cada vez más intensa durante gran parte del siglo IV. Pero San Alejandro había desempeñado bien su papel y dejaba tras sí a su sucesor en la misma sede de Alejandría, San Atanasio, quien recogía plenamente su herencia de adalid de la causa católica.

Según todos los indicios, murió San Alejandro el año 326, probablemente el 26 de febrero, si bien otros indican el 17 de abril. En Oriente su nombre fue pronto incluido en el martirologio. En el Occidente no lo fue hasta el siglo IX.

Bernardino Llorca, SI, en mercaba.org

La Madre Paula, un ejemplo de dedicación a la enseñanza de niñas

La Madre Paula, un ejemplo de dedicación a la enseñanza de niñas

Paula Montal i Fornés nació y pasó su larga vida, de 90 años, en Cataluña (España), en el agitado marco del siglo XIX, caracterizado por continuas luchas y revoluciones, a la par que se realizaba una profunda transformación industrial en dicha región. Las circunstancias históricas de aquellos tiempos, marcaron su formación y determinaron la orientación de su vida, consagrada a la educación cristiana de las niñas y jóvenes. Con esta misma finalidad fundó la Congregación de Hijas de María, Religiosas de las Escuelas Pías.

Pero vayamos despacio. Paula nace el 11 de octubre de 1799 en Arenys de Mar (Barcelona), sus padres Ramón Montal y Paula Fornés habían contraído matrimonio siendo ambos viudos. En el nuevo hogar vivirán los hijos del anterior matrimonio de Ramón Montal, una hermana de éste, y su madrastra; así como los hijos que nacerán del nuevo matrimonio con Vicenta. Ramón era maestro cordelero, oficio importante en Arenys debido a la actividad marítima que le permitía salir adelante, si bien no excesivamente holgado.

Dada la complicación de este hogar, en 1807, Ramón debe tomar la decisión heroica de  trasladarse a otra casa con su mujer Vicenta y los hijos de este segundo matrimonio. Se dan en este periodo unos años felices para Paula. Goza del cariño fraterno y de una esmerada educación cristiana. Ha podido asistir a una “costura” – especie de escuela donde se enseñaban labores y algo de lectura y escritura a las niñas -. Difícilmente aprendían las mujeres de esa época a leer y escribir. Pero la felicidad se ve truncada bien pronto. En 1809 (en plena guerra de la Independencia) muere su padre y debido a la ley del “hereu”, vigente en Cataluña, toda la herencia, incluida la casa en la que viven, pasa al primogénito varón, que en este caso es un hijo del primer matrimonio.

La vida de Paula cambia radicalmente, su infancia ha terminado. Se ve en la necesidad de trabajar como encajera – “puntaire” – para ayudar a su madre a sacar a sus hermanos adelante. Conoce así en sus propias carnes la difícil situación que vive la mujer, su importancia y su marginación. Su realidad familiar no le impedirá colaborar en la parroquia con la catequesis, en la cual irá descubriendo su vocación educadora, realizando según cuentan un apostolado catequético y pedagógico con las niñas.

Algo que no deja de crecer en estos años es su fe comprometida y su amor a la Virgen. La encontramos como miembro de la Cofradía del Rosario y de la Congregación de los Dolores, lo cual dejará en ella una huella imborrable. Todo este tiempo lo vive con intensidad y es acompañada por un Padre Definidor (director espiritual diríamos hoy)  fray Roque.

Paula ve como su familia empieza a desenvolverse sin dificultad sin necesidad de su presencia. Acaricia la posibilidad de consagrar su vida a la educación cristiana de las niñas y jóvenes y la promoción de la mujer. Es algo que va madurando y deseando poco a poco.

La oportunidad llega en 1829. En Figueras el alcalde solicita maestras, e informado por Fray Roque, (que en esas fechas se halla en esa ciudad), de la labor que Paula desempeña en Arenys la invita. Paula, junto a su incondicional amiga Inés Busquets marcha a Figueras (Gerona), a abrir su primera escuela. La aventura parece descabellada, el propio párroco de Figueras cuando las recibe y escucha que sólo cuentan con 40 reales (unos 6 céntimos de euro) casi las invita a volver sobre sus pasos. Pero su determinación es firme, empiezan instalando la primera escuela en un palomar que preparan para iniciar la tarea. Enseñan a las niñas catecismo, un poco de lectura y escritura y a hacer encajes y blondas. Funciona muy bien y cada vez acuden más niñas. Al poco tiempo se les une su amiga Felicia Clavell.  Debido a la complicada situación social y política del momento deberán regresar a Arenys un par de años, pero vuelven para la satisfacción de Figueras. Algunas alumnas empiezan a unirse al grupo de maestras. En estas circunstancias Paula decide que es oportuno fundar una escuela en su pueblo natal, lo conoce bien y las niñas también tienen derecho a la educación. En 1841 la escuela de niñas en Arenys de Mar se hace realidad.

Paula vive entregada a la escuela que da sus frutos, y en su interior descubre y ve con claridad que hay que dar un nuevo paso, aunque las fuentes históricas no consiguen averiguar donde estuvo el origen de esta intuición.  Paula ha oído hablar de San José de Calasanz y de los escolapios, y de alguna manera lo que se está haciendo en las escuelas de niñas responde a lo que San José de Calasanz iniciara para los niños. Paula siente que el grupo de maestras de Figueras y Arenys necesitan algo más, y que la obra de Calasanz responde a lo que necesitan.

Son tiempos difíciles pues las órdenes y congregaciones religiosas han sido suprimidas en España, muchos religiosos andan exclaustrado y sobre los bienes se ha cernido la desamortización. Pero cuando las cosas son de Dios todo sigue su curso. La siguiente fundación será Sabadell en 1846, allí tienen un colegio los padres escolapios. Paula entra en contacto con el padre Jacinto Feliu, por aquel entonces provincial de Cataluña y que pronto sería nombrado por el Papa prepósito general de las Escuelas Pías en España. El padre Jacinto al hablar con Paula intuye que lo que lleva entre manos es de Dios, y encarga al padre Agustín Casanovas, del cual cuentan que de las cosas pequeñas sabía hacer cosas grandes, el cuidado de este grupo de maestras. El padre Agustín las ayudará en su formación académica, en su cuidado espiritual y les irá iniciando en la vida escolapia. El resultado será que el 2 de febrero de 1847 profesan las cuatro primeras escolapias en Sabadell. Ha nacido una nueva Congregación. Paula a partir de ahora se llamará Paula Montal de San José de Calasanz. Todo su ser lo dedicará a partir de este momento al cuidado y extensión de las escuelas para niñas y al cuidado de la nueva congregación.

Sorprendentemente, a pesar de ser la fundadora y alma de lo que había nacido no es elegida Superiora general, ni consejera. Este hecho no impide a Paula seguir entregándose a la vocación a la que ha sido llamada. Ella misma será la fundadora de otros colegios: Igualada (1849), Vendrell (1850) y Masnou (1852). En las crónicas y noticias que nos han llegado de la labor de Paula en estos colegios siempre se destaca su buen hacer, las niñas la adoran, sabe enseñar, sabe organizar y sacar adelante con éxito los colegios, sabe cuidar de las comunidades de escolapias, sabe vivir unida a Dios.

Pero de esta época de su vida no son importantes sólo las fundaciones que hacen crecer la obra, sino su labor como maestra de novicias que ejerce desde 1852 a 1859. Este hecho es crucial en la historia de la Congregación, se puede decir que las 127 primeras escolapias se formaron al lado de madre Paula (que es como se la suele llamar familiarmente). Ella, la fundadora pudo contagiar su espíritu y poner los cimientos de la Congregación.

A pesar de estar apartada de los cargos de la congregación, no dejó de trabajar por conseguir la aprobación diocesana primero y pontificia después de la Congregación y por elaborar las Constituciones de la misma. Labor muy complicada por la realidad social, eclesial y política del siglo XIX.

Podrá ver en este periodo de su vida como a los 6 colegios fundadas por ella misma se añaden los fundados por las escolapias formadas a su lado. Hablamos de Gerona (1853), Blanes (1854), Barcelona (1856) y Sóller (1857).

En 1859 de nuevo se produce un giro en su trayectoria. Se la envía a fundar en Olesa de Montserrat. La gran pobreza hacían complicada esta fundación, pero esto no supuso ningún obstáculo para Paula, el colegio sale adelante y la comunidad también. Paula, es de alguna manera apartada en Olesa por quienes dirigen la Congregación, hecho que no le hace perder la paz, ni le aleja de su entrega a las niñas. Este último período está marcado en Paula por una intensa y confiada oración que se refleja en toda su vida. Sabe vivir con humildad todas las incoherencias e injusticias de sus superioras; sabe vivir feliz en la pobreza siendo generosa con todos; sabe seguir orando y alegrándose por el progreso del amado Instituto (La aprobación pontificia de la Congregación y de las nuevas Constituciones de 1870, la aprobación real en 1865 por Isabel II, el crecimiento del Instituto por Madrid, Andalucía y Zaragoza); sabe transmitir a las niñas ese profundo amor a Jesús; sabe vivir la vejez y enfermedad  con los ojos puestos hacia Dios. El 26 de febrero de 1889 Paula dirigía sus últimas palabras a la Virgen en su lengua natal: “¡Mare, mare meva!” (¡Madre, madre mía!).

Paula murió acompañada por la fama de santidad como todo el pueblo de Olesa demostró en su funeral y entierro, así como los testimonios recogidos entre las personas que la conocieron. Tras de sí dejó no sólo el testimonio de toda su vida, sino una congregación religiosa, Las Hijas de María, Religiosas de las Escuelas Pías, conocidas familiarmente como escolapias. Su lema: “Salvar a las familias, enseñando a las niñas el Santo Temor de Dios”.

Hoy las escolapias continúan la obra iniciada por Paula Montal en 20 países distintos. Sólo en España, trabajan en 28 colegios repartidos por distintas ciudades de nuestra geografía: Barcelona, Valencia, Zaragoza, Logroño, Madrid, Córdoba, Mérida, Cabra, Alcalá de Henares, Gandía, Masnou, Astorga,… En Madrid, actualmente están presentes en los Colegios de Ntra Sra de las Escuelas Pías en Carabanchel y el Colegio La Inmaculada en Puerta de Hierro.

Fuente: Calasanazchelero’s Blog.

San Valerio del Bierzo o de Astorga, con recursos

San Valerio del Bierzo o de Astorga, con recursos

Al llegar a la puerta, el joven se detuvo para recoger sus pensamientos e hilvanar sus palabras. Después, más sereno, tiró de una cuerda que colgaba al exterior, haciendo sonar la campanilla. Al abrirse la puerta, apareció una cara que sonreía con aquella sonrisa vaga que tenía para todos los que llegaban al monasterio. Muy amablemente, dio la bienvenida al desconocido, y, sin preguntarle siquiera su nombre, le guió hasta una pequeña sala, donde había una estera, una linterna, una cama y nada más.

La regla de aquella casa decía: «A los Hermanos peregrinos hay que obsequiarles con suma reverencia de caridad y de servidumbre; al caer la tarde se les lavará los pies, y si llegan muy cansados, se les ungirá con aceite.» Todos estos oficios de la hospitalidad monacal recibiolos el recién venido en el momento de su llegada: después tuvo tiempo todavía para darse cuenta de aquella tierra que le acogía con tal amabilidad. Se hallaba en un valle estrecho y profundo, dominado por un monte alto y escarpado. Había en él amenidad y silencio, graciosas colinas y un arroyo claro y juguetón. Junto al arroyo, rodeado de urces y castaños, y defendido de los vientos por la montaña, el monasterio; una cerca de adobes, alta y segura, y en el interior, las casas de los novicios, de los huéspedes y de los monjes, con otros edificios que servían de talleres, rodeando a la basílica, de fábrica más elegante y suntuosa. Parecía un pueblo. Todo estaba nuevo todavía, como levantado unos dos o tres lustros antes.

Al día siguiente, el joven compareció delante de la comunidad. Cien rostros demacrados y afilados le observaban a la vez, pero apenas se dio cuenta de ello, atento únicamente a satisfacer las preguntas que, según la regla, debían hacerle.

—¿Cuál es vuestro nombre?—interrogó el abad, que tenía en su diestra un báculo en forma de muleta.
—Valerio—dijo él con decisión.
—¿Libre o siervo?

Libre y de condición ingenua.

¿Y qué es lo que os mueve a venir aquí?—siguió preguntando el hombre del báculo

¿Venís espontáneamente, o impelido tal vez por alguna violencia o por las necesidades de la vida?

—Vengo—respondió el postulante—encendido en la llama del deseo de la santa Religión. Hasta ahora he vivido ocupado en las delicias del mundo, sediento de ganancias terrenas, atento a buscar conocimientos inútiles, sumergido en las tinieblas profundas del siglo; pero, tocado súbitamente de la divina gracia, quiero llegar a la luz de la verdad por el camino de la penitencia.

El abad recibió este arranque de elocuencia con una sonrisa, y después hizo su última pregunta:

—¿Venís de muy lejos?
—Soy un pecador indignísimo de esta provincia de Astorga.

Terminado el interrogatorio, un anciano cogió del brazo al postulante y le sacó fuera de la sala. Al poco rato, otro monje le anunció que estaba admitido a hacer la prueba del noviciado, y le llevó a la casa donde vivían los novicios. De esta manera quedó agregado provisionalmente a la comunidad. Era esto a mediados del siglo VII, en aquella España visigoda ávida de grandezas y atormentada de incertidumbres. Las almas sienten el hastío del vivir y buscan un refugio en la soledad. Esta ráfaga mística es la que se había apoderado de aquel joven que acabamos de ver en presencia de los monjes de Compluto; pero la ráfaga es en él un torbellino. Su odio al siglo tiene caracteres de verdadera furia; su entusiasmo por el desierto raya en el delirio. Es un mancebo de veinte años, fuerte de músculos, pero más de voluntad, duro, emprendedor, ardiente, arrebatado; es especialmente un batallador; un pequeño San Jerónimo, pero con la diferencia de que en su accidentado camino no brillará nunca la figura de alguna mujer. De su vida anterior no sabemos más que lo que él nos ha dicho: ha sido del mundo en los placeres, en los negocios y en el afán de las vanas disciplinas. Esto parece indicar que es un letrado; sabe leer y escribir y acaso ha estudiado gramática y retórica. Su cambio repentino es para nosotros un misterio; sabemos una cosa: que su afán de verdad quiere ahora saciarlo en la meditación del claustro.

El nuevo novicio se va dando cuenta de todo esto. Como todo el que acaba de convertirse, es un intransigente, un puritano, que quiere medirlo todo conforme al ideal que le ha dominado, un ideal irrealizable tratándose de una comunidad numerosa. Sus sueños imposibles reciben cada día un nuevo golpe; es fogoso y espontáneo, y no puede ocultar sus impresiones. Tal vez su lengua le traiciona. Según la ley del monasterio, el novicio debe vivir en habitaciones separadas, encargado, bajo la vigilancia de un senior, de servir a los huéspedes, de hacer las camas de los peregrinos, de traerles agua caliente para los pies, de barrer, fregar y llevar leña a la cocina. Pero Valerio, hombre de cierta cultura, tiene facultad para frecuentar el escritorio. En él hay un monje, con el cual ha intimado más que con ningún otro. «Había allí—nos dice él mismo—un Hermano llamado Máximo, «escritor de libros», meditador de la salmodia, muy prudente y remirado en todas sus acciones, al cual llegué a unirme con un gran amor de caridad.» Este copista fue, sin duda, el que enseñó los salmos al nuevo novicio, y un largo trato con él hubiera podido dar a su ser algo más de ponderación y equilibrio.

Era el pensamiento del Cielo y del infierno lo que le había traído a Compluto, y le hería en la llaga más viva de su alma, abierta por el fuego de una consideración tenaz. Esta es la idea madre de su vida. Su libro De la vana sabiduría del siglo, en que se puede ver un análisis psicológico de su vocación, está inspirado por este pensamiento capital. El celo de los Apóstoles, el heroísmo de los mártires, la penitencia de los anacoretas, tienen su explicación en la meditación constante de esos dos caminos que se le presentan al hombre en su vida. La suprema sabiduría es despreciar como estiércol las delectaciones del mundo, para humillar el cuerpo y quebrantar el corazón en el desprecio de toda maldad. Este es también el anhelo que a él, le arrebata con tal frenesí, que a veces debe causar miedo a sus superiores. Se olvida de que la discreción es una virtud, desprecia la prudencia humana; y acaso baste esto para explicarnos lo que le sucederá en Compluto y luego en otras circunstancias de su vida.

Lo de Compluto cuéntalo él mismo con estas palabras: «Oprimido por las olas del mar del mundo, y juguete del furioso vendaval levantado por el enemigo, no pude llegar al puerto que tanto deseaba.» Tal vez el puerto era demasiado estrecho para él; necesitaba luchar en alta mar. No era él hombre para mirar atrás. Si fracasaba en la vida cenobítica, en el Bierzo conocía muchas cuevas, muchos montes, muelles lugares solitarios, donde luchar sólo consigo mismo. Dejó, pues, la compañía de los monjes, y, «llevado por el deseo de vivir religiosamente», caminó algunas leguas en dirección al Oriente, y un poco antes de llegar a Astorga vio un peñasco alto y desnudo. Nada más estéril que aquella roca; sin una encina, sin un arbusto, sin hierba menuda que alegrase la vista, abierta a todos los vientos, azotada por las lluvias invernales y vestida de nieve gran parte del año. He aquí un teatro a propósito para heroísmos ascéticos. «Aquella dureza—dice Valerio—parecía imitar la dureza de mi corazón.» Además, en aquellas alturas existían las ruinas de un templo pagano, que los cristianos de la tierra acababan de destruir, consagrando el monte al culto del verdadero Dios. Un nuevo aliciente para el joven impresionable. Decidido a luchar con los demonios, hizo su morada en aquel lugar que durante tantos siglos les había pertenecido. Durante años resistió los rigores de la intemperie, las noches heladas, los ardores del verano, la carencia de todo medio de vida, y, lo que fue más terrible, la lucha con su imaginación ardiente y con su temperamento apasionado.

Fue una lucha terrible, una larga agonía, como él la llama, a la cual siguió un nuevo choque con los hombres. Descubierto por los habitantes de la comarca, entra de nuevo en comunicación con sus semejantes. Gentes piadosas llegan a visitarle, le consultan acerca de su vida, le cuentan sus inquietudes espirituales, le traen numerosos regalos. Se ha convertido en un Padre del yermo, pero empieza a sentir la añoranza de la soledad primera. Además, había ido buscando la pobreza, y vivía en la abundancia. Los mismos pobres llegan a su retiro, y él les da pan, trigo, frutas. En cierta ocasión hace una limosna algo ostentosamente, y al llegar la noche tiene un sueño en el cual le parece que unos ángeles le tunden los huesos, como en otro tiempo a San Jerónimo por leer a Cicerón. Siempre impetuoso, al día siguiente quema las existencias que había en su ermita, y se marcha lejos de allí, internándose en las soledades del Bierzo. Silio Itálico había hablado del avaro astur. Lucano le motejaba de pálido escrutador del oro, y Valerio quiere borrar esa mala fama de sus compatriotas. Para su grande alma, las cosas de este mundo no tienen valor ninguno. «Porque la vida presente—nos dice él mismo—es vanidad breve y fugitiva nuestra posada en esta tierra, y sus riquezas se deshacen como telas de araña.»

En su nuevo refugio, el anacoreta reza, medita, lee, copia misales para las iglesias, lucha con el demonio y escribe dos libros, a los cuales ha puesto por título: De la ley del Señor y De los triunfos de las santos. Pronto le descubren otra vez, y vuelve a verse rodeado de piadosos visitantes. Comprende que puede hacerles algún servicio, y decide convertirse en maestro de escuela. De los alrededores empiezan a acudir jóvenes deseosos de aprender, y junto a la choza del maestro se levantan las de los discípulos. Valerio les enseña a leer, a escribir, a contar y les hace aprenderse de memoria los salmos. Su austeridad se ilumina con el encanto de la gracia juvenil. Esto, en el tiempo bueno. Al llegar las nieves del invierno, vuelve a quedarse solo.

Al mismo tiempo sigue luchando con los espíritus y con los hombres. Dondequiera que va, encuentra enemigos. Hombres como él no entienden las suavidades de la diplomacia. Es un censor austero, que se irrita al ver por los suelos el ideal soñado. Él sufre con paciencia, pero se venga en sus perseguidores escribiendo. Su pluma es una espada y un pincel. Hiere y pinta. Se deleita describiendo paisajes del paraíso y del infierno, y cae desgarbada y furiosa sobre los que le odian y persiguen. Uno de ellos, llamado Flaino, «es un hombre lúbrico, bárbaro, presa de todas las liviandades, juguete del enemigo infernal, bestia feroz, que sólo piensa en destruir; corazón inflamado por los fuegos de la envidia, ojo perverso, cegado de las tinieblas del error, alma envenenada en un exterior abominable». Otro de sus perseguidores, sacerdote, se llama Justo. Su retrato es más pintoresco y menos sombrío. «Pequeño y maligno, tiene el color bárbaro de los etíopes; por fuera, como el pez, y por dentro, como el cuervo. Todo lo que le falta de estatura, le sobra de maldad. Todos sus méritos para alcanzar la dignidad sacerdotal consisten en que sabe algunas coplas populares y las canta con gracejo acompañándose con la guitarra. Es un juglar; va de casa en casa sazonando los convites con cantares lascivos; canta, toca y baila. Hay que verle agitando los brazos, moviendo vertiginosamente los pies, saltando trémulo y nervioso al compás de su cantilena y eructando la peste diabólica de su lujuria, hasta que, agotado o vencido por el vino, da en un rincón con la masa de su cuerpo innoble.»

Parece como si al escribir estas cosas Valerio sintiese todavía sus carnes magulladas por los golpes. Porque sus perseguidores no se contentaban con injuriarle y calumniarle; sino que le vejaban de mil maneras, le sorprendían «ladrando como perros» cuando estaba tomando su frugal alimento, le tiraban de la barba y de los cabellos, le acometían, le robaban sus libros y excitaban a los malhechores para que se llegasen a su cabaña y le quitasen la vida.

Habían pasado veinte años de vida solitaria. El anacoreta no era viejo, pero estaba extenuado y deshecho. Necesitaba un lugar de descanso, y creyó encontrarle en las montañas que rodean a Ponferrada. Allí, bajo una roca gigantesca, se alzaba el monasterio de San Pedro de Montes, y a pocos pasos de él, una pequeña ermita, que fue la nueva residencia del solitario. Allí su vida se deslizaba meditando, leyendo y componiendo sus libros. Las vidas de los Padres del yermo le entusiasmaban, y de ellas hizo una voluminosa compilación, aumentada con varias noticias de Padres españoles, que fue muy leída en España durante la Edad Media. Los jóvenes seguían buscando su enseñanza; las gentes del contorno venían pidiéndole un consejo, y los ascetas llegaban a la ventana de su celda para contarle sus revelaciones.

Por primera vez, la pluma de Valerio cambiaba el rudo golpe por la fina ironía. Se había hecho viejo. Cuarenta años de luchas y penitencias habían debilitado su cuerpo y suavizado algo su alma. Tal vez miraba las cosas humanas con más condescendencia. Los hombres, por su parte, acaban por reconocer el prestigio de su virtud; un clarísimo de la tierra le visita y le favorece; los obispos se interesan por él; su fama llega hasta Toledo, y el rey le prodiga su protección; los monjes mismos confiesan su culpa y se someten a su disciplina. La paz, el arte y la poesía iluminan su vejez; amplía el monasterio, levanta un pórtico y junto a su ermita planta un jardín, que parece recordarle aquel paraíso que le describía el copista de Compluto al principio de su conversión. Allí encuentra todas las ventajas para el ocio contemplativo: el claustro de los montes altísimos, apartamiento del mundo, frondosidad y alegría, murmullo de aguas y cantos de aves.

En este ambiente escribe Valerio su biografía, el primer libro de este género que nos ofrece la literatura en España, relato confuso y tumultuoso, pero lleno de vida y calor, de su tenaz resistencia frente a la enemiga de los hombres y los demonios; libro bárbaro, singular y atractivo, cuyas frases parecen hechas con el hierro de aquellas montes cuyo estilo es duro e ingrato como aquella roca «dura como su corazón», en que empezó su vida eremítica. Lo mismo en ascética que en literatura, Valerio fue autodidacto. Una formación esmerada hubiera cepillado y limado su rica naturaleza y despojado su lenguaje de asperezas y sarcasmos. Con un buen maestro de retórica, su estilo, rico, brillante, pintoresco y alborotado, hubiera adquirido un poco de gracia y, sobre todo, más ponderación, ya que en su tiempo no era posible aspirar a la elegancia clásica A veces intenta hacer versos, versos horrorosos y casi ininteligibles: y, en cambio, cuando escribe en prosa, saltan, sin querer, de su pluma ritmos de hexámetros, reminiscencias de Virgilio y San Eugenio.

Vive en los últimos días de aquel siglo VII, que había empezado entre aplausos y luminarias y terminaba entre espasmos y angustias. La tempestad ruge al otro lado del Estrecho: ha muerto San Julián, el último de los Padres toledanos; se han apagado las luces de las escuelas de Sevilla. Toledo y Zaragoza. Pero en medio de la oscuridad, resistiendo a todas las furias del vendaval, queda aún en las montañas leonesas esta luz solitaria, último destello del renacimiento isidoriano.

Fuente: Hijos de la Divina Voluntad

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Nació en Astorga. Cuando tenía 20 años, llegó al monasterio de Alcalá de Henares, con ganas de vivir con verdadera entrega el servicio de Dios. Y aunque era un joven ilustrado, con mucho mundo, quería dedicar su vida a algo más grande. Escribió un libro «De la vana sabiduría del siglo». En el monasterio estuvo varios años, pero quería una mayor entrega a Dios. 
Llegó a los territorios de Astorga y buscó un lugar apartado en los montes donde vivir con más austeridad. Discípulo de san Fructuoso de Braga (uno de los llamados “Padres del yermo”), Valerio adoptó la vida anacoreta y ascética de éste y habitó en los mismos lugares. Y durante 20 años aguantó la soledad, la intemperie, el hielo de las noches, el ardor del verano, la carencia de todo, y sobre todo la persecución de los envidiosos, sacerdotes y nobles. Aquello fue como una larga agonía. Escribió: «La ley del Señor» y «Triunfos de los santos». Relató la vida de su maestro en la hagiografía «Vita Sancti Fructuosi» (vida de san Fructuoso). También es autor de un tratado sobre la vida monacal, «De génere monachorum» (acerca del género monacal).

Pronto empezaron a llegarle algunos alumnos; él les enseñaba a leer y escribir. Un día se fue a Ponferrada, y se quedó a vivir debajo de una roca gigantesca, donde se alzaba el monasterio de San Pedro de Montes; cerca había una ermita, y allí se quedó a vivir. Los jóvenes seguían buscando sus enseñanzas, las gentes del contorno venían a pedirle consejo, todos los hombres y mujeres de buena voluntad llegaba a él, y los monjes del monasterio le nombraron su abad, aunque no dejó nunca su ermita. 

En este ambiente de paz, Valerio escribió su biografía (es primer libro de este género que existe en nuestra literatura), llamado «Líber Prosopopoeia Imbecillitatis Própriae», que no ha sobrevivido.

Hizo voto de no perder ni un minuto de tiempo, y así, cuando terminaba su oración se entregaba a trabajos manuales y a escribir. Fue uno de los representantes del renacimiento isidoriano en España.

Cristina Huete García en la Hagiopedia.

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Vida de san Valerio de Astorga en España Sagrada, t. LVI, c. IX

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Otras biografías de san Valerio

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El santo obispo Modesto de Tréveris

El santo obispo Modesto de Tréveris

Su apelativo bien pronunciado indica al poseedor de una virtud altamente costosa de conseguir y dice mucho con relación a la templanza que ayuda al perfecto dominio de sí. Buen servicio hizo esta virtud al santo que la llevó en su nombre.

El pastor de Tréveris trabaja y se desvive por los fieles de Jesucristo, allá por el siglo V. Lo presentan los escritos narradores de su vida adornado con todas las virtudes que debe llevar consigo un obispo.

Al leer el relato, uno va comprobando que, con modalidades diversas, el hombre continúa siendo el mismo a lo largo de la historia. No cambia en su esencia, no son distintos sus vicios y ni siquiera se puede decir que no sea un indigente de los mismos remedios ayer que hoy. Precisamente en el orden de la sobrenatural, las necesidades corren parejas por el mismo sendero, las virtudes a adquirir son siempre las mismas y los medios disponibles son idénticos. Fueron inventados hace mucho tiempo y el hombre ha cambiado poco y siempre por fuera.

Modesto es un buen obispo que se encuentra con un pueblo invadido y su población asolada por los reyes francos Merboco y Quildeberto. A su gente le pasa lo que suele suceder como consecuencia del desastre de las guerras. Soportan todas las consecuencias del desorden, del desaliento, del dolor de los muertos y de la indigencia. Están descaminados los usos y costumbres de los cristianos; abunda el vicio, el desarreglo y libertinaje. Para colmo de males, si la comunidad cristiana está deshecha, el estado en que se encuentra el clero es aún más deplorable. En su mayor parte, están desviados, sumidos en el error y algunos nadan en la corrupción.

El obispo está al borde del desaliento; lleno de dolor y con el alma encogida por lo que ve y oye. Es muy difícil poner de nuevo en tal desierto la semilla del Evangelio. Humanamente la tarea se presenta con dificultades que parecen insuperables.

Reacciona haciendo cada día más suyo el camino que bien sabía habían tomado con éxito los santos. Se refugia en la oración; allí gime en la presencia de Dios, pidiendo y suplicando que aplaque su ira. Apoya el ruego con generosa penitencia; llora los pecados de su pueblo y ayuna. Sí, son muchas las horas pasadas con el Señor como confidente y recordándole que, al fin y al cabo, las almas son suyas.

No deja otros medios que están a su alcance y que forman parte del ministerio. También predica. Va poco a poco en una labor lenta; comienza a visitar las casas y a conocer en directo a su gente. Sobre todo, los pobres se benefician primeramente de su generosidad. En esas conversaciones de hogar instruye, anima, da ejemplo y empuja en el caminar.

Lo que parecía imposible se realiza. Hay un cambio entre los fieles que supo ganar con paciencia y amabilidad. Ahora es el pueblo quien busca a su obispo porque quiere gustar más de los misterios de la fe. Ya estuvieron sobrado tiempo siendo rudos, ignorantes y groseros.

Murió -y la gente decía que era un santo el que se iba- el 24 de febrero del año 486.

El relato reafirma juntamente la pequeñez del hombre -el de ayer y el de hoy- y su grandeza.

Fuente: archimadrid.es