por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 25 Abr, 2014 | Postcomunión Vida de los Santos
Juan Pablo II, el papa querido, «Magno» apelado por muchos, ha sido beatificado por su sucesor inmediato, SS Benedicto XVI, en una multitudinaria celebración en Roma. Católicos y no católicos de todo el mundo celebran este gran honor, por el que la Iglesia universal ofrece el testimonio y la vida del nuevo beato como ejemplo para todos los hombres de buena voluntad. A continuación, ofrecemos la homilía de la Misa en la que el papa Benedicto elevó a los altares a su amigo y antecesor.
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Queridos hermanos y hermanas.
Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.
Deseo dirigir un cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, habéis venido a Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales, a los patriarcas de las Iglesias católicas orientales, hermanos en el episcopado y el sacerdocio, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo a todos los que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión.
Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.
«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.
Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).
También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118, 23)- ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –Obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas- estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.
Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.
Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Iglesia.
¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde el Palacio nos has bendecido muchas veces en esta Plaza. Hoy te rogamos: Santo Padre: bendícenos. Amén.
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Homilía del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Homilía del domingo, 1 de mayo de 2011
por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 16 Abr, 2014 | Postcomunión Dinámicas
[…] Hemos llegado ya al corazón de la Semana Santa, culmen del camino cuaresmal. Mañana entraremos en el Triduo Pascual, los tres días santos en los que la Iglesia conmemora el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. El Hijo de Dios, al hacerse hombre por obediencia al Padre, llegando a ser en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15), aceptó cumplir hasta el fondo su voluntad, afrontar por amor a nosotros la pasión y la cruz, para hacernos partícipes de su resurrección, a fin de que en él y por él podamos vivir para siempre en la consolación y en la paz. Os exhorto, por tanto, a acoger este misterio de salvación, a participar intensamente en el Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico y momento de gracia especial para todo cristiano; os invito a buscar en estos días el recogimiento y la oración, a fin de beber más profundamente en este manantial de gracia. Al respecto, con vistas a las festividades inminentes, todo cristiano está invitado a celebrar el sacramento de la Reconciliación, momento de especial adhesión a la muerte y resurrección de Cristo, para poder participar con mayor fruto en la santa Pascua.
El Jueves Santo es el día en que se conmemora la institución de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial. Por la mañana, cada comunidad diocesana, congregada en la iglesia catedral en torno a su obispo, celebra la Misa Crismal, en la que se bendicen el santo Crisma, el óleo de los catecúmenos y el óleo de los enfermos. Desde el Triduo Pascual y durante todo el año litúrgico, estos óleos se usarán para los sacramentos del Bautismo, la Confirmación, las Ordenaciones sacerdotal y episcopal, y la Unción de los enfermos; así se evidencia que la salvación, transmitida por los signos sacramentales, brota precisamente del Misterio pascual de Cristo. En efecto, hemos sido redimidos con su muerte y resurrección y, mediante los sacramentos, bebemos en esa misma fuente salvífica. Durante la Misa Crismal, mañana, tiene lugar también la renovación de las promesas sacerdotales. En todo el mundo, cada sacerdote renueva los compromisos que asumió el día de su Ordenación, para consagrarse totalmente a Cristo en el ejercicio del sagrado ministerio al servicio de los hermanos. Acompañemos a nuestros sacerdotes con nuestra oración.
El Jueves Santo, por la tarde, comienza efectivamente el Triduo Pascual, con la memoria de la Última Cena, en la que Jesús instituyó el Memorial de su Pascua, cumpliendo así el rito pascual judío. De acuerdo con la tradición, cada familia judía, reunida en torno a la mesa en la fiesta de Pascua, come el cordero asado, conmemorando la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto; así, en el Cenáculo, consciente de su muerte inminente, Jesús, verdadero Cordero pascual, se ofrece a sí mismo por nuestra salvación (cf. 1 Co 5, 7). Al pronunciar la bendición sobre el pan y sobre el vino, anticipa el sacrificio de la cruz y manifiesta la intención de perpetuar su presencia en medio de los discípulos: bajo las especies del pan y del vino, se hace realmente presente con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. Durante la Última Cena los Apóstoles son constituidos ministros de este sacramento de salvación; Jesús les lava los pies (cf. Jn 13, 1-25), invitándolos a amarse los unos a los otros como él los ha amado, dando la vida por ellos. Repitiendo este gesto en la liturgia, también nosotros estamos llamados a testimoniar efectivamente el amor de nuestro Redentor.
El Jueves Santo, por último, se concluye con la adoración eucarística, recordando la agonía del Señor en el huerto de Getsemaní. Al salir del Cenáculo, Jesús se retiró a orar, solo, en presencia del Padre. Los Evangelios narran que, en ese momento de comunión profunda, Jesús experimentó una gran angustia, un sufrimiento tal que le hizo sudar sangre (cf. Mt 26, 38). Consciente de su muerte inminente en la cruz, siente una gran angustia y la cercanía de la muerte. En esta situación aparece también un elemento de gran importancia para toda la Iglesia. Jesús dice a los suyos: permaneced aquí y velad. Y esta invitación a la vigilancia atañe precisamente a este momento de angustia, de amenaza, en la que llegará el traidor, pero también concierne a toda la historia de la Iglesia. Es un mensaje permanente para todos los tiempos, porque la somnolencia de los discípulos no sólo era el problema de ese momento, sino que es el problema de toda la historia. La cuestión es en qué consiste esta somnolencia, en qué consistiría la vigilancia a la que el Señor nos invita. Yo diría que la somnolencia de los discípulos a lo largo de la historia consiste en cierta insensibilidad del alma ante el poder del mal, una insensibilidad ante todo el mal del mundo. Nosotros no queremos dejarnos turbar demasiado por estas cosas, queremos olvidarlas; pensamos que tal vez no sea tan grave, y olvidamos. Y no es sólo insensibilidad ante el mal, mientras deberíamos velar para hacer el bien, para luchar por la fuerza del bien. Es insensibilidad ante Dios: esta es nuestra verdadera somnolencia; esta insensibilidad ante la presencia de Dios que nos hace insensibles también ante el mal. No sentimos a Dios —nos molestaría— y así naturalmente no sentimos tampoco la fuerza del mal y permanecemos en el camino de nuestra comodidad. La adoración nocturna del Jueves Santo, el estar velando con el Señor, debería ser precisamente el momento para hacernos reflexionar sobre la somnolencia de los discípulos, de los defensores de Jesús, de los apóstoles, de nosotros, que no vemos, no queremos ver toda la fuerza del mal, y que no queremos entrar en su pasión por el bien, por la presencia de Dios en el mundo, por el amor al prójimo y a Dios.
Luego, el Señor comienza a orar. Los tres apóstoles —Pedro, Santiago y Juan— duermen, pero alguna vez se despiertan y escuchan el estribillo de esta oración del Señor: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». ¿Qué es mi voluntad? ¿Qué es tu voluntad, de la que habla el Señor? Mi voluntad es «que no debería morir», que se le evite ese cáliz del sufrimiento; es la voluntad humana, de la naturaleza humana, y Cristo siente, con toda la conciencia de su ser, la vida, el abismo de la muerte, el terror de la nada, esta amenaza del sufrimiento. Y siente el abismo del mal más que nosotros, que tenemos esta aversión natural contra la muerte, este miedo natural a la muerte. Además de la muerte, siente también todo el sufrimiento de la humanidad. Siente que todo esto es el cáliz que debe beber, que debe obligarse a beber, aceptar el mal del mundo, todo lo que es terrible, la aversión contra Dios, todo el pecado. Y podemos entender que Jesús, con su alma humana, sienta terror ante esta realidad, que percibe en toda su crueldad: mi voluntad sería no beber el cáliz, pero mi voluntad está subordinada a tu voluntad, a la voluntad de Dios, a la voluntad del Padre, que es también la verdadera voluntad del Hijo. Así Jesús, en esta oración, transforma la aversión natural, la aversión contra el cáliz, contra su misión de morir por nosotros; transforma esta voluntad natural suya en voluntad de Dios, en un «sí» a la voluntad de Dios. El hombre de por sí siente la tentación de oponerse a la voluntad de Dios, de tener la intención de seguir su propia voluntad, de sentirse libre sólo si es autónomo; opone su propia autonomía a la heteronomía de seguir la voluntad de Dios. Este es todo el drama de la humanidad. Pero, en realidad, esta autonomía está equivocada y este entrar en la voluntad de Dios no es oponerse a sí mismo, no es una esclavitud que violenta mi voluntad, sino que es entrar en la verdad y en el amor, en el bien. Y Jesús tira de nuestra voluntad, que se opone a la voluntad de Dios, que busca autonomía; tira de nuestra voluntad hacia lo alto, hacia la voluntad de Dios. Este es el drama de nuestra redención, que Jesús eleva hacia lo alto nuestra voluntad, toda nuestra aversión contra la voluntad de Dios, y nuestra aversión contra la muerte y el pecado, y la une a la voluntad del Padre: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». En esta transformación del «no» en un «sí», en esta inserción de la voluntad de la criatura en la voluntad del Padre, él transforma la humanidad y nos redime. Y nos invita a entrar en este movimiento suyo: salir de nuestro «no» y entrar en el «sí» del Hijo. Mi voluntad está allí, pero es decisiva la voluntad del Padre, porque esta es la verdad y el amor.
Hay otro elemento de esta oración que me parece importante. Los tres testimonios han conservado —como se puede constatar en la Sagrada Escritura— la palabra hebrea o aramea con la que el Señor habló al Padre; lo llamó: «Abbá», padre. Pero esta fórmula, «Abbá», es una forma familiar del término padre, una forma que sólo se usa en familia, que nunca se había usado refiriéndose a Dios. Aquí vemos la intimidad de Jesús, que habla en familia, habla verdaderamente como Hijo con el Padre. Vemos el misterio trinitario: el Hijo que habla con el Padre y redime a la humanidad.
Otra observación. La carta a los Hebreos nos ha dado una profunda interpretación de esta oración del Señor, de este drama de Getsemaní. Dice: estas lágrimas de Jesús, esta oración, estos gritos de Jesús, esta angustia, todo esto no es simplemente una concesión a la debilidad de la carne, como se podría decir. Precisamente así realiza la función del Sumo Sacerdote, porque el Sumo Sacerdote debe llevar al ser humano, con todos sus problemas y sufrimientos, a la altura de Dios. Y la carta a los Hebreos dice: con todos estos gritos, lágrimas, sufrimientos, oraciones, el Señor ha llevado nuestra realidad a Dios (cf. Hb 5, 7 ss). Y usa la palabra griega prospherein, que es el término técnico para indicar lo que debe hacer el Sumo Sacerdote: ofrecer, alzar sus manos.
Precisamente en este drama de Getsemaní, donde parece que ya no está presente la fuerza de Dios, Jesús realiza la función del Sumo Sacerdote. Y dice además que en este acto de obediencia, es decir, de conformación de la voluntad natural humana a la voluntad de Dios, se perfecciona como sacerdote. Y usa de nuevo la palabra técnica para ordenar sacerdote. Precisamente así se convierte realmente en el Sumo Sacerdote de la humanidad y así abre el cielo y la puerta a la resurrección.
Si reflexionamos sobre este drama de Getsemaní, podemos ver también el gran contraste entre Jesús con su angustia, con su sufrimiento, y el gran filósofo Sócrates, que permanece tranquilo y no se turba ante la muerte. Y esto parece lo ideal. Podemos admirar a este filósofo, pero la misión de Jesús era otra. Su misión no era esa total indiferencia y libertad; su misión era llevar en sí todo nuestro sufrimiento, todo el drama humano. Y por eso precisamente esta humillación de Getsemaní es esencial para la misión del hombre-Dios. Él lleva en sí nuestro sufrimiento, nuestra pobreza, y la transforma según la voluntad de Dios. Y así abre las puertas del cielo, abre el cielo: esta tienda del Santísimo, que hasta ahora el hombre ha cerrado contra Dios, queda abierta por este sufrimiento y obediencia de Jesús. Estas son algunas observaciones para el Jueves Santo, para nuestra celebración de la noche del Jueves Santo.
El Viernes Santo conmemoraremos la pasión y la muerte del Señor; adoraremos a Cristo crucificado; participaremos en sus sufrimientos con la penitencia y el ayuno. «Mirando al que traspasaron» (cf. Jn 19, 37), podremos acudir a su corazón desgarrado, del que brota sangre y agua, como a una fuente; de ese corazón, de donde mana el amor de Dios para cada hombre, recibimos su Espíritu. Acompañemos, por tanto, también nosotros a Jesús que sube al Calvario; dejémonos guiar por él hasta la cruz; recibamos la ofrenda de su cuerpo inmolado.
Por último, en la noche del Sábado Santo celebraremos la solemne Vigilia Pascual, en la que se nos anuncia la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre la muerte, que nos invita a ser en él hombres nuevos. Al participar en esta santa Vigilia, en la noche central de todo el año litúrgico, conmemoraremos nuestro Bautismo, en el que también nosotros hemos sido sepultados con Cristo, para poder resucitar con él y participar en el banquete del cielo (cf. Ap 19, 7-9).
Queridos amigos, hemos tratado de comprender el estado de ánimo con que Jesús vivió el momento de la prueba extrema, para descubrir lo que orientaba su obrar. El criterio que guió cada opción de Jesús durante toda su vida fue su firme voluntad de amar al Padre, de ser uno con el Padre y de serle fiel; esta decisión de corresponder a su amor lo impulsó a abrazar, en toda circunstancia, el proyecto del Padre, a hacer suyo el designio de amor que le encomendó para recapitular en él todas las cosas, para reconducir a él todas las cosas. Al revivir el Triduo santo, dispongámos a acoger también nosotros en nuestra vida la voluntad de Dios, conscientes de que en la voluntad de Dios, aunque parezca dura, en contraste con nuestras intenciones, se encuentra nuestro verdadero bien, el camino de la vida. Que la Virgen Madre nos guíe en este itinerario, y nos obtenga de su Hijo divino la gracia de poder entregar nuestra vida por amor a Jesús, al servicio de nuestros hermanos. Gracias.
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Santo Padre emérito Benedicto XVI
Audiencia General del miércoles, 20 de abril de 2011
por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 20 Ene, 2014 | Catequesis Magisterio
Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis de hoy estará dedicada a la experiencia que san Pablo tuvo en el camino de Damasco y, por tanto, a lo que se suele llamar su conversión. Precisamente en el camino de Damasco, en los inicios de la década del año 30 del siglo I, después de un período en el que había perseguido a la Iglesia, se verificó el momento decisivo de la vida de san Pablo. Sobre él se ha escrito mucho y naturalmente desde diversos puntos de vista. Lo cierto es que allí tuvo lugar un viraje, más aún, un cambio total de perspectiva. A partir de entonces, inesperadamente, comenzó a considerar «pérdida» y «basura» todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su existencia (cf. Flp 3, 7-8) ¿Qué es lo que sucedió?
Al respecto tenemos dos tipos de fuentes. El primer tipo, el más conocido, son los relatos escritos por san Lucas, que en tres ocasiones narra ese acontecimiento en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23). Tal vez el lector medio puede sentir la tentación de detenerse demasiado en algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El esplendor del Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo. Y después su «sí» definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.
En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también «iluminación», porque este sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizó también físicamente todo lo que se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto, no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte. Ese acontecimiento cambió radicalmente la vida de san Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una conversión. Ese encuentro es el centro del relato de san Lucas, que tal vez utilizó un relato nacido probablemente en la comunidad de Damasco. Lo da a entender el colorido local dado por la presencia de Ananías y por los nombres tanto de la calle como del propietario de la casa en la que Pablo se alojó (cf. Hch 9, 11).
El segundo tipo de fuentes sobre la conversión está constituido por las mismas Cartas de san Pablo. Él mismo nunca habló detalladamente de este acontecimiento, tal vez porque podía suponer que todos conocían lo esencial de su historia, todos sabían que de perseguidor había sido transformado en apóstol ferviente de Cristo. Eso no había sucedido como fruto de su propia reflexión, sino de un acontecimiento fuerte, de un encuentro con el Resucitado. Sin dar detalles, en muchas ocasiones alude a este hecho importantísimo, es decir, al hecho de que también él es testigo de la resurrección de Jesús, cuya revelación recibió directamente del mismo Jesús, junto con la misión de apóstol.
El texto más claro sobre este punto se encuentra en su relato sobre lo que constituye el centro de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Jesús y las apariciones a los testigos (cf. 1 Co 15). Con palabras de una tradición muy antigua, que también él recibió de la Iglesia de Jerusalén, dice que Jesús murió crucificado, fue sepultado y, tras su resurrección, se apareció primero a Cefas, es decir a Pedro, luego a los Doce, después a quinientos hermanos que en gran parte entonces vivían aún, luego a Santiago y a todos los Apóstoles. Al final de este relato recibido de la tradición añade: «Y por último se me apareció también a mí» (1 Co 15, 8). Así da a entender que este es el fundamento de su apostolado y de su nueva vida.
Hay también otros textos en los que expresa lo mismo: «Por medio de Jesucristo hemos recibido la gracia del apostolado» (Rm 1, 5); y también: «¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro?» (1 Co 9, 1), palabras con las que alude a algo que todos saben. Y, por último, el texto más amplio es el de la carta a los Gálatas: «Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre, sin subir a Jerusalén donde los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco» (Ga 1, 15-17). En esta «auto-apología» subraya decididamente que también él es verdadero testigo del Resucitado, que tiene una misión recibida directamente del Resucitado.
Así podemos ver que las dos fuentes, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, convergen en un punto fundamental: el Resucitado habló a san Pablo, lo llamó al apostolado, hizo de él un verdadero apóstol, testigo de la Resurrección, con el encargo específico de anunciar el Evangelio a los paganos, al mundo grecorromano. Al mismo tiempo, san Pablo aprendió que, a pesar de su relación inmediata con el Resucitado, debía entrar en la comunión de la Iglesia, debía hacerse bautizar, debía vivir en sintonía con los demás Apóstoles. Sólo en esta comunión con todos podía ser un verdadero apóstol, como escribe explícitamente en la primera carta a los Corintios: «Tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (1 Co 15, 11). Sólo existe un anuncio del Resucitado, porque Cristo es uno solo.
Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su «yo»; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo.
Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había hablado con él. En este sentido más profundo podemos y debemos hablar de conversión. Este encuentro es una renovación real que cambió todos sus parámetros. Ahora puede decir que lo que para él antes era esencial y fundamental, ahora se ha convertido en «basura»; ya no es «ganancia» sino pérdida, porque ahora cuenta sólo la vida en Cristo.
Sin embargo no debemos pensar que san Pablo se cerró en un acontecimiento ciego. En realidad sucedió lo contrario, porque Cristo resucitado es la luz de la verdad, la luz de Dios mismo. Ese acontecimiento ensanchó su corazón, lo abrió a todos. En ese momento no perdió cuanto había de bueno y de verdadero en su vida, en su herencia, sino que comprendió de forma nueva la sabiduría, la verdad, la profundidad de la ley y de los profetas, se apropió de ellos de modo nuevo. Al mismo tiempo, su razón se abrió a la sabiduría de los paganos. Al abrirse a Cristo con todo su corazón, se hizo capaz de entablar un diálogo amplio con todos, se hizo capaz de hacerse todo a todos. Así realmente podía ser el Apóstol de los gentiles.
En relación con nuestra vida, podemos preguntarnos: ¿Qué quiere decir esto para nosotros? Quiere decir que tampoco para nosotros el cristianismo es una filosofía nueva o una nueva moral. Sólo somos cristianos si nos encontramos con Cristo. Ciertamente no se nos muestra de esa forma irresistible, luminosa, como hizo con san Pablo para convertirlo en Apóstol de todas las gentes. Pero también nosotros podemos encontrarnos con Cristo en la lectura de la sagrada Escritura, en la oración, en la vida litúrgica de la Iglesia. Podemos tocar el corazón de Cristo y sentir que él toca el nuestro. Sólo en esta relación personal con Cristo, sólo en este encuentro con el Resucitado nos convertimos realmente en cristianos. Así se abre nuestra razón, se abre toda la sabiduría de Cristo y toda la riqueza de la verdad.
Por tanto oremos al Señor para que nos ilumine, para que nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y para que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo.
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Santo Padre emérito Benedicto XVI
Audiencia General del miércoles, 3 de septiembre de 2008
por SS Benedicto XVI | 10 Ene, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
En las últimas catequesis he hablado de dos grandes doctores de la Iglesia del siglo IV, Basilio y Gregorio Nacianceno, obispo en Capadocia, en la actual Turquía. Hoy hablaremos de un tercero, el hermano de Basilio, san Gregorio de Nisa, hombre de carácter meditativo, con gran capacidad de reflexión y una inteligencia despierta, abierta a la cultura de su tiempo. Se convirtió así en un pensador original y profundo de la historia del cristianismo.
Nació en torno al año 335; su formación cristiana fue atendida particularmente por su hermano Basilio, definido por él «padre y maestro » (Epístola 13,4: SC 363,198), y por su hermana Macrina. En sus estudios, le gustaba particularmente la filosofía y la retórica. En un primer momento se dedicó a la enseñanza y se casó. Después, como su hermano y su hermana, se dedicó totalmente a la vida ascética. Más tarde, fue elegido obispo de Nisa, convirtiéndose en pastor celoso, conquistando la estima de la comunidad. Acusado de malversaciones económicas por sus adversarios herejes, tuvo que abandonar brevemente su sede episcopal, pero después regresó triunfalmente (Cf. Epístola 6: SC 363,164-170), y siguió comprometiéndose en la lucha por defender la auténtica fe.
Tras la muerte de Basilio, como recogiendo su herencia espiritual, cooperó sobre todo en el triunfo de la ortodoxia. Participó en varios sínodos; trató de dirimir los enfrentamientos entre las Iglesias; participó en la reorganización eclesiástica y, como «columna de la ortodoxia», fue uno de los protagonistas del Concilio de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo.
Tuvo varios encargos oficiales por parte del emperador Teodosio, pronunció importantes homilías y discursos fúnebres, compuso varias obras teológicas. En el año 394 volvió a participar en un sínodo que se celebró en Constantinopla. Se desconoce la fecha de su muerte.
Gregorio expresa con claridad la finalidad de sus estudios, objetivo supremo al que dedica su trabajo teológico: no entregar la vida a cosas banales, sino encontrar la luz que permita discernir lo que es verdaderamente útil (Cf. «In Ecclesiasten hom.» 1: SC 416,106-146).
Encontró este bien supremo en el cristianismo, gracias al cual es posible «la imitación de la naturaleza divina» («De professione christiana»: PG 46, 244C). Con su aguda inteligencia y sus amplios conocimientos filosóficos y teológicos, defendió la fe cristiana contra los herejes, que negaban la divinidad del Espíritu Santo (como Eunomio y los macedonios), o ponían en tela de juicio la perfecta humanidad de Cristo (como Apolinar). Comentó la Sagrada Escritura, meditando en la creación del hombre. La creación era para él un tema central. Veía en la criatura un reflejo del Creador y a partir de aquí encontraba el camino hacia Dios.
Pero también escribió un importante libro sobre la vida de Moisés, a quien presenta como hombre en camino hacia Dios: esta ascensión hacia el Monte Sinaí se convierte para él en una imagen de nuestra ascensión en la vida humana hacia la verdadera vida, hacia el encuentro con Dios. Interpretó también la oración del Señor, el Padrenuestro y las Bienaventuranzas. En su «Gran discurso catequístico» («Oratio catechetica magna»), expuso las líneas fundamentales de la teología, no de una teología académica, cerrada en sí misma, sino que ofreció a los catequistas un sistema de referencia para sus enseñanzas, como una especie de marco en el que se mueve después la interpretación pedagógica de la fe.
Gregorio, además, es insigne por su doctrina espiritual. Su teología no era una reflexión académica, sino la expresión de una vida espiritual, de una vida de fe vivida. Como gran «padre de la mística» presentó en varios tratados –como el «De professione christiana» y el «De perfectione christiana»– el camino que los cristianos tienen que emprender para alcanzar al verdadera vida, la perfección.
Exaltó la virginidad consagrada («De virginitate»), y propuso un modelo insigne en la vida de su hermana Macrina, quien fue para él siempre una guía, un ejemplo (Cf. «Vita Macrinae»). Pronunció varios discursos y homilías, escribió numerosas cartas. Comentando la creación del hombre, Gregorio subraya que Dios, «el mejor de los artistas, forja nuestra naturaleza de manera que sea capaz del ejercicio de la realeza. A causa de la superioridad del alma, y gracias a la misma conformación del cuerpo, hace que el hombre sea re
almente idóneo para desempeñar el poder regio» («De hominis opificio» 4: PG 44,136B).
Pero vemos cómo el hombre, en la red de los pecados, con frecuencia abusa de la creación y no ejerce la verdadera realeza. Por este motivo, para desempeñar una verdadera responsabilidad ante las criaturas, tiene que ser penetrado por Dios y vivir en su luz. El hombre, de hecho, es un reflejo de esa belleza original que es Dios: «Todo lo que creó Dios era óptimo», escribe el santo obispo. Y añade: «Lo testimonia la narración de la creación (Cf. Génesis 1, 31). Entre las cosas óptimas también se encontraba el hombre, dotado de una belleza muy superior a la de todas las cosas bellas. ¿Qué otra cosa podía ser tan bella como la que era semejante a la belleza pura e incorruptible?… Reflejo e imagen de la vida eterna, él era realmente bello, es más, bellísimo, con el signo radiante de la vida en su rostro» («Homilia in Canticum» 12: PG 44,1020C).
El hombre fue honrado por Dios y colocado por encima de toda criatura: «El cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el sol, ni la belleza de las estrellas, ni nada de lo que aparece en la creación. Sólo tú (alma humana) has sido hecha a imagen de la naturaleza que supera toda inteligencia, semejante a la belleza incorruptible, huella de la verdadera divinidad, espacio de vida bienaventurada, imagen de la verdadera luz, y al contemplarte te conviertes en lo que Él es, pues por medio del rayo reflejado que proviene de tu pureza tú imitas a quien brilla en ti. Nada de lo que existe es tan grande que pueda ser comparado a tu grandeza» («Homilia in Canticum 2»: PG 44,805D).
Meditemos en este elogio del hombre. Veamos también cómo el hombre ha sido degradado por el pecado. Y tratemos de volver a la grandeza originaria: sólo si Dios está presente, el hombre alcanza su verdadera grandeza.
El hombre, por tanto, reconoce dentro de sí el reflejo de la luz divina: purificando su corazón, vuelve a ser, como era al inicio, una imagen límpida de Dios, Belleza ejemplar (Cf. «Oratio catechetica 6»: SC 453,174). De este modo, el hombre purificándose, puede ver a Dios, como los puros de corazón (Cf. Mateo 5, 8): «Si con un estilo de vida diligente y atento lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza divina… Contemplándote a ti mismo verás en ti al deseo de tu corazón y serás feliz» («De beatitudinibus, 6»: PG 44,1272AB). Por tanto, hay que lavar las fealdades que se han depositado en nuestro corazón y volver a encontrar en nosotros mismos la luz de Dios.
El hombre tiene, por tanto, como fin la contemplación de Dios. Sólo en ella podrá encontrar su plenitud. Para anticipar en cierto sentido este objetivo ya en esta vida tiene que avanzar incesantemente hacia una vida espiritual, una vida de diálogo c
on Dios. En otras palabras –y esta es la lección importante que nos deja san Gregorio de Nisa– la plena realización del hombre consiste en la santidad, en una vida vivida en el encuentro con Dios, que de este modo se hace luminosa también para los demás, también para el mundo.
San Gregorio de Nisa, nacido en el siglo IV, destaca en la historia del cristianismo como un pensador original y profundo, abierto a la cultura de su época. Elegido Obispo de Nisa, con su celo pastoral se ganó la estima de aquella comunidad. Participó en el Concilio de Constantinopla que definió la divinidad del Espíritu Santo. Con su aguda inteligencia defendió contra los herejes la verdad de la naturaleza divina del Hijo y del Espíritu Santo, así como la perfecta humanidad de Cristo. Gregorio compuso además varios tratados de doctrina espiritual en los que enseña el camino que lleva a la perfección. Afirmaba que en la creación no existe nada más grande y bello que el ser humano, creado por Dios como reflejo de la belleza divina. El hombre, purificando su corazón, puede volver a ser, como al principio, una limpia imagen de Dios. Enseñaba que la persona humana tiene como fin la contemplación de Dios, que se puede anticipar ya en este mundo a través de una vida espiritual cada vez más perfecta. Ésta es la lección más importante de san Gregorio Niseno: la plenitud del hombre consiste en la santidad.
Miércoles, 27 de agosto de 2007
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Segunda catequesis
Os propongo algunos aspectos de la doctrina de san Gregorio de Nisa, de quien ya hablamos el miércoles pasado. Ante todo, san Gregorio de Nisa manifiesta una concepción muy elevada de la dignidad del hombre. El fin del hombre, dice el santo obispo, es hacerse semejante a Dios, y este fin lo alcanza sobre todo a través del amor, del conocimiento y de la práctica de las virtudes, «rayos luminosos que brotan de la naturaleza divina» (De beatitudinibus 6: PG 44, 1272 c), en un movimiento perpetuo de adhesión al bien, como el corredor que avanza hacia adelante.
San Gregorio utiliza, a este respecto, una imagen eficaz, que ya se encontraba presente en la carta de san Pablo a los Filipenses: épekteinómenos (Flp 3, 13), es decir, «tendiendo» hacia lo que es más grande, hacia la verdad y el amor. Esta expresión icástica indica una realidad profunda: la perfección que queremos alcanzar no es algo que se conquista para siempre; la perfección es estar en camino, es una continua disponibilidad para seguir adelante, pues nunca se alcanza la plena semejanza con Dios; siempre estamos en camino (cf. Homilia in Canticum 12: PG 44, 1025 d). La historia de cada alma es un amor colmado sin cesar y, al mismo tiempo, abierto a nuevos horizontes, pues Dios dilata continuamente las posibilidades del alma para hacerla capaz de bienes siempre mayores. Dios mismo, que ha sembrado en nosotros semillas de bien y del que brota toda iniciativa de santidad, «modela el bloque. (…) Limando y puliendo nuestro espíritu forma en nosotros a Cristo» (In Psalmos 2, 11: PG 44, 544 b).
San Gregorio aclara: «El llegar a ser semejantes a Dios no es obra nuestra, ni resultado de una potencia humana, es obra de la generosidad de Dios, que desde su origen ofreció a nuestra naturaleza la gracia de la semejanza con él» (De virginitate 12, 2: SC 119, 408-410). Por tanto, para el alma «no se trata de conocer algo de Dios, sino de tener a Dios en sí misma» (De beatitudinibus 6: PG 44, 1269 c). De hecho, san Gregorio observa agudamente: «La divinidad es pureza, es liberación de las pasiones y remoción de todo mal: si todo esto está en ti, Dios está realmente en ti» (ib.: PG 44, 1272 c).
Cuando tenemos a Dios en nosotros, cuando el hombre ama a Dios, por la reciprocidad propia de la ley del amor, quiere lo que Dios mismo quiere (cf. Homilia in Canticum 9: PG 44, 956 ac), y, por tanto, coopera con Dios para modelar en sí mismo la imagen divina, de manera que «nuestro nacimiento espiritual es el resultado de una opción libre, y en cierto sentido nosotros somos los padres de nosotros mismos, creándonos como nosotros mismos queremos ser y formándonos por nuestra voluntad según el modelo que escogemos» (Vita Moysis 2, 3: SC 1 bis, 108).
Para ascender hacia Dios el hombre debe purificarse: «El camino que lleva la naturaleza humana al cielo no es sino el alejamiento de los males de este mundo. (…) Hacerse semejante a Dios significa llegar a ser justo, santo y bueno. (…) Por tanto, si, según el Eclesiastés (Qo 5, 1), «Dios está en el cielo» y si, según el profeta (Sal 72, 28), vosotros «estáis con Dios», se sigue necesariamente que debéis estar donde se encuentra Dios, pues estáis unidos a él. Dado que él os ha ordenado que, cuando oréis, llaméis a Dios Padre, os dice que os asemejéis a vuestro Padre celestial, con una vida digna de Dios, como el Señor nos ordena con más claridad en otra ocasión, cuando dice: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48)» (De oratione dominica 2: PG 44, 1145 ac).
En este camino de ascenso espiritual, Cristo es el modelo y el maestro, que nos permite ver la bella imagen de Dios (cf. De perfectione christiana: PG 46, 272 a). Cada uno de nosotros, contemplándolo a él, se convierte en «el pintor de su propia vida»; su voluntad es la que realiza el trabajo, y las virtudes son como las pinturas de las que se sirve (ib.: PG 46, 272 b). Por tanto, si el hombre es considerado digno del nombre de Cristo, ¿cómo debe comportarse? San Gregorio responde así: «(debe) examinar siempre interiormente sus pensamientos, sus palabras y sus acciones, para ver si están dirigidos a Cristo o si se alejan de él» (ib.: PG 46, 284 c). Y este punto es importante por el valor que da a la palabra cristiano. El cristiano lleva el nombre de Cristo y, por eso, debe asemejarse a él también en la vida. Los cristianos, por el bautismo, asumimos una gran responsabilidad.
Ahora bien, Cristo, recuerda san Gregorio, está presente también en los pobres; por consiguiente, nunca se les debe despreciar: «No desprecies a quienes están postrados, como si por eso no valieran nada. Considera quiénes son y descubrirás cuál es su dignidad: representan a la persona del Salvador. Y así es, pues el Señor, en su bondad, les prestó su misma persona para que, a través de ella, tengan compasión los que son duros de corazón y enemigos de los pobres» (De pauperibus amandis: PG 46, 460 bc).
San Gregorio, como decíamos, habla de una ascensión: ascensión a Dios en la oración a través de la pureza de corazón; pero esa ascensión a Dios se realiza también mediante el amor al prójimo. El amor es la escalera que lleva a Dios. Por eso el santo obispo exhorta vivamente a sus oyentes: «Sé generoso con estos hermanos, víctimas de la desventura. Da al hambriento lo que le quitas a tu estómago» (ib.: PG 46, 457 c).
Con mucha claridad san Gregorio recuerda que todos dependemos de Dios, y por ello exclama: «No penséis que todo es vuestro. Debe haber también una parte para los pobres, los amigos de Dios. De hecho, todo procede de Dios, Padre universal, y nosotros somos hermanos, pertenecemos a un mismo linaje» (ib.: PG 46, 465 b). Así pues, insiste san Gregorio, el cristiano debe examinarse: «¿De qué te sirve el ayuno y la abstinencia si después con tu maldad haces daño a tu hermano? ¿Qué ganas, ante Dios, por el hecho de no comer de lo tuyo, si después, actuando injustamente, arrancas de las manos del pobre lo que es suyo?» (ib.: PG 46, 456 a).
Concluyamos estas catequesis sobre los tres grandes Padres de Capadocia recordando una vez más el aspecto importante de la doctrina espiritual de san Gregorio de Nisa: la oración. Para avanzar por el camino hacia la perfección y acoger en sí a Dios, llevando en sí al Espíritu de Dios, el amor de Dios, el hombre debe dirigirse con confianza a él en la oración: «A través de la oración logramos estar con Dios. Pero, quien está con Dios está lejos del enemigo. La oración es apoyo y defensa de la castidad, freno de la ira, represión y dominio de la soberbia. La oración es custodia de la virginidad, protección de la fidelidad en el matrimonio, esperanza para quienes velan, abundancia de frutos para los agricultores, seguridad para los navegantes» (De oratione dominica 1: PG 44, 1124 a-b).
El cristiano reza inspirándose siempre en la oración del Señor: «Por tanto, si queremos pedir que descienda sobre nosotros el reino de Dios, se lo pedimos con la potencia de la Palabra: que yo sea alejado de la corrupción, que sea liberado de la muerte y de las cadenas del error; que la muerte nunca reine sobre mí, que no tenga nunca poder sobre nosotros la tiranía del mal, que no me domine el adversario ni me haga su prisionero por el pecado, sino que venga a mí tu reino para que se alejen de mí, o mejor todavía, se anulen las pasiones que ahora me dominan y subyugan» (ib. 3: PG 44, 1156 d-1157 a).
Terminada su vida terrena, el cristiano podrá dirigirse así con serenidad a Dios. Al hablar de esto, san Gregorio piensa en la muerte de su hermana santa Macrina y escribe que ella, en el momento de la muerte, rezaba a Dios con estas palabras: «Tú, que tienes en la tierra el poder de perdonar los pecados, perdóname para que pueda tener descanso (cf. Sal 38, 14), y para que llegue a tu presencia sin mancha, en el momento en el que sea despojada de mi cuerpo (cf. Col 2, 11), de manera que mi espíritu, santo e inmaculado (cf. Ef 5, 27) sea acogido en tus manos, «como incienso ante ti» (Sal 140, 2)» (Vita Macrinae 24: SC 178, 224). Esta enseñanza de san Gregorio es válida siempre: no sólo debemos hablar de Dios, sino también llevar a Dios en nosotros mismos. Lo hacemos con el compromiso de la oración y amando a todos nuestros hermanos.
Miércoles, 5 de septiembre de 2007
por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 4 Ene, 2014 | Catequesis Magisterio
Queridos hermanos y hermanas:
Esta fiesta de la Epifanía es una fiesta muy antigua, que tiene su origen en el Oriente cristiano y pone de relieve el misterio de la manifestación de Jesucristo a todas las naciones, representadas por los Magos que acudieron a adorar al Rey de los judíos recién nacido en Belén, como narra el Evangelio de san Mateo (cf. 2, 1-12). La «luz nueva» que se encendió en la noche de Navidad (cf. Prefacio de Navidad I), hoy comienza a brillar sobre el mundo, como sugiere la imagen de la estrella, un signo celestial que atrajo la atención de los Magos y los guió en su viaje hacia Judea.
Todo el período de Navidad y de Epifanía se caracteriza por el tema de la luz, vinculado al hecho de que, en el hemisferio norte, después del solsticio de invierno, el día vuelve a alargarse con respecto a la noche. Pero, más allá de su posición geográfica, para todos los pueblos vale la palabra de Cristo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Jesús es el sol que apareció en el horizonte de la humanidad para iluminar la existencia personal de cada uno de nosotros y para guiarnos a todos juntos hacia la meta de nuestra peregrinación, hacia la tierra de la libertad y de la paz, en donde viviremos para siempre en plena comunión con Dios y entre nosotros.
El anuncio de este misterio de salvación fue confiado por Cristo a su Iglesia. Ese misterio —escribe san Pablo— «ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3, 5-6). La invitación que el profeta Isaías dirigía a la ciudad santa Jerusalén se puede aplicar a la Iglesia: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor y su gloria se verá sobre ti» (Is 60, 1-2). Es así, como dice el Profeta: el mundo, con todos sus recursos, no es capaz de dar a la humanidad la luz para orientarla en su camino. Lo constatamos también en nuestros días: la civilización occidental parece haber perdido la orientación, navega a vista. Pero la Iglesia, gracias a la Palabra de Dios, ve a través de estas nieblas. No posee soluciones técnicas, pero tiene la mirada dirigida a la meta, y ofrece la luz del Evangelio a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier nación y cultura.
Esta es también la misión de los representantes pontificios ante los Estados y las Organizaciones internacionales.
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Santo Padre emérito Benedicto XVI
Solemnidad de la Epifanía del Señor
Ángelus del viernes 6 de enero de 2012
por SS Benedicto XVI | 26 Dic, 2013 | Confirmación Vida de los Santos
Cada año, al día siguiente del Nacimiento del Señor, la liturgia nos invita a celebrar la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos lo presenta como un hombre lleno de gracia y de Espíritu Santo (cf. Hch 6, 8-10; 7, 55); en él se verificó plenamente la promesa de Jesús a la que hace referencia el texto evangélico de hoy; es decir, que los creyentes llamados a dar testimonio en circunstancias difíciles y peligrosas no serán abandonados y desprotegidos: el Espíritu de Dios hablará en ellos (cf. Mt 10, 20). El diácono Esteban, en efecto, obró, habló y murió animado por el Espíritu Santo, testimoniando el amor de Cristo hasta el sacrificio extremo. Al primer mártir se lo describe, en su sufrimiento, como imitación perfecta de Cristo, cuya pasión se repite hasta en los detalles. La vida de san Esteban está totalmente plasmada por Dios, conformada a Cristo, cuya pasión se repite en él; en el momento final de la muerte, de rodillas, él retoma la oración de Jesús en la cruz, encomendándose al Señor (cf. Hch 7, 59) y perdonando a sus enemigos: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (v. 60). Lleno de Espíritu Santo, mientras sus ojos están por cerrarse, él fija la mirada en «Jesús de pie a la derecha de Dios» (v. 55), Señor de todo y que a todos atrae hacia Sí.
En el día de san Esteban, también nosotros estamos llamados a fijar la mirada en el Hijo de Dios, que en el clima gozoso de la Navidad contemplamos en el misterio de su Encarnación. Con el Bautismo y la Confirmación, con el precioso don de la fe alimentada por los Sacramentos, especialmente por la Eucaristía, Jesucristo nos ha vinculado a Sí y quiere continuar en nosotros, con la acción del Espíritu Santo, su obra de salvación, que todo rescata, valoriza, eleva y conduce a su realización. Dejarse atraer por Cristo, como hizo san Esteban, significa abrir la propia vida a la luz que la llama, la orienta y le hace recorrer el camino del bien, el camino de una humanidad según el designio de amor de Dios.
San Esteban, finalmente, es un modelo para todos aquellos que quieren ponerse al servicio de la nueva evangelización. Él demuestra que la novedad del anuncio no consiste primariamente en el uso de métodos o técnicas originales, que ciertamente tienen su utilidad, sino en estar llenos del Espíritu Santo y dejarse guiar por Él. La novedad del anuncio está en la profundidad de la inmersión en el misterio de Cristo, de la asimilación de su palabra y de su presencia en la Eucaristía, de modo que Él mismo, Jesús vivo, pueda hablar y obrar en su enviado. En definitiva, el evangelizador se hace capaz de llevar a Cristo a los demás de manera eficaz cuando vive de Cristo, cuando la novedad del Evangelio se manifiesta en su propia vida. Oremos a la Virgen María, a fin de que la Iglesia, en este Año de la fe, vea multiplicarse a los hombres y a las mujeres que, como san Esteban, saben dar un testimonio convencido y valiente del Señor Jesús.
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Fiesta de san Esteban, primer mártir
Catequesis de Benedicto XVI
Ángelus en la Plaza de San Pedro el miércoles, 26 de diciembre de 2012
por SS Benedicto XVI | 21 Dic, 2013 | Postcomunión Vida de los Santos
Hoy quiero hablaros de san Pedro Kanis —Canisio en la forma latinizada de su apellido—, una figura muy importante en el ámbito católico del siglo XVI. Nació el 8 de mayo de 1521 en Nimega, Holanda. Su padre era burgomaestre de la ciudad. Cuando era estudiante en la Universidad de Colonia, frecuentó a los monjes cartujos de santa Bárbara, un centro propulsor de vida católica, y a otros hombres piadosos que cultivaban la espiritualidad de la llamada devotio moderna.
Entró en la Compañía de Jesús el 8 de mayo de 1543 en Maguncia (Renania – Palatinado), después de hacer ejercicios espirituales bajo la guía del beato Pedro Fabro —Pierre Favre—, uno de los primeros compañeros de san Ignacio de Loyola. Ordenado sacerdote en junio de 1546 en Colonia, ya al año siguiente, como teólogo del obispo de Augusta, el cardenal Otto Truchsess von Waldburg, estuvo presente en el concilio de Trento, donde colaboró con otros dos jesuitas, Diego Laínez y Alfonso Salmerón.
En 1548, san Ignacio le hizo completar en Roma la formación espiritual y lo envió después al Colegio de Messina para que se ejercitara en humildes servicios domésticos. Obtuvo el doctorado en teología en Bolonia el 4 de octubre de 1549, y san Ignacio lo destinó al apostolado en Alemania. El 2 de septiembre de ese año visitó al Papa Pablo III en Castelgandolfo y después fue a la basílica de San Pedro para rezar. Allí imploró la ayuda de los grandes santos Apóstoles Pedro y Pablo, a fin de que dieran eficacia permanente a la bendición apostólica para su gran destino, para su nueva misión. En su diario anotó algunas palabras de esta oración. Dice: «Allí sentí que por medio de tales intercesores (Pedro y Pablo) se me concedía una gran consolación y la presencia de la gracia. Ellos confirmaban mi misión en Alemania y parecían transmitirme, en cuanto apóstol de Alemania, el apoyo de su benevolencia. Tú conoces, Señor, de cuántos modos y cuántas veces ese mismo día me encomendaste Alemania, por la cual desde entonces iba a seguir siendo solícito, por la cual habría deseado vivir y morir».
Debemos tener presente que nos encontramos en el tiempo de la Reforma luterana, en el momento en que la fe católica en los países de lengua alemana, ante la fascinación de la Reforma, parecía apagarse. Era una tarea casi imposible la de Canisio, encargado de revitalizar, renovar la fe católica en los países germánicos. Sólo era posible con la fuerza de la oración. Sólo era posible desde el centro, es decir, desde una profunda amistad personal con Jesucristo, amistad con Cristo en su Cuerpo, la Iglesia, que se debe alimentar en la Eucaristía, su presencia real.
Siguiendo la misión recibida de san Ignacio y del Papa Pablo III, Canisio partió para Alemania y, ante todo, para el ducado de Baviera, que por algunos años fue el lugar de su ministerio. Como decano, rector y vicecanciller de la Universidad de Ingolstadt, se ocupó de la vida académica del Instituto y de la reforma religiosa y moral del pueblo. En Viena, donde durante breve tiempo fue administrador de la diócesis, desempeñó el ministerio pastoral en los hospitales y en las cárceles, tanto en la ciudad como en zonas rurales, y preparó la publicación de su Catecismo. En 1556 fundó el Colegio de Praga y, hasta 1569, fue el primer superior de la provincia jesuita de la Alemania superior.
En este cargo, estableció en los países germánicos una tupida red de comunidades de su Orden, especialmente de colegios, que fueron puntos de partida para la reforma católica, para la renovación de la fe católica. En ese tiempo participó también en el coloquio de Worms con los líderes protestantes, entre los cuales Philipp Melanchthon (1557); desempeñó el cargo de nuncio pontificio en Polonia (1558); participó en las dos Dietas de Augusta (1559 y 1565); acompañó al cardenal Estanislao Hozjusz, legado del Papa Pío IV ante el emperador Fernando (1560); intervino en la sesión final del concilio de Trento, donde habló de la cuestión de la Comunión bajo las dos especies y del Índice de libros prohibidos (1562).
En 1580 se retiró a Friburgo en Suiza, donde se dedicó plenamente a la predicación y a la composición de sus obras, y murió allí el 21 de diciembre de 1597. El beato Pío IX lo beatificó en 1864; el Papa León XIII, en 1897, lo proclamó segundo Apóstol de Alemania; y el Papa Pío XI, en 1925, lo canonizó y lo proclamó doctor de la Iglesia.
San Pedro Canisio pasó buena parte de su vida en contacto con las personas socialmente más importantes de su tiempo y ejerció una influencia especial con sus escritos. Fue editor de las obras completas de san Cirilo de Alejandría y de san León Magno, de las Cartas de san Jerónimo y de las Oraciones de san Nicolás de la Fluë. Publicó libros de devoción en varias lenguas, las biografías de algunos santos suizos y muchos textos de homilética. Pero sus escritos más difundidos fueron los tres Catecismoscompuestos entre 1555 y 1558. El primer Catecismo estaba destinado a los estudiantes en condiciones de comprender nociones elementales de teología; el segundo a los muchachos del pueblo para una primera instrucción religiosa; el tercero a los muchachos con una formación escolar a nivel de escuelas medias y superiores. La doctrina católica se exponía con preguntas y respuestas, brevemente, en términos bíblicos, con mucha claridad y sin tonos polémicos. Sólo en el tiempo de su vida se hicieron doscientas ediciones de este Catecismo. Y hasta el siglo XX se sucedieron centenares de ediciones. Así, en Alemania, incluso en la generación de mi padre, la gente llama al Catecismo simplemente el Canisio. Fue realmente el Catequista de Alemania, ha formado la fe de personas durante siglos.
Esta es una característica de san Pedro Canisio: saber componer armoniosamente la fidelidad a los principios dogmáticos con el respeto debido a cada persona. San Canisio distinguía la apostasía consciente, culpable, de la fe, de la pérdida de la fe inculpable, en las circunstancias. Y, con respecto a Roma, declaró que la mayor parte de los alemanes que se habían pasado al protestantismo no tenían culpa. En un momento histórico de fuertes contrastes confesionales, evitaba —esto es algo extraordinario— la dureza y la retórica de la ira —algo raro, como he dicho, en aquellos tiempos en las discusiones entre cristianos— y solamente buscaba la presentación de las raíces espirituales y la revitalización de la fe en la Iglesia. Para ello le resultó útil el conocimiento vasto y penetrante que tenía de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia: el mismo conocimiento que sostuvo su relación personal con Dios y la austera espiritualidad que le derivaba de la devotio moderna y de la mística renana.
En la espiritualidad de san Canisio es característica una profunda amistad personal con Jesús. Escribe, por ejemplo, el 4 de septiembre de 1549 en su diario, hablando con el Señor: «Tú, al final, como si me abrieras el corazón del Sacratísimo Cuerpo, que me parecía ver ante mí, me mandaste que bebiera en ese manantial, invitándome, por decirlo así, a beber las aguas de mi salvación en tus fuentes, oh Salvador mío». Luego ve que el Salvador le da un vestido con tres partes, que se llaman paz, amor y perseverancia. Y con este vestido compuesto de paz, amor y perseverancia, Canisio llevó a cabo su obra de renovación del catolicismo. Su amistad con Jesús —que es el centro de su personalidad—, alimentada por el amor a la Biblia, por el amor al Sacramento, por el amor a los Padres, estaba claramente unida a la conciencia de ser en la Iglesia un continuador de la misión de los Apóstoles. Y esto nos recuerda que todo auténtico evangelizador siempre es un instrumento unido —y por eso fecundo— con Jesús y con su Iglesia.
En la amistad con Jesús san Pedro Canisio se había formado en el ambiente espiritual de la Cartuja de Colonia, donde había estado en estrecho contacto con dos místicos cartujos: Johann Lansperger, latinizado como Lanspergius, y Nicolas van Hesche, latinizado como Eschius. Sucesivamente profundizó la experiencia de aquella amistad, familiaritas stupenda nimis, con la contemplación de los misterios de la vida de Jesús, que ocupan gran parte en los Ejercicios espirituales de san Ignacio. Su intensa devoción al Corazón del Señor, que culminó en la consagración al ministerio apostólico en la basílica vaticana, encuentra aquí su fundamento.
En la espiritualidad cristocéntrica de san Pedro Canisio se arraiga una profunda convicción: no hay alma solícita de la propia perfección que no practique cada día la oración, la oración mental, medio ordinario que permite al discípulo de Jesús vivir la intimidad con el Maestro divino. Por eso, en los escritos destinados a la educación espiritual del pueblo, nuestro santo insiste en la importancia de la liturgia con sus comentarios a los Evangelios, a las fiestas, al rito de la santa misa y de los demás sacramentos, pero, al mismo tiempo, se cuida de mostrar a los fieles la necesidad y la belleza de que la oración personal diaria acompañe e impregne la participación en el culto público de la Iglesia.
Se trata de una exhortación y de un método que conservan intacto su valor, especialmente después de que el concilio Vaticano II los propusiera de nuevo con autoridad en la constitución Sacrosanctum Concilium: la vida cristiana no crece si no se alimenta con la participación en la liturgia, de modo particular en la santa misa dominical, y con la oración personal diaria, con el contacto personal con Dios. En medio de las mil actividades y de los múltiples estímulos que nos rodean, es necesario encontrar cada día momentos de recogimiento ante el Señor para escucharlo y hablar con él.
Al mismo tiempo, siempre es actual y de valor permanente el ejemplo que san Pedro Canisio nos dejó, no sólo en sus obras, sino sobre todo con su vida. Nos enseña con claridad que el ministerio apostólico sólo es eficaz y produce frutos de salvación en los corazones si el predicador es testigo personal de Jesús y sabe ser instrumento a su disposición, estrechamente unido a él por la fe en su Evangelio y en su Iglesia, por una vida moralmente coherente y por una oración incesante como el amor. Y esto vale para todo cristiano que quiera vivir con compromiso y fidelidad su adhesión a Cristo. Gracias.
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Audiencia general del Santo Padre emérito Benedicto XVI
En el Aula Pablo VI, el miércoles, 9 de febrero de 2011
por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 16 Dic, 2013 | Catequesis Magisterio
Queridos hermanos y hermanas
La lectura que acabamos de escuchar, tomada de la Carta de san Pablo Apóstol a Tito, comienza solemnemente con la palabra apparuit, que también encontramos en la lectura de la Misa de la aurora: apparuit – ha aparecido. Esta es una palabra programática, con la cual la Iglesia quiere expresar de manera sintética la esencia de la Navidad. Antes, los hombres habían hablado y creado imágenes humanas de Dios de muchas maneras. Dios mismo había hablado a los hombres de diferentes modos (cf. Hb 1,1: Lectura de la Misa del día). Pero ahora ha sucedido algo más: Él ha aparecido. Se ha mostrado. Ha salido de la luz inaccesible en la que habita. Él mismo ha venido entre nosotros. Para la Iglesia antigua, esta era la gran alegría de la Navidad: Dios se ha manifestado. Ya no es sólo una idea, algo que se ha de intuir a partir de las palabras. Él «ha aparecido». Pero ahora nos preguntamos: ¿Cómo ha aparecido? ¿Quién es él realmente? La lectura de la Misa de la aurora dice a este respecto: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre» (Tt 3,4). Para los hombres de la época precristiana, que ante los horrores y las contradicciones del mundo temían que Dios no fuera bueno del todo, sino que podría ser sin duda también cruel y arbitrario, esto era una verdadera «epifanía», la gran luz que se nos ha aparecido: Dios es pura bondad. Y también hoy, quienes ya no son capaces de reconocer a Dios en la fe se preguntan si el último poder que funda y sostiene el mundo es verdaderamente bueno, o si acaso el mal es tan potente y originario como el bien y lo bello, que en algunos momentos luminosos encontramos en nuestro cosmos. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: ésta es una nueva y consoladora certidumbre que se nos da en Navidad.
En las tres misas de Navidad, la liturgia cita un pasaje del libro del profeta Isaías, que describe más concretamente aún la epifanía que se produjo en Navidad: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la paz. Para dilatar el principado con una paz sin límites» (Is 9,5s). No sabemos si el profeta pensaba con esta palabra en algún niño nacido en su época. Pero parece imposible. Este es el único texto en el Antiguo Testamento en el que se dice de un niño, de un ser humano, que su nombre será Dios fuerte, Padre para siempre. Nos encontramos ante una visión que va, mucho más allá del momento histórico, hacia algo misterioso que pertenece al futuro. Un niño, en toda su debilidad, es Dios poderoso. Un niño, en toda su indigencia y dependencia, es Padre perpetuo. Y la paz será «sin límites». El profeta se había referido antes a esto hablando de «una luz grande» y, a propósito de la paz venidera, había dicho que la vara del opresor, la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serían pasto del fuego (cf. Is 9,1.3-4).
Dios se ha manifestado. Lo ha hecho como niño. Precisamente así se contrapone a toda violencia y trae un mensaje que es paz. En este momento en que el mundo está constantemente amenazado por la violencia en muchos lugares y de diversas maneras; en el que siempre hay de nuevo varas del opresor y túnicas ensangrentadas, clamemos al Señor: Tú, el Dios poderoso, has venido como niño y te has mostrado a nosotros como el que nos ama y mediante el cual el amor vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos ser constructores de paz. Amamos tu ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos porque la violencia continúa en el mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder, ¡oh Dios! En este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas del opresor, las túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean arrojadas al fuego, de manera que tu paz venza en este mundo nuestro.
La Navidad es Epifanía: la manifestación de Dios y de su gran luz en un niño que ha nacido para nosotros. Nacido en un establo en Belén, no en los palacios de los reyes. Cuando Francisco de Asís celebró la Navidad en Greccio, en 1223, con un buey y una mula y un pesebre con paja, se hizo visible una nueva dimensión del misterio de la Navidad. Francisco de Asís llamó a la Navidad «la fiesta de las fiestas» – más que todas las demás solemnidades – y la celebró con «inefable fervor» (2 Celano, 199: Fonti Francescane, 787). Besaba con gran devoción las imágenes del Niño Jesús y balbuceaba palabras de dulzura como hacen los niños, nos dice Tomás de Celano (ibíd.). Para la Iglesia antigua, la fiesta de las fiestas era la Pascua: en la resurrección, Cristo había abatido las puertas de la muerte y, de este modo, había cambiado radicalmente el mundo: había creado para el hombre un lugar en Dios mismo. Pues bien, Francisco no ha cambiado, no ha querido cambiar esta jerarquía objetiva de las fiestas, la estructura interna de la fe con su centro en el misterio pascual. Sin embargo, por él y por su manera de creer, ha sucedido algo nuevo: Francisco ha descubierto la humanidad de Jesús con una profundidad completamente nueva. Este ser hombre por parte de Dios se le hizo del todo evidente en el momento en que el Hijo de Dios, nacido de la Virgen María, fue envuelto en pañales y acostado en un pesebre. La resurrección presupone la encarnación. El Hijo de Dios como niño, como un verdadero hijo de hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón del Santo de Asís, transformando la fe en amor. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: esta frase de san Pablo adquiría así una hondura del todo nueva. En el niño en el establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo. De este modo, el año litúrgico ha recibido un segundo centro en una fiesta que es, ante todo, una fiesta del corazón.
Todo eso no tiene nada de sensiblería. Precisamente en la nueva experiencia de la realidad de la humanidad de Jesús se revela el gran misterio de la fe. Francisco amaba a Jesús, al niño, porque en este ser niño se le hizo clara la humildad de Dios. Dios se ha hecho pobre. Su Hijo ha nacido en la pobreza del establo. En el niño Jesús, Dios se ha hecho dependiente, necesitado del amor de personas humanas, a las que ahora puede pedir su amor, nuestro amor. La Navidad se ha convertido hoy en una fiesta de los comercios, cuyas luces destellantes esconden el misterio de la humildad de Dios, que nos invita a la humildad y a la sencillez. Roguemos al Señor que nos ayude a atravesar con la mirada las fachadas deslumbrantes de este tiempo hasta encontrar detrás de ellas al niño en el establo de Belén, para descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz.
Francisco hacía celebrar la santa Eucaristía sobre el pesebre que estaba entre el buey y la mula (cf. 1 Celano, 85: Fonti, 469). Posteriormente, sobre este pesebre se construyó un altar para que, allí dónde un tiempo los animales comían paja, los hombres pudieran ahora recibir, para la salvación del alma y del cuerpo, la carne del Cordero inmaculado, Jesucristo, como relata Celano (cf. 1 Celano, 87: Fonti, 471). En la Noche santa de Greccio, Francisco cantaba personalmente en cuanto diácono con voz sonora el Evangelio de Navidad. Gracias a los espléndidos cantos navideños de los frailes, la celebración parecía toda una explosión de alegría (cf. 1 Celano, 85 y 86: Fonti, 469 y 470). Precisamente el encuentro con la humildad de Dios se transformaba en alegría: su bondad crea la verdadera fiesta.
Quien quiere entrar hoy en la iglesia de la Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que un tiempo tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los emperadores y los califas entraban al edificio, ha sido en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos pero, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desea entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse. Me parece que en eso se manifiesta una verdad más profunda, por la cual queremos dejarnos conmover en esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios. Hemos de seguir el camino interior de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la humildad de un niño recién nacido. Celebremos así la liturgia de esta Noche santa y renunciemos a la obsesión por lo que es material, mensurable y tangible. Dejemos que nos haga sencillos ese Dios que se manifiesta al corazón que se ha hecho sencillo. Y pidamos también en esta hora ante todo por cuantos tienen que vivir la Navidad en la pobreza, en el dolor, en la condición de emigrantes, para que aparezca ante ellos un rayo de la bondad de Dios; para que les llegue a ellos y a nosotros esa bondad que Dios, con el nacimiento de su Hijo en el establo, ha querido traer al mundo. Amén.
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Homilía del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Misa de Nochebuena
Solemnidad de la Natividad del Señor
En la Basílica Vaticana, el 24 de diciembre de 2011
por Santo Padre emérito Benedicto XVI | 3 Dic, 2013 | Postcomunión Vida de los Santos
En una cita que ya ha llegado a ser tradicional, nos volvemos a encontrar aquí, en la plaza de España, para ofrecer nuestra ofrenda floral a la Virgen, en el día en el que toda la Iglesia celebra la fiesta de su Inmaculada Concepción. Siguiendo los pasos de mis predecesores, también yo me uno a vosotros, queridos fieles de Roma, para recogerme con afecto y amor filiales ante María, que desde hace ciento cincuenta años vela sobre nuestra ciudad desde lo alto de esta columna. Por tanto, se trata de un gesto de fe y de devoción que nuestra comunidad cristiana repite cada año, como para reafirmar su compromiso de fidelidad con respecto a María, que en todas las circunstancias de la vida diaria nos garantiza su ayuda y su protección materna.
Esta manifestación religiosa es, al mismo tiempo, una ocasión para brindar a cuantos viven en Roma o pasan en ella algunos días como peregrinos y turistas, la oportunidad de sentirse, aun en medio de la diversidad de las culturas, una única familia que se reúne en torno a una Madre que compartió las fatigas diarias de toda mujer y madre de familia.
Pero se trata de una madre del todo singular, elegida por Dios para una misión única y misteriosa, la de engendrar para la vida terrena al Verbo eterno del Padre, que vino al mundo para la salvación de todos los hombres. Y María, Inmaculada en su concepción —así la veneramos hoy con devoción y gratitud— realizó su peregrinación terrena sostenida por una fe intrépida, una esperanza inquebrantable y un amor humilde e ilimitado, siguiendo las huellas de su hijo Jesús. Estuvo a su lado con solicitud materna desde el nacimiento hasta el Calvario, donde asistió a su crucifixión agobiada por el dolor, pero inquebrantable en la esperanza. Luego experimentó la alegría de la resurrección, al alba del tercer día, del nuevo día, cuando el Crucificado dejó el sepulcro venciendo para siempre y de modo definitivo el poder del pecado y de la muerte.
María, en cuyo seno virginal Dios se hizo hombre, es nuestra Madre. En efecto, desde lo alto de la cruz Jesús, antes de consumar su sacrificio, nos la dio como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio de misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda maternidad espiritual.
Queridos hermanos y hermanas, sobre todo hoy, dirijamos nuestra mirada a ella e, implorando su ayuda, dispongámonos a atesorar todas sus enseñanzas maternas. ¿No nos invita nuestra Madre celestial a evitar el mal y a hacer el bien, siguiendo dócilmente la ley divina inscrita en el corazón de todo hombre, de todo cristiano? Ella, que conservó la esperanza aun en la prueba extrema, ¿no nos pide que no nos desanimemos cuando el sufrimiento y la muerte llaman a la puerta de nuestra casa? ¿No nos pide que miremos con confianza a nuestro futuro? ¿No nos exhorta la Virgen Inmaculada a ser hermanos unos de otros, todos unidos por el compromiso de construir juntos un mundo más justo, solidario y pacífico?
Sí, queridos amigos. Una vez más, en este día solemne, la Iglesia señala al mundo a María como signo de esperanza cierta y de victoria definitiva del bien sobre el mal. Aquella a quien invocamos como «llena de gracia» nos recuerda que todos somos hermanos y que Dios es nuestro Creador y nuestro Padre. Sin él, o peor aún, contra él, los hombres no podremos encontrar jamás el camino que conduce al amor, no podremos derrotar jamás el poder del odio y de la violencia, no podremos construir jamás una paz estable.
Es necesario que los hombres de todas las naciones y culturas acojan este mensaje de luz y de esperanza: que lo acojan como don de las manos de María, Madre de toda la humanidad. Si la vida es un camino, y este camino a menudo resulta oscuro, duro y fatigoso, ¿qué estrella podrá iluminarlo? En mi encíclica Spe salvi, publicada al inicio del Adviento, escribí que la Iglesia mira a María y la invoca como «Estrella de esperanza» (n. 49).
Durante nuestro viaje común por el mar de la historia necesitamos «luces de esperanza», es decir, personas que reflejen la luz de Cristo, «ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (ib.). ¿Y quién mejor que María puede ser para nosotros «Estrella de esperanza»? Ella, con su «sí», con la ofrenda generosa de la libertad recibida del Creador, permitió que la esperanza de milenios se hiciera realidad, que entrara en este mundo y en su historia. Por medio de ella, Dios se hizo carne, se convirtió en uno de nosotros, puso su tienda en medio de nosotros.
Por eso, animados por una confianza filial, le decimos: «Enséñanos, María, a creer, a esperar y a amar contigo; indícanos el camino que conduce a la paz, el camino hacia el reino de Jesús. Tú, Estrella de esperanza, que con conmoción nos esperas en la luz sin ocaso de la patria eterna, brilla sobre nosotros y guíanos en los acontecimientos de cada día, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».
Me uno a los peregrinos reunidos en los santuarios marianos de Lourdes y Fourvière para honrar a la Virgen María, en este año jubilar del 150° aniversario de las apariciones de Nuestra Señora a santa Bernardita. Gracias a su confianza en María y a su ejemplo, llegarán a ser verdaderos discípulos del Salvador. Mediante las peregrinaciones, muestran numerosos rostros de Iglesia a las personas que están en proceso de búsqueda y van a visitar los santuarios. En su camino espiritual están llamados a desarrollar la gracia de su bautismo, a alimentarse de la Eucaristía y a sacar de la oración la fuerza para el testimonio y la solidaridad con todos sus hermanos en la humanidad.
Ojalá que los santuarios desarrollen su vocación a la oración y a la acogida de las personas que quieren encontrar de nuevo el camino de Dios, principalmente mediante el sacramento del perdón. Expreso también mis mejores deseos a todas las personas, sobre todo a los jóvenes, que celebran con alegría la fiesta de la Inmaculada Concepción, particularmente las iluminaciones de la metrópolis lionesa. Pido a la Virgen María que vele sobre los habitantes de Lyon y de Lourdes, y les imparto a todos, así como a los peregrinos que participen en las ceremonias, una afectuosa bendición apostólica.
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Homenaje del Santo Padre Benedicto XVI a la Inmaculada Concepción de María
Plaza de España, el sábado, 8 de diciembre de 2007
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Historia del dogma de la Inmaculada Concepción
Página web de la Orden de los Franciscanos
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