La balanza del juicio
Había un señor rico y poderoso, que vivía en su castillo, del cual no salía sino para guerrear, asolar los campos de sus vecinos, saquear los pueblos y robar a los viajeros.
Era tan malvado y cruel, que nada humano le había quedado en su corazón más que el amor a su mujer, apacible y bella criatura, que pasaba los días y las noches llorando las maldades de su marido y pidiendo a Dios que se las perdonara.
En vano su marido la rodeaba de cuantos goces dan el lujo y la riqueza: de nada disfrutaba la humilde señora; nada quería, nada deseaba sino la conversión de su marido.
En una espantosa noche de invierno, en que el cielo, desencadenando tempestades, parecía querer acabar con la tierra, estaba sentada la señora delante de una gran chimenea, en que ardía una brillante hoguera. El viento mugía entre las torres, cual si le enojara su existencia; las nubes arrojaban sus aguaceros con ira; los relámpagos atravesaban caprichosamente las tinieblas como espíritus malos; todos los vivientes buscaban un abrigo contra la inclemencia de aquella lóbrega noche. El señor del castillo aún no había vuelto de su correría, y su angustiada esposa rezaba con fervor.
Se oyó llamar a la puerta, y poco después un criado entró a la estancia y dijo a su ama que dos pobres religiosos, cansados, casi muertos de frío y necesidad, perdidos en aquel país agreste, pedían ser acogidos en la fortaleza, aunque fuese un establo.
La buena señora se sobrecogió, porque sabía que su marido odiaba a los religiosos, y era tan sumisa que ni aun el bien se atrevía a hacer sin su beneplácito. Pero ¿cómo rehusar a los santos varones una súplica tan humilde?
—El señor no lo sabrá -dijo el buen criado, que al ver a su señora suspensa adivinó sus pensamientos-, al rayar el día se irán.
La castellana consintió en ello, encargando al criado los escondiese en la caballeriza más apartada.
No bien hubo salido el criado con los religiosos cuando sonó una trompeta, y el galope de los caballos anunció la llegada del señor. A poco rato entró, y, después de haber trocado su armadura teñida en sangre por un rico vestido de seda forrado de ricas pieles se sentó con su mujer a una mesa profusamente servida de ricos manjares, sobre la cual innumerables bujías blancas, esparcía su melancólica y pura luz.
La castellana, ricamente vestida con su traje de terciopelo verde, bordado en oro y pedrería, no comía; el resplandor de las luces se reflejaba en los brillantes que cubrían su frente y en las lágrimas que surcaban sus mejillas, como otro adorno más porque eran de aquellas con que el corazón hermosea el rostro.
—¿Qué tenéis? –le dijo su marido con cariño.
No respondió.
—¿Temíais por mí en esta noche de espantoso temporal? Pues fuera temores; ya me tenéis sano y salvo aquí.
La hermosa castellana seguía llorando.
Pero él, a quien su ángel bueno había guardad en su corazón el amor a su mujer como un áncora de salvación, se afligió al verla llorar y le dijo.
—Contadme, señora, lo que os aflige, y juro con mi espada enjugar vuestras lágrimas si está en mi poder hacerlo.
—Señor –respondió su mujer- lloro porque, mientras aquí disfrutamos de todos los bienes de la vida, otros carecen de lo necesario, porque, mientras esa llama se levanta viva y alegre y nos envía el calor como una caricia, otros tiritan de frío; mientras estos manjares excitan el paladar con sabrosas exhalaciones, otros, señor, tienen hambre, y por eso se anuda mi garganta y no puedo comer…
—Pero, señora –le dijo su marido-, ¿quién sabéis que se esté muriendo de frío y hambre?
—Dos pobres religiosos, señor, que me pidieron albergue, y que están en la caballeriza.
El marido frunció el ceño.
—¡Frailes! –dijo-. Holgazanes, pancistas, petardistas, que querían regalarse a mis expensas.
—No han pedido más que un techo y un poco de paja.
El castellano llamó a su criado.
—¡Oh, señor, señor! –dijo sollozando la castellana-. No los echéis fuera; ¡acordaos de vuestra promesa!
—Perded cuidado –contestó el marido: comerán, se calentarán, y además me servirán de diversión. ¡Ya veréis!
Mandó enseguida a los criados que les trajesen a su presencia. Vinieron los religiosos. Al verlos el señor, por un impulso involuntario se puso de pie. Comenzó la cena. El más anciano, ya con los cabellos blancos, comenzó a hablar. La chanza enmudeció en los labios del castellano, que oía con toda atención las palabras del religioso.
Terminada la cena, el señor les ofreció las mejores habitaciones, pero los religiosos las rechazaron, diciendo que querían volver a la paja.
—Padre, yo quisiera volver a Dios; -sollozó el castellano- ¡pero es imposible que el Señor perdone mis iniquidades!
—Aunque vuestros pecados –repuso el misionero- excediesen en número a los granos de la arena del mar, a las gotas de agua de las nubes y a las estrellas del cielo, todos los borraría el arrepentimiento y los perdonaría la clemencia de Dios; por eso el pecador endurecido no tiene disculpa, y eso es lo que formará su eterna desesperación.
Entonces el castellano, arrodillándose, confesó sus pecados mientras que abundantes lágrimas de contrición caían de sus ojos sobre la paja en que se había arrodillado.
Cuando el misionero, después de dar gracias al Señor misericordioso, se quedó dormido, se sintió transportado al Divino Tribunal. La Eterna Justicia tenía en la mano la balanza, que pesa el bien y el mal; un alma iba a ser juzgada; era la del castellano. El espíritu infernal, con insolente triunfo, puso en una balanza el cúmulo de sus iniquidades.
Los ángeles buenos se cubrieron la cara con horror y compasión. El alma gimió con dolor. Entonces se acercó el ángel de su guarda, ese ángel tan dulce, tan paciente y tan bello; ese ángel que nos pone el arrepentimiento en el corazón, las lágrimas en los ojos, la limosna en la mano, la oración en los labios; traía algunas pajitas mojadas en lágrimas, las puso en el plato opuesto de la balanza.
El alma se salvó.
Cuando los religiosos se levantaron a la mañana siguiente, hallaron el castillo en consternación. Preguntaron la causa. El castellano había muerto aquella noche.
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Noticias Cristianas: «Historias para amar a Dios n.º 9»
en Historias para amar, pp. 19-21.