El noviazgo católico
Queremos hacer este trabajo, como un complemento de otro referido al matrimonio y a la familia, porque, en la mayoría de los casos, el fracaso matrimonial comienza en el noviazgo. Toda la razón de ser del noviazgo católico, consiste en su ordenación al futuro matrimonio. No hablamos de la amistad entre jóvenes de ambos sexos, que puede ser muy santa; ni tampoco de quienes juegan con los sentimientos en el flirteo, que no es más que “simular una relación amorosa por coquetería o por puro pasatiempo”; lo que no es nada santo. Nos referimos a aquellos jóvenes que creen amarse y piensan formalizar su relación a través del casamiento.
Conocimiento mutuo
¿Cuál es la característica de esta relación particular, que es el noviazgo? Su rasgo definitorio radica en poder llegar al convencimiento de que ambos “están hechos el uno para el otro” y que, consecuentemente, han de llevar de manera normal y plena, su vida matrimonial el día de mañana, con la convicción irreversible de que sabrán realizar sobre todo, la educación de sus futuros hijos. Digo sobre todo porque mediante la experiencia en el trato con tantos novios, he podido observar que el pensamiento puesto en los hijos, es el factor que los hace concientizar más la realidad. Muchas jovencitas creen estar enamoradas, pero se dan cuenta de que deben cortar ese noviazgo cuando, al pensar en la descendencia futura, advierten que el joven en cuestión no está capacitado para ser un buen padre. Otra forma de evitar el capricho subjetivo, tan propio de quienes no aman de verdad al otro, sino que están enamorados del amor, o sea, de lo que ellos sienten y, por tanto, caen en juicio erróneo acerca de la idoneidad de la otra persona para poder emprender, con un mínimo de seriedad, la gran empresa de formar “un nido para los dos” y para los que vengan, es tener presente la opinión de los padres sobre la persona de que se trata. En general, no hay amor más desinteresado que el de los padres y, por consiguiente, nadie más adecuado para dar un sabio y prudente consejo a quien, por la edad y por ver todo color de rosa, muchas veces no está capacitado para valorar justamente la idoneidad o no de otra persona para unirse de por vida a la misma. Además, no hay que olvidarse que la experiencia de los padres es mucho mayor: ellos antes ya pasaron por esto y además conocen cientos de casos de noviazgo de familiares, amigos y conocidos. Los novios han de tener bien claro que el fin del noviazgo es este conocimiento mutuo en orden al matrimonio, conocimiento que es causa del amor, ya que nadie ama lo que no conoce, pues “el amor requiere la aprehensión del bien que se ama”.
Dicho de otra manera, el noviazgo es un estado preliminar al matrimonio en el que debe darse cierta familiaridad y conversación continuada entre un hombre y una mujer a fin de prepararse al futuro matrimonio. Al decir preliminar, afirmamos que no es un estado definitivo (conocemos el caso de un noviazgo de más veinte años en el que la novia preparó cinco veces el ajuar, y el novio se murió sin casarse), y que todavía no son esposo ni esposa.
Conocimiento limitado
Reafirmando lo anterior, creo que rara vez —por graves motivos— resulta aconsejable un matrimonio sin la bendición de los padres. Generalmente, a la corta o a la larga, los que se casan sin la aquiescencia paterna, fracasan en su vida conyugal, y la excepción, que puede haber, hace a la regla.
Ahora bien, el conocimiento mutuo durante el noviazgo es relativo, ya que de algún modo, solo podrá ser absoluto y total, recién en el matrimonio. Muchos, con la excusa de conocerse más, fomentan las relaciones prematrimoniales de funestísimas consecuencias. Es decir que en el noviazgo se da el “ya, pero todavía no”: ya se deben amor, pero no todavía como en el matrimonio. El conocimiento mutuo debe ser tal durante el noviazgo que cause el amor mutuo, uno de cuyos efectos es la unión espiritual entre el amante y el amado, ya que no serán dos, sino uno solo en el matrimonio, y deben ir aprendiendo a buscar cada uno el bien del otro como el suyo propio. En el noviazgo debe madurarse la unión de las almas de los novios, y solo cuando se de esta unión espiritual —y como consecuencia de esta unión— han de unirse, en el matrimonio los cuerpos, consumándose así la perfecta unidad entre ambos. De lo contrario el resultado es nefasto. Si fuera del matrimonio se busca la unión corporal no hay amor verdadero que quiere el bien del otro desinteresadamente, sino búsqueda egoísta de sí mismo. Si se busca la unión corporal solamente, ¿en qué se diferencia de la de los animales? El amor humano ha de ser amor de la voluntad racional, que ordena las inclinaciones del apetito concupiscible y debe ser imperado por la caridad.
El hecho de no estar unidos por el sacramento del matrimonio, hace que el noviazgo sea disoluble. Por ello, hay que tener la valentía de cortar esta relación si se ve que no lleva a buen término. Aún después de comprometidos, hasta el momento de dar el “sí” en el templo, se puede y se debe —si hay razones— decir “no”. ¡Cuántos fracasan desastrosamente en el matrimonio por no haber tenido el coraje de decir “no” en el momento debido! A propósito, conozco un caso realmente fuera de serie protagonizado por una joven heroica: sus padres desaconsejaban tenazmente la boda, el novio era un muchacho haragán y muy irascible; el día del enlace nupcial, el novio la tomó del brazo para conducirla al altar, ella tropezó con su vestido largo y él, de muy malos modos, recriminó a su prometida en estos términos: “ ¡Vos sos siempre la misma tonta”. Llegado el momento del consentimiento, lo dio el novio y cuando el sacerdote preguntó a la novia: “ ¿Fulana, quieres por esposo a Fulano? ”, se oyó clara y serena la voz de ella: “No quiero”, respuesta que repitió ante la nueva pregunta del sacerdote, en medio del asombro de todos. En la actualidad, está casada, con otro, tiene varios hijos que, cuando se enteren de lo que hizo su madre, no dejarán de agradecérselo por los siglos de los siglos.
Conocimiento respetuoso
Muy extendida y criminal es la creencia de algunos en el sentido de que los esposos no se deben respeto en el matrimonio. Algunos, especialmente hombres, suponen que todo está permitido durante la relación conyugal y eso es matar el amor, que siempre debe estar regulado por la razón y subordinado a la caridad, que nos manda cumplir con todos los mandamientos de la Ley de Dios. San Agustín, Doctor de la Iglesia, reprende a los cónyuges depravados que intentan frustrar la descendencia y, al no obtenerlo, no temen destruirla perversamente, diciéndoles: “En modo alguno son cónyuges si ambos proceden así, y si fueron así desde el principio no se unieron por el lazo conyugal, sino por estupro; y si los dos no son así, me atrevo a decir: o ella es en cierto modo meretriz del marido, o él adúltero de la mujer”. Pues bien, si no aprenden a respetarse desde novios, menos se respetarán en el matrimonio, con las consecuencias previsibles. Si no lo hacen durante el momento de los grandes sueños e ideales, no lo harán cuando los devore la rutina. Parafraseando a un conocido autor, podemos afirmar que: “A noviazgo regular corresponde matrimonio malo; a noviazgo bueno, matrimonio regular; solo a noviazgo santo, corresponde un matrimonio santo”.
A modo de consejo, yo diría que nadie debe casarse, sin haber encontrado en el otro, al menos, diez defectos. Porque los defectos necesariamente, en razón de la naturaleza caída, existen. Si no se ven en el noviazgo, no hay verdadero conocimiento. No es amor el no querer ver los defectos ajenos. Sí el ayudar a que se superen. Si no se advierten en el noviazgo, aparecerán más tarde, tal vez cuando sea demasiado tarde para poner remedio. Sería vano y tonto el pretender que el otro fuese “perfecto”. Habría que casarse recién en el cielo. Debe quedar bien en claro que en el amor verdadero no es todo color de rosa. La realidad es otra. El amor verdadero es crucificado, porque exige el olvido de sí mismo en bien del otro. Sin cruz no hay amor verdadero. El ejemplo nos lo dio nuestro único Maestro, Cristo. El noviazgo —y el matrimonio— no consiste en una adoración mutua, sino en una ascención en común que, como toda ascención, es dificultosa: “no es el mirarse el uno al otro, sino el mirar juntos en la misma dirección”. Hablábamos de noviazgo santo y esto nos lleva como de la mano a lo que constituye el peligro más frecuente para los novios. Y donde resbalan más frecuentemente.
Las afectuosidades
Siendo jóvenes y briosos, con el bichito del amor en el corazón, mentalizados por toda una propaganda pansexualista y, a veces, incluso por algún —como los llama el P. Cornelio Fabro— “pornoteólogo”, es evidente que en la manifestación del amor mutuo se muestren demasiado efusivos. Hay toda una moda, a la que no muchos se sustraen, en bailes, atrevimientos en el caminar juntos, prendidos como ventosas en apasionados e interminables besos, colgados uno de otro como sobretodos del perchero; nuestro lunfardo caracteriza esto con una palabra: “franeleros”. En lengua culta se los llama sobadores. A muchos jóvenes les han hecho creer que la esencia del noviazgo consiste en pasarse horas sobándose y sobándose más que cincha de mayordomo. Esos coqueteos, manoseos y besuqueos de los novios y novias sobadores que se adhieren entre sí como hiedra a la pared y que no llegan a una relación sexual completa se realiza, en el fondo, por razón de que los placeres imaginarios son más vivos, más fascinantes, más duraderos, más íntimos, más secretos, y más fuertes que los placeres y deleites del cuerpo. Es mucho más excitante y más “espiritual”, para algunos, el hacer todo como para llegar a la relación sexual, pero quedarse en el umbral. Aún fuera del aspecto moral, esas efusividades desmedidas son de muy deplorables consecuencias:
- Son causa muchas veces de frigidez, sobre todo en la mujer, ya que por un lado siente cierto placer y al mismo tiempo miedo de que las cosas pasen a mayores, por lo que busca reprimir aquello que siente.
- Según me aseguran algunos médicos, puede ser, en algún caso, causa de infecundidad en el matrimonio: el dolor que luego de grandes efusividades sienten en sus órganos genitales ambos novios, es indicio innegable de que la naturaleza protesta por un uso indebido.
- Generalmente, esas prácticas empujan a la masturbación y al joven, además, al prostíbulo (donde lo masturban ya que no es un acto de amor lo que allí hace con una prostituta). Lo más grave aún, es que quien está habituado a la masturbación, aún casado lo sigue haciendo, en consecuencia el mismo acto matrimonial deviene en una masturbación de dos. El egoísmo del que cae habitualmente en el pecado solitario es tan crónico que, por resultante, concluye siendo impotente de realizar el acto sexual por amor, como Dios manda. A ello empujan las novias que muy sueltas de cuerpo excitan al novio creyendo que así, ellos las van a amar más. No dudo en afirmar que esta es la causa principal de tantas desgracias familiares. Cuando ella o él descubre que el otro lo usa como “objeto”, es decir, por egoísmo, la muerte del amor es casi inevitable y de allí, las peleas, rupturas y separaciones. Porque, es preciso decirlo con toda claridad: generalmente, cuando en un matrimonio anda bien lo sexual, todo otro problema encuentra solución fácilmente.
- No hay que olvidarse de que “aunque todas las potencias del alma estén inficionadas por el pecado original —enseña Santo Tomás— especialmente lo está (entre otras facultades)… el sentido del tacto”, que, como todos sabemos, se extiende por todo el cuerpo.
- Tratándose de seres normales, es muy poco lo que les puede provocar excitación; entonces, hay que evitar completamente todo aquello que pueda producirla. Querer evitar excitaciones y no evitar las efusividades, es como pretender apagar un incendio con nafta. Los novios en el tema de la pureza tienen las mismas obligaciones que los solteros. A la pregunta siempre repetida: “Padre, ¿hasta dónde no es pecado? ”, algunos responden con la consabida fórmula que se puede encontrar en cualquier buen manual de moral: “mientras no haya consentimiento en ningún placer desordenado”. Pero este principio por más que los jóvenes lo tengan grabado en su alma con letras de fuego, pierde toda eficacia cuando se enciende la llama de la pasión; de ahí que lo más prudente es aconsejar a los novios, como se hacía antaño: “Trátense como hermanos”. Percibimos la sonrisa sobradora de algunos que se pasan todo el día hablando de “hermanos” (no refiriéndose a esto), mas la experiencia nos dice que eso es lo efectivo e innumerables novios y novias nos lo han agradecido de todo corazón y viven, ahora, un muy feliz matrimonio. Todos los sacrificios que se hagan durante el noviazgo para respetarse mutuamente, son nada comparados con los tan grandes y dichosos frutos que, por esos sacrificios, se tendrá en el matrimonio. Todo lo que los jóvenes hagan en este sentido no terminarán de agradecerlo el día de mañana, porque redundará en la felicidad del cónyuge, en la felicidad de los hijos y en la felicidad de quienes los rodeen. Y, por el contrario, lo que no hagan en este sentido, dejándose arrastrar por el torbellino de la pasión, será causa de amarga tristeza, de grandes desilusiones y frustraciones. El fruto del egoísmo no puede ser la alegría ni la paz. La alegría es la expresión de aquel “a quien ha caído en suerte aquello que ama”.
En el caso de esa profanación anticipada del sacramento del matrimonio que son las relaciones prematrimoniales, la mujer lleva la peor parte:
- pierde la virginidad;
- se siente esclavizada al novio que busca tener relaciones cada vez con mayor frecuencia;
- no puede decirle que no, porque tiene miedo que él la deje, reprochándole que ella ya no lo quiere;
- vive con la gran angustia de que sus padres se enteren de sus relaciones;
- participa de las molestias del acto matrimonial, sin tener la seguridad y la tranquilidad del matrimonio…
El novio, por el contrario, no tiene apuro en concretar la boda, ya que obtiene beneficios como si estuviera casado, sin estarlo, y además, el hombre no queda embarazado —por lo menos hasta ahora—; la mujer sí, y este es un peligro demasiado real como para que ella no lo tema.
Si ocurre el embarazo, generalmente se empuja a la mujer al aborto —“crimen abominable” lo llama el Concilio Vaticano II— que es la muerte injusta de un ser humano inocente, indefenso y sin bautismo, y es la mujer quien conservará toda la vida el remordimiento del cobarde acto cometido.
Además si ya en el noviazgo se ha derribado toda barrera, ¿qué le quedará a la mujer cuando en el matrimonio —¡si es que llega!— sea solicitada sin arreglo a la razón o a la moral? Si no supo respetarse y hacerse respetar en el noviazgo, será imposible, salvo excepción, que se la respete en el matrimonio. Si llega a la boda, lo hará sin alegría, sin ilusión, sin esperar recibir nada ni poder dar nada nuevo. Y luego, muchas veces, al tener alguna discusión en su matrimonio, escuchará con dolor el reproche de su marido que no dejará de recordarle su vergonzoso pasado. Por eso la novia debe —amablemente— poner las cosas en su lugar antes de que la pasión hable más fuerte que la razón.
La Iglesia católica, al defender a capa y espada la santidad matrimonial no ha hecho otra cosa, durante ya casi veinte siglos, que defender a la mujer, “que es un vaso más frágil” (I Pe 3, 7) y a los hijos que son los que sufren cuando se alteran las leyes divinas que rigen al matrimonio. Desde el siglo I, la Iglesia es la mayor defensora de la familia, al haber luchado siempre para que la mujer no fuese convertida en un mero objeto de placer, ni los niños en meros hijos de incubadora.
La frecuencia en el trato
Una de las más funestas costumbres que se han ido imponiendo en el noviazgo, es la gran frecuencia con que se encuentran. Ello es generalmente nocivo, porque, muchas veces, hace perder frescura al amor, los somete a la rutina y va matando la ilusión. En gran parte, se debe a que los hombres nos hemos olvidado del sentido profundo de los ritos y del sentido profundo de la fiesta. Sobre el primero escribe admirablemente Saint-Exupèry:
—Hubiese sido mejor venir a la misma hora —dijo el zorro—. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agotado e inquieto: ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a que hora preparar mi corazón… Los ritos son necesarios.
—¿Qué es un rito?— dijo el principito.
—Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días; una hora, de las otras horas. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran un día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones”.
Respecto de la fiesta dice también, magistralmente, Hans Wirtz: “El hábito, la costumbre, es la escarcha del amor. Lo que vemos, oímos y tenemos a diario, pierde su matiz de inusitado y raro, deleitoso. Al final llegamos a beberlo sin apreciarlo, sin sentir su sabor, como si fuera agua. Los novios no pueden cometer mayor error, que el estar juntos con excesiva frecuencia. Cuanto más escaso, tanto más apreciado. Pensar siempre uno en otro; anhelar continuamente la presencia del otro, pero… Estar juntos lo menos posible. El encuentro ha de ser siempre una fiesta”. Y no pueden celebrarse fiestas todos los días.
¡Cómo aburren esos pretendientes de todos los días a todo el resto de la familia! Muchas veces se pierde la intimidad del hogar: los padres no pueden ver televisión tranquilos, aumentan los gastos de comida, incluso la novia deja de arreglarse convenientemente, a veces no terminan sus estudios y, lo que es más grave, pierden el trato con sus propios amigos. La relación entre los novios debe ser gradual, paulatina, debe dejar tiempo para el conocimiento mutuo, maduro y serio. Por eso los novios han de comenzar siendo compañeros, luego amigos, más tarde pretendientes, y recién cuando se eligen, “filo” (como se decía antes, del italiano popular filare: galantear, cortejar). Hasta aquí no hay ninguna decisión. Más tarde novios, cuando entran en la casa para “pedir la mano” de la joven, realizándose la mutua promesa de fidelidad y de matrimonio futuro, una vez conocido el carácter y las dotes (físicas, psicológicas, morales, culturales y religiosas) del otro, para ver si se pueden adaptar a su modo de ser. “Pedir la mano” es una hermosa expresión que significa que el joven varón pretende hacer esposa a determinada mujer.
Una palabra para quienes se frecuentan en lugares solitarios y, las más de las veces, oscuros: enseña la palabra de Dios: “Huye del pecado como de la serpiente” (Ecl 21, 2) a lo que comenta San Isidoro: “Imposible estar cerca de la serpiente y conservarse largo tiempo sin mordeduras”.
Ciertamente que “quien ama el peligro, perecerá en él” (Ecl 3, 27) ya que la ocasión hace al ladrón; y si se frecuentan los novios —hablo de los normales— en lugares solitarios y oscuros, eso es ponerse en ocasión de pecado y como dice San Bernardo: “ ¿No es mayor milagro permanecer casto exponiéndose a la ocasión próxima que resucitar a un muerto? No podéis hacer lo que es menos (resucitar a un muerto) ¿y queréis que yo crea de vosotros lo que es más? ”. Hay que tener bien en claro que en el noviazgo no hay ningún derecho a los actos carnales, los cuales, consumados o no, son pecado. No así en el matrimonio.
Preocupación de los padres
Los padres deben aconsejar a sus hijos respecto de sus novios, procurando informarse acerca del candidato y su familia, controlando discretamente sus tratos, espaciando las visitas, recordándoles la obligación de sus deberes de estado, no quitándoles su ilusión pero haciéndoles tomar contacto con la realidad.
Dice con mucha gravedad San Alfonso María de Ligorio: “Habrá padres y madres necios que verán a sus hijos con malas compañías, o a sus hijas con ciertos jóvenes, o frecuentando reuniones de doncellas, o hablando a solas unos con otras, y los dejarán seguir así con el pretexto de que no quieren pensar mal. ¡Tontería insigne! En tales casos están obligados a sospechar que puede surgir algún inconveniente, y por esto deben corregir a sus hijos, en previsión de algún mal futuro”.
Y ello no porque desconfíen de sus hijos, sino porque conocen la naturaleza humana caída por el pecado original y porque saben que sus hijos no conocen todo y no pueden, por tanto, defenderse de los peligros que los acechan.
Edad
«Padre, ¿a qué edad hay que ponerse de novio?», es una pregunta que escuchamos con frecuencia a la que siempre respondemos invariablemente:
El amor no tiene edad: conocemos matrimonios muy felices que se pusieron de novios de muy jóvenes, y también, de aquellos que se conocieron siendo más grandes.
En general, es desaconsejable el noviazgo de muy jóvenes, por varias razones:
- No tienen la madurez que dan los años.
- No tienen plena responsabilidad.
- La perspectiva de un noviazgo, necesariamente largo, es siempre peligrosa, el amor puede enfriarse con el excesivo transcurso del tiempo.
- Pierden —literalmente— los mejores años de la juventud, incluso el trato con sus amigos o amigas que es de gran importancia para la vida.
- Muchas veces decae el interés por la carrera o la formación profesional.
- El conocimiento del campo de elección del novio o la novia es, necesariamente, muy estrecho cuando jovencitos. Con los años, normalmente se amplía el círculo de conocidos y de amistades y la elección puede hacerse mejor.
Es totalmente enfermiza la preocupación de niñas de catorce años por conseguir novio porque de lo contrario, piensan que van a quedar solteras: ¡Es el efecto de tanta telenovela y radioteatro de color rosa! ¡Todavía no terminaron de jugar a las muñecas y ya hasta las mismas madres, a veces, las empujan al noviazgo!
Debe respetarse la naturaleza de las cosas. En el noviazgo pasa como con los frutos, necesitan tiempo para madurar, pero si no se sacan a tiempo, caen y se echan a perder; si no se da el tiempo necesario al noviazgo, el matrimonio está verde todavía; pero si está maduro y no se realiza, generalmente, se corrompe. Por consiguiente, conviene no apurar demasiado el casamiento, pero tampoco dejar pasar el tiempo oportuno, que es lo que les acaece a los que inician el noviazgo muy jóvenes.
Finalmente hay que destacar que las grandes diferencias entre los novios, de nivel económico, de cultura, de edad, de religión, son generalmente un obstáculo que conduce al fracaso en el matrimonio. Los cónyuges deben ser, en cierto modo, semejantes, ya que es la semejanza la causa del amor. En efecto, enseña Santo Tomás de Aquino que dos son semejantes en cuanto poseen en acto una misma cosa y por esto mismo son uno en esa cosa. Por eso el afecto de uno tiende al otro, como a sí mismo, y quiere el bien del otro como el de sí mismo. Solo si es así el amor entre los novios serán felices en el matrimonio, y se realizarán los efectos del amor: la unión; la mutua inhesión, esto es, que el amado esté en el amante y viceversa; el éxtasis, es decir, el salir de sí mismo procurando el bien del otro (es lo opuesto al egoísmo, que es cerrarse sobre sí mismo); el celo (no el celo envidioso, sino el que busca apartar todo lo que es obstáculo del amor). El amor causa una herida en el que ama, que lo impele a obrar siempre movido por el amor.
La dimensión religiosa del noviazgo
¿Cuál es la señal más evidente por la que se puede tener la certeza de que los novios se aman de verdad? La señal indubitable es el crecimiento en el amor a Dios. Noviazgo en el que no se ame a Dios, es señal de seguro fracaso en el matrimonio; noviazgo en que el amor a Dios sea un excusa para amarse ellos, señal de futuro matrimonio inestable y quebradizo, noviazgo en el que se ame a Dios sobre todas las cosas, señal de que realizarán un sólido matrimonio “fundado sobre roca” (Mt 7, 25): caerá la lluvia de las dificultades, vendrán los torrentes de sacrificios, soplarán los vientos de calumnias, pero el matrimonio permanecerá enhiesto. La falta de este amor a Dios, “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas” (Mc 12, 30), es la primera y principalísima causa de los fracasos matrimoniales. Cuando Dios es el “convidado de piedra” en el hogar, poco a poco se volverán “de piedra” (cfr Ez 26, 26) también los corazones de sus miembros. En cambio cuando todos los integrantes de la familia cumplen ese “primer y mayor mandamiento” (Mt 22, 38),
no hay problema sin solución,
no hay día sin alegría,
no hay obra sin mérito,
no hay cruz sin consuelo,
no hay trabajo sin satisfacción.
Muchos son desgraciados porque no han seguido la voluntad de Dios. Dios los llamaba a algo más grande, más sublime, pero se hicieron los sordos y siguieron su propio gusto y no terminan de encontrar consuelo a su penoso extravío. Por ello, quien quiera de verdad que Dios reine en su noviazgo y luego en su matrimonio, antes debe estar dispuesto a seguir la vocación que Dios quiere. Si Dios quiere a un joven como sacerdote, jamás será feliz casándose y lo que es más, ni su esposa ni sus hijos serán felices. Si una joven no sigue el llamado de Cristo a ser su esposa, andará siempre muy alejada de la felicidad. Todos se dan cuenta de que si Dios llama al matrimonio no se puede ser feliz como monje, pero muy pocos alcanzan a ver que al revés, tampoco. Sabido que Dios nos quiere en el matrimonio, tenemos que elegir a la otra parte según Él: para esto debemos rezar siempre pidiendo por la esposa o el esposo que Dios nos tenga destinados, como así también por los hijos.
Además los novios deben formarse examinando en común la verdadera concepción del matrimonio, sus deberes y derechos; deben conocer la doctrina católica sobre el mismo, leyendo los documentos pontificios sobre el tema, tales como las Encíclicas Casti Connubii de Pío XI, la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, nn. 46-52, Humanae Vitae de Pablo VI, Familiaris Consortio de Juan Pablo II, etc. Buenos libros, como Casados ante Dios de Fulton Sheen, Cristo en la Familia de Raúl Plus, Amor y responsabilidad de Karol Wojtyla, etc. Deberían también aprender a cultivarse gustando de la buena música, del teatro culto, de la buena literatura argentina y universal, de la pintura… Deberían comprometerse en el trabajo apostólico, incluso asociativamente, en parroquias, capillas o movimientos, dando a los demás tanto que han recibido de Cristo y, ¿por qué no?, en la medida de lo posible, en alguna obra de caridad, como visitar hospitales, sanatorios, cotolengos… O sea, cultivar la inteligencia adhiriéndose a la verdad, la voluntad practicando la caridad —que los ayuda a salir de sí mismos— y la sensibilidad gustando de la belleza.
En fin, mantener siempre bien altos los sueños dorados y las juveniles ilusiones de formar un hogar único en el mundo. Sabiendo que el mismo Dios asocia a los esposos como cocreadores en su gran obra. Entendiendo que Jesucristo los necesita como maestros, guías y sacerdotes en esa “Iglesia doméstica”, que es la familia católica. Comprendiendo que están destinados a una de las obras más santas, laudables y meritorias, como es la de engendrar hijos para la Iglesia, ciudadanos para la Patria, y santos para el Cielo. Amasando su noviazgo con oración, frecuencia de sacramentos, participación en la Santa Misa dominical, tierna devoción a la Santísima Virgen María, lectura de la Palabra de Dios, fidelidad a la Iglesia de siempre, con un trato familiar a los santos de su devoción y así irse santificando más y más cada día. Aquí podemos decir que “novios que rezan unidos, forman un matrimonio unido”.
Los sacerdotes católicos tienen la dicha inmensa de conocer jóvenes de ambos sexos que son modelo de castidad. Algunos —más de lo que la gente o los Kinsey’s Report dicen— que jamás han manchado sus almas con ningún pecado carnal conservando su inocencia bautismal, que son los que forjarán los más sólidos, fecundos y felices hogares. Una propaganda diabólica busca llevar a la impureza a los jóvenes, diciéndoles inclusive, que “todos son igual” o que “todas son igual”, eso es falso de toda falsedad. Puedo asegurar a los jóvenes que hay muchos que serán grandes padres de familias y muchas heroínas en su hogar, por vivir ejemplarmente la castidad; en fin, que por la gracia de Dios conoceremos todavía padres y madres, esposos y esposas amantísimos que como bellas flores han de brillar aun en los peores pantanos morales, para honra y prez de la Iglesia y de la Patria.
Jesucristo, “es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8) y siempre suscitará novios y novias santas que con todo amor y fidelidad lo seguirán a él, porque es el único que “tiene palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
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Autor: Padre Carlos Miguel Buela
Fundador del Instituto del Verbo Encarnado y del Instituto Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará