Evangelio del día: La muchedumbre en busca de Jesús

Evangelio del día: La muchedumbre en busca de Jesús

Juan 6, 22-29. Lunes de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. ¿Cómo sigo yo a Jesús?… ¿Hay vanidad en mi seguimiento de Jesús? ¿Hay deseo de poder? ¿Hay deseo de dinero? Nos hará mucho bien examinar nuestro corazón, nuestra conciencia sobre la rectitud de intención en el seguimiento de Jesús. ¿Lo sigo sólo por Él?… Pues este es el camino de la santidad. ¿Lo sigo por Él pero también para tener alguna ventaja para mí?… Pues esto no es cristiano. Pidamos al Señor la gracia de enviarnos el Espíritu Santo para seguirlo con rectitud de intención.

Al día siguiente, la multitud que se había quedado en la otra orilla vio que Jesús no había subido con sus discípulos en la única barca que había allí, sino que ellos habían partido solos. Mientras tanto, unas barcas de Tiberíades atracaron cerca del lugar donde habían comido el pan, después que el Señor pronunció la acción de gracias. Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo llegaste?». Jesús les respondió: «Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello». Ellos le preguntaron: «¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?». Jesús les respondió: «La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado».

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Lecturas

Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 6, 8-15

Salmo: Sal 119(118), 23-30

Oración preparatoria

Dios mío, ¿qué necesito para llevar a cabo tus obras? Porque no quiero parecerme a los personajes de este Evangelio, que te buscaban sólo para pedir y recibir beneficios materiales. Eres mi Padre, me conoces y me amas, a pesar de mis debilidades. Te amo y confío en que iluminarás este rato de meditación para mostrarme cómo puedo llevar a cabo tus obras.

Petición

Jesús, que no tenga miedo de pedirte cosas para darte mayor gloria.

Meditación del Santo Padre Francisco

En la Iglesia no hay sitio para quien sigue a Jesús sólo por vanidad, por deseo de poder y por deseo de acumular dinero. Sólo hay sitio para quien lo ama y lo sigue precisamente porque lo ama. Ha sido muy claro el Papa Francisco al reafirmar la actitud justa del cristiano que se pone en camino por la senda del Señor. Y el [día de hoy] en la misa que celebró en la capilla de Santa Marta, pidió que nos preguntemos de qué modo seguimos a Jesús.

El Pontífice partió del pasaje de san Juan (6, 22-29) en el que se dice que la multitud, que comió gracias al milagro de la multiplicación de los panes y de los peces realizado por Jesús, al no verlo ya, lo va a buscar «a la otra orilla del mar». Jesús, dijo el Papa, «llama la atención de la gente sobre algunas actitudes que no son buenas y, es más, hacen mal». Después de la multiplicación de los panes «la gente estaba alegre» por lo que había hecho Jesús, hasta el punto que «querían convertirlo en rey». Pero Él «huyó, solo. Fue a rezar al monte. Luego, esta gente, que lo seguía con el corazón, lo amaba, al enterarse que Jesús estaba en la otra orilla, fueron a buscarlo. Jesús los reprende por esta actitud: «En verdad os digo: vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros»». Es como si dijese: «Vosotros me buscáis por un interés». Y «creo —añadió el Pontífice— que nos hace siempre bien preguntarnos: ¿por qué busco a Jesús? ¿Por qué sigo a Jesús?».

«Nosotros somos todos pecadores», explicó el Santo Padre. Y, por lo tanto, siempre tenemos algún interés, algo «que purificar al seguir a Jesús; debemos trabajar interiormente para seguirlo, por Él, por amor».

Pero también la gente de la que habla el Evangelio lo amaba. «Lo amaba de verdad», destacó el Papa, porque «hablaba como uno que tiene autoridad». Sin embargo había también ventajas. Y «en mi seguimiento de Jesús —se preguntó de nuevo el obispo de Roma— ¿busco algo que no es precisamente Jesús? ¿Tengo rectitud de intención o no?». La respuesta se puede encontrar en las enseñanzas mismas de Jesús, el cual «indica tres actitudes que no son buenas al seguirlo a Él o al buscar a Dios».

La primera es la vanidad, en relación a la cual el obispo de Roma hizo referencia a las advertencias de Jesús contenidas en el Evangelio de Mateo (6, 3-5; 16-17). Y esto, destacó, «lo dice sobre todo a los dirigentes, que querían hacerse ver, porque les gustaba —para decir la palabra justa— darse importancia. Y se comportaban como auténticos pavos reales. Pero Jesús dice: no, esto no funciona. La vanidad no hace bien».

Algunas veces también «nosotros hacemos cosas buscando sobresalir» por vanidad. Pero, advirtió el Pontífice, la vanidad es peligrosa porque puede hacernos resbalar hacia el orgullo, la soberbia. Y cuando sucede esto, «todo se acaba». Por ello, sugirió, siempre debemos preguntarnos: «¿Cómo hago las cosas? Las cosas buenas que hago, ¿las hago a escondidas o para que me vean?». Y si Jesús dice esto a los dirigentes, a los jefes, es como si «lo dijese a nosotros, a nosotros pastores. Un pastor que es vanidoso no hace bien al pueblo de Dios». A esos dirigentes de los que habla Jesús en el Evangelio les gustaba vestirse con trajes de lujo, destacó entre otras cosas el Papa. Y confesó que cuando ve «a un pastor, a un sacerdote, a un obispo que va por la calle vestido majestuosamente, como si fuese a una fiesta mundana», se pregunta: «¿Qué piensa la gente de esto? Que ese pastor no sigue a Jesús; sea sacerdote u obispo, no sigue a Jesús. Luego le sigue un poco pero le gusta la vanidad».

Esta es una de las cosas que Jesús reprocha. Y del mismo modo reprende a quien busca el poder. «Algunos siguen a Jesús porque inconscientemente buscan el poder», explicó el Santo Padre. Y recordó las peticiones de Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo, que querían un sitio de poder cuando llegase el reino prometido. «En la Iglesia hay trepadores, y son muchos…», comentó el Papa. Pero sería mejor, añadió, que fuesen «hacia el norte e hicieran alpinismo. Y más sano. Pero no vengan a la Iglesia para trepar». Jesús, recordó también, «reprende a esos trepadores que buscan el poder. A Santiago y a Juan, a quienes tanto quería, que buscaban el poder, les dijo: pero vosotros no sabéis lo que pedís, no lo sabéis».

El deseo de poder por parte de los discípulos de Jesús, recordó una vez más el Santo Padre, se prolongó hasta el último instante, hasta el momento en el que Jesús estaba a punto de subir al cielo. Ellos pensaban que estaba casi llegando el momento del reino y su pregunta al Señor era: «¿Ahora llega el reino, el momento de nuestro poder?». Sólo cuando desciende sobre ellos el Espíritu Santo, explicó, los discípulos comprenden y cambian de actitud. En nuestra vida cristiana, sin embargo, «el pecado —destacó el obispo de Roma— permanece. Y por ello nos hará bien hacernos la pregunta: ¿cómo sigo yo a Jesús? ¿Sólo por Él, incluso hasta la cruz, o busco el poder y uso a la Iglesia, a la comunidad cristiana, a la parroquia, a la diócesis para tener un poco de poder?».

La tercera cuestión «que nos aleja de la rectitud de intención es el dinero». Están, en efecto, «los que siguen a Jesús por el dinero —afirmó sin medias tintas el Papa— y con el dinero. Buscan aprovecharse económicamente de la parroquia, de la diócesis, de la comunidad cristiana, del hospital, del colegio… Esta tentación existió desde el inicio. Y hemos conocido muchos buenos católicos, buenos cristianos, amigos, bienhechores de la Iglesia, incluso con varias honorificencias, muchas. Y que luego se descubrió que hicieron negocios un poco oscuros. Eran auténticos especuladores e hicieron mucho dinero. Se presentaban como bienhechores de la Iglesia, pero acumulaban mucho dinero y no siempre era dinero limpio».

Y aquí el Santo Padre repitió las preguntas: «¿Cómo sigo yo a Jesús? ¿Hay vanidad en mi seguimiento de Jesús? ¿Hay deseo de poder? ¿Hay deseo de dinero? Nos hará bien —exhortó— examinar un poco nuestro corazón, nuestra conciencia sobre la rectitud de intención en el seguimiento de Jesús. ¿Lo sigo sólo por Él? Y este es el camino de la santidad. ¿O lo sigo por Él pero también para tener alguna ventaja para mí?». Y esto no es cristiano. Por lo tanto, concluyó, «pidamos al Señor la gracia de enviarnos el Espíritu Santo para seguirlo con rectitud de intención: sólo por Él, sin vanidad, sin deseo de poder, y sin deseo de dinero».

Santo Padre Francisco: Quién tiene sitio en la Iglesia

Meditación del lunes, 5 de mayo de 2014

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

LA CONCIENCIA MORAL

1776 “En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal […]. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón […]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16).

I. El dictamen de la conciencia

1777 Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rm 2, 14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas (cf Rm 1, 32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla.

1778 La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina:

La conciencia «es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza […] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo» (Juan Enrique Newman, Carta al duque de Norfolk, 5).

1779 Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o interiorización:

«Retorna a tu conciencia, interrógala. […] Retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al testigo, Dios» (San Agustín, In epistulam Ioannis ad Parthos tractatus 8, 9).

1780 La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de la moralidad («sindéresis»), su aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o juicio.

1781 La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de Dios:

«Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3, 19-20).

1782 El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. “No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (DH 3)

II. La formación de la conciencia

1783 Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas.

1784 La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

1785 En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf DH 14).

III. Decidir en conciencia

1786 Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.

1787 El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.

1788 Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones.

1789 En todos los casos son aplicables algunas reglas:

— Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien. 

— La “regla de oro”: “Todo […] cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros” (Mt 7,12; cf  Lc 6, 31; Tb 4, 15).

— La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su conciencia: “Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia…, pecáis contra Cristo” (1 Co8,12). “Lo bueno es […] no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad” (Rm 14, 21).

IV. El juicio erróneo

1790 La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.

1791 Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede “cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega” (GS 16). En estos casos, la persona es culpable del mal que comete.

1792 El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

1793 Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.

1794 La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo “de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tm 1,5; 3, 9; 2 Tm 1, 3; 1 P 3, 21; Hch 24, 16).

«Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos se apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan por adaptarse a las normas objetivas de moralidad» (GS 16).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Hoy es buen día para hacer una «limpieza general» de lo que me pueda apartar de Dios.

Diálogo con Cristo

Señor, necesito una decisión firme para buscar en todo tu gloria. Me hace falta constancia y perseverancia para superar las dificultades o los entusiasmos pasajeros. El día de hoy quiero aprovechar el tiempo para amarte y servirte con fe, con generosidad, con decisión, hasta en los más pequeños detalles.

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Evangelio del día: La muchedumbre pide una señal

Evangelio del día: La muchedumbre pide una señal

Lucas 11, 29-32. Miércoles de la 1.ª semana de Cuaresma. Para salvarnos es necesario seguir el «signo de Jonás», o sea, la misericordia del Señor. 

Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: «Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación. El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón. El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás.

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Lecturas

Primera lectura: Libro de Jonás, Jon 3, 1-10

Salmo: Sal 51(50), 3-4.12-13.18-19

Oración introductoria

Señor, conoces mi corazón, todos mis pensamientos, deseos e intenciones, buenos y malos, y sé que puedo contar con tu amor, aunque no soy digno de él. Gracias por tu paciencia y misericordia, por las innumerables gracias que hoy quieres concederme en esta oración, por eso te pido que me ilumines para dedique estos preciosos momentos a contemplar la grandeza de tu amor.

Petición

Señor, no permitas que te pida señales o dude de Ti, ayúdame a crecer cada día en la fe y en la humildad.

Meditación del Santo Padre Francisco

Hay una grave enfermedad que amenaza hoy a los cristianos: el «síndrome de Jonás», aquello que hace sentirse perfectos y limpios como recién salidos de la tintorería, al contrario de aquellos a quienes juzgamos pecadores y por lo tanto condenados a arreglárselas solos, sin nuestra ayuda. Jesús en cambio recuerda que para salvarnos es necesario seguir el «signo de Jonás», o sea, la misericordia del Señor. Es éste en sustancia el sentido de la reflexión que propuso el Papa Francisco durante la misa celebrada el lunes 14 de octubre.

Comentando las lecturas de la liturgia, tomadas de la carta de san Pablo a los Romanos (1, 1-7) y del Evangelio de Lucas (11, 29-32), el Pontífice inició precisamente por aquella «palabra fuerte» con la que Jesús se dirige a un grupo de personas llamándolas «generación perversa». Es «una palabra —observó— que casi parece un insulto: esta generación es una generación perversa. ¡Es muy fuerte! Jesús, tan bueno, tan humilde, tan manso, pero dice esta palabra». Sin embargo, como explicó el Pontífice, Él no se refería ciertamente a la gente que le seguía; se refería más bien a los doctores de la ley, a los que buscaban ponerle a prueba, hacerle caer en una trampa. Era toda gente que le pedía signos, pruebas. Y Jesús responde que el único signo que se les dará será «el signo de Jonás».

¿Pero cuál es el signo de Jonás? «La semana pasada —recordó el Papa— la liturgia nos ha hecho reflexionar sobre Jonás. Y ahora Jesús promete el signo de Jonás». Antes de explicar este signo, el Papa Francisco invitó a reflexionar sobre otro detalle que se deduce de la narración evangélica: «el síndrome de Jonás», lo que el profeta tenía en su corazón. Él «no quería ir a Nínive y huyó a España», dijo el Santo Padre. Pensaba que tenía las ideas claras: «la doctrina es ésta, se debe creer esto. Si ellos son pecadores, que se las arreglen; ¡yo no tengo que ver! Este es el síndrome de Jonás». Y «Jesús lo condena. Por ejemplo, en el capítulo vigésimo tercero de san Mateo los que creen en este síndrome son llamados hipócritas. No quieren la salvación de esa pobre gente. Dios dice a Jonás: pobre gente, no distinguen la derecha de la izquierda, son ignorantes, pecadores. Pero Jonás continúa insistiendo: ¡ellos quieren justicia! Yo observo todos los mandamientos; ellos que se las arreglen».

He aquí el síndrome de Jonás, «que golpea a quienes no tienen el celo por la conversión de la gente, buscan una santidad —me permito la palabra— una santidad de tintorería, o sea, toda bella, bien hecha, pero sin el celo que nos lleva a predicar al Señor». El Papa recordó que el Señor «ante esta generación, enferma del síndrome de Jonás, promete el signo de Jonás». Y añadió: «En la otra versión, la de Mateo, se dice: pero Jonás estuvo en la ballena tres noches y tres días… La referencia es a Jesús en el sepulcro, a su muerte y a su resurrección. Y éste es el signo que Jesús promete: contra la hipocresía, contra esta actitud de religiosidad perfecta, contra esta actitud de un grupo de fariseos».

Para aclarar más el concepto, el Obispo de Roma se refirió a otra parábola del Evangelio «que representa bien lo que Jesús quiere decir. Es la parábola del fariseo y del publicano que oran en el templo (Lucas 14, 10-14). El fariseo está tan seguro ante el altar que dice: te doy gracias Dios porque no soy como todos estos de Nínive ni siquiera como ese que está allí. Y ese que estaba allí era el publicano, que decía sólo: Señor ten piedad de mí que soy pecador».

El signo que Jesús promete «es su perdón —precisó el Papa Francisco— a través de su muerte y de su resurrección. El signo que Jesús promete es su misericordia, la que ya pedía Dios desde hace tiempo: misericordia quiero, y no sacrificios». Así que «el verdadero signo de Jonás es aquél que nos da la confianza de estar salvados por la sangre de Cristo. Hay muchos cristianos que piensan que están salvados sólo por lo que hacen, por sus obras. Las obras son necesarias, pero son una consecuencia, una respuesta a ese amor misericordioso que nos salva». Las obras solas, sin este amor misericordioso, no son suficientes.

Por lo tanto «el síndrome de Jonás afecta a quienes tienen confianza sólo en su justicia personal, en sus obras». Y cuando Jesús dice «esta generación perversa», se refiere «a todos aquellos que tienen en sí el síndrome de Jonás». Pero hay más: «El síndrome de Jonás —afirmó el Papa— nos lleva a la hipocresía, a esa suficiencia que creemos alcanzar porque somos cristianos limpios, perfectos, porque realizamos estas obras, observamos los mandamientos, todo. Una grave enfermedad, el síndrome de Jonás». Mientras que «el signo de Jonás» es «la misericordia de Dios en Jesucristo muerto y resucitado por nosotros, por nuestra salvación».

«Hay dos palabras en la primera lectura —añadió— que se relacionan con esto. Pablo dice de sí mismo que es apóstol, no porque haya estudiado, sino que es apóstol por llamada. Y a los cristianos dice: vosotros sois llamados por Jesucristo. El signo de Jonás nos llama». Que la liturgia del día, concluyó el Pontífice, nos ayude a comprender y a hacer una elección: «¿Queremos seguir el síndrome de Jonás o el signo de Jonás?».

Santo Padre Francisco: El síndrome de Jonás

Homilía del lunes, 14 de octubre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

I. La misericordia y el pecado

1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

1847 Dios, “que te ha creado sin ti,  no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).

1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Rezar el resto de esta semana, una oración para pedir la humildad.

Diálogo con Cristo

Señor, ¡qué distinto sería el mundo si los cristianos viviéramos en todo tu mensaje redentor! Mi falta de fe y soberbia inutilizan tu gracia, porque aunque digo que soy cristiano, muchas veces, en la vida diaria, me comporto como si no lo fuera, porque frecuentemente pierdo la paciencia, soy mal humorado y altanero en mi trato con los demás. Ayúdame para que, lleno de alegría y optimismo, dedique mi tiempo a querer, a amar, a sonreír y a poner en práctica mi fe para hacer feliz a los demás.

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