La Leyenda del Petirrojo: La Misa, Marca de Cristo
Un hermoso día de primavera, una pareja de avecillas —eran grises e insignificantes— estaban sentadas en su nido, en un arbusto denso que se apoyaban en el muro de Jerusalén. En el nido había tres pequeños huevos. Dentro de pocos días debían salir los pichones.
De repente desde la cercana puerta de la ciudad se oía una gritería. Apareció una masa de gente enardecida de cólera. Un soldado sentado en su caballo abría el desfile de los militares armados. Luego se veía a tres hombres, cargando cada uno con su cruz. Uno de ellos llamaba la atención por su porte noble en medio de la tortura y humillación. A los que llevaban al Gólgota, donde se realizaban los ajusticiamientos de muerte.
Entonces acontecieron muchas cosas que no se podían distinguir bien. Pero luego la pareja de avecillas vio lo siguiente: el hombre de porte noble —Jesucristo, nuestro Salvador— fue estrechado sobre la cruz que se había tirado al suelo. Un tipo particularmente rudo sacó un clavo del grosor de un dedo meñique, de 20 centímetros de largo. Arrastró la mano hasta el extremo del transversal y comenzó a clavar la mano en la madera. Cuando vieron esto las avecillas, sus plumas se pusieron de punta de terror. El ave madre dijo: «Tenemos que ayudar». El papá dijo: » Sencillamente les quitamos los clavos». Dicho y hecho. Volaron al lugar de la crucifixión y se sentaron en la cajita de los clavos. El ave mamá tomó la punta más delgada en su pico y el papá la parte superior. Con mucho esfuerzo levantaron vuelo. Cuando llegaron al arbusto dejaron caerlo entre las ramas y desapareció. Antes de continuar con la tarea tenían que mirar el nido para asegurarse que todo estaba bien. Cuando llegaron de nuevo al lugar donde estaban las cruces el verdugo estaba justo clavando la otra mano de Jesús en la cruz. Vio a las avecillas y les gritó: «¡Malditas, aléjense!» Y los ahuyentó con su pesado martillo. Luego buscó los clavos restantes y encontró solo uno, el tercero. Lo agarró y blasfemaba porque le hacía falta el cuarto clavo. Le habían malogrado su cruel tarea. ¿Cómo continuar con la crucifixión? Luego puso los pies de Jesús uno sobre el otro y los perforó son un solo clavo para fijarlos en la cruz.
Con mucha gritería e insultos levantaron la cruz. Cuando las avecillas vieron a Jesús colgado entre tantos dolores, dijo el papá: «Lo que se ha clavado se puede sacar otra vez. Ven, vamos a sacar los clavos». Ambas avecillas volaron hasta la cruz, se sentaron en el palo horizontal e intentaron con un máximo esfuerzo sacar el clavo. Sus fuerzas no eran suficientes para logarlo. Jesús los miró con gratitud. Luego volvieron a su nido. Allí vieron que las plumas de sus pechos estaban pintadas de rojo con la sangre de la mano de Jesús.
El día domingo los pichones salieron de sus huevos. Era la mañana de Pascua de Resurrección. Los papás alimentaban a sus pequeños y trajeron lo mejor que podían encontrar. Cuando hicieron una pausa, sentados en el borde del nido, la mamá dijo: «Papá, mira. Nuestros hijos tienen plumas rojas». El papá miró y dijo: «Es verdad. Justo donde también nosotros tenemos las manchas de sangre del crucificado de anteayer». —Él nos lo ha dejado a nosotros y a nuestros niños como recuerdo», dijo la mamá. Era verdad. Como señal de gratitud por su esfuerzo por el Salvador crucificado estas avecillas grises y insignificantes llevan un el pecho y la garganta una mancha roja. Por eso se llaman petirrojos. En cada Santa Misa estamos junto a la cruz. Su pasión y su muerte, su sacrificio es para nosotros. Recordamos como Jesús sufrió tanto por nosotros el Viernes Santo. Debería sucedernos igual que a las avecillas grises: Que nos preocupemos por Jesús, que le ayudemos, que tomemos parte en su sacrificio que le ayudemos en su cuidado por los hombres. Entonces seremos marcados y sellados por Jesús. No llevamos una mancha roja visible. Sin embargo nuestro corazón estará lleno de Él, dispuesto para Él y del mismo sentir con Él. El Apóstol San Pablo dice: «Cristo vive en mí y yo en Él». Este es el efecto más hermoso de la Santa Misa: Cuando el cristiano se convierte más y más en Cristo.