Evangelio del día: Parábola de la red

Evangelio del día: Parábola de la red

Mateo 13, 47-53. Jueves de la 17.ª semana del Tiempo Ordinario. Vigilemos de no dejar entrar en nuestro corazón esos presuntuosos pensamientos, de querer apartarnos de los pecadores para no ensuciarnos con su contacto, de querer formar como un rebaño de discípulos puros y santos; bajo el pretexto de no juntarnos con los malos, no haríamos otra cosa que romper la unidad.

En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente: «El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?». «Sí», le respondieron. Entonces agregó: «Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo». Cuando Jesús terminó estas parábolas se alejó de allí.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de Jeremías, Jer 18, 1-6

Salmo: Sal 145, 1-6 

Oración introductoria

Dios mío, creo en tu poder. Sé que Tú eres el Señor de la historia. Gracias por recordarme que al final sólo contará lo que haya hecho por amor a Ti y a mis hermanos. Ilumina mi oración, te la ofrezco junto con mi vida, toma el control para que sepa pedirte aquello que me conviene.

Petición

Jesús, con frecuencia me olvido de ponerte en el primer lugar, ayúdame a crecer en el amor para que Tú seas siempre el centro de mi vida.

Meditación de san Agustín de Hipona

Imitar la paciencia del Señor

Nuestro Señor ha sido un modelo incomparable de paciencia: ha soportado hasta su pasión a un «demonio» entre sus discípulos (Jn 6, 70). Ha dicho: «Dejadlos crecer juntos hasta la siega, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también el trigo» (Mt 13, 29). Para ser una figura de la Iglesia ha predicho que la red arrastraría hasta la orilla, es decir, hasta el fin del mundo, toda clase de peces, buenos y malos. Ha hecho conocer de muchas otras maneras, ya sea hablando abiertamente, ya sea en parábolas, que los buenos y los malos se mezclarían. Y, sin embargo, es necesario vigilar sobre la disciplina de la Iglesia, cuando dice: «Estad atentos; si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano» (Mt 18,15)…

Pero hoy en día vemos que hay hombres que sólo toman en consideración los preceptos rigurosos, que mandan reprimir a los perturbadores, de «no dar lo santo a los perros» (Mt 7, 6), de tratar como publicano a aquel que menosprecia a la Iglesia (Mt 18,17), de arrancar del cuerpo a los miembros escandalosos (Mt 5,30). Su celo intempestivo, desorienta a la Iglesia, de manera que quisieran arrancar la cizaña antes de tiempo, y su ceguera les convierte a ellos mismos en enemigos de la unidad de Jesucristo…

Vigilemos de no dejar entrar en nuestro corazón esos presuntuosos pensamientos, de querer apartarnos de los pecadores para no ensuciarnos con su contacto, de querer formar como un rebaño de discípulos puros y santos; bajo el pretexto de no juntarnos con los malos, no haríamos otra cosa que romper la unidad. Sin bien al contrario, acordémonos de las parábolas de la Escritura, de sus inspiradas palabras, de sus impresionantes ejemplos, en los cuales se nos enseña que, en la Iglesia, los malos estarán siempre mezclados con los buenos hasta el fin del mundo y el día del juicio, sin que su participación en los sacramentos sea dañina para los buenos, dado que éstos no habrán tenido parte en sus pecados.

San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia

Sobre la fe y las obras, cp. 3-5

Propósito

Hacer diariamente un examen de conciencia para pedir perdón por las injusticias cometidas, y la gracia de no volver a caer.

Diálogo con Cristo

Padre, Tú nunca te equivocas y permites que todo lo que suceda en mi entorno sea ocasión para crecer en amor. Nada es casualidad, todo tiene un propósito, por ello necesito estar alerta, para saber discernir el porqué y, sobre todo, el para qué de lo que sucede. Gracias por recordarme en esta oración que debo permanecer siempre en esa actitud de vigilancia, porque no quiero fallar en el amor.

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San Juan de Capistrano, el Santo de Europa, con recursos audiovisuales

San Juan de Capistrano, el Santo de Europa, con recursos audiovisuales

Juan es uno de los predicadores más famosos que ha tenido la Iglesia Católica, y fue conocido ya en su tiempo como «el Santo de Europa».

Nació en un pueblo llamado Capistrano, en la región montañosa de Italia, en 1386. Fue un estudiante sumamente consagrado a sus deberes y llegó a ser abogado y juez, y gobernador de Perugia. Pero en una guerra contra otra ciudad cayó prisionero. Tuvo un sueño en el que vió a san Francisco de Asís que le llamaba a entrar en la orden franciscana. En la cárcel se puso a meditar y se dio cuenta de que en vez de dedicarse a conseguir dinero, honores y dignidades en el mundo, era mejor dedicarse a conseguir la santidad y la salvación en una comunidad de religiosos, y entró de franciscano.

Como era muy vanidoso y le gustaba mucho aparecer, dispuso vencer su orgullo recorriendo la ciudad cabalgando en un pobre burro, pero montado al revés, mirando hacia atrás, y con un sombrero de papel en el cual había escrito en grandes letras: «Soy un miserable pecador». La gente le silbó y le lanzaron piedras y basura. Así llegó hasta el convento de los franciscanos a pedir que lo recibieran de religioso.

El Padre maestro de novicios dispuso ponerle pruebas muy duras para ver si en verdad este hombre de 30 años era capaz de ser religioso humilde y sacrificado. Lo humillaba sin compasión y lo dedicaba a los oficios más agotadores y humildes, pero Juan en vez de disgustarse le conservó una profunda gratitud por toda su vida, pues le supo formar un verdadero carácter, y lo preparó para enfrentarse valientemente a las dificultades de la vida. Él recordaba muy bien aquellas palabras de Jesús: «Si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, se queda sin producir fruto, pero si muere producirá mucho fruto» (Jn 12, 24).

A los 33 años fue ordenado de sacerdote y luego, durante 40 años recorrió toda Europa predicando con enormes éxitos espirituales. Tuvo por maestro de predicación y por guía espiritual al gran san Bernardino de Siena, y formando grupos de seis y ocho religiosos se distribuyeron primero por toda Italia, y después por los demás países de Europa predicando la conversión y la penitencia.

Juan tenía que predicar en los campos y en las plazas porque el gentío tan enorme no cabía en las iglesias.

Su presencia de predicador era impresionante. Flaco, pálido, penitente, con voz sonora y penetrante; un semblante luminoso, y unos ojos brillantes que parecían traspasar el alma, conmovía hasta a los más indiferentes. La gente lo llamaba «el padre piadoso», «el santo predicador». Vibraba en la predicación de las verdades eternas. La gente al verlo y oírlo recordaba la figura austera de San Juan Bautista predicando conversión en las orillas del río Jordán. Y les repetía las palabras del Bautista: «Raza de víboras: tienen que producir frutos de conversión. Porque ya está el hacha de la justicia divina junto a la vida de cada uno, y árbol que no produce frutos de obras buenas será cortado y echado al fuego» (Lc 3, 7).

Muchos pedían a gritos la confesión, prometiendo cambiar de vida y estallaban en llanto de arrepentimiento. Las gentes traían sus objetos de superstición y los libros de brujería y otros juegos y los quemaban en públicas hogueras en la mitad de las plazas. Muchos jóvenes al oírlo predicar se proponían irse de religiosos. En Alemania consiguió 120 jóvenes para las comunidades religiosas y en Polonia 130. Sus sermones eran de dos y tres horas, pero a los oyentes se les pasaba el tiempo sin darse cuenta. Atacaba sin miedo a los vicios y malas costumbres, y muchísimos, después de escucharle, dejaban sus malas amistades y las borracheras. Después de predicar se iba a visitar enfermos, y con sus oraciones y su bendición sacerdotal obtenía innumerables curaciones.

Juan convertía pecadores no sólo por su predicación tan elocuente y fuerte, sino por su gran espíritu de penitencia. Dormía pocas horas cada noche. Vestía siempre trajes sumamente pobres. Comía muy poco, y siempre alimentos burdos y nunca comidas finas ni especiales. Una artritis muy dolorosa lo hacía cojear y dolores muy fuertes de estómago lo hacían retorcerse, pero su rostro era siempre alegre y jovial. En su cuerpo era débil pero en su espíritu era un gigante. Después de muerto reunieron los apuntes de los estudios que hizo para preparar sus sermones y suman 17 gruesos volúmenes.

La Comunidad Franciscana lo eligió por dos veces como Vicario General, y aprovechó este altísimo cargo para tratar de reformar la vida religiosa de los franciscanos, llegando a conseguir que en toda Europa esta Orden religiosa llegara a un gran fervor.

Muchos se le oponían a sus ideas de reformar y de volver más fervorosos a los religiosos. Y lo que más lo hacía sufrir era que la oposición venía de sus mismos colegas en el apostolado. Se cumplía en él lo que dice el Salmo: «Aquel que comía conmigo el pan en la misma mesa, se ha declarado en contra de mí».

Pero esas incomprensiones le sirvieron para no dedicarse a buscar las alabanzas de las gentes, sino las felicitaciones de Dios. Él repetía la frase de san Pablo: «Si lo que busco es agradar a la gente, ya no seré siervo de Cristo».

Juan tenía unas dotes nada comunes para la diplomacia. Era sabio, era prudente, y medía muy bien sus juicios y sus palabras. Había sido juez y gobernador y sabía tratar muy bien a las personas. Por eso cuatro Pontífices (Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III) lo emplearon como embajador en muchas y muy delicadas misiones diplomáticas y con muy buenos resultados. Tres veces le ofrecieron los Sumos Pontífices nombrarlo obispo de importantes ciudades, pero prefirió seguir siendo humilde predicador, pobre y sin títulos honoríficos.

Cuarenta años llevaba Juan predicando de ciudad en ciudad y de nación en nación, con enormes frutos espirituales, cuando a la edad de 70 años lo llamó Dios a que le colaborara en la liberación de sus católicos en Hungría. Y fue de la siguiente manera.

En 1453 los turcos musulmanes se habían apoderado de Constantinopla, y se propusieron invadir a Europa para acabar con el cristianismo. Y se dirigieron a Hungría. Las noticias que llegaban de Serbia, nación invadida por los turcos, eran impresionantes. Crueldades salvajes contra los que no quisieran renegar de la fe en Cristo, y destrucción de todo lo que fuera cristiano católico. Entonces Juan se fue a Hungría y recorrió toda la nación predicando al pueblo, incitándolo a salir entusiasta en defensa de su santa religión. Las multitudes respondieron a su llamado, y pronto se formó un buen ejército de creyentes.

Los musulmanes llegaron cerca de Belgrado con 200 cañones, una gran flota de barcos de guerra por el río Danubio, y 50.000 terribles jenízaros de a caballo, armados hasta los dientes. Los jefes católicos pensaron en retirarse porque eran muy inferiores en número. Pero fue aquí cuando intervino Juan de Capistrano. El gran misionero salvó a la ciudad de Bucarest de tres modos.

El primero, convenciendo al jefe católico Hunyades a que atacara la flota turca que era mucho más numerosa. Atacaron y salieron vencedores los católicos.

El segundo, fue cuando ya los católicos estaban dispuestos a abandonar la fortaleza de la ciudad y salir huyendo. Entonces Juan se dedicó a animarlos, llevando en sus manos una bandera con una cruz y gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los combatientes cristianos se llenaron de valor y resistieron heroicamente. Y el tercer modo, fue cuando ya Hunyades y sus generales estaban dispuestos a abandonar la ciudad, juzgando la situación insostenible, ante la tremenda desproporción entre las fuerzas católicas y las enemigas, Juan recorrió todos los batallones gritando entusiasmado: «Creyentes valientes, todos a defender nuestra santa religión». Entonces los católicos dieron el asalto final y derrotaron totalmente a los enemigos que tuvieron que abandonar aquella región.

Jamás empleó armas materiales. Sus armas eran la oración, la penitencia y la fuerza irresistible de su predicación.

Las gentes decían que aquellos cuarteles de guerreros más parecían casas de religiosos que campamentos militares, porque allí se rezaba y se vivía una vida llena de virtudes. Todos los capellanes celebraban cada día la santa misa y predicaban. Muchísimos soldados se confesaban y comulgaban. Y los militares repetían en sus batallones: «Tenemos un capellán santo. Hay que portarse de manera digna de este gran sacerdote que nos dirige. Si nos portamos mal no vamos a conseguir victorias sino derrotas». Y los oficiales afirmaban: «Este padrecito tiene más autoridad sobre nuestros soldados, que el mismo jefe de la nación».

Mientras los católicos luchaban con las armas en Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar en todo el mundo el Ángelus (o tres Avemarías diarias) por los guerreros católicos y la Santísima Virgen consiguió de su Hijo una gran victoria. Con razón en Budapest le levantaron una gran estatua a san Juan de Capistrano, porque salvó la ciudad de caer en manos de los más crueles enemigos de nuestra santa religión.

Y sucedió que la cantidad de muertos en aquella descomunal batalla fue tan grande, que los cadáveres dispersados por los campos llenaron el aire de putrefacción y se desató una furiosa epidemia de tifus. San Juan de Capistrano había ofrecido a Dios su vida con tal de conseguir la victoria contra los enemigos del catolicismo, y Dios le aceptó su oferta. El santo se contagió de tifus y, como estaba tan débil a causa de tantos trabajos y de tantas penitencias, murió el 23 de octubre de 1456.

Artículo original en Amor Eterno

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Nuestro santo en la red

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Estampa de san Juan de Capistrano

Estampa de san Juan de Capistrano

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Recursos audiovisuales

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