por Santo Padre Francisco | 31 Mar, 2014 | Catequesis Magisterio
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
A través de los sacramentos de iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora, todos lo sabemos, llevamos esta vida «en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7), estamos aún sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la nueva vida. Por ello el Señor Jesús quiso que la Iglesia continúe su obra de salvación también hacia los propios miembros, en especial con el sacramento de la Reconciliación y la Unción de los enfermos, que se pueden unir con el nombre de «sacramentos de curación». El sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación. Cuando yo voy a confesarme es para sanarme, curar mi alma, sanar el corazón y algo que hice y no funciona bien. La imagen bíblica que mejor los expresa, en su vínculo profundo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y los cuerpos (cf. Mc 2, 1-12; Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26).
El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de la Pascua el Señor se aparece a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y, tras dirigirles el saludo «Paz a vosotros», sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 21-23). Este pasaje nos descubre la dinámica más profunda contenida en este sacramento. Ante todo, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en la paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza; y cuando recibimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz del alma tan bella que sólo Jesús puede dar, sólo Él.
A lo largo del tiempo, la celebración de este sacramento pasó de una forma pública —porque al inicio se hacía públicamente— a la forma personal, a la forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no debe hacer perder la fuente eclesial, que constituye el contexto vital. En efecto, es la comunidad cristiana el lugar donde se hace presente el Espíritu, quien renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en Cristo Jesús. He aquí, entonces, por qué no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humilde y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración de este sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que le alienta y le acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir a Dios «perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la persona del sacerdote. «Pero padre, yo me avergüenzo…». Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco de vergüenza, porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene vergüenza, en mi país decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza hace bien, porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios perdona. También desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decir al sacerdote estas cosas, que tanto pesan a mi corazón. Y uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. No tener miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza, pero después, cuando termina la Confesión sale libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la Confesión! Quisiera preguntaros —pero no lo digáis en voz alta, que cada uno responda en su corazón—: ¿cuándo fue la última vez que te confesaste? Cada uno piense en ello… ¿Son dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Cada uno haga cuentas, pero cada uno se pregunte: ¿cuándo fue la última vez que me confesé? Y si pasó mucho tiempo, no perder un día más, ve, que el sacerdote será bueno. Jesús está allí, y Jesús es más bueno que los sacerdotes, Jesús te recibe, te recibe con mucho amor. Sé valiente y ve a la Confesión.
Queridos amigos, celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa, hermosa parábola del hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta. Sigamos adelante por este camino. Que Dios os bendiga.
* * *
Santo Padre Francisco
Audiencia General del miércoles, 19 de febrero de 2014
por Enciclopedia católica | 22 Abr, 2013 | Confirmación Liturgia
Cuando se ha partido de aquí de esta vida, ya no es posible hacer penitencia y no tiene efecto la satisfacción. Aquí se pierde o se gana la vida.
San Cipriano
* * *
La satisfacción
La absolución dada por el sacerdote a un penitente que confiesa sus pecados con las disposiciones apropiadas, remite tanto la culpa como el castigo eterno (del pecado mortal). Sin embargo, permanece una especie de deuda con la justicia Divina que debe ser cancelada aquí o en el más allá. Para ser cancelada, el penitente recibe de su confesor lo que usualmente se llama «penitencia», en la forma de ciertas oraciones que el penitente debe decir o ciertas acciones que debe realizar, tal como visitas a una iglesia, las Estaciones de la Cruz, etc. Limosnas, proezas, ayunos, y oraciones que son los medios más importantes de satisfacción, aunque pueden ser impuestas, otras obras penitenciales.
La calidad y extensión de la penitencia está determinada por el confesor de acuerdo a la naturaleza de los pecados revelados, las circunstancias especiales del penitente, su responsabilidad de recaer, y la necesidad de erradicar hábitos malignos. A veces, la penitencia es tal que debe ser realizada inmediatamente; en otros casos puede requerir más o menos un tiempo considerable como por ejemplo, lo que sea prescrito para cada día durante una semana o mes. Pero incluso entonces, el penitente puede recibir otro sacramento (ejemplo, la Santa Comunión) inmediatamente después de la confesión, dado que la absolución restaura al penitente al estado de gracia. Está sin embargo, bajo la obligación de continuar la realización de su penitencia hasta que esté completa.
En lenguaje teológico, esta penitencia es llamada satisfacción y es definida, en las palabras de Santo Tomás: «El pago de un castigo temporal debido y a cuenta de una ofensa cometida contra Dios por el pecado» (Suppl. A la Summa, Q. XII, a. 3). Es un acto de justicia requerido por la injuria hecha al honor de Dios, hasta el punto al menos donde el pecador pueda reparar (poena vindicativa); también es un remedio preventivo en tanto y en cuanto tiene la intención de impedir la posterior comisión del pecado (poena medicinalis). La satisfacción no es, como la contricción y la confesión, una parte esencial del sacramento, porque el efecto primario, es decir, la remisión de la culpa y el castigo temporal—se obtienen sin la satisfacción; aunque si es una parte integral porque es requisito para obtener el efecto secundario- es decir, la remisión del castigo temporal. La doctrina Católica fue establecida en este punto por el Concilio de Trento, que condena la proposición: «Que el castigo completo es siempre remitido por Dios junto con la culpa, y la satisfacción requerida de los penitentes no es otra que fe a través de la cual ellos creen que Cristo lo ha satisfecho por ellos»; y más aún, la proposición: «Que las llaves fueron dada a las Iglesia sólo para soltar y no para atar también; y que por esto, al imponer penitencia sobre aquellos que se han confesado, los sacerdotes actúan contrariamente al propósito de las llaves y la institución de Cristo; que es una ficción (decir) que luego que el castigo eterno ha sido perdonado en virtud de las llaves, usualmente queda pagar una pena temporal» (Can. «de Sac. poenit.» , 12, 15; Denzinger, «Enchir.», 922, 925).
Contra los errores contenidos en estas declaraciones, el Concilio (Sesión XIV, c. VIII) cita ejemplos conspicuos de las Sagradas Escrituras. La más notable de ellas es el juicio pronunciado sobre David: «Y dijo Natán a David: El Señor ha remitido tu pecado; no morirás. Más, por cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido ciertamente morirá» (Samuel xii, 13, 14). El pecado de David fue perdonado y sin embargo tuvo que sufrir castigo por la pérdida de su hijo. La misma verdad es enseñada por San Pablo (I Cor., xi, 32): «más siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo». El castigo mencionado aquí es un castigo temporal, pero un castigo para la Salvación. «De todas las partes de la penitencia» dice el Concilio de Trento (op.cit), «la satisfacción fue recomendada constantemente por nuestros Padres». Esto fue admitido por los mismos Reformistas. Calvino (Instit., III, iv, 38) dice que toma poco en cuenta lo que los antiguos escritos contienen en relación a la satisfacción porque «prácticamente todos aquellos libros existentes fueron desviados sobre este punto o hablaban muy severamente». Chemnitius («Examen C. Trident.», 4) admite que Tertuliano, Cipriano, Ambrosio y Agustín, ensalzaron el valor de las obras penitenciales; y Flacio Illyricus en las «Centurias» tiene una larga lista de Padres y escritores primitivos quienes, como el admite, los señala como testigos de la doctrina de satisfacción. Algunos de los textos ya citados (Confesión) mencionan expresamente la satisfacción como parte de la penitencia sacramental. A éstos se puede agregar San Agustín quien dice que «El Hombre es forzado a sufrir incluso después de haberse perdonado sus pecados, aunque fue el pecado que lo llevó a esta penalidad. Porque el castigo sobrevive a la culpa, no sea que la culpa deba ser pensada leve si con su perdón, el castigo también termine» (Tract. CXXIV, «En Joann.», n. 5, in P.L., XXXV, 1972); San Ambrosio: «Tan eficaz es la medicina de la penitencia que (en vista de ella) Dios parece que deroga Su sentencia» («De poenit.», 1, 2, c. VI, n. 48, in P.L., XVI, 509); Cesareo de Arles: «Si en la tribulación, no agradecemos a Dios ni nos redimimos de nuestras faltas a través de buenas obras, deberemos ser detenidos en el fuego del purgatorio hasta que los pecados mas leves sean quemados como la madera o la paja» (Sermo CIV, n. 4). Entre los motivos para hacer penitencia sobre lo cual los Padres insistían más frecuentemente es este: Si tu castigas tu propio pecado, Dios te eximirá; pero en ningún caso el pecado quedará sin castigo. O nuevamente ellos declaran que Dios quiere que realicemos la satisfacción de manera que nosotros despejemos nuestras deudas con Su justicia. Es por lo tanto con buena razón que los concilios anteriores – ejemplo Laodicea (372 D.C.) y Cártago IV (397) – enseñan que la satisfacción es para ser impuesta a los penitentes; Y el Concilio de Trento no hace sino reiterar la creencia y práctica tradicional cuando hace obligatorio al confesor, el dar «penitencia». Por lo tanto, también la práctica de otorgar indulgencias, a través de la cual la Iglesia va en asistencia al penitente y pone a su disposición los tesoros de los méritos de Cristo. Las indulgencias, aunque están conectadas muy de cerca con la penitencia, no son parte del sacramento; ellas presuponen la confesión y absolución, y son propiamente llamadas remisiones extra sacramentales del castigo temporal incurrido por el pecado.
Nota: ver también el magisterio de la Iglesia acerca de la satisfacción.
* * *
Fuente original: Enciclopedia católica – Aciprensa
* * *
* * *
por CeF | 22 Abr, 2013 | Confirmación Liturgia
Llama con tu oración a su puerta, y pide, y vuelve a pedir. No será Él como el amigo de la parábola: se levantará y te socorrerá; no por aburrido de ti: está deseando dar; si ya llamaste a su puerta y no recibiste nada, sigue llamando que está deseando dar. Difiere darte lo que quiere darte para que más apetezcas lo diferido; que suele no apreciarse lo aprisa concedido.
San Agustín
* * *
Oración para antes o después del sacramento de la Reconciliación
¡Oh señor!
Presento mis culpas ante Tu presencia,
y quiero recordar las miserias que me han ocasionado.
Si pienso en el mal que he hecho,
muy poco es lo que padezco,
y mucho más lo que he merecido.
Muy grave es la culpa cometida,
y muy insignificante el castigo que sufrí.
Siento la pena del pecado,
pero no quiero evitar las ocasiones de pecar.
Cuando me castigas desfallece mi flaqueza,
y a pesar de eso, no dejo el pecado.
Mi conciencia siente el remordimiento,
pero mi orgullo no quiere doblegarse.
Mi vida está llena de miserias,
pero no se corrige en sus obras.
Señor, si tienes paciencia conmigo, o me corrijo,
y si me castigas,
muy poco dura mi enmienda.
Cuando soy castigado,
reconozco el mal que he hecho,
y cuando ha pasado vuestro castigo,
ya no me acuerdo de aquello mismo por lo que lloré.
Si levantas Tu mano para castigarme,
prometo corregirme,
si suspendes Tu castigo,
no cumplo lo que te he prometido.
Si me castigas,
te pido que me perdones,
si me perdonas,
otra vez te ofendo para que me castigues.
Aquí me tienes, señor,
culpable y confesando haberte ofendido,
y harto sé que si no me perdonas con toda justicia,
tendrías que condenarme.
¡Oh Padre Omnipotente!
¡Oh Padre mio!
Aunque sin mérito alguno de mi parte,
Concédeme lo que te pido,
ya que me has creado de la nada,
para que te rogase.
Te lo pido por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.
Amén.
* * *
Nota: esta oración es un «arreglo o variación» de la oración original de san Agustín del Devocionario Católico de 1959. Podéis leer la oración original en el blog de Angélica Pajares.
* * *
* * *
por Misioneros del Sagrado Corazón de Perú | 19 Abr, 2013 | Confirmación Liturgia
Los sacrificios no te satisfacen;
si te ofreciera un holocausto no lo querrías.
El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú, oh Dios, tú no lo desprecias.
Salmo 50. Miserere.
* * *
Os presentamos este artículo redactado por un religioso de los Misioneros del Sagrado Corazón de Perú, el cual os presenta de forma amena y extensa, pero en lenguaje sencillo, el rito de la Reconciliación. Como siempre, os aconsejamos estudiar o repasar el magisterio de la Iglesia, al que podéis acceder en estos dos artículos: La celebración del sacramento y La confesión de los pecados.
Confesión de boca
Al confesor hay que decirle voluntariamente, con humildad, y sin engaño ni mentira, todos y cada uno de los pecados graves no acusados todavía en confesión individual bien hecha; y en orden a obtener la absolución. No tendría carácter de confesión sacramental manifestar los pecados para pedir consejo, obligarle a callar, etc.
Antes de empezar la confesión el sacerdote puede leer al penitente, o recordarle, algún texto o pasaje de la Sagrada Escritura en que se muestre la misericordia de Dios y la llamada del hombre a la conversión.
Dijo el Papa Juan Pablo II el 30 de enero de 1981: «Sigue vigente y seguirá vigente para siempre, la enseñanza del Concilio Tridentino en torno a la necesidad de confesión íntegra de los pecados mortales». Es indispensable manifestar los pecados con toda sinceridad y franqueza, sin intención de ocultarlos o desfigurarlos. Si confesamos con frases vagas o ambiguas con la esperanza de que el confesor no se entere de lo que estamos diciendo, nuestra confesión puede ser inválida y hasta sacrílega. Al confesor hay que manifestarle con claridad los pecados cometidos para que él juzgue el estado del alma según el número y gravedad de los pecados confesados.
La absolución exige, cuando se trate de pecados mortales, que el sacerdote comprenda claramente y valore la calidad y el número de los pecados. El confesor debe conocer las posibles circunstancias atenuantes o agravantes, y también las posibles responsabilidades contraídas por ese pecado. También hace falta que el penitente esté en presencia del confesor. No es válida la confesión por teléfono.
Si queda olvidado algún pecado grave, no importa; pecado olvidado, pecado perdonado. Pero si después me acuerdo, tengo que declararlo en otra confesión. Mientras tanto, se puede comulgar. Y no es necesario confesarse únicamente para decirlo, porque ya está perdonado. Pero si la confesión estuvo mal hecha es necesario confesar de nuevo todos esos pecados graves, en otra confesión bien hecha.
En alguna circunstancia excepcional se justifica el callar un pecado grave en la confesión: una vergüenza invencible de decirlo a un determinado confesor, por ejemplo, por la amistad que se tiene con él y no ser posible acudir a otro; si peligra el secreto, porque hay alguien cerca que puede enterarse, y no hay modo de evitarlo (sala de un hospital, confesonario rodeado de gente, etc.). Pero ese pecado grave, ahora lícitamente omitido, hay obligación de manifestarlo en otra confesión.
Si en alguna ocasión quieres confesarte y no encuentras un sacerdote que entienda el español, o tú no puedes hablar, basta que le des a entender el arrepentimiento de tus pecados, por ejemplo, dándote golpes de pecho. Tu gesto basta para que el sacerdote te dé la absolución. Pero estos pecados así perdonados, tienes que manifestarlos la primera vez que te confieses con un sacerdote que entienda el idioma que tú hablas.
Recientemente la Sagrada Congregación de la Fe ha publicado un documento en el que se dan normas sobre la manifestación individual de los pecados en la confesión, y circunstancias en las que puede darse la absolución colectiva: «La confesión individual y completa, seguida de la absolución, es el único modo ordinario mediante el cual los fieles pueden reconciliarse con Dios y con la Iglesia».
«A no ser que una imposibilidad física o moral les dispense de tal confesión».
«Es lícito dar la absolución sacramental a muchos fieles simultáneamente, confesados sólo de un modo genérico, pero convenientemente exhortados al arrepentimiento, cuando visto el número de penitentes, no hubiera a disposición suficientes sacerdotes para escuchar convenientemente la confesión de cada uno en un tiempo razonable, y por consiguiente los penitentes se verían obligados, sin culpa suya, a quedar privados por largo tiempo de la Gracia Sacramental o de la Sagrada Comunión».
Estas condiciones, según algunos, son necesarias para la validez del sacramento, pero los fieles que reciben la absolución colectiva siempre pueden quedar tranquilos, pues Dios suple, ya que ellos pusieron todo de su parte. Hay un principio teológico que dice: «Al que hace lo que está de su parte, Dios no le niega su gracia». Es el Obispo diocesano quien debe juzgar de esta conveniencia. Bien pidiéndole permiso previamente, bien comunicándoselo después, si no hubo tiempo de pedirle antes permiso.
El 18 de noviembre de 1988 la Conferencia Episcopal Española publicó un documento, aprobado por la Santa Sede, en el que declara que hoy en España no existen circunstancias que justifiquen la absolución sacramental general. Y el arzobispo de Oviedo, D. Gabino Díaz Merchán dijo a los sacerdotes del Arciprestazgo de Avilés-Centro que las absoluciones colectivas, sin cumplir las condiciones dadas por la Iglesia, son ilícitas e inválidas. La razón es que el ministro que confecciona el sacramento tiene que tener intención de hacer lo que quiere hacer la Iglesia, y la Iglesia no quiere que se administre el sacramento de la penitencia fuera de las condiciones que ella ha puesto.
Quienes hayan recibido una absolución comunitaria de pecados graves deben después confesarse individualmente antes de recibir de nuevo otra absolución colectiva, y, en todo caso, antes del año, a no ser que, por justa causa, no les sea posible hacerlo.
Los fieles que quieran beneficiarse de la absolución colectiva, por estar debidamente dispuestos, deben manifestar mediante algún signo externo que quieren recibir dicha absolución, por ejemplo, arrodillándose, inclinando la cabeza, etc.
Un caso concreto de aplicación de la absolución colectiva sería en peligro de muerte colectiva e inminente, sin tiempo de oír en confesión a cada uno, por ejemplo, momentos antes de estrellarse un avión averiado
Pecados veniales
Los pecados veniales no es necesario decirlos, pero conviene.
La fiebre, aunque sean sólo unas décimas, es señal de que algo va mal en el organismo. El mal siempre hay que combatirlo, aunque no sea grave. En el hospital declaras al médico no sólo las cosas graves, sino también las leves; no sea que se compliquen. Hazlo así al sacerdote para que cure tu alma.
Además de los pecados graves, hay que decirle al confesor cuántas veces se han cometido, y si hay alguna circunstancia agravante que varíe la especie o malicia del pecado.
El Concilio de Trento dice que «por derecho divino es necesario para el perdón de los pecados en el Sacramento de la Penitencia confesar todos y cada uno de los pecados mortales de que se acuerde después de un diligente y debido examen, y las circunstancias agravantes que cambian la especie del pecado». No es necesario que cuentes la historia del pecado, pero sí tienes que decir las circunstancias agravantes que varíen la especie o malicia del pecado. Una circunstancia varía la especie o malicia de un pecado, si convierte en grave lo que es leve, o lo opone a distintas virtudes o mandamientos. Por ejemplo: no es lo mismo asesinar a un hombre cualquiera que al propio padre. En el primer caso se peca contra el quinto mandamiento, que manda respetar la vida del prójimo. En el segundo caso se peca, además, contra el cuarto, que manda honrar a nuestros padres.
Las circunstancias pueden cambiar la moralidad de una acción. Nunca las circunstancias pueden hacer buena una acción que de suyo es mala; pero pueden hacer mala una acción que era buena, o hacer peor una acción que ya era de suyo mala. Las circunstancias agravantes de tu pecado tienes que manifestarlas, si al cometerlo advertiste su malicia especial.
También hay circunstancias atenuantes que disminuyen la gravedad del pecado. Por eso no te extrañe que el confesor te pregunte sobre tus pecados; porque debe conocer cuántos y en qué circunstancias cometiste esos pecados que él va a perdonarte. El sacerdote debe ayudarte a hacer una confesión íntegra y a que tu arrepentimiento sea sincero. Debe también darte consejos oportunos e instruirte para que lleves una vida cristiana.
Las principales circunstancias agravantes o atenuantes son:
- Quién: adulterio, si uno de los dos es casado.
- Qué: robar mil pesetas o un millón.
- Cómo: robar con violencia.
- Cuándo: blasfemar en la misa.
- Dónde: pecar en público, con escándalo de otros.
- Porqué: insultar para hacer blasfemar.
Los pecados dudosos no es obligatorio confesarlos, pero conviene hacerlo para más tranquilidad. Los pecados ciertos debes confesarlos como ciertos; y los dudosos, como dudosos. Si confesaste, de buena fe, un pecado grave como dudoso y después descubres que fue cierto, no tienes que acusarte de nuevo, pues la absolución lo perdonó tal como era en realidad. Para que haya obligación de confesar un pecado grave debe constar que ciertamente se ha cometido y ciertamente no se ha confesado.
Al confesor conviene decirle también cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te confesaste. Esto es conveniente decirlo al empezar la confesión.
Hacer una buena confesión evitando los peligros
El que calla voluntariamente en la confesión un pecado grave, hace una mala confesión, no se le perdona ningún pecado, y, además, añade otro pecado terrible, que se llama sacrilegio.
Todas las confesiones siguientes en que se vuelva a callar este pecado voluntariamente, también son sacrílegas. Pero si se olvida, ese pecado queda perdonado, porque pecado olvidado, pecado perdonado. Pero si después uno se acuerda, tiene que manifestarlo diciendo lo que pasó.
Para que haya obligación de confesar un pecado olvidado, hacen falta tres cosas: estar seguro de que:
a) el pecado se cometió ciertamente.
b) que fue ciertamente grave.
c) que ciertamente no se ha confesado.
Si hay duda de alguna de estas tres cosas, no hay obligación de confesarlo. Pero estará mejor hacerlo, manifestando la duda.
Confesión sacrílega
Quien se calla voluntariamente un pecado grave en la confesión, si quiere salvarse, tiene que repetir la confesión entera y decir el pecado que omitió, diciendo que lo hizo dándose cuenta de ello.
Los que han tenido la desgracia de hacer una confesión sacrílega, y desde entonces vienen arrastrando su conciencia, de ninguna manera pueden seguir en ese horrible estado. No desconfíen de la misericordia de Dios. Acudan a un sacerdote prudente, que les acogerá con todo cariño. Bendecirán para siempre el día en que quitaron de su alma ese enorme peso que la atormentaba.
Además, el confesor no se asusta de nada, porque, por el estudio y la práctica que tiene de confesar, conoce ya toda clase de pecados. Es una tontería callar pecados graves en la confesión por vergüenza, porque el confesor no puede decir nada de lo que oye en confesión. Aunque le cueste la vida callar el secreto. Ha habido sacerdotes que han dado su vida antes que faltar al secreto de confesión.
Este secreto, que no admite excepción, se llama sigilo sacramental.
Es pecado ponerse a escuchar confesiones ajenas. Los que, sin querer, se han enterado de una confesión ajena no pecan; pero tienen obligación de guardar secreto. Es curioso que los mismos que ponen dificultades en decir sus pecados al confesor los propagan entre sus amigos, y con frecuencia exagerando fanfarronamente. Lo que pasa es que esas cosas ante sus amigos son hazañas, pero ante el confesor son pecados; y esto es humillante. Por eso para confesarse hay que ser muy sincero. Los que no son sinceros, no se confiesan bien.
Nunca calles voluntariamente un pecado grave, porque tendrás después que sufrir mucho para decirlo, y al fin lo tendrás que decir, y te costará más cuanto más tardes, y si no lo dices, te condenarás. Si tienes un pecado que te da vergüenza confesarlo, te aconsejo que lo digas el primero. Este acto de vencimiento te ayudará a hacer una buena confesión.
El confesor será siempre tu mejor amigo. A él puedes acudir siempre que lo necesites, que con toda seguridad encontrarás cariño y aprecio. Además de perdonarte los pecados, el confesor puede consolarte, orientarte, aconsejarte, etc. Pregúntale las dudas morales que tengas. Pídele los consejos que necesites. Dile todo lo que se te ocurra con confianza. Te guardará el secreto más riguroso.
Los sacerdotes estamos aquí para que los hombres, por nuestro medio, encuentren su salvación en Dios. El perdón de un pecado que, desde el punto de vista sociológico, acaso no tiene gran transcendencia, es en realidad más importante que todo cuanto podamos hacer para mejorar la existencia de los hombres. Hasta Nietzsche, a pesar de su violentísimo anticristianismo, decía que el sacerdote es una víctima sacrificada en bien de la humanidad.
El sacerdote guía a la comunidad cristiana con la predicación de la palabra de Dios, con sus consejos, con sus orientaciones, con su actitud de diálogo, de acogida, de comprensión, con su fidelidad a Jesucristo. El sacerdote es, ante todo, un educador. Dice Juan Pablo II, en su libro Don y Misterio, citando San Pablo, que el sacerdote es administrador de los misterios de Dios: «El sacerdote recibe de Cristo los bienes de la salvación para distribuirlos debidamente entre las personas».
Cuenta el historiador José de Sigüenza hablando de Fray Hernando de Talavera, Primer Arzobispo de Granada, que la reina Isabel la Católica lo llamó para confesarse con él. Era la primera vez que lo hacía con él. Habían preparado dos reclinatorios, pero el obispo se sentó. Le dijo la reina:
– Ambos hemos de estar de rodillas.
Pero el confesor contestó:
– No, Señora. Vuestra Alteza sí debe estar de rodillas, para confesar sus pecados; pero yo he de estar sentado, porque éste es el Tribunal de Dios y yo estoy aquí representándolo.
Calló la reina y se confesó de rodillas. Después dijo:
– Éste es el confesor que yo buscaba.
No sé cómo llegó a mis manos una hoja que decía:
¡Pobre cura!
Si es joven, le falta experiencia. Si es viejo, ya debe retirarse.
Si canta mal, se ríen. Si canta bien, es un vanidoso.
Si se alarga en el sermón, es un pesado. Si es corto, no sabe qué decir.
Si habla en voz alta, regaña. Si lo hace en tono natural, no se le oye.
Si escucha en el confesonario, es un chismoso. Si confiesa aprisa, no escucha.
Si visita a los feligreses, no está nunca en el despacho. Si no lo hace, es arisco.
Si tiene coche, vive como un rico. Si va a pie, es un antiguo.
Si pide ayuda, es un pesetero. Si no arregla la iglesia, es un abandonado.
Y cuando se muera, muchos lo echarán de menos.
Si tienes la desgracia de tropezar con un religioso o con un sacerdote que no vive conforme a su estado, no te alarmes por eso. A veces, se dan caídas incluso en los que tienen más obligación de servir a Dios. Pero por eso no debe vacilar tu fe. Nuestra fe no descansa en ningún hombre, sino en Dios, que nunca falla. Los hombres están sujetos a cambios. El que hoy es bueno, mañana deja de serlo; y viceversa. También entre los doce Apóstoles hubo un Judas traidor. El sacerdote que no cumple bien sus obligaciones, será juzgado por Dios como se merece. Sin embargo, la religión no deja de ser verdad aunque haya sacerdotes débiles, que no vencen sus pasiones. Lo mismo que la Medicina sigue siendo verdad, aunque hubiera médicos toxicómanos.
Hay sacerdotes malos, pero en proporción muchísimo menor que en cualquier otra profesión. Y por otra parte, la virtud en grado elevado se ha dado siempre en el sacerdocio más que en cualquier otra profesión.
Cuando un sacerdote peca, una persona culta piensa: qué heroísmo el de tantos otros sacerdotes que teniendo las mismas inclinaciones y pasiones sin embargo no sucumben.
Es una injusticia generalizar las faltas, que excepcionalmente se dan en un caso aislado, achacándolas a todos los demás sacerdotes. Como si yo, porque conozco a dos de tu pueblo que son unos borrachos, dijera que todos los de allí sois unos borrachos. Sería injusto con vosotros.
Además las faltas en un sacerdote llaman más la atención, precisamente por eso, por lo excepcionales; una mancha de tinta se ve mucho más en un pantalón claro que el «mono» grasiento de un mecánico. Sobre las acusaciones que se oyen contra los curas te recomiendo: «Yo no creo en los curas» de Yanes.
Es una equivocación el mal concepto que muchos tienen de los sacerdotes. Ningún muchacho se hace sacerdote para pasarlo bien. Y se da cuenta de ello en los largos años de estudios sacerdotales, sometido a una disciplina dura y a unas renuncias muy fuertes: como es renunciar a una novia y renunciar a un hogar. Además, los estudios de un sacerdote son tan largos y costosos como los de un médico o los de un ingeniero, y sin embargo la mayoría de los sacerdotes en España ganan el salario mínimo interprofesional. Hoy, en España, el clero vive por lo general peor que la clase media. Sería ridículo que un muchacho pensara en ser sacerdote para pasarlo bien. Los que aspiran al sacerdocio lo hacen para ser ellos mejores y para hacer el mundo mejor. Porque si no hubiera sacerdotes, los de arriba serían peores de lo que son, los de abajo tendrían menos defensores, y tú en lugar de tener este libro entre tus manos quizás tendrías otro para mal de tu alma.
Y si algún sacerdote no te da buen ejemplo, no te guíes por lo que hace, sino por la doctrina de Cristo que te predica. Ya te avisó Cristo: «Haced lo que os dicen, pero no hagáis según sus obras».
Ellos son responsables de sus obras, y darán a Dios estrecha cuenta de ellas; pero tú tendrás que dar a Dios cuenta de las tuyas. El que otro cometa pecados no justifica el que tú también los cometas. Los dos iréis al infierno, si no pedís perdón a Dios.
La confesión, al perdonarnos los pecados, nos devuelve la gracia santificante (o nos la aumenta, si no la habíamos perdido por el pecado grave). Y con la gracia también nos devuelve el derecho al cielo y nos restaura todos los méritos pasados, que habíamos perdido por el pecado grave.
La confesión es un gran beneficio de Dios que debemos saber estimar y aprovechar. Qué sería de nosotros en la otra vida, si no tuviéramos en ésta un medio para alcanzar el perdón de nuestros pecados»
Por eso la Iglesia, que quiere que aseguremos la salvación, manda que nos confesemos por lo menos una vez al año.
La confesión anual es obligatoria. Pero deberíamos confesarnos con frecuencia. Al menos cada mes. Y esto aunque no haya pecados graves, pues la confesión es un sacramento, que nos dará gracia para ser cada vez mejores.
Si no tienes pecados graves, te confiesas de algún venial, que nunca falta. Y aunque ya te dije que los pecados veniales no es obligatorio confesarlos, siempre es conveniente.
Sin embargo, aunque Dios quiere que me confiese a menudo, y a mí me conviene hacerlo, ningún hombre puede forzarme. Ni mis jefes, ni mis amigos, ni mis familiares, ni un sacerdote, ni nadie.
Los otros podrán aconsejarme que me confiese; pero forzarme, no. La confesión tiene que ser libre.
Que me salga de dentro. Porque la estimo y quiero salvarme. Aunque me cueste. Las medicinas no siempre gustan. Si voy a la confesión forzado y sin dolor, la confesión será una comedia. Y esto es un pecado gravísimo. Para que la confesión valga, tiene que haber arrepentimiento. Si en alguna rarísima ocasión alguien te obliga a confesarte, y tú no estás en disposición de ello, antes de hacer una mala confesión, dile al sacerdote que no vas a con intención de confesarte y que te dé la bendición: los demás no notarán nada, y tú no habrás cometido un sacrilegio.
Por muchos pecados que tengas, y por grandes que sean, nunca debes desconfiar de Dios, sino que debes acudir humildemente a Él y pedir el perdón que Él está deseando darte. Dios odia el pecado, pero ama al pecador; y sólo quiere que se convierta y se salve. Todo confesor tiene obligación de confesar a todo aquel que se lo pida razonablemente.
La absolución del sacerdote es el signo eficaz del perdón de Dios y el momento culminante de la celebración del sacramento de la penitencia.
La absolución tiene lugar cuando el sacerdote pronuncia la fórmula sacramental: Yo te absuelvo de tus pecados, al mismo tiempo que traza la señal de la cruz sobre el penitente.
Fuente original: Misioneres del Sagrado Corazón en Perú
* * *
* * *