San Ignacio de Antioquía – Catequesis de Benedicto XVI

San Ignacio de Antioquía – Catequesis de Benedicto XVI

Como hicimos ya el miércoles pasado, hablamos de las personalidades de la Iglesia primitiva. La semana pasada hablamos del Papa Clemente I, tercer Sucesor de san Pedro. Hoy hablamos de san Ignacio, que fue el tercer obispo de Antioquía, del año 70 al 107, fecha de su martirio. En aquel tiempo Roma, Alejandría y Antioquía eran las tres grandes metrópolis del imperio romano. El concilio de Nicea habla de tres «primados»:  el de Roma, pero también Alejandría y Antioquía participan, en cierto sentido, en un «primado».

San Ignacio era obispo de Antioquía, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en Antioquía, como sabemos por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad cristiana floreciente:  su primer obispo fue el apóstol san Pedro —así nos lo dice la tradición— y allí «por primera vez los discípulos recibieron el nombre de cristianos» (Hch 11, 26). Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica un capítulo entero de suHistoria eclesiástica a la vida y a la obra literaria de san Ignacio (III, 3). «Desde Siria —escribe— Ignacio fue enviado a Roma para ser arrojado como alimento a las fieras, a causa del testimonio que dio de Cristo. Al realizar su viaje por Asia, bajo la custodia severa de los guardias» (que él, en su Carta a los Romanos, V, 1, llama «diez leopardos»), «en cada una de las ciudades por donde pasaba, con predicaciones y exhortaciones, iba consolidando las Iglesias; sobre todo exhortaba, con gran ardor, a guardarse de las herejías que ya entonces comenzaban a pulular, y les recomendaba que no se apartaran de la tradición apostólica».

La primera etapa del viaje de san Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna, donde era obispo san Policarpo, discípulo de san Juan. Allí san Ignacio escribió cuatro cartas, respectivamente, a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma. «Habiendo partido de Esmirna —prosigue Eusebio— Ignacio fue a Tróada, y desde allí envió otras cartas»:  dos a las Iglesias de Filadelfia y Esmirna, y una al obispo Policarpo. Eusebio completa así la lista de las cartas, que han llegado hasta nosotros como un valioso tesoro de la Iglesia del siglo I. Leyendo esos textos se percibe la lozanía de la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En esas cartas se percibe también el amor ardiente de un santo. Por último, desde Tróada el mártir llegó a Roma, donde, en el anfiteatro Flavio, fue dado como alimento a las bestias feroces.

Ningún Padre de la Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y de vida en él. Por eso, hemos leído el pasaje evangélico de la vid, que según el Evangelio de san Juan, es Jesús. En realidad, confluyen en san Ignacio dos «corrientes» espirituales:  la de san Pablo, orientada totalmente a la unión con Cristo, y la de san Juan, concentrada en la vida en él. A su vez, estas dos corrientes desembocan en la imitación de Cristo, al que san Ignacio proclama muchas veces como «mi Dios» o «nuestro Dios».

Así, san Ignacio suplica a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, porque está impaciente por «unirse a Jesucristo». Y explica:  «Para mí es mejor morir en (eis) Jesucristo, que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros… Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios» (Carta a los Romanos, VI:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 478). En esas expresiones ardientes de amor se puede percibir el notable «realismo» cristológico típico de la Iglesia de Antioquía, muy atento a la encarnación del Hijo de Dios y a su humanidad verdadera y concreta:  Jesucristo —escribe san Ignacio a los cristianos de Esmirna (I, 1)— «esrealmente del linaje de David», «realmente nació de una virgen», «realmente fue clavado en la cruz por nosotros».

La irresistible orientación de san Ignacio hacia la unión con Cristo fundamenta una auténtica «mística de la unidad». Él mismo se define «un hombre al que ha sido encomendada la tarea de la unidad» (Carta a los cristianos de Filadelfia, VIII, 1).

Para san Ignacio la unidad es, ante todo, una prerrogativa de Dios, que existiendo en tres Personas es Uno en absoluta unidad. A menudo repite que Dios es unidad, y que sólo en Dios esa unidad se encuentra en estado puro y originario. La unidad que los cristianos debemos realizar en esta tierra no es más que una imitación, lo más cercana posible, del arquetipo divino.

De este modo san Ignacio llega a elaborar una visión de la Iglesia que contiene algunas expresiones muy semejantes a las de la Carta a los Corintios de san Clemente Romano. «Conviene —escribe por ejemplo a los cristianos de Éfeso— que tengáis un mismo sentir con vuestro obispo, que es justamente cosa que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de presbíteros, digno del nombre que lleva, digno de Dios, está tan armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. (…) Por eso, con vuestra concordia y con vuestro amor sinfónico, cantáis a Jesucristo. Así, vosotros, cantáis a una en coro, para que en la sinfonía de la concordia, después de haber cogido el tono de Dios en la unidad, cantéis con una sola voz» (IV, 1-2).

Asimismo, después de recomendar a los cristianos de Esmirna que «nadie haga nada en lo que atañe a la Iglesia sin contar con el obispo» (VIII, 1), dice a san Policarpo:  «Yo me ofrezco como rescate por quienes se someten al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. Y ojalá que con ellos se me concediera tener parte con Dios. Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred a una, sufrid, dormid y despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como sus asistentes y servidores. Tratad de agradar al Capitán bajo cuya bandera militáis y de quien habéis de recibir el sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas» (Carta a san Policarpo, VI, 1-2:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 500).

En conjunto, se puede apreciar en las Cartas de san Ignacio una especie de dialéctica constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la vida cristiana:  por una parte, la estructura jerárquica de la comunidad eclesial; y, por otra, la unidad fundamental que vincula entre sí a todos los fieles en Cristo. En consecuencia, las funciones no se pueden contraponer. Al contrario, se insiste continuamente en la comunión de los creyentes entre sí y con sus pastores, mediante elocuentes imágenes y analogías:  la lira, las cuerdas, la entonación, el concierto, la sinfonía.

Es evidente la responsabilidad peculiar de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos en la edificación de la comunidad. Ante todo a ellos se dirige la invitación al amor y a la unidad. «Sed uno», escribe san Ignacio a los Magnesios, remitiéndose a la oración de Jesús en la última Cena:  «Una sola oración, una sola mente, una sola esperanza en el amor… Corred todos a una a Jesucristo como al único templo de Dios, como al único altar:  él es uno, y procediendo del único Padre, ha permanecido unido a él, y a él ha vuelto en la unidad» (VII, 1-2).

En la literatura cristiana san Ignacio fue el primero en atribuir a la Iglesia el adjetivo «católica», es decir, «universal»:  «Donde está Jesucristo —afirma— allí está la Iglesia católica» (Carta a los cristianos de Esmirna, VIII, 2). Y precisamente en el servicio de unidad a la Iglesia católica la comunidad cristiana de Roma ejerce una especie de primado en el amor:  «En Roma ella, digna de Dios, venerable, digna de toda bienaventuranza… preside en la caridad, que tiene la ley de Cristo y lleva el nombre del Padre» (Carta a los Romanos, prólogo).

Como se puede ver, san Ignacio es verdaderamente «el doctor de la unidad»:  unidad de Dios y unidad de Cristo  (a  pesar  de  las diversas herejías que ya comenzaban a circular y separaban en Cristo la naturaleza  humana y la divina), unidad de la Iglesia, unidad de  los fieles «en la fe y en la caridad, a las que nada se puede anteponer» (Carta a los cristianos de Esmirna, VI, 1).

En definitiva, el «realismo» de san Ignacio invita a los fieles de ayer y de hoy, nos invita a todos a una síntesis progresiva entre configuración con Cristo (unión con él, vida en él) y entrega a su Iglesia (unidad con el obispo, servicio generoso a la comunidad y al mundo). Es decir, hay que llegar a una síntesis entre comunión de la Iglesia en su interior y misión-proclamación del Evangelio a los demás, hasta que una dimensión hable a través de la otra, y los creyentes estén cada vez más «en posesión del espíritu  indiviso, que es Jesucristo mismo» (Carta a los cristianos de Magnesia, XV).

Pidiendo al Señor esta «gracia de unidad», y con la convicción de presidir en la caridad a toda la Iglesia (cf. Carta a los Romanos, prólogo), os expreso a vosotros el mismo deseo con el que concluye la carta de san Ignacio a los cristianos de Trales:  «Amaos unos a otros con corazón indiviso. Mi espíritu se ofrece en sacrificio por vosotros, no sólo ahora, sino también cuando logre alcanzar a Dios… Quiera el Señor que en él os encontréis sin mancha» (XIII).

Y oremos para que el Señor nos ayude a lograr esta unidad y a encontrarnos al final sin mancha, porque es el amor el que purifica las almas.

Audiencia general del miércoles, 14 de marzo de 2007

Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (VI)

Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (VI)

San Agustín (5). Las conversiones de san Agustín.

Queridos hermanos y hermanas:

Con el encuentro de hoy quiero concluir la presentación de la figura de san Agustín. Después de comentar su vida, sus obras, y algunos aspectos de su pensamiento, hoy quiero volver a hablar de su experiencia interior, que hizo de él uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana. A esta experiencia dediqué en particular mi reflexión durante la peregrinación que realicé a Pavía, el año pasado, para venerar los restos mortales de este Padre de la Iglesia. De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y reconocimiento con respecto a una figura a la que me siento muy unido por el influjo que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor.

Todavía hoy es posible revivir la historia de san Agustín sobre todo gracias a las Confesiones, escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen de una de las formas literarias más específicas de Occidente, la autobiografía, es decir, la expresión personal de la propia conciencia. Pues bien, cualquiera que se acerque a este extraordinario y fascinante libro, muy leído todavía hoy, fácilmente se da cuenta de que la conversión de san Agustín no fue repentina ni se realizó plenamente desde el inicio, sino que puede definirse más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un modelo para cada uno de nosotros.

Ciertamente, este itinerario culminó con la conversión y después con el bautismo, pero no se concluyó en aquella Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán el retórico africano fue bautizado por el obispo san Ambrosio. El camino de conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida, y se puede decir con verdad que sus diferentes etapas —se pueden distinguir fácilmente tres— son una única y gran conversión.

San Agustín buscó apasionadamente la verdad: lo hizo desde el inicio y después durante toda su vida. La primera etapa en su camino de conversión se realizó precisamente en el acercamiento progresivo al cristianismo. En realidad, había recibido de su madre, santa Mónica, a la que siempre estuvo muy unido, una educación cristiana y, a pesar de que en su juventud había llevado una vida desordenada, siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo bebido con la leche materna, como él mismo subraya (cf. Confesiones, III, 4, 8), el amor al nombre del Señor.

Pero también la filosofía, sobre todo la platónica, había contribuido a acercarlo más a Cristo, manifestándole la existencia del Logos, la razón creadora. Los libros de los filósofos le indicaban que existe la razón, de la que procede todo el mundo, pero no le decían cómo alcanzar este Logos, que parecía tan lejano. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en la fe de la Iglesia católica, le reveló plenamente la verdad. San Agustín sintetizó esta experiencia en una de las páginas más famosas de las Confesiones: cuenta que, en el tormento de sus reflexiones, habiéndose retirado a un jardín, escuchó de repente una voz infantil que repetía una cantilena que nunca antes había escuchado: «tolle, lege; tolle, lege», «toma, lee; toma, lee» (VIII, 12, 29). Entonces se acordó de la conversión de san Antonio, padre del monaquismo, y solícitamente volvió a tomar el códice de san Pablo que poco antes tenía en sus manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de la carta a los Romanos donde el Apóstol exhorta a abandonar las obras de la carne y a revestirse de Cristo (Rm 13, 13-14).

Había comprendido que esas palabras, en aquel momento, se dirigían personalmente a él, procedían de Dios a través del Apóstol y le indicaban qué debía hacer en ese momento. Así sintió cómo se disipaban las tinieblas de la duda y quedaba libre para entregarse totalmente a Cristo: «Habías convertido a ti mi ser», comenta (Confesiones, VIII, 12, 30). Esta fue la conversión primera y decisiva.

El retórico africano llegó a esta etapa fundamental de su largo camino gracias a su pasión por el hombre y por la verdad, pasión que lo llevó a buscar a Dios, grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que en realidad Dios no estaba tan lejos como parecía. Se había hecho cercano a nosotros, convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo llevó a cumplimiento la larga búsqueda de san Agustín en el camino de la verdad. Sólo un Dios que se ha hecho «tocable», uno de nosotros, era realmente un Dios al que se podía rezar, por el cual y en el cual se podía vivir.

Es un camino que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a una purificación permanente, que todos necesitamos siempre. Pero, como hemos dicho, el camino de san Agustín no había concluido con aquella Vigilia pascual del año 387. Al regresar a África, fundó un pequeño monasterio y se retiró a él, junto a unos pocos amigos, para dedicarse a la vida contemplativa y al estudio. Este era el sueño de su vida. Ahora estaba llamado a vivir totalmente para la verdad, con la verdad, en la amistad de Cristo, que es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta que, contra su voluntad, fue consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir a los fieles. Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al servicio de todos. Esto le resultaba muy difícil, pero desde el inicio comprendió que sólo podía realmente vivir con Cristo y por Cristo viviendo para los demás, y no simplemente para su contemplación privada.

Así, renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, san Agustín aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto de su inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en su ciudad, desempeñando incansablemente una actividad generosa y pesada, que describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga» (Serm. 339, 4). Pero cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con sencillez y humildad.

Pero hay una última etapa en el camino de san Agustín, una tercera conversión: la que lo llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida. Al inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar a la vida propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada en el bautismo y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte de su vida comprendió que no era verdad lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el Sermón de la montaña: es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos ahora permanentemente este ideal. Sólo Cristo mismo realiza verdadera y completamente el Sermón de la montaña. Nosotros siempre tenemos necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él. Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día.

Esta actitud de humildad profunda ante el único Señor Jesús lo introdujo en la experiencia de una humildad también intelectual. San Agustín, que es una de las figuras más grandes en la historia del pensamiento, en los últimos años de su vida quiso someter a un lúcido examen crítico sus numerosísimas obras. Surgieron así las Retractationes («Revisiones»), que de este modo introducen su pensamiento teológico, verdaderamente grande, en la fe humilde y santa de aquella a la que llama sencillamente con el nombre de Catholica, es decir, la Iglesia. «He comprendido —escribe precisamente en este originalísimo libro (I, 19, 1-3)— que uno sólo es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña sólo se realizan totalmente en uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, por el contrario —todos nosotros, incluidos los Apóstoles—, debemos rezar cada día: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

San Agustín, convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo siguió durante toda la vida y se transformó en un modelo para todo ser humano, para todos nosotros, en la búsqueda de Dios. Por eso quise concluir mi peregrinación a Pavía volviendo a entregar espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la tumba de este gran enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus caritas est, la cual, en efecto, debe mucho, sobre todo en su primera parte, al pensamiento de san Agustín.

También hoy, como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre todo vivir esta realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única respuesta a las inquietudes del corazón humano, un corazón en el que vive la esperanza —quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros contemporáneos—, pero que para nosotros los cristianos abre ya hoy al futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). A la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, Spe salvi, la cual también debe mucho a san Agustín y a su encuentro con Dios.

En un escrito sumamente hermoso, san Agustín define la oración como expresión del deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia él nuestro corazón. Por nuestra parte, debemos purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para acoger la dulzura de Dios (cf. In I Ioannis, 4, 6). Sólo ella nos salva, abriéndonos también a los demás. Pidamos, por tanto, para que en nuestra vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran convertido, encontrando como él en cada momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único que nos salva, nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera vida.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 27 de febrero de 2008

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Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (VI)

Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (IV)

San Agustín (3). Armonía entre fe y razón.

Queridos amigos:

Después de la Semana de oración por la unidad de los cristianos volvemos hoy a hablar de la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de septiembre de 1986, pp. 15-21). El mismo Papa definió ese texto como «una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión» (n. 1).

Sobre el tema de la conversión hablaré en una próxima audiencia. Es un tema fundamental, no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. En el evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra: «Convertíos». Siguiendo el camino de san Agustín, podríamos meditar en lo que significa esta conversión: es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.

La catequesis de hoy está dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón, un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano.

Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras su conversión, fe y razón son «las dos fuerzas que nos llevan a conocer» (Contra academicos, III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres sus dos fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligas («cree para comprender») —creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas («comprende para creer»), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.

Las dos afirmaciones de san Agustín expresan con gran eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en la que la Iglesia católica ve manifestado su camino. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.

San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no hay que salir fuera —afirma el convertido—; «vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz misma de la razón» (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti» (I, 1, 1).

La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. «Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser» («interior intimo meo et superior summo meo»), hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, «tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!» (Confesiones, V, 2, 2).

Precisamente porque san Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es «un gran enigma» (magna quaestio) y «un gran abismo» (grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es importante: quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad.

El ser humano —subraya después san Agustín en el De civitate Dei (XII, 27)— es sociable por naturaleza pero antisocial por vicio, y quien lo salva es Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y «camino universal de la libertad y de la salvación», como repitió mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum Hipponensem, 21). Fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género humano —afirma también san Agustín en esa misma obra— «nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado y nadie será liberado» (De civitate Dei X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san Agustín puede afirmar: «Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total es él y nosotros» (In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8).

Según la concepción de san Agustín, la Iglesia, pueblo de Dios y casa de Dios, está por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente insertada en Cristo, el cual, como afirma san Agustín en una página hermosísima, «ora por nosotros, ora en nosotros; nosotros oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por tanto, reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros» (Enarrationes in Psalmos, 85, 1).

En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem, Juan Pablo II pregunta al mismo santo qué quería decir a los hombres de hoy y responde, ante todo, con las palabras que san Agustín escribió en una carta dictada poco después de su conversión: «A mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres… a la esperanza de encontrar la verdad» (Ep., 1, 1), la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38): «Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz».

San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó hasta el punto de que esta realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús— cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 30 de enero de 2008

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Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (VI)

Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (III)

San Agustín (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, al igual que el miércoles pasado, quiero hablar del gran obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por eso, el 26 de septiembre del año 426, reunió al pueblo en la basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado para esa misión. Dijo: «En esta vida todos somos mortales, pero para cada persona el último día de esta vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud; en la juventud, a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura; en la edad madura, a la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma duración es incierta… Yo, por voluntad de Dios, llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora mi juventud ha pasado y ya soy viejo» (Ep. 213, 1).

En ese momento, san Agustín dio el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo veintitrés veces: «¡Demos gracias a Dios! ¡Alabemos a Cristo!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo san Agustín sobre sus propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las sagradas Escrituras (cf. Ep. 213, 6).

De hecho, en los cuatro años siguientes llevó a cabo una extraordinaria actividad intelectual: escribió obras importantes, emprendió otras no menos relevantes, mantuvo debates públicos con los herejes —siempre buscaba el diálogo—, promovió la paz en las provincias africanas amenazadas por las tribus bárbaras del sur.

En este sentido escribió al conde Darío, que había ido a África para tratar de solucionar la disputa entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de la que se estaban aprovechando las tribus de los moros para sus correrías: «Acabar con la guerra mediante la palabra, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra, es un título de gloria mucho mayor que matar a los hombres con la espada. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado precisamente para impedir que haya derramamiento de sangre» (Ep. 229, 2).

Por desgracia, la esperanza de una pacificación de los territorios africanos quedó defraudada: en mayo del año 429 los vándalos, invitados a África como venganza por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por las otras ricas provincias africanas. En mayo o junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30, 1), ya rodeaban Hipona, asediándola.

En la ciudad se había refugiado también Bonifacio, el cual, habiéndose reconciliado demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de san Agustín: «Las lágrimas eran, más que de costumbre, su pan día y noche y, habiendo llegado ya al final de su vida, vivía su vejez en la amargura y en el luto más que los demás» (Vida, 28, 6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o desplazados; las iglesias sin sacerdotes y ministros; las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido en las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros habían sido hechos prisioneros, perdida la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, reducidos a una dolorosa y larga esclavitud por los enemigos» (ib., 28, 8).

Aunque era anciano y estaba cansado, san Agustín permaneció en la brecha, confortándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Al respecto, hablaba de la «vejez del mundo» —y en realidad ese mundo romano era viejo—; hablaba de esta vejez como lo había hecho ya algunos años antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.

En la vejez —decía— abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Por eso, hacía la invitación: «No rechaces rejuvenecer con Cristo, incluso en un mundo envejecido. Él te dice: «No temas, tu juventud se renovará como la del águila»» (cf. Serm. 81, 8). Por eso el cristiano no debe abatirse, incluso en situaciones difíciles, sino que ha de esforzarse por ayudar a los necesitados.

Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Tiabe, Honorato, el cual le había preguntado si, ante la amenaza de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida: «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos necesitan quedarse, no los han de abandonar quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de manera que o se salven juntos o juntos soporten las calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (Ep. 228, 2). Y concluía: «Esta es la prueba suprema de la caridad» (ib., 3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a lo largo de los siglos, han acogido y hecho propio?

Mientras tanto la ciudad de Hipona resistía. La casa-monasterio de san Agustín había abierto sus puertas para acoger a sus hermanos en el episcopado que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que había sido su discípulo, el cual de este modo pudo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.

«En el tercer mes de aquel asedio —narra— se acostó con fiebre: era su última enfermedad» (Vida, 29, 3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo (cf. ib., 31, 2).

Cuanto más se agravaba su enfermedad, más necesidad sentía el obispo moribundo de soledad y de oración: «Para que nadie le molestara en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos iban a visitarlo o cuando le llevaban la comida. Su voluntad se cumplió escrupulosamente y durante todo ese tiempo él se dedicaba a la oración» (ib., 31, 3). Murió el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente pudo descansar en Dios.

«Para la inhumación de su cuerpo —informa Posidio— se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31, 5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa en la actualidad. Su primer biógrafo da de él este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus superiores, además de bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos y de otros santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre lo encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).

Es un juicio que podemos compartir: en sus escritos también nosotros lo «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual.

En san Agustín, que nos habla, que me habla a mí en sus escritos, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, Verbo eterno encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo es realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y la vida. De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 16 de enero de 2008

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Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (VI)

Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (I)

Agustín es un hombre «acreditado», tiene todo, pero en su corazón permanece la inquietud de la búsqueda del sentido profundo de la vida; su corazón no está dormido, diría que no está anestesiado por el éxito, por las cosas, por el poder. Agustín no se encierra en sí mismo, no se acomoda, sigue buscando la verdad, el sentido de la vida, continúa buscando el rostro de Dios. Cierto, comete errores, toma también caminos equivocados, peca, es un pecador; pero no pierde la inquietud de la búsqueda espiritual. Y de este modo descubre que Dios le esperaba; más aún, que jamás había dejado de buscarle Él primero. Desearía decir a quien se siente indiferente hacia Dios, hacia la fe, a quien está lejos de Dios o le ha abandonado, también a nosotros, con nuestros «alejamientos» y nuestros «abandonos» respecto a Dios, pequeños, tal vez, pero hay muchos en la vida cotidiana: mira en lo profundo de tu corazón, mira en lo íntimo de ti mismo, y pregúntate: ¿tienes un corazón que desea algo grande o un corazón adormecido por las cosas? ¿Tu corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda o lo has dejado sofocar por las cosas, que acaban por atrofiarlo? Dios te espera, te busca: ¿qué respondes?

Santo Padre Francisco

Homilía del miércoles 28 de agosto de 2013

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Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona

    San Agustín (1)

    San Agustín (2)

    San Agustín (3). Armonía entre fe y razón.

    San Agustín (4). Las obras de san Agustín.

    San Agustín (5). Las conversiones de san Agustín.    

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Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (VI)

Las catequesis de Benedicto XVI sobre san Agustín de Hipona (II)

San Agustín (1)

Queridos hermanos y hermanas:

Después de las grandes festividades navideñas, quiero volver a las meditaciones sobre los Padres de la Iglesia y hablar hoy del Padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia y de incansable solicitud pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia a menudo es conocido, al menos de fama, incluso por quienes ignoran el cristianismo o no tienen familiaridad con él, porque dejó una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.

Por su singular relevancia, san Agustín ejerció una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura latina cristiana llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), lugar donde era obispo; y, por otra, que de esta ciudad del África romana, de la que san Agustín fue obispo desde el año 395 hasta su muerte, en el año 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.

Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger sus valores y de exaltar su riqueza intrínseca, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, como subrayó también Pablo VI: «Se puede afirmar que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal de los siglos posteriores» (AAS, 62, 1970, p. 426: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de mayo de 1970, p. 10).

San Agustín es, además, el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto durante su vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas diversas obras. Hoy nuestra atención se centrará en su vida, que puede reconstruirse a través de sus escritos, y en particular de las Confesiones, su extraordinaria autobiografía espiritual, escrita para alabanza de Dios, que es su obra más famosa. Las Confesiones, precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología, constituyen un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la vida espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre, por decirlo así, como una «cumbre» espiritual.

Pero, volvamos a su vida. San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano que después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y lo educó en la fe cristiana. San Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; más aún, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como sucede también hoy a muchos jóvenes.

San Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, cuyo nombre desconocemos, la cual, tras quedar viuda, fue superiora de un monasterio femenino. El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue un estudiante ejemplar. En cualquier caso, estudió bien la gramática, primero en su ciudad natal y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo dominio en griego, ni aprendió el púnico, la lengua de sus paisanos.

Precisamente en Cartago san Agustín leyó por primera vez el Hortensius, obra de Cicerón que después se perdió y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Ese texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá, siendo ya obispo, en las Confesiones: «Aquel libro cambió mis aficiones» hasta el punto de que «de repente me pareció vil toda vana esperanza, y con increíble ardor de corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría» (III, 4, 7).

Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, al acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero quedó decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la traducción de la sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio. En las narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo, no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.

De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en dos principios: el bien y el mal. Así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. También la moral dualista atraía a san Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para los elegidos; quienes, como él, se adherían a esa moral podían llevar una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente los jóvenes.

Por tanto, se hizo maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó también una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherirse a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y progresar en su carrera. De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, muy inteligente, que después estaría presente en su preparación para el bautismo junto al lago de Como, participando en los Diálogos que san Agustín nos dejó. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.

Cuando tenía alrededor de veinte años, fue profesor de gramática en su ciudad natal, pero pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas; se trasladó a Roma y después a Milán, donde residía entonces la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.

En Milán, san Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san Ambrosio, que había sido representante del emperador para el norte de Italia. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada vez más su corazón.

El gran problema del Antiguo Testamento, de la falta de belleza retórica y de altura filosófica, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: san Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad, incluso filosófica, del Antiguo Testamento; y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.

Pronto san Agustín se dio cuenta de que la interpretación alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.

Así, tras la lectura de los escritos de los filósofos, san Agustín se dedicó a hacer una nueva lectura de la Escritura y sobre todo de las cartas de san Pablo. Por tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al final de un largo y agitado camino interior, del que hablaremos en otra catequesis. Se trasladó al campo, al norte de Milán, junto al lago de Como, con su madre Mónica, su hijo Adeodato y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. Así, a los 32 años, san Agustín fue bautizado por san Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la catedral de Milán.

Después del bautismo, san Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, al estilo monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre repentinamente se enfermó y poco más tarde murió, destrozando el corazón de su hijo.

Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar allí un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que pensaba desde hacía bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación. Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.

Al seguir profundizando en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, san Agustín se convirtió en un obispo ejemplar por su incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la formación del clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos.

En poco tiempo, el antiguo retórico se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: muy activo en el gobierno de su diócesis, también con notables implicaciones civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona influyó notablemente en la dirección de la Iglesia católica del África romana y, más en general, en el cristianismo de su tiempo, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el Dios único y rico en misericordia.

Y san Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida: afectado por la fiebre mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por los vándalos invasores, como cuenta su amigo Posidio en la Vita Augustini, el obispo pidió que le transcribieran con letras grandes los salmos penitenciales «y pidió que colgaran las hojas en la pared de enfrente, de manera que desde la cama, durante su enfermedad, los podía ver y leer, y lloraba intensamente sin interrupción» (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de san Agustín, que falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. A sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior dedicaremos los próximos encuentros.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Audiencia General del miércoles, 9 de enero de 2008

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El hombre en oración (II): El hombre es un ser religioso

El hombre en oración (II): El hombre es un ser religioso

Hoy quiero seguir reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.

Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Sin embargo, al mismo tiempo vemos muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, se constata que ha fracasado la previsión de quienes, desde la época de la Ilustración, anunciaban la desaparición de las religiones y exaltaban una razón absoluta, separada de la fe, una razón que disiparía las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvería el «mundo de lo sagrado», devolviendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía frente a Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales, puso en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.

El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia… Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que lo llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres» (n. 2566). Podríamos decir —como mostré en la catequesis anterior— que, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, no ha habido ninguna gran civilización que no haya sido religiosa.

El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: «El deseo de Dios —afirma también el Catecismo— está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios» (n. 27). La imagen del Creador está impresa en su ser y él siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que atañen al sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Al respecto, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, con el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre «digital», al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontáneamente hacia el futuro, hacia un mañana que está todavía por realizarse. El concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: «Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente sus corazones. ¿Qué es el hombre? [—¿Quién soy yo?—] ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» (n. 1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque se haya creído y todavía se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.

El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el más allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.

Queridos hermanos y hermanas, como vimos el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.

En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia existencia y de su propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas —condición de indigencia y de esclavitud—, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, «pecador». En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse «más allá» está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación» (n. 2567).

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito. Gracias.

Santo Padre emérito Benedicto XVI: El hombre en oración

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Corpus Christi: catequesis del Papa emérito Benedicto XVI

Corpus Christi: catequesis del Papa emérito Benedicto XVI

Esta tarde quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.

Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.

En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra. Es precisamente lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.

En este sentido, me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).

Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.

Me complace subrayar también que lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.

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Homilía del Papa emérito Benedicto XVI

Basílica de San Juan de Letrán

Jueves 7 de junio de 2012

 

El hombre en oración (II): El hombre es un ser religioso

El hombre en oración: Introducción e índice general

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero comenzar una nueva serie de catequesis. Después de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, y sobre las grandes mujeres, ahora quiero elegir un un tema que nos interesa mucho a todos: es el tema de la oración, de modo específico de la cristiana, es decir, la oración que Jesús nos enseñó y que la Iglesia sigue enseñándonos. De hecho, es en Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

En las próximas catequesis, acudiendo a las fuentes de la Sagrada Escritura, la gran tradición de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad y de la liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una «escuela de oración». En efecto, sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad. La primera lección nos la da el Señor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre.

Santo Padre emérito Benedicto XVI: El hombre en oración

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El hombre en oración: Introducción e índice general

1. Culturas antiguas

2. El hombre es un ser religioso

3. La intercesión de Abraham por Sodoma

4. Lucha nocturna y encuentro con Dios

5. La intercesión de Moisés por su pueblo

6. Confrontación entre profetas y oraciones

7. El pueblo de Dios que reza: los Salmos

8. La lectura de la Biblia, alimento del espíritu

9. El «oasis» del espíritu

10. La meditación

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