por Cef | 20 Abr, 2018 | La Biblia
Juan 6, 60-69. Sábado de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. La Iglesia se consolida, camina y crece en el temor del Señor y con el consuelo del Espíritu Santo.
Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?». Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 9, 31-42
Salmo: Sal 116(115), 12-17
Oración introductoria
Dios mío, no quiero ser de los que traicionan, porque ¿a quién iría? Sólo Tú me puedes dar la luz y fuerza que necesito para dejar mi autosuficiencia y mi egoísmo. Creo, espero y te amo, permite que pueda tener un encuentro contigo en esta oración.
Petición
Dios mío, no permitas que las preocupaciones del mundo me distraigan en mi oración.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Oremos hoy al Señor —concluyó el Pontífice— por la Iglesia: para que el Señor la libre de cualquier interpretación ideológica y abra el corazón de la Iglesia, de nuestra madre Iglesia, al Evangelio sencillo, a aquel Evangelio puro que nos habla de amor, que lleva al amor, y es ¡tan bello! Y también nos hace bellos con la belleza de la santidad».
Se trata de una Iglesia formada por cristianos libres de la tentación de murmurar contra un Jesús «demasiado exigente», pero sobre todo libres «de la tentación del escándalo»; una Iglesia que se consolida, camina y crece por el camino indicado por Jesús, como indicó el Papa Francisco el 20 de abril, en su homilía, comentando el Evangelio de Juan (6, 60-69) y el pasaje de los Hechos de los Apóstoles (9, 31-42), que «nos relata una escena de la Iglesia que estaba en paz. Estaba en paz en toda la región de Judea, Galilea y Samaria. Un momento de paz. Y dice esto también: “se consolidaba, caminaba y crecía”». Se trataba de una Iglesia que había padecido la persecución pero que en aquel período se fortalecía, seguía adelante y crecía. Pero —se preguntó el Pontífice— ¿cómo se consolida, camina y crece? «En el temor del Señor y con el consuelo del Espíritu Santo». «Caminar en el temor del Señor. Es un poco el sentido de la adoración, de la presencia de Dios, ¿no? ?—observó—. La Iglesia camina de esta manera y cuando estamos en presencia de Dios no hacemos cosas malas ni tomamos malas decisiones. Estamos delante de Dios. También con la alegría y la felicidad. Este es el consuelo del Espíritu Santo, es decir, el don que el Señor nos ha dado. Este consuelo nos hace seguir adelante».
Santo Padre Francisco
Meditación del día 20 de abril de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
«¿También vosotros queréis marcharos?»… Esta provocadora pregunta no se dirige sólo a los interlocutores de entonces, sino que llega a los creyentes y a los hombres de toda época. También hoy no pocos se «escandalizan» ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece «dura» , demasiado difícil de acoger y poner en práctica. Hay entonces quien la rechaza y abandona a Cristo; hay quien intenta «adaptar» su palabra a las modas de los tiempos desnaturalizando su sentido y valor.
«¿También vosotros queréis marcharos?»... Esta inquietante provocación resuena en nuestro corazón y espera de cada uno una respuesta personal; es una pregunta dirigida a cada uno de nosotros. Jesús no se conforma con una pertenencia superficial y formal, no le basta con una primera adhesión entusiasta; al contrario, es necesario tomar parte durante toda la vida «en su pensar y en su querer». Seguirlo llena el corazón de alegría y da pleno sentido a nuestra existencia, pero implica dificultades y renuncias porque con mucha frecuencia se debe ir a contracorriente.
«¿También vosotros queréis marcharos?»… A la pregunta de Jesús, Pedro responde en nombre de los Apóstoles, de los creyentes de todos los siglos: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (vv. 68-69). Queridos hermanos y hermanas, también nosotros podemos y queremos repetir en este momento la respuesta de Pedro, ciertamente conscientes de nuestra fragilidad humana, de nuestros problemas y dificultades, pero confiando en la fuerza del Espíritu Santo, que se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesús. La fe es don de Dios al hombre y es, al mismo tiempo, confianza libre y total del hombre en Dios; la fe es escucha dócil de la palabra del Señor, que es «lámpara» para nuestros pasos y «luz» en nuestro camino (cf. Sal 119, 105). Si abrimos con confianza el corazón a Cristo, si nos dejamos conquistar por él, podemos experimentar también nosotros, como por ejemplo el santo cura de Ars, que «nuestra única felicidad en esta tierra es amar a Dios y saber que él nos ama».
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 23 de agosto de 2009
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I Cristo, palabra única de la Sagrada Escritura
101 En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
102 A través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3):
«Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín, Enarratio in Psalmum,103,4,1).
103 Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).
104 En la sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Delicadeza y alegría para darle todo a Dios, y dárselo en el amor.
Diálogo con Cristo
Jesús mío, quiero seguirte día a día y servirte en los demás. No quiero marcharme ni quedarme atrás, quiero caminar al paso que necesita la Iglesia. Cumplir con mis deberes de estado y con mi apostolado de extender tu Reino por medio de la caridad. Por eso te doy gracias por este momento de oración que puede transformar mis deseos en una hermosa realidad.
* * *
Evangelio del día en «Catholic.net»
Evangelio del día en «Evangelio del día»
Evangelio del día en «Orden de Predicadores»
Evangelio del día en «Evangeli.net»
* * *
por Catequesis en Familia | 5 May, 2017 | La Biblia
Juan 6, 60-69. Sábado de la 3.ª semana del Tiempo de Pascua. La Iglesia se consolida, camina y crece en el temor del Señor y con el consuelo del Espíritu Santo.
Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?». Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de los Hechos de los Apóstoles, Hch 9, 31-42
Salmo: Sal 116(115), 12-17
Oración introductoria
Dios mío, no quiero ser de los que traicionan, porque ¿a quién iría? Sólo Tú me puedes dar la luz y fuerza que necesito para dejar mi autosuficiencia y mi egoísmo. Creo, espero y te amo, permite que pueda tener un encuentro contigo en esta oración.
Petición
Dios mío, no permitas que las preocupaciones del mundo me distraigan en mi oración.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Oremos hoy al Señor —concluyó el Pontífice— por la Iglesia: para que el Señor la libre de cualquier interpretación ideológica y abra el corazón de la Iglesia, de nuestra madre Iglesia, al Evangelio sencillo, a aquel Evangelio puro que nos habla de amor, que lleva al amor, y es ¡tan bello! Y también nos hace bellos con la belleza de la santidad».
Se trata de una Iglesia formada por cristianos libres de la tentación de murmurar contra un Jesús «demasiado exigente», pero sobre todo libres «de la tentación del escándalo»; una Iglesia que se consolida, camina y crece por el camino indicado por Jesús, como indicó el Papa Francisco el 20 de abril, en su homilía, comentando el Evangelio de Juan (6, 60-69) y el pasaje de los Hechos de los Apóstoles (9, 31-42), que «nos relata una escena de la Iglesia que estaba en paz. Estaba en paz en toda la región de Judea, Galilea y Samaria. Un momento de paz. Y dice esto también: “se consolidaba, caminaba y crecía”». Se trataba de una Iglesia que había padecido la persecución pero que en aquel período se fortalecía, seguía adelante y crecía. Pero —se preguntó el Pontífice— ¿cómo se consolida, camina y crece? «En el temor del Señor y con el consuelo del Espíritu Santo». «Caminar en el temor del Señor. Es un poco el sentido de la adoración, de la presencia de Dios, ¿no? ?—observó—. La Iglesia camina de esta manera y cuando estamos en presencia de Dios no hacemos cosas malas ni tomamos malas decisiones. Estamos delante de Dios. También con la alegría y la felicidad. Este es el consuelo del Espíritu Santo, es decir, el don que el Señor nos ha dado. Este consuelo nos hace seguir adelante».
Santo Padre Francisco
Meditación del día 20 de abril de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
«¿También vosotros queréis marcharos?»… Esta provocadora pregunta no se dirige sólo a los interlocutores de entonces, sino que llega a los creyentes y a los hombres de toda época. También hoy no pocos se «escandalizan» ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece «dura» , demasiado difícil de acoger y poner en práctica. Hay entonces quien la rechaza y abandona a Cristo; hay quien intenta «adaptar» su palabra a las modas de los tiempos desnaturalizando su sentido y valor.
«¿También vosotros queréis marcharos?»... Esta inquietante provocación resuena en nuestro corazón y espera de cada uno una respuesta personal; es una pregunta dirigida a cada uno de nosotros. Jesús no se conforma con una pertenencia superficial y formal, no le basta con una primera adhesión entusiasta; al contrario, es necesario tomar parte durante toda la vida «en su pensar y en su querer». Seguirlo llena el corazón de alegría y da pleno sentido a nuestra existencia, pero implica dificultades y renuncias porque con mucha frecuencia se debe ir a contracorriente.
«¿También vosotros queréis marcharos?»… A la pregunta de Jesús, Pedro responde en nombre de los Apóstoles, de los creyentes de todos los siglos: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (vv. 68-69). Queridos hermanos y hermanas, también nosotros podemos y queremos repetir en este momento la respuesta de Pedro, ciertamente conscientes de nuestra fragilidad humana, de nuestros problemas y dificultades, pero confiando en la fuerza del Espíritu Santo, que se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesús. La fe es don de Dios al hombre y es, al mismo tiempo, confianza libre y total del hombre en Dios; la fe es escucha dócil de la palabra del Señor, que es «lámpara» para nuestros pasos y «luz» en nuestro camino (cf. Sal 119, 105). Si abrimos con confianza el corazón a Cristo, si nos dejamos conquistar por él, podemos experimentar también nosotros, como por ejemplo el santo cura de Ars, que «nuestra única felicidad en esta tierra es amar a Dios y saber que él nos ama».
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 23 de agosto de 2009
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I Cristo, palabra única de la Sagrada Escritura
101 En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
102 A través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3):
«Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín, Enarratio in Psalmum,103,4,1).
103 Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).
104 En la sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Delicadeza y alegría para darle todo a Dios, y dárselo en el amor.
Diálogo con Cristo
Jesús mío, quiero seguirte día a día y servirte en los demás. No quiero marcharme ni quedarme atrás, quiero caminar al paso que necesita la Iglesia. Cumplir con mis deberes de estado y con mi apostolado de extender tu Reino por medio de la caridad. Por eso te doy gracias por este momento de oración que puede transformar mis deseos en una hermosa realidad.
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por Catequesis en Familia | 26 Mar, 2017 | La Biblia
Juan 8, 51-59. Jueves de la 5.ª semana del Tiempo de Cuaresma. El error de los fariseos nace de no haber comprendido el camino de la esperanza. Los fariseos creían que con los mandamientos todo era pleno, todo se cumplía, pero los mandamientos nacidos del amor de esta fidelidad de Dios son normas para seguir adelante. Los mandamientos son indicaciones para no errar, esto es: nos ayudan a caminar para terminar en el encuentro con Jesús.
En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos: «Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás». Los judíos le dijeron: «Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado. Abraham murió, los profetas también, y tú dices: «El que es fiel a mi palabra, no morirá jamás». ¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser tú?». Jesús respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al que ustedes llaman «nuestro Dios», y al que, sin embargo, no conocen. Yo lo conozco y si dijera: «No lo conozco», sería, como ustedes, un mentiroso. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra. Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría». Los judíos le dijeron: «Todavía no tienes cincuenta años ¿y has visto a Abraham». Jesús respondió: «Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy». Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro del Génesis, Gén 17, 3-9
Salmo: Sal 105(104), 4-9
Oración introductoria
Señor, quiero ser fiel a tu Palabra y tener un momento de intimidad contigo en la oración. Creo, espero y te amo. Dame tu luz para que sepa guardar el silencio necesario para escuchar lo que hoy me quieres decir.
Petición
Señor, ayúdame a incrementar mi vida de gracia y a vivir siempre de acuerdo a ella.
Meditación del Santo Padre Francisco
«También hoy existe la dictadura del pensamiento único». Si no se piensa de un modo determinado no se es considerado moderno, abierto. Y peor aún es «cuando algunos gobernantes piden una ayuda financiera» y se les responde: «pero si tú quieres esta ayuda debes pensar de esta forma y debes hacer esta ley y esta otra». El riesgo del pensamiento único que debilita la relación con Dios fue el centro de la homilía del Papa Francisco durante la misa que celebró el [día de hoy], por la mañana, en la Casa Santa Marta. «El fenómeno del pensamiento único» siempre ha causado «desgracias en la historia de la humanidad», afirmó el Santo Padre recordando incluso las tragedias de las dictaduras del siglo XX. Pero, dijo, se puede reaccionar: rezando y vigilando.
Refiriéndose a las lecturas del día el Papa destacó cómo la liturgia «nos hace ver la promesa de Dios a Abrahán nuestro padre». La referencia es al pasaje del Génesis (17, 3-9), en el que Dios promete a Abrahán que llegará a ser «padre de una muchedumbre de pueblos». Y «el pueblo de Dios desde ese momento —explicó el Papa— comenzó a caminar tratando» de hacer realidad esa promesa, de convertirla en una realidad. Es «una promesa que, también por parte de Abrahán con Dios, tiene la forma de alianza».
Y así, continuó el Santo Padre, «se comprende que los mandamientos no son una ley fría; los mandamientos nacieron de esta relación de amor, de esta promesa, de esta alianza». Y, partiendo del pasaje del Evangelio de Juan (8, 51-59) proclamado en la liturgia, el Pontífice continuó su reflexión indicando que «el error de esos doctores de la ley que no eran buenos y querían lapidar a Jesús —en ese tiempo existían también fariseos y doctores de la ley buenos— fue el hecho de separar los mandamientos de la promesa, de la alianza». Es decir, «separar los mandamientos del corazón de Dios que mandó a Abrahán a caminar siempre hacia adelante».
Para el Papa Francisco «el error, la equivocación de esta gente» nace de no haber «comprendido el camino de la esperanza: creían que con los mandamientos todo era pleno, todo se cumplía». Pero «los mandamientos nacidos del amor de esta fidelidad de Dios son normas para seguir adelante, indicaciones para no errar: nos ayudan a caminar y a terminar en el encuentro con Jesús». En cambio, «esta gente de la que hoy habla el Evangelio no sabe relacionar el cumplimiento de los mandamientos con la alianza de Dios con su padre Abrahán». Y repiten continuamente que «hay leyes que tenemos que cumplir». Lo hacen porque «tienen el corazón cerrado, su mente está cerrada a toda novedad e incluso a lo que habían prometido los profetas».
He aquí, destacó el Pontífice, «el drama del corazón cerrado, el drama de la mente cerrada. Y cuando el corazón está cerrado, este corazón cierra la mente. Y cuando corazón y mente están cerrados no hay sitio para Dios». Sí, explicó el Papa, estamos «sólo nosotros» y, por lo demás, convencidos al decir que «se debe hacer sólo lo que yo creo», seguros además de hacer exactamente «lo que dicen los mandamientos». Pero «los mandamientos conducen a una promesa y los profetas despiertan esta promesa».
Ante la «mente cerrada, según Jesús no es posible convencer, no es posible dar una mensaje de novedad». Que, además, «no es nuevo» sino que «es lo que había sido prometido por la fidelidad de Dios y por los profetas». Sin embargo, los interlocutores de Jesús «no comprenden: tienen la mente cerrada, el pensamiento cerrado, porque en su egoísmo, en sus pecados, cerraron su corazón». Seguramente, añadió el Pontífice, «esta gente no había escuchado a los profetas y no escuchaba a Jesús». Su terquedad, sin embargo, «era algo más que una simple testarudez. No, es algo más. Es la idolatría del propio pensamiento: yo lo pienso así, esto debe ser así y nada más».
Los fariseos presentes hoy en el pasaje evangélico «tenían un pensamiento único y querían imponer este pensamiento al pueblo de Dios. Por ello Jesús los reprende porque cargan sobre los hombros del pueblo muchos mandamientos. Reprende su incoherencia» que se desprende del pensamiento: «¡se debe hacer así!». De este modo tienen una «teología que se hace esclava de este esquema de su pensamiento único». Termina con que «no hay posibilidad de diálogo, de abrirse a las novedades que Dios trae con los profetas».
El «fenómeno del pensamiento único» causó siempre «desgracias en la historia de la humanidad», afirmó el Pontífice. Pero «incluso hoy —alertó el Papa— existe la idolatría del pensamiento único. Hoy se debe pensar así y si tú no piensas así no eres moderno, no eres abierto». Por lo tanto, «también hoy está la dictadura del pensamiento único y esta dictadura es la misma de esta gente» de la que habla el Evangelio. El modo de actuar es el mismo. Es gente que «toma las piedras para lapidar la libertad de los pueblos, la libertad de la gente, la libertad de las conciencias, la relación de la gente con Dios. Y hoy Jesús está crucificado otra vez».
El Pontífice concluyó exhortando a «no ser tontos», a no comprar cosas que no sirven. Y a «ser humildes y rezar para que el Señor nos dé siempre la libertad del corazón abierto para recibir su Palabra que es promesa y alegría. Es alianza. Y con esta alianza seguir adelante».
Santo Padre Francisco: La dictadura del pensamiento único
Meditación del jueves, 10 de abril de 2014
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
“Maestro, ¿qué he de hacer…?”
2052 “Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?” Al joven que le hace esta pregunta, Jesús responde primero invocando la necesidad de reconocer a Dios como “el único Bueno”, como el Bien por excelencia y como la fuente de todo bien. Luego Jesús le declara: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. Y cita a su interlocutor los preceptos que se refieren al amor del prójimo: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso, honra a tu padre y a tu madre”. Finalmente, Jesús resume estos mandamientos de una manera positiva: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19, 16-19).
2053 A esta primera respuesta se añade una segunda: “Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme” (Mt19, 21). Esta res puesta no anula la primera. El seguimiento de Jesucristo implica cumplir los mandamientos. La Ley no es abolida (cf Mt 5, 17), sino que el hombre es invitado a encontrarla en la persona de su Maestro, que es quien le da la plenitud perfecta. En los tres evangelios sinópticos la llamada de Jesús, dirigida al joven rico, de seguirle en la obediencia del discípulo, y en la observancia de los preceptos, es relacionada con el llamamiento a la pobreza y a la castidad (cf Mt 19, 6-12. 21. 23-29). Los consejos evangélicos son inseparables de los mandamientos.
2054 Jesús recogió los diez mandamientos, pero manifestó la fuerza del Espíritu operante ya en su letra. Predicó la “justicia que sobrepasa la de los escribas y fariseos” (Mt 5, 20), así como la de los paganos (cf Mt 5, 46-47). Desarrolló todas las exigencias de los mandamientos: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás […]. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mt 5, 21-22).
2055 Cuando le hacen la pregunta: “¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22, 36), Jesús responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 37-40; cf Dt 6, 5; Lv 19, 18). El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley:
«En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 9-10).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Revisar mis actividades para saber qué lugar ocupa Dios en mi vida.
Diálogo con Cristo
Señor Jesús, qué fácilmente puedo negarte el lugar que te corresponde en mi vida. No quiero dejarme envolver por lo transitorio y fugaz para saber dedicar el mayor y el mejor tiempo de mi vida al servicio de los demás, por amor a Ti. Por eso te doy gracias por este momento de oración que me hace reconocer, agradecer y evaluar el uso que estoy dando a todos los talentos con los que has enriquecido mi vida, especialmente el uso de mi tiempo.
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por Catequesis en Familia | 19 Dic, 2016 | La Biblia
Juan 1, 1-18. Tiempo de Navidad (31 de diciembre). Dejémonos conmover por la bondad del Niño Jesús, por la bondad de Dios encarnado.
Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo». De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Epístola I de san Juan, 1 Jn 2, 18-21
Salmo: Sal 96(95), 1-2.11-14
Oración introductoria
Gracias, Señor, por esta Navidad. Creo que te hiciste niño para redimirme y mostrarme el amor de Dios Padre. Hoy, como aquellos pastores de Belén, me anuncias la gran noticia: «hoy ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor», ilumina mi oración para saber contemplar este maravilloso misterio de amor.
Petición
Dame la gracia de ir a tu encuentro en esta oración, con las mismas disposiciones que tuvieron los pastores: humildad y apertura
Meditación del Santo Padre Francisco
«Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14).
Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero, ¡buenos días y feliz Navidad!
Hago mías las palabras del cántico de los ángeles, que se aparecieron a los pastores de Belén la noche de la Navidad. Un cántico que une cielo y tierra, elevando al cielo la alabanza y la gloria y saludando a la tierra de los hombres con el deseo de la paz.
Les invito a todos a hacer suyo este cántico, que es el de cada hombre y mujer que vigila en la noche, que espera un mundo mejor, que se preocupa de los otros, intentado hacer humildemente su propio deber.
Gloria a Dios.
A esto nos invita la Navidad en primer lugar: a dar gloria a Dios, porque es bueno, fiel, misericordioso. En este día mi deseo es que todos puedan conocer el verdadero rostro de Dios, el Padre que nos ha dado a Jesús. Me gustaría que todos pudieran sentir a Dios cerca, sentirse en su presencia, que lo amen, que lo adoren.
Y que todos nosotros demos gloria a Dios, sobre todo, con la vida, con una vida entregada por amor a Él y a los hermanos.
Paz a los hombres.
La verdadera paz –como sabemos– no es un equilibrio de fuerzas opuestas. No es pura «fachada», que esconde luchas y divisiones. La paz es un compromiso cotidiano, y la paz es también artesanal, que se logra contando con el don de Dios, con la gracia que nos ha dado en Jesucristo.
Viendo al Niño en el Belén, niño de paz, pensemos en los niños que son las víctimas más vulnerables de las guerras, pero pensemos también en los ancianos, en las mujeres maltratadas, en los enfermos… ¡Las guerras destrozan tantas vidas y causan tanto sufrimiento!
Demasiadas ha destrozado en los últimos tiempos el conflicto de Siria, generando odios y venganzas. Sigamos rezando al Señor para que el amado pueblo sirio se vea libre de más sufrimientos y las partes en conflicto pongan fin a la violencia y garanticen el acceso a la ayuda humanitaria. Hemos podido comprobar la fuerza de la oración. Y me alegra que hoy se unan a nuestra oración por la paz en Siria creyentes de diversas confesiones religiosas. No perdamos nunca la fuerza de la oración. La fuerza para decir a Dios: Señor, concede tu paz a Siria y al mundo entero. E invito también a los no creyentes a desear la paz, con su deseo, ese deseo que ensancha el corazón: todos unidos, con la oración o con el deseo. Pero todos, por la paz.
Concede la paz, Niño, a la República Centroafricana, a menudo olvidada por los hombres. Pero tú, Señor, no te olvidas de nadie. Y quieres que reine la paz también en aquella tierra, atormentada por una espiral de violencia y de miseria, donde muchas personas carecen de techo, agua y alimento, sin lo mínimo indispensable para vivir. Que se afiance la concordia en Sudán del Sur, donde las tensiones actuales ya han provocado demasiadas víctimas y amenazan la pacífica convivencia de este joven Estado.
Tú, Príncipe de la paz, convierte el corazón de los violentos, allá donde se encuentren, para que depongan las armas y emprendan el camino del diálogo. Vela por Nigeria, lacerada por continuas violencias que no respetan ni a los inocentes e indefensos. Bendice la tierra que elegiste para venir al mundo y haz que lleguen a feliz término las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos. Sana las llagas de la querida tierra de Iraq, azotada todavía por frecuentes atentados.
Tú, Señor de la vida, protege a cuantos sufren persecución a causa de tu nombre. Alienta y conforta a los desplazados y refugiados, especialmente en el Cuerno de África y en el este de la República Democrática del Congo. Haz que los emigrantes, que buscan una vida digna, encuentren acogida y ayuda. Que no asistamos de nuevo a tragedias como las que hemos visto este año, con los numerosos muertos en Lampedusa.
Niño de Belén, toca el corazón de cuantos están involucrados en la trata de seres humanos, para que se den cuenta de la gravedad de este delito contra la humanidad. Dirige tu mirada sobre los niños secuestrados, heridos y asesinados en los conflictos armados, y sobre los que se ven obligados a convertirse en soldados, robándoles su infancia.
Señor, del cielo y de la tierra, mira a nuestro planeta, que a menudo la codicia y el egoísmo de los hombres explota indiscriminadamente. Asiste y protege a cuantos son víctimas de los desastres naturales, sobre todo al querido pueblo filipino, gravemente afectado por el reciente tifón.
Queridos hermanos y hermanas, en este mundo, en esta humanidad hoy ha nacido el Salvador, Cristo el Señor. No pasemos de largo ante el Niño de Belén. Dejemos que nuestro corazón se conmueva: no tengamos miedo de esto. No tengamos miedo de que nuestro corazón se conmueva. Tenemos necesidad de que nuestro corazón se conmueva. Dejémoslo que se inflame con la ternura de Dios; necesitamos sus caricias. Las caricias de Dios no producen heridas: las caricias de Dios nos dan paz y fuerza. Tenemos necesidad de sus caricias. El amor de Dios es grande; a Él la gloria por los siglos. Dios es nuestra paz: pidámosle que nos ayude a construirla cada día, en nuestra vida, en nuestras familias, en nuestras ciudades y naciones, en el mundo entero. Dejémonos conmover por la bondad de Dios.
—Felicitación navideña tras el mensaje Urbi et Orbi—
A todos ustedes, queridos hermanos y hermanas, venidos de todas partes del mundo a esta Plaza, y a cuantos desde distintos países se unen a nosotros a través de los medios de comunicación social, les deseo Feliz Navidad.
En este día, iluminado por la esperanza evangélica que proviene de la humilde gruta de Belén, pido para todos ustedes el don navideño de la alegría y de la paz: para los niños y los ancianos, para los jóvenes y las familias, para los pobres y marginados. Que Jesús, que vino a este mundo por nosotros, consuele a los que pasan por la prueba de la enfermedad y el sufrimiento y sostenga a los que se dedican al servicio de los hermanos más necesitados. ¡Feliz Navidad a todos!
Santo Padre Francisco
Mensaje Urbi et Orbi
Navidad, 25 de diciembre de 2013
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero:
Cristo nos ha nacido. Gloria a Dios en el cielo, y paz a los hombres que él ama. Que llegue a todos el eco del anuncio de Belén, que la Iglesia católica hace resonar en todos los continentes, más allá de todo confín de nacionalidad, lengua y cultura. El Hijo de la Virgen María ha nacido para todos, es el Salvador de todos.
Así lo invoca una antigua antífona litúrgica: «Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro». Veni ad salvandum nos! ¡Ven a salvarnos! Este es el clamor del hombre de todos los tiempos, que siente no saber superar por sí solo las dificultades y peligros. Que necesita poner su mano en otra más grande y fuerte, una mano tendida hacia él desde lo alto. Queridos hermanos y hermanas, esta mano es Cristo, nacido en Belén de la Virgen María. Él es la mano que Dios ha tendido a la humanidad, para hacerla salir de las arenas movedizas del pecado y ponerla en pie sobre la roca, la roca firme de su verdad y de su amor (cf. Sal 40,3).
Sí, esto es lo que significa el nombre de aquel Niño, el nombre que, por voluntad de Dios, le dieron María y José: se llama Jesús, que significa «Salvador» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31). Él fue enviado por Dios Padre para salvarnos sobre todo del mal profundo arraigado en el hombre y en la historia: ese mal de la separación de Dios, del orgullo presuntuoso de actuar por sí solo, de rivalizar con Dios y ocupar su puesto, de decidir lo que es bueno y lo que es malo, de ser el dueño de la vida y de la muerte (cf. Gn 3,1-7). Este es el gran mal, el gran pecado, del cual nosotros los hombres no podemos salvarnos si no es encomendándonos a la ayuda de Dios, si no es implorándole: «Veni ad salvandum nos – Ven a salvarnos».
Ya el mero hecho de elevar esta súplica al cielo nos pone en la posición justa, nos adentra en la verdad de nosotros mismos: nosotros, en efecto, somos los que clamaron a Dios y han sido salvados (cf. Est 10,3f [griego]). Dios es el Salvador, nosotros, los que estamos en peligro. Él es el médico, nosotros, los enfermos. Reconocerlo es el primer paso hacia la salvación, hacia la salida del laberinto en el que nosotros mismos nos encerramos con nuestro orgullo. Levantar los ojos al cielo, extender las manos e invocar ayuda, es la vía de salida, siempre y cuando haya Alguien que escuche y que pueda venir en nuestro auxilio.
Jesucristo es la prueba de que Dios ha escuchado nuestro clamor. Y, no sólo. Dios tiene un amor tan fuerte por nosotros, que no puede permanecer en sí mismo, que sale de sí mismo y viene entre nosotros, compartiendo nuestra condición hasta el final (cf. Ex 3,7-12). La respuesta que Dios ha dado en Jesús al clamor del hombre supera infinitamente nuestras expectativas, llegando a una solidaridad tal, que no puede ser sólo humana, sino divina. Sólo el Dios que es amor y el amor que es Dios podía optar por salvarnos por esta vía, que es sin duda la más larga, pero es la que respeta su verdad y la nuestra: la vía de la reconciliación, el diálogo y la colaboración.
Por tanto, queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo, dirijámonos en esta Navidad de 2011 al Niño de Belén, al Hijo de la Virgen María, y digamos: «Ven a salvarnos». Lo reiteramos unidos espiritualmente tantas personas que viven situaciones difíciles, y haciéndonos voz de los que no tienen voz.
Invoquemos juntos el auxilio divino para los pueblos del Cuerno de África, que sufren a causa del hambre y la carestía, a veces agravada por un persistente estado de inseguridad. Que la comunidad internacional no haga faltar su ayuda a los muchos prófugos de esta región, duramente probados en su dignidad.
Que el Señor conceda consuelo a la población del sureste asiático, especialmente de Tailandia y Filipinas, que se encuentran aún en grave situación de dificultad a causa de las recientes inundaciones.
Y que socorra a la humanidad afligida por tantos conflictos que todavía hoy ensangrientan el planeta. Él, que es el Príncipe de la paz, conceda la paz y la estabilidad a la Tierra en la que ha decidido entrar en el mundo, alentando a la reanudación del diálogo entre israelíes y palestinos. Que haga cesar la violencia en Siria, donde ya se ha derramado tanta sangre. Que favorezca la plena reconciliación y la estabilidad en Irak y Afganistán. Que dé un renovado vigor a la construcción del bien común en todos los sectores de la sociedad en los países del norte de África y Oriente Medio.
Que el nacimiento del Salvador afiance las perspectivas de diálogo y la colaboración en Myanmar, en la búsqueda de soluciones compartidas. Que nacimiento del Redentor asegure estabilidad política en los países de la región africana de los Grandes Lagos y fortaleza el compromiso de los habitantes de Sudán del Sur para proteger los derechos de todos los ciudadanos
Queridos hermanos y hermanas, volvamos la vista a la gruta de Belén: el niño que contemplamos es nuestra salvación. Él ha traído al mundo un mensaje universal de reconciliación y de paz. Abrámosle nuestros corazones, démosle la bienvenida en nuestras vidas. Repitámosle con confianza y esperanza: «Veni ad salvandum nos».
Santo Padre Benedicto XVI
Mensaje Urbi et Orbi
Navidad, 25 de diciembre de 2011
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
Dios ha dicho todo en su Verbo
65 «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. San Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:
«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra […]; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida del monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Con una alegre creatividad, celebrar la Navidad con auténtico espíritu cristiano.
Diálogo con Cristo
Jesús, contemplar el misterio de la Navidad me confirma el gran amor que tienes por cada uno de nosotros. Me doy cuenta de que Tú viniste al mundo para amar y para enseñarme a amar. Ayúdame a vivir como Tú en la entrega generosa y delicada a los demás, que mi actitud sea como la de los pastores, que corra presuroso a procurar el bien en todos y en cada uno de los miembros de mi familia.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
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por Catequesis en Familia | 21 Dic, 2015 | La Biblia
Juan 1, 1-18. Segundo Domingo después de Navidad. El nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo es la demostración del deseo de unión de Dios a cada hombre y mujer para comunicarnos su vida y su alegría.
Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo». De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Eclesiástico, Eclo 24, 1-2.8-12
Salmo: Sal 147, 12-15.19-20
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 1, 3-6.15-18
Oración introductoria
Gracias, Señor, por esta Navidad. Creo que te hiciste niño para redimirme y mostrarme el amor de Dios Padre. Hoy, como aquellos pastores de Belén, me anuncias la gran noticia: «hoy ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor», ilumina mi oración para saber contemplar este maravilloso misterio de amor.
Petición
Dame la gracia de ir a tu encuentro en esta oración, con las mismas disposiciones que tuvieron los pastores: humildad y apertura
Meditación del Santo Padre Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este domingo nos vuelve a proponer, en el Prólogo del Evangelio de san Juan, el significado más profundo del Nacimiento de Jesús. Él es la Palabra de Dios que se hizo hombre y puso su «tienda», su morada entre los hombres. Escribe el evangelista: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). En estas palabras, que no dejan de asombrarnos, está todo el cristianismo. Dios se hizo mortal, frágil como nosotros, compartió nuestra condición humana, excepto en el pecado, pero cargó sobre sí mismo los nuestros, como si fuesen propios. Entró en nuestra historia, llegó a ser plenamente Dios-con-nosotros. El nacimiento de Jesús, entonces, nos muestra que Dios quiso unirse a cada hombre y a cada mujer, a cada uno de nosotros, para comunicarnos su vida y su alegría.
Así Dios es Dios con nosotros, Dios que nos ama, Dios que camina con nosotros. Éste es el mensaje de Navidad: el Verbo se hizo carne. De este modo la Navidad nos revela el amor inmenso de Dios por la humanidad. De aquí se deriva también el entusiasmo, nuestra esperanza de cristianos, que en nuestra pobreza sabemos que somos amados, visitados y acompañados por Dios; y miramos al mundo y a la historia como el lugar donde caminar juntos con Él y entre nosotros, hacia los cielos nuevos y la tierra nueva. Con el nacimiento de Jesús nació una promesa nueva, nació un mundo nuevo, pero también un mundo que puede ser siempre renovado. Dios siempre está presente para suscitar hombres nuevos, para purificar el mundo del pecado que lo envejece, del pecado que lo corrompe. En lo que la historia humana y la historia personal de cada uno de nosotros pueda estar marcada por dificultades y debilidades, la fe en la Encarnación nos dice que Dios es solidario con el hombre y con su historia. Esta proximidad de Dios al hombre, a cada hombre, a cada uno de nosotros, es un don que no se acaba jamás. ¡Él está con nosotros! ¡Él es Dios con nosotros! Y esta cercanía no termina jamás. He aquí el gozoso anuncio de la Navidad: la luz divina, que inundó el corazón de la Virgen María y de san José, y guio los pasos de los pastores y de los magos, brilla también hoy para nosotros.
En el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios hay también un aspecto vinculado con la libertad humana, con la libertad de cada uno de nosotros. En efecto, el Verbo de Dios pone su tienda entre nosotros, pecadores y necesitados de misericordia. Y todos nosotros deberíamos apresurarnos a recibir la gracia que Él nos ofrece. En cambio, continúa el Evangelio de san Juan, «los suyos no lo recibieron» (v. 11). Incluso nosotros muchas veces lo rechazamos, preferimos permanecer en la cerrazón de nuestros errores y en la angustia de nuestros pecados. Pero Jesús no desiste y no deja de ofrecerse a sí mismo y ofrecer su gracia que nos salva. Jesús es paciente, Jesús sabe esperar, nos espera siempre. Ésto es un mensaje de esperanza, un mensaje de salvación, antiguo y siempre nuevo. Y nosotros estamos llamados a testimoniar con alegría este mensaje del Evangelio de la vida, del Evangelio de la luz, de la esperanza y del amor. Porque el mensaje de Jesús es éste: vida, luz, esperanza y amor.
Que María, Madre de Dios y nuestra Madre de ternura, nos sostenga siempre, para que permanezcamos fieles a la vocación cristiana y podamos realizar los deseos de justicia y de paz que llevamos en nosotros al incio de este nuevo año.
Santo Padre Francisco
Ángelus del domingo, 5 de enero de 2014
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En este domingo —segundo después de Navidad y primero del año nuevo— me alegra renovar a todos mi deseo de todo bien en el Señor. No faltan los problemas, en la Iglesia y en el mundo, al igual que en la vida cotidiana de las familias. Pero, gracias a Dios, nuestra esperanza no se basa en pronósticos improbables ni en las previsiones económicas, aunque sean importantes. Nuestra esperanza está en Dios, no en el sentido de una religiosidad genérica, o de un fatalismo disfrazado de fe. Nosotros confiamos en el Dios que en Jesucristo ha revelado de modo completo y definitivo su voluntad de estar con el hombre, de compartir su historia, para guiarnos a todos a su reino de amor y de vida. Y esta gran esperanza anima y a veces corrige nuestras esperanzas humanas.
De esa revelación nos hablan hoy, en la liturgia eucarística, tres lecturas bíblicas de una riqueza extraordinaria: el capítulo 24 del Libro del Sirácida, el himno que abre la Carta a los Efesios de san Pablo y el prólogo del Evangelio de san Juan. Estos textos afirman que Dios no sólo es el creador del universo —aspecto común también a otras religiones— sino que es Padre, que «nos eligió antes de crear el mundo (…) predestinándonos a ser sus hijos adoptivos» (Ef 1, 4-5) y que por esto llegó hasta el punto inconcebible de hacerse hombre: «El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14). El misterio de la Encarnación de la Palabra de Dios fue preparado en el Antiguo Testamento, especialmente donde la Sabiduría divina se identifica con la Ley de Moisés. En efecto, la misma Sabiduría afirma: «El creador del universo me hizo plantar mi tienda, y me dijo: «Pon tu tienda en Jacob, entra en la heredad de Israel»» (Si 24, 8). En Jesucristo, la Ley de Dios se ha hecho testimonio vivo, escrita en el corazón de un hombre en el que, por la acción del Espíritu Santo, reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9).
Queridos amigos, esta es la verdadera razón de la esperanza de la humanidad: la historia tiene un sentido, porque en ella «habita» la Sabiduría de Dios. Sin embargo, el designio divino no se cumple automáticamente, porque es un proyecto de amor, y el amor genera libertad y pide libertad. Ciertamente, el reino de Dios viene, más aún, ya está presente en la historia y, gracias a la venida de Cristo, ya ha vencido a la fuerza negativa del maligno. Pero cada hombre y cada mujer es responsable de acogerlo en su vida, día tras día. Por eso, también 2010 será un año más o menos «bueno» en la medida en que cada uno, de acuerdo con sus responsabilidades, sepa colaborar con la gracia de Dios. Por lo tanto, dirijámonos a la Virgen María, para aprender de ella esta actitud espiritual. El Hijo de Dios tomó carne de ella, con su consentimiento. Cada vez que el Señor quiere dar un paso adelante, junto con nosotros, hacia la «tierra prometida», llama primero a nuestro corazón; espera, por decirlo así, nuestro «sí», tanto en las pequeñas decisiones como en las grandes. Que María nos ayude a aceptar siempre la voluntad de Dios, con humildad y valentía, a fin de que también las pruebas y los sufrimientos de la vida contribuyan a apresurar la venida de su reino de justicia y de paz.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 3 de enero de 2010
Propósito
Con una alegre creatividad, celebrar la Navidad con auténtico espíritu cristiano.
Diálogo con Cristo
Jesús, contemplar el misterio de la Navidad me confirma el gran amor que tienes por cada uno de nosotros. Me doy cuenta de que Tú viniste al mundo para amar y para enseñarme a amar. Ayúdame a vivir como Tú en la entrega generosa y delicada a los demás, que mi actitud sea como la de los pastores, que corra presuroso a procurar el bien en todos y en cada uno de los miembros de mi familia.
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Evangelio del día en «Catholic.net»
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por Catequesis en Familia | 15 Jul, 2015 | La Biblia
Juan 6, 55.60-69. Vigésimo primer Domingo del Tiempo Ordinario. Esta pregunta la plantean hoy día algunos contemporáneos que, lúcidamente o con una idea todavía oscura, van en busca del Padre de Jesucristo. A ellos el Redentor les quiere salir al encuentro a través de nosotros, quienes, gracias al bautismo, llegamos a ser sus hermanos y hermanas, y que, en la Eucaristía, recibimos la fuerza para llevar junto a Él su misión de salvación.
«Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida». Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?». Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Josué, Jos 24, 1-2a.15-17.18b
Salmo: Sal 34(33), 2-3.16-23
Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Efesios, Ef 5, 21-32
Oración introductoria
Espíritu Santo, dulce huésped del alma, muéstrame el sentido profundo de la oración, dispón mi espíritu para rezar con fe. Ayúdame a orar con la esperanza que nunca defrauda y en la caridad que no espera recompensa, porque quiero crecer en mi amor y ser fiel. No quiero dejar nunca a Jesús, que tiene la Palabra que me muestra el camino para la vida eterna.
Petición
Señor, que sea fiel a tu gracia. Lléname de tu amor.
Meditación del Santo Padre Francisco
«Señor, ¿a quién iremos?». Con tal pregunta, ante la incomprensión de muchos oyentes de Cristo, que querrían aprovecharse de forma egoísta de Él, san Pedro se hace portavoz de los seguidores fieles. Los discípulos no se detienen en la complacencia mundana de aquellos que se han saciado (cf. Jn 6, 26) y que sin embargo, se afanan por el alimento que no dura (cf. Jn 6, 27). Pedro, ciertamente, también conoce el hambre; durante mucho tiempo no había encontrado el alimento que pudiera saciarle. Después entró en relación con el hombre de Nazaret. Le siguió. Ahora él conoce a su Maestro no sólo porque oyó hablar de Él. En las relaciones cotidianas con Él fue creciendo una confianza sin reservas. Ésta es la fe en Jesús; y no sin razón Pedro espera del Señor la deseada vida en abundancia (cf. Jn 10, 10).
«Señor, ¿a quién iremos?». También nosotros, miembros de la Iglesia de hoy, nos hacemos esta pregunta. Aunque ésta es quizás más titubeante en nuestra boca que en labios de Pedro, nuestra respuesta, como la del Apóstol, sólo puede ser la persona de Jesús. Ciertamente Él vivió hace dos mil años. Sin embargo nosotros le podemos encontrar en nuestro tiempo cuando escuchamos su Palabra y estamos cerca de Él, de un modo único, en la Eucaristía. El Concilio Vaticano II la llama «acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (Sacrosantum Concilium, 7). ¡Que en nosotros la santa misa no caiga en una routine superficial! ¡Que alcancemos cada vez más su profundidad! Es precisamente ella la que nos introduce en la inmensa obra de salvación de Cristo, la que afina nuestra vida espiritual para alcanzar su amor: su «profecía en acto» con la cual, en el Cenáculo dio inicio al don de Sí mismo en la cruz; su victoria irrevocable sobre el pecado y sobre la muerte, que anunciamos con orgullo y de un modo alegre. «Es necesario aprender a vivir la santa misa», dijo un día el beato Juan Pablo II en un seminario romano, a los jóvenes que le preguntaron por el recogimiento profundo con el que celebraba (Visita al Colegio pontificio germánico húngaro, 18 de octubre de 1981). «¡Aprender a vivir la santa misa!». A esto nos ayuda, nos introduce, estar en adoración delante del Señor eucarístico en el sagrario y recibir el sacramento de la reconciliación.
«Señor, ¿a quién iremos?». Esta pregunta la plantean, en definitiva, algunos contemporáneos, que —lúcidamente o con una idea todavía oscura— van en busca del Padre de Jesucristo. A ellos el Redentor les quiere salir al encuentro a través de nosotros, quienes, gracias al bautismo, llegamos a ser sus hermanos y hermanas, y que, en la Eucaristía, recibimos la fuerza para llevar junto a Él su misión de salvación. Debemos anunciarles con nuestra vida y con nuestras palabras aquello que hemos reconocido junto a Pedro y los demás apóstoles: «Señor, tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Nuestro testimonio les inflamará así como nosotros hemos sido inflamados por Cristo. Todos nosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos, tenemos la tarea de llevar a Dios al mundo y el mundo a Dios.
Encontrar a Cristo, confiarse a Cristo, anunciar a Cristo —son los pilares de nuestra fe, que se centran, siempre de nuevo, en el punto focal de la Eucaristía. La celebración del Congreso eucarístico, durante este Año de la fe, anuncia con renovada alegría y certeza: el Señor de la Iglesia vive en ella. Con mi cordial saludo imparto de corazón a todos vosotros la bendición apostólica.
Santo Padre Francisco
Mensaje del día 30 de mayo de 2013
Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Los domingos pasados meditamos el discurso sobre el «pan de vida» que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm después de alimentar a miles de personas con cinco panes y dos peces. Hoy, el Evangelio nos presenta la reacción de los discípulos a ese discurso, una reacción que Cristo mismo, de manera consciente, provocó. Ante todo, el evangelista Juan —que se hallaba presente junto a los demás Apóstoles—, refiere que «desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él» (Jn 6, 66). ¿Por qué? Porque no creyeron en las palabras de Jesús, que decía: Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma mi carne y beba mi sangre vivirá para siempre (cf. Jn 6, 51.54); ciertamente, palabras en ese momento difícilmente aceptables, difícilmente comprensibles. Esta revelación —como he dicho— les resultaba incomprensible, porque la entendían en sentido material, mientras que en esas palabras se anunciaba el misterio pascual de Jesús, en el que él se entregaría por la salvación del mundo: la nueva presencia en la Sagrada Eucaristía.
Al ver que muchos de sus discípulos se iban, Jesús se dirigió a los Apóstoles diciendo: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Como en otros casos, es Pedro quien responde en nombre de los Doce: «Señor, ¿a quién iremos? —también nosotros podemos reflexionar: ¿a quién iremos?— Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Sobre este pasaje tenemos un bellísimo comentario de san Agustín, que dice, en una de sus predicaciones sobre el capítulo 6 de san Juan: «¿Veis cómo Pedro, por gracia de Dios, por inspiración del Espíritu Santo, entendió? ¿Por qué entendió? Porque creyó. Tú tienes palabras de vida eterna. Tú nos das la vida eterna, ofreciéndonos tu cuerpo [resucitado] y tu sangre [a ti mismo]. Y nosotros hemos creído y conocido. No dice: hemos conocido y después creído, sino: hemos creído y después conocido. Hemos creído para poder conocer. En efecto, si hubiéramos querido conocer antes de creer, no hubiéramos sido capaces ni de conocer ni de creer. ¿Qué hemos creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, es decir, que tú eres la vida eterna misma, y en la carne y en la sangre nos das lo que tú mismo eres» (Comentario al Evangelio de Juan, 27, 9). Así lo dijo san Agustín en una predicación a sus fieles.
Por último, Jesús sabía que incluso entre los doce Apóstoles había uno que no creía: Judas. También Judas pudo haberse ido, como lo hicieron muchos discípulos; es más, tal vez tendría que haberse ido si hubiera sido honrado. En cambio, se quedó con Jesús. Se quedó no por fe, no por amor, sino con la secreta intención de vengarse del Maestro. ¿Por qué? Porque Judas se sentía traicionado por Jesús, y decidió que a su vez lo iba a traicionar. Judas era un zelote, y quería un Mesías triunfante, que guiase una revuelta contra los romanos. Jesús había defraudado esas expectativas. El problema es que Judas no se fue, y su culpa más grave fue la falsedad, que es la marca del diablo. Por eso Jesús dijo a los Doce: «Uno de vosotros es un diablo» (Jn 6, 70). Pidamos a la Virgen María que nos ayude a creer en Jesús, como san Pedro, y a ser siempre sinceros con él y con todos.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 26 de agosto de 2012
Propósito
Visitar al Santísimo sacramento para confirmar mi fe y mi fidelidad a Dios, además de agradecerle su amor.
Diálogo con Cristo
Señor, tengo necesidad de ti, de tu gracia, de tu amor, de tu amistad, de tu protección y de tu perdón. No permitas que me separe de ti. Dame tu ayuda y tu gracia para vivir unido a ti en todo momento: que inicie mi día poniéndome humildemente ante tu presencia, que te recuerde y te visite durante la jornada y que no me duerma sin agradecerte tu amor.
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Evangelio en Catholic.net
Evangelio en Evangelio del día
Evangelio del día: Orden de Predicadores
por Sínodo de los Obispos | XII Asamblea General Ordinaria (2008) | 25 Abr, 2014 | Catequesis Magisterio
Punto de especial interés para Catequesis familiar
12. Cristo camina por las calles de nuestras ciudades y se detiene ante el umbral de nuestras casas: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). La familia, encerrada en su hogar, con sus alegrías y sus dramas, es un espacio fundamental en el que debe entrar la Palabra de Dios. La Biblia está llena de pequeñas y grandes historias familiares y el Salmista imagina con vivacidad el cuadro sereno de un padre sentado a la mesa, rodeado de su esposa, como una vid fecunda, y de sus hijos, como “brotes de olivo” (Sal 128). Los primeros cristianos celebraban la liturgia en lo cotidiano de una casa, así como Israel confiaba a la familia la celebración de la Pascua (cf. Ex 12, 21-27). La Palabra de Dios se transmite de una generación a otra, por lo que los padres se convierten en “los primeros predicadores de la fe” (LG 11). El Salmista también recordaba que “lo que hemos oído y aprendido, lo que nuestros padres nos contaron, no queremos ocultarlo a nuestros hijos, lo narraremos a la próxima generación: son las glorias del Señor y su poder, las maravillas que Él realizó; … y podrán contarlas a sus propios hijos” (Sal 78, 3-4.6).
Cada casa deberá, pues, tener su Biblia y custodiarla de modo concreto y digno, leerla y rezar con ella, mientras que la familia deberá proponer formas y modelos de educación orante, catequística y didáctica sobre el uso de las Escrituras, para que “jóvenes y doncellas también, los viejos junto con los niños” (Sal 148, 12) escuchen, comprendan, alaben y vivan la Palabra de Dios. En especial, las nuevas generaciones, los niños, los jóvenes, tendrán que ser los destinatarios de una pedagogía apropiada y específica, que los conduzca a experimentar el atractivo de la figura de Cristo, abriendo la puerta de su inteligencia y su corazón, a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial.
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– DOCUMENTO COMPLETO –
Mensaje al Pueblo de Dios de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
A los hermanos y hermanas
“paz … y caridad con fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo. La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo en la vida incorruptible”. Con este saludo tan intenso y apasionado san Pablo concluía su Epístola a los cristianos de Éfeso (6, 23-24). Con estas mismas palabras nosotros, los Padres sinodales, reunidos en Roma para la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos bajo la guía del Santo Padre Benedicto XVI, comenzamos nuestro mensaje dirigido al inmenso horizonte de todos aquellos que en las diferentes regiones del mundo siguen a Cristo como discípulos y continúan amándolo con amor incorruptible.
A ellos les propondremos de nuevo la voz y la luz de la Palabra de Dios, repitiendo la antigua llamada: “La palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica” (Dt 30,14). Y Dios mismo le dirá a cada uno: “Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente” (Ez 3,10). Ahora les propondremos a todos un viaje espiritual que se desarrollará en cuatro etapas y desde lo eterno y lo infinito de Dios nos conducirá hasta nuestras casas y por las calles de nuestras ciudades.
I. La Voz de la Palabra: la Revelación
1. “El Señor les habló desde fuego, y ustedes escuchaban el sonido de sus palabras, pero no percibían ninguna figura: sólo se oía la voz” (Dt 4,12). Es Moisés quien habla, evocando la experiencia vivida por Israel en la dura soledad del desierto del Sinaí. El Señor se había presentado, no como una imagen o una efigie o una estatua similar al becerro de oro, sino con “rumor de palabras”. Es una voz que había entrado en escena en el preciso momento del comienzo de la creación, cuando había rasgado el silencio de la nada: “En el principio… dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz… En el principio existía la Palabra… y la Palabra era Dios … Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada” (Gn 1, 1.3; Jn 1, 1-3).
Lo creado no nace de una lucha intradivina, como enseñaba la antigua mitología mesopotámica, sino de una palabra que vence la nada y crea el ser. Canta el Salmista: “Por la Palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el aliento de su boca todos sus ejércitos… pues él habló y así fue, él lo mandó y se hizo” (Sal 33, 6.9). Y san Pablo repetirá “Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean” (Rm 4, 17). Tenemos de esta forma una primera revelación “cósmica” que hace que lo creado se asemeje a una especie de inmensa página abierta delante de toda la humanidad, en la que se puede leer un mensaje del Creador: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos; el día al día comunica el mensaje, la noche a la noche le pasa la noticia. Sin hablar y sin palabras, y sin voz que pueda oírse, por toda la tierra resuena su proclama, por los confines del orbe” (Sal 19, 2-5).
2. Pero la Palabra divina también se encuentra en la raíz de la historia humana. El hombre y la mujer, que son “imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 27) y que por tanto llevan en sí la huella divina, pueden entrar en diálogo con su Creador o pueden alejarse de él y rechazarlo por medio del pecado. Así pues, la Palabra de Dios salva y juzga, penetra en la trama de la historia con su tejido de situaciones y acontecimientos: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor… conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para sacarlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa…” (Ex 3, 7-8). Hay, por tanto, una presencia divina en las situaciones humanas que, mediante la acción del Señor de la historia, se insertan en un plan más elevado de salvación, para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2,4).
3. La Palabra divina eficaz, creadora y salvadora, está por tanto en el principio del ser y de la historia, de la creación y la redención. El Señor sale al encuentro de la humanidad proclamando: “Lo digo y lo hago” (Ez 37,14). Sin embargo, hay una etapa posterior que la voz divina recorre: es la de la Palabra escrita, la Graphé o las Graphai, las Escrituras sagradas, como se dice en el Nuevo Testamento. Ya Moisés había descendido de la cima del Sinaí llevando “las dos tablas del Testimonio en su mano, tablas escritas por ambos lados; por una y otra cara estaban escritas. Las tablas eran obra de Dios, y la escritura era escritura de Dios” (Ex 32,15-16). Y el propio Moisés prescribirá a Israel que conserve y reescriba estas “tablas del Testimonio”: “Y escribirás en esas piedras todas las palabras de esta Ley. Grábalas bien” (Dt 27, 8).
Las Sagradas Escrituras son el “testimonio” en forma escrita de la Palabra divina, son el memorial canónico, histórico y literario que atestigua el evento de la Revelación creadora y salvadora. Por tanto, la Palabra de Dios precede y excede la Biblia, si bien está “inspirada por Dios” y contiene la Palabra divina eficaz (cf. 2 Tm 3, 16). Por este motivo nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación y, como veremos, una persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne, hombre, historia. Precisamente porque el horizonte de la Palabra divina abraza y se extiende más allá de la Escritura, es necesaria la constante presencia del Espíritu Santo que “guía hasta la verdad completa” (Jn 16, 13) a quien lee la Biblia. Es ésta la gran Tradición, presencia eficaz del “Espíritu de verdad” en la Iglesia, guardián de las Sagradas Escrituras, auténticamente interpretadas por el Magisterio eclesial. Con la Tradición se llega a la comprensión, la interpretación, la comunicación y el testimonio de la Palabra de Dios. El propio san Pablo, cuando proclamó el primer Credo cristiano, reconocerá que “transmitió” lo que él “a su vez recibió” de la Tradición (1 Cor 15, 3-5).
II. El rostro de la Palabra: Jesucristo
4. En el original griego son sólo tres las palabras fundamentales: Lógos, sarx, eghéneto, “el Verbo/Palabra se hizo carne”. Sin embargo, éste no es sólo el ápice de esa joya poética y teológica que es el prólogo del Evangelio de san Juan (1, 14), sino el corazón mismo de la fe cristiana. La Palabra eterna y divina entra en el espacio y en el tiempo y asume un rostro y una identidad humana, tan es así que es posible acercarse a ella directamente pidiendo, como hizo aquel grupo de griegos presentes en Jerusalén: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 20-21). Las palabras sin un rostro no son perfectas, porque no cumplen plenamente el encuentro, como recordaba Job, cuando llegó al final de su dramático itinerario de búsqueda: “Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos” (42, 5).
Cristo es “la Palabra que está junto a Dios y es Dios”, es “imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col 1, 15); pero también es Jesús de Nazaret, que camina por las calles de una provincia marginal del imperio romano, que habla una lengua local, que presenta los rasgos de un pueblo, el judío, y de su cultura. El Jesucristo real es, por tanto, carne frágil y mortal, es historia y humanidad, pero también es gloria, divinidad, misterio: Aquel que nos ha revelado el Dios que nadie ha visto jamás (cf. Jn 1, 18). El Hijo de Dios sigue siendo el mismo aún en ese cadáver depositado en el sepulcro y la resurrección es su testimonio vivo y eficaz.
5. Así pues, la tradición cristiana ha puesto a menudo en paralelo la Palabra divina que se hace carne con la misma Palabra que se hace libro. Es lo que ya aparece en el Credo cuando se profesa que el Hijo de Dios “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen”, pero también se confiesa la fe en el mismo “Espíritu Santo que habló por los profetas”. El Concilio Vaticano II recoge esta antigua tradición según la cual “el cuerpo del Hijo es la Escritura que nos fue transmitida” – como afirma san Ambrosio (In Lucam VI, 33) – y declara límpidamente: “Las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres” (DV 13).
En efecto, la Biblia es también “carne”, “letra”, se expresa en lenguas particulares, en formas literarias e históricas, en concepciones ligadas a una cultura antigua, guarda la memoria de hechos a menudo trágicos, sus páginas están surcadas no pocas veces de sangre y violencia, en su interior resuena la risa de la humanidad y fluyen las lágrimas, así como se eleva la súplica de los infelices y la alegría de los enamorados. Debido a esta dimensión “carnal”, exige un análisis histórico y literario, que se lleva a cabo a través de distintos métodos y enfoques ofrecidos por la exégesis bíblica. Cada lector de las Sagradas Escrituras, incluso el más sencillo, debe tener un conocimiento proporcionado del texto sagrado recordando que la Palabra está revestida de palabras concretas a las que se pliega y adapta para ser audible y comprensible a la humanidad.
Este es un compromiso necesario: si se lo excluye, se podría caer en el fundamentalismo que prácticamente niega la encarnación de la Palabra divina en la historia, no reconoce que esa palabra se expresa en la Biblia según un lenguaje humano, que tiene que ser descifrado, estudiado y comprendido, e ignora que la inspiración divina no ha borrado la identidad histórica y la personalidad propia de los autores humanos. Sin embargo, la Biblia también es Verbo eterno y divino y por este motivo exige otra comprensión, dada por el Espíritu Santo que devela la dimensión trascendente de la Palabra divina, presente en las palabras humanas.
6. He aquí, por tanto, la necesidad de la “viva Tradición de toda la Iglesia” (DV 12) y de la fe para comprender de modo unitario y pleno las Sagradas Escrituras. Si nos detenemos sólo en la “letra”, la Biblia entonces se reduce a un solemne documento del pasado, un noble testimonio ético y cultural. Pero si se excluye la encarnación, se puede caer en el equívoco fundamentalista o en un vago espiritualismo o psicologismo. El conocimiento exegético tiene, por tanto, que entrelazarse indisolublemente con la tradición espiritual y teológica para que no se quiebre la unidad divina y humana de Jesucristo, y de las Escrituras.
En esta armonía reencontrada, el rostro de Cristo brillará en su plenitud y nos ayudará a descubrir otra unidad, la unidad profunda e íntima de las Sagradas Escrituras, el hecho de ser, en realidad 73 libros, que sin embargo se incluyen en un único “Canon”, en un único diálogo entre Dios y la humanidad, en un único designio de salvación. “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1, 1-2). Cristo proyecta de esta forma retrospectivamente su luz sobre la entera trama de la historia de la salvación y revela su coherencia, su significado, su dirección.
Él es el sello, “el Alfa y la Omega” (Ap 1, 8) de un diálogo entre Dios y sus criaturas repartido en el tiempo y atestiguado en la Biblia. Es a la luz de este sello final cómo adquieren su “pleno sentido” las palabras de Moisés y de los profetas, como había indicado el mismo Jesús aquella tarde de primavera, mientras él iba de Jerusalén hacia el pueblo de Emaús, dialogando con Cleofás y su amigo, cuando “les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24, 27).
Precisamente porque en el centro de la Revelación está la Palabra divina transformada en rostro, el fin último del conocimiento de la Biblia no está “en una decisión ética o una gran idea, sino en el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).
III. La Casa de la Palabra: la Iglesia
Como la sabiduría divina en el Antiguo Testamento, había edificado su casa en la ciudad de los hombres y de las mujeres, sosteniéndola sobre sus siete columnas (cf. Pr 9, 1), también la Palabra de Dios tiene una casa en el Nuevo Testamento: es la Iglesia que posee su modelo en la comunidad-madre de Jerusalén, la Iglesia, fundada sobre Pedro y los apóstoles y que hoy, a través de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, sigue siendo garante, animadora e intérprete de la Palabra (cf. LG 13). Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones”.
7. En primer lugar, esto es la didaché apostólica, es decir, la predicación de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo, en efecto, nos advierte que “la fe por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo” (Rm 10, 17). Desde la Iglesia sale la voz del mensajero que propone a todos el kérygma, o sea el anuncio primario y fundamental que el mismo Jesús había proclamado al comienzo de su ministerio público: “el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Arrepentíos! Y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). Los apóstoles anuncian la inauguración del Reino de Dios y, por lo tanto, de la decisiva intervención divina en la historia humana, proclamando la muerte y la resurrección de Cristo: “En ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos” (Hch 4, 12). El cristiano da testimonio de su esperanza: “háganlo con delicadeza y respeto, y con tranquilidad de conciencia”, preparado sin embargo a ser también envuelto y tal vez arrollado por el torbellino del rechazo y de la persecución, consciente de que “es mejor sufrir por hacer el bien, si ésa es la voluntad de Dios, que por hacer el mal” (1 Pe 3, 16-17).
En la Iglesia resuena, después, la catequesis que está destinada a profundizar en el cristiano “el misterio de Cristo a la luz de la Palabra para que todo el hombre sea irradiado por ella” (Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 20). Pero el apogeo de la predicación está en la homilía que aún hoy, para muchos cristianos, es el momento culminante del encuentro con la Palabra de Dios. En este acto, el ministro debería transformarse también en profeta. En efecto, Él debe con un lenguaje nítido, incisivo y sustancial y no sólo con autoridad “anunciar las maravillosas obras de Dios en la historia de la salvación” (SC 35) – ofrecidas anteriormente, a través de una clara y viva lectura del texto bíblico propuesto por la liturgia – pero que también debe actualizarse según los tiempos y momentos vividos por los oyentes, haciendo germinar en sus corazones la pregunta para la conversión y para el compromiso vital: “¿qué tenemos que hacer?” (He 2, 37).
El anuncio, la catequesis y la homilía suponen, por lo tanto, la capacidad de leer y de comprender, de explicar e interpretar, implicando la mente y el corazón. En la predicación se cumple, de este modo, un doble movimiento. Con el primero se remonta a los orígenes de los textos sagrados, de los eventos, de las palabras generadoras de la historia de la salvación para comprenderlas en su significado y en su mensaje. Con el segundo movimiento se vuelve al presente, a la actualidad vivida por quien escucha y lee siempre a la luz del Cristo que es el hilo luminoso destinado a unir las Escrituras. Es lo que el mismo Jesús había hecho – como ya dijimos – en el itinerario de Jerusalén a Emaús, en compañía de sus dos discípulos. Esto es lo que hará el diácono Felipe en el camino de Jerusalén a Gaza, cuando junto al funcionario etíope instituirá ese diálogo emblemático: “¿Entiendes lo que estás leyendo? […] ¿Cómo lo voy a entender si no tengo quien me lo explique?” (Hch 8, 30-31). Y la meta será el encuentro íntegro con Cristo en el sacramento. De esta manera se presenta la segunda columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra divina.
8. Es la fracción del pan. La escena de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) una vez más es ejemplar y reproduce cuanto sucede cada día en nuestras iglesias: después de la homilía de Jesús sobre Moisés y los profetas aparece, en la mesa, la fracción del pan eucarístico. Éste es el momento del diálogo íntimo de Dios con su pueblo, es el acto de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo (cf. Lc 22, 20), es la obra suprema del Verbo que se ofrece como alimento en su cuerpo inmolado, es la fuente y la cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La narración evangélica de la última cena, memorial del sacrificio de Cristo, cuando se proclama en la celebración eucarística, en la invocación del Espíritu Santo, se convierte en evento y sacramento. Por esta razón es que el Concilio Vaticano II, en un pasaje de gran intensidad, declaraba: “La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo” (DV 21). Por esto, se deberá volver a poner en el centro de la vida cristiana “la Liturgia de la Palabra y la Eucarística que están tan íntimamente unidas de tal manera que constituyen un solo acto de culto” (SC 56).
9. La tercera columna del edificio espiritual de la Iglesia, la casa de la Palabra, está constituida por las oraciones, entrelazadas – como recordaba san Pablo – por “salmos, himnos, alabanzas espontáneas” (Col 3, 16). Un lugar privilegiado lo ocupa naturalmente la Liturgia de las horas, la oración de la Iglesia por excelencia, destinada a marcar el paso de los días y de los tiempos del año cristiano que ofrece, sobre todo con el Salterio, el alimento espiritual cotidiano del fiel. Junto a ésta y a las celebraciones comunitarias de la Palabra, la tradición ha introducido la práctica de la Lectio divina, lectura orante en el Espíritu Santo, capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente.
Esta se abre con la lectura (lectio) del texto que conduce a preguntarnos sobre el conocimiento auténtico de su contenido práctico: ¿qué dice el texto bíblico en sí? Sigue la meditación (meditatio) en la cual la pregunta es: ¿qué nos dice el texto bíblico? De esta manera se llega a la oración (oratio) que supone otra pregunta: ¿qué le decimos al Señor como respuesta a su Palabra? Se concluye con la contemplación (contemplatio) durante la cual asumimos como don de Dios la misma mirada para juzgar la realidad y nos preguntamos: ¿qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor?
Frente al lector orante de la Palabra de Dios se levanta idealmente el perfil de María, la madre del Señor, que “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19; cf. 2, 51), – como dice el texto original griego – encontrando el vínculo profundo que une eventos, actos y cosas, aparentemente desunidas, con el plan divino. También se puede presentar a los ojos del fiel que lee la Biblia, la actitud de María, hermana de Marta, que se sienta a los pies del Señor a la escucha de su Palabra, no dejando que las agitaciones exteriores le absorban enteramente su alma, y ocupando también el espacio libre de “la parte mejor” que no nos debe ser quitada (cf. Lc 10, 38-42).
10. Aquí estamos, finalmente, frente a la última columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra: la koinonía, la comunión fraterna, otro de los nombres del ágape, es decir, del amor cristiano. Como recordaba Jesús, para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser “los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es ofrecer tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea del llamado de los profetas que constantemente unía la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social. Esto es lo que repetía continuamente Jesús, a partir de la célebre admonición en el Sermón de la montaña: “No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21). En esta frase parece resonar la Palabra divina propuesta por Isaías: “Este pueblo se me acerca con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (29, 13). Estas advertencias son también para las iglesias cuando no son fieles a la escucha obediente de la Palabra de Dios.
Por ello, ésta debe ser visible y legible ya en el rostro mismo y en las manos del creyente, como lo sugirió san Gregorio Magno que veía en san Benito, y en los otros grandes hombres de Dios, los testimonios de la comunión con Dios y sus hermanos, con la Palabra de Dios hecha vida. El hombre justo y fiel no sólo “explica” las Escrituras, sino que las “despliega” frente a todos como realidad viva y practicada. Por eso es que la viva lectio, vita bonorum o la vida de los buenos, es una lectura/lección viviente de la Palabra divina. Ya san Juan Crisóstomo había observado que los apóstoles descendieron del monte de Galilea, donde habían encontrado al Resucitado, sin ninguna tabla de piedra escrita como sucedió con Moisés, ya que desde aquel momento, sus mismas vidas se transformaron en Evangelio viviente.
En la casa de la Palabra Divina encontramos también a los hermanos y las hermanas de las otras Iglesias y comunidades eclesiales que, a pesar de la separación que todavía hoy existe, se reencuentran con nosotros en la veneración y en el amor por la Palabra de Dios, principio y fuente de una primera y verdadera unidad, aunque, incompleta. Este vínculo siempre debe reforzarse por medio de las traducciones bíblicas comunes, la difusión del texto sagrado, la oración bíblica ecuménica, el diálogo exegético, el estudio y la comparación entre las diferentes interpretaciones de las Sagradas Escrituras, el intercambio de los valores propios de las diversas tradiciones espirituales, el anuncio y el testimonio común de la Palabra de Dios en un mundo secularizado.
IV. Los caminos de la Palabra: la misión
“Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra del Señor” (Is 2,3). La Palabra de Dios personificada “sale” de su casa, del templo, y se encamina a lo largo de los caminos del mundo para encontrar el gran peregrinación que los pueblos de la tierra han emprendido en la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la paz. Existe, en efecto, también en la moderna ciudad secularizada, en sus plazas, y en sus calles – donde parecen reinar la incredulidad y la indiferencia, donde el mal parece prevalecer sobre el bien, creando la impresión de la victoria de Babilonia sobre Jerusalén – un deseo escondido, una esperanza germinal, una conmoción de esperanza. Come se lee en el libro del profeta Amos, “vienen días – dice Dios, el Señor – en los cuales enviaré hambre a la tierra. No de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios” (8, 11). A este hambre quiere responder la misión evangelizadora de la Iglesia.
Asimismo Cristo resucitado lanza el llamado a los apóstoles, titubeantes para salir de las fronteras de su horizonte protegido: “Por tanto, id a todas las naciones, haced discípulos […] y enseñadles a obedecer todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19-20). La Biblia está llena de llamadas a “no callar”, a “gritar con fuerza”, a “anunciar la Palabra en el momento oportuno e importuno” a ser guardianes que rompen el silencio de la indiferencia. Los caminos que se abren frente a nosotros, hoy, no son únicamente los que recorrió san Pablo o los primeros evangelizadores y, detrás de ellos, todos los misioneros fueron al encuentro de la gente en tierras lejanas.
11. La comunicación extiende ahora una red que envuelve todo el mundo y el llamado de Cristo adquiere un nuevo significado: “Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día, y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas” (Mt 10, 27). Ciertamente, la Palabra sagrada debe tener una primera transparencia y difusión por medio del texto impreso, con traducciones que respondan a la variedad de idiomas de nuestro planeta. Pero la voz de la Palabra divina debe resonar también a través de la radio, las autopistas de la información de Internet, los canales de difusión virtual on line, los CD, los DVD, los podcast (MP3) y otros; debe aparecer en las pantallas televisivas y cinematográficas, en la prensa, en los eventos culturales y sociales.
Esta nueva comunicación, comparándola con la tradicional, ha asumido una gramática expresiva específica y es necesario, por lo tanto, estar preparados no sólo en el plano técnico, sino también cultural para dicha empresa. En un tiempo dominado por la imagen, propuesta especialmente desde el medio hegemónico de la comunicación que es la televisión, es todavía significativo y sugestivo el modelo privilegiado por Cristo. Él recurría al símbolo, a la narración, al ejemplo, a la experiencia diaria, a la parábola: “Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas […] y no les hablaba sin parábolas” (Mt 13, 3.34). Jesús en su anuncio del reino de Dios, nunca se dirigía a sus interlocutores con un lenguaje vago, abstracto y etéreo, sino que les conquistaba partiendo justamente de la tierra, donde apoyaban sus pies para conducirlos de lo cotidiano, a la revelación del reino de los cielos. Se vuelve entonces significativa la escena evocada por Juan: “Algunos quisieron prenderlo, pero ninguno le echó mano. Los guardias volvieron a los principales sacerdotes y a los fariseos. Y ellos les preguntaron: ¿Por qué no lo trajiste? Los guardias respondieron: “Jamás hombre alguno habló como este hombre” (7, 44-46).
12. Cristo camina por las calles de nuestras ciudades y se detiene ante el umbral de nuestras casas: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). La familia, encerrada en su hogar, con sus alegrías y sus dramas, es un espacio fundamental en el que debe entrar la Palabra de Dios. La Biblia está llena de pequeñas y grandes historias familiares y el Salmista imagina con vivacidad el cuadro sereno de un padre sentado a la mesa, rodeado de su esposa, como una vid fecunda, y de sus hijos, como “brotes de olivo” (Sal 128). Los primeros cristianos celebraban la liturgia en lo cotidiano de una casa, así como Israel confiaba a la familia la celebración de la Pascua (cf. Ex 12, 21-27). La Palabra de Dios se transmite de una generación a otra, por lo que los padres se convierten en “los primeros predicadores de la fe” (LG 11). El Salmista también recordaba que “lo que hemos oído y aprendido, lo que nuestros padres nos contaron, no queremos ocultarlo a nuestros hijos, lo narraremos a la próxima generación: son las glorias del Señor y su poder, las maravillas que Él realizó; … y podrán contarlas a sus propios hijos” (Sal 78, 3-4.6).
Cada casa deberá, pues, tener su Biblia y custodiarla de modo concreto y digno, leerla y rezar con ella, mientras que la familia deberá proponer formas y modelos de educación orante, catequística y didáctica sobre el uso de las Escrituras, para que “jóvenes y doncellas también, los viejos junto con los niños” (Sal 148, 12) escuchen, comprendan, alaben y vivan la Palabra de Dios. En especial, las nuevas generaciones, los niños, los jóvenes, tendrán que ser los destinatarios de una pedagogía apropiada y específica, que los conduzca a experimentar el atractivo de la figura de Cristo, abriendo la puerta de su inteligencia y su corazón, a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial.
13. Jesús, en la parábola del sembrador, nos recuerda que existen terrenos áridos, pedregosos y sofocados por los abrojos (cf. Mt 13, 3-7). Quien entra en las calles del mundo descubre también los bajos fondos donde anidan sufrimientos y pobreza, humillaciones y opresiones, marginación y miserias, enfermedades físicas, psíquicas y soledades. A menudo, las piedras de las calles están ensangrentadas por guerras y violencias, en los centros de poder la corrupción se reúne con la injusticia. Se alza el grito de los perseguidos por la fidelidad a su conciencia y su fe. Algunos se ven arrollados por la crisis existencial o su alma se ve privada de un significado que dé sentido y valor a la vida misma. Como es “mera sombra el humano que pasa, sólo un soplo las riquezas que amontona” (Sal 39,7), muchos sienten cernirse sobre ellos también el silencio de Dios, su aparente ausencia e indiferencia: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?” (Sal 13, 2). Y al final, se yergue ante todos el misterio de la muerte.
La Biblia, que propone precisamente una fe histórica y encarnada, representa incesantemente este inmenso grito de dolor que sube de la tierra hacia el cielo. Bastaría sólo con pensar en las páginas marcadas por la violencia y la opresión, en el grito áspero y continuado de Job, en las vehementes súplicas de los salmos, en la sutil crisis interior que recorre el alma del Eclesiastés, en las vigorosas denuncias proféticas contra las injusticias sociales. Además, se presenta sin atenuantes la condena del pecado radical, que aparece en todo su poder devastador desde los exordios de la humanidad en un texto fundamental del Génesis (c. 3). En efecto, el “misterio del pecado” está presente y actúa en la historia, pero es revelado por la Palabra de Dios que asegura en Cristo la victoria del bien sobre el mal.
Pero, sobre todo, en las Escrituras domina principalmente la figura de Cristo, que comienza su ministerio público precisamente con un anuncio de esperanza para los últimos de la tierra: “El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Sus manos tocan repetidamente cuerpos enfermos o infectados, sus palabras proclaman la justicia, infunden valor a los infelices, conceden el perdón a los pecadores. Al final, él mismo se acerca al nivel más bajo, “despojándose a sí mismo” de su gloria, “tomando la condición de esclavo, asumiendo la semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre … se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 7-8).
Así, siente miedo de morir (“Padre, si es posible, ¡aparta de mí este cáliz!”), experimenta la soledad con el abandono y la traición de los amigos, penetra en la oscuridad del dolor físico más cruel con la crucifixión e incluso en las tinieblas del silencio del Padre (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”) y llega al precipicio último de cada hombre, el de la muerte (“dando un fuerte grito, expiró”). Verdaderamente, a él se puede aplicar la definición que Isaías reserva al Siervo del Señor: “varón de dolores y que conoce el sufrimiento” (cf. Is 53, 3).
Y aún así, también en ese momento extremo, no deja de ser el Hijo de Dios: en su solidaridad de amor y con el sacrificio de sí mismo siembra en el límite y en el mal de la humanidad una semilla de divinidad, o sea, un principio de liberación y de salvación; con su entrega a nosotros circunda de redención el dolor y la muerte, que él asumió y vivió, y abre también para nosotros la aurora de la resurrección. El cristiano tiene, pues, la misión de anunciar esta Palabra divina de esperanza, compartiéndola con los pobres y los que sufren, mediante el testimonio de su fe en el Reino de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, de amor y paz, mediante la cercanía amorosa que no juzga ni condena, sino que sostiene, ilumina, conforta y perdona, siguiendo las palabras de Cristo: “Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados, y yo les daré descanso” (Mt 11, 28).
14. Por los caminos del mundo la Palabra divina genera para nosotros, los cristianos, un encuentro intenso con el pueblo judío, al que estamos íntimamente unidos a través del reconocimiento común y el amor por las Escrituras del Antiguo Testamento, y porque de Israel “procede Cristo según la carne” (Rm 9, 5). Todas las sagradas páginas judías iluminan el misterio de Dios y del hombre, revelan tesoros de reflexión y de moral, trazan el largo itinerario de la historia de la salvación hasta su pleno cumplimiento, ilustran con vigor la encarnación de la Palabra divina en las vicisitudes humanas. Nos permiten comprender plenamente la figura de Cristo, quien había declarado “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17), son camino de diálogo con el pueblo elegido que ha recibido de Dios “la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas” (Rm 9, 4), y nos permiten enriquecer nuestra interpretación de las Sagradas Escrituras con los recursos fecundos de la tradición exegética judaica.
“Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asiria, y mi heredad Israel” (Is 19, 25). El Señor extiende, por lo tanto, el manto de protección de su bendición sobre todos los pueblos de la tierra, deseoso de que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2, 4). También nosotros, los cristianos, por los caminos del mundo, estamos invitados – sin caer en el sincretismo que confunde y humilla la propia identidad espiritual – a entrar con respeto en diálogo con los hombres y mujeres de otras religiones, que escuchan y practican fielmente las indicaciones de sus libros sagrados, comenzando por el islamismo, que en su tradición acoge innumerables figuras, símbolos y temas bíblicos y nos ofrece el testimonio de una fe sincera en el Dios único, compasivo y misericordioso, Creador de todo el ser y Juez de la Humanidad.
El cristiano encuentra, además, sintonías comunes con las grandes tradiciones religiosas de Oriente que nos enseñan en sus textos sagrados el respeto a la vida, la contemplación, el silencio, la sencillez, la renuncia, como sucede en el budismo. O bien, como en el hinduismo, exaltan el sentido de lo sagrado, el sacrificio, la peregrinación, el ayuno, los símbolos sagrados. O, también, como en el confucionismo, enseñan la sabiduría y los valores familiares y sociales. También queremos prestar nuestra cordial atención a las religiones tradicionales, con sus valores espirituales expresados en los ritos y las culturas orales, y entablar con ellas un respetuoso diálogo; y con cuantos no creen en Dios, pero se esfuerzan por “respetar el derecho, amar la lealtad, y proceder humildemente” (Mi 6, 8), tenemos que trabajar por un mundo más justo y en paz, y ofrecer en diálogo nuestro genuino testimonio de la Palabra de Dios, que puede revelarles nuevos y más altos horizontes de verdad y de amor.
15. En su Carta a los artistas (1999), Juan Pablo II recordaba que “la Sagrada Escritura se ha convertido en una especie de inmenso vocabulario” (P. Claudel) y de “Atlas iconográfico” (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos” (n. 5). Goethe estaba convencido de que el Evangelio fuera la “lengua materna de Europa”. La Biblia, como se suele decir, es “el gran código” de la cultura universal: los artistas, idealmente, han impregnado sus pinceles en ese alfabeto teñido de historias, símbolos, figuras que son las páginas bíblicas; los músicos han tejido sus armonías alrededor de los textos sagrados, especialmente los salmos; los escritores durante siglos han retomado esas antiguas narraciones que se convertían en parábolas existenciales; los poetas se han planteado preguntas sobre los misterios del espíritu, el infinito, el mal, el amor, la muerte y la vida, recogiendo con frecuencia el clamor poético que animaba las páginas bíblicas; los pensadores, los hombres de ciencia y la misma sociedad a menudo tenían como punto de referencia, aunque fuera por contraste, los conceptos espirituales y éticos (pensemos en el Decálogo) de la Palabra de Dios. Aun cuando la figura o la idea presente en las Escrituras se deformaba, se reconocía que era imprescindible y constitutiva de nuestra civilización.
Por esto, la Biblia -que también enseña la via pulchritudinis, es decir, el camino de la belleza para comprender y llegar a Dios (“¡tocad para Dios con destreza!”, nos invita el Sal 47, 8)- no solo es necesaria para el creyente, sino para todos, para descubrir nuevamente los significados auténticos de las varias expresiones culturales y, sobre todo, para encontrar nuevamente nuestra identidad histórica, civil, humana y espiritual. En ella se encuentra la raíz de nuestra grandeza y mediante ella podemos presentarnos con un noble patrimonio a las demás civilizaciones y culturas, sin ningún complejo de inferioridad. Por lo tanto, todos deberían conocer y estudiar la Biblia, bajo este extraordinario perfil de belleza y fecundidad humana y cultural.
No obstante, la Palabra de Dios -para usar una significativa imagen paulina- “no está encadenada” (2 Tm 2, 9) a una cultura; es más, aspira a atravesar las fronteras y, precisamente el Apóstol fue un artífice excepcional de inculturación del mensaje bíblico dentro de nuevas coordenadas culturales. Es lo que la Iglesia está llamada a hacer también hoy, mediante un proceso delicado pero necesario, que ha recibido un fuerte impulso del magisterio del Papa Benedicto XVI. Tiene que hacer que la Palabra de Dios penetre en la multiplicidad de las culturas y expresarla según sus lenguajes, sus concepciones, sus símbolos y sus tradiciones religiosas. Sin embargo, debe ser capaz de custodiar la sustancia de sus contenidos, vigilando y evitando el riesgo de degeneración.
La Iglesia tiene que hacer brillar los valores que la Palabra de Dios ofrece a otras culturas, de manera que puedan llegar a ser purificadas y fecundadas por ella. Como dijo Juan Pablo II al episcopado de Kenya durante su viaje a África en 1980, “la inculturación será realmente un reflejo de la encarnación del Verbo, cuando una cultura, transformada y regenerada por el Evangelio, produce en su propia tradición expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento cristiano”.
Conclusión
“La voz de cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: “Toma el librito que está abierto en la mano del ángel …”. Y el ángel me dijo: “Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel”. Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas” (Ap 10, 8-11).
Hermanos y hermanas de todo el mundo, acojamos también nosotros esta invitación; acerquémonos a la mesa de la Palabra de Dios, para alimentarnos y vivir “no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3; Mt 4, 4). La Sagrada Escritura – como afirmaba una gran figura de la cultura cristiana – “tiene pasajes adecuados para consolar todas las condiciones humanas y pasajes adecuados para atemorizar en todas las condiciones” (B. Pascal, Pensieri, n. 532. ed. Brunschvicg).
La Palabra de Dios, en efecto, es “más dulce que la miel, más que el jugo de panales” (Sal 19, 11), es “antorcha para mis pasos, luz para mi sendero” (Sal 119, 105), pero también “como el fuego y como un martillo que golpea la peña” (Jr 23, 29). Es como una lluvia que empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar, haciendo florecer de este modo también la aridez de nuestros desiertos espirituales (cf. Is 55, 10-11). Pero también es “viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4, 12).
Nuestra mirada se dirige con afecto a todos los estudiosos, a los catequistas y otros servidores de la Palabra de Dios para expresarles nuestra gratitud más intensa y cordial por su precioso e importante ministerio. Nos dirigimos también a nuestros hermanos y hermanas perseguidos o asesinados a causa de la Palabra de Dios y el testimonio que dan al Señor Jesús (cf. Ap 6, 9): como testigos y mártires nos cuentan “la fuerza de la palabra” (Rm 1, 16), origen de su fe, su esperanza y su amor por Dios y por los hombres.
Hagamos ahora silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor y mantengamos el silencio luego de la escucha porque seguirá habitando, viviendo en nosotros y hablándonos. Hagámosla resonar al principio de nuestro día, para que Dios tenga la primera palabra y dejémosla que resuene dentro de nosotros por la noche, para que la última palabra sea de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, “Te saludan todos los que están conmigo. Saluda a los que nos aman en la fe. ¡La gracia con todos vosotros!” (Tt 3, 15).
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Mensaje al Pueblo de Dios
XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
24 de octubre de 2008
por Grupo educativo COAS | 21 Dic, 2013 | Postcomunión Dinámicas
Con motivo de la Navidad, os proponemos que conozcáis mejor estas fiestas mediante la realización de este crucigrama.
Nosotros os ofrecemos esta dinámica para imprimir y realizar en papel, pero si queréis podéis realizar este crucigrama directamente en la página del Departamente de Religión del Grupo Educativo COAS.
Podéis obtener las imágenes en tamaño real, tanto del crucigrama como de la solución, pulsando directamente sobre el título.
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Conoce mejor la Navidad: Palabras Cruzadas
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Conoce mejor la Navidad: Solucionario de las Palabras Cruzadas
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Fuente original: Departamento de Religión del Grupo Educativo COAS
por CeF | 29 May, 2013 | Postcomunión Dinámicas
En este mes de mayo, mes de la Virgen María, os proponemos un mejor conocimiento de Nuestra Señora mediante la realización de este crucigrama.
Podéis obtener las imágenes en tamaño real, tanto del crucigrama como de la solución, pulsando directamente sobre el título.
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Conoce a Nuestra Señora: Palabras Cruzadas
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Conoce a Nuestra Señora: Solucionario de las Palabras Cruzadas
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