por CeF | Fuentes varias | 20 Ene, 2014 | Postcomunión Vida de los Santos
Sebastián era hijo de familia militar y noble, oriundo de Milán (263). Fue tribuno de la primera cohorte de la guardia pretoriana en la que era respetado por todos y muy apreciado por el Emperador, que desconocía su cualidad de cristiano.
Cumplía con la disciplina militar, pero no participaba en los sacrificios idolátricos. Como buen cristiano, no solo ejercitaba el apostolado entre sus compañeros sino que también visitaba y alentaba a los cristianos encarcelados por causa de Cristo.
Fue a partir del encarcelamiento de dos jóvenes, Marco y Marceliano, cuando Sebastián empezó a ser reconocido públicamente como cristiano. Los dos jóvenes fueron arrestados y les fue concedido un plazo de treinta días para renegar de su fe en Dios o seguir creyendo en Él. Sebastián, enterado de la situación, bajó a los calabozos para dar palabras de ánimo a los muchachos. A partir de ese momento, se produjeron muchas conversiones y, como terrible consecuencia, martirios, entre ellos el de los dos muchachos encarcelados, Marco y Marceliano. (Esta historia la tienes más ampliada en este artículo.)
Martirio de San Sebastián
Debido a todo esto, el Papa San Cayo le nombró defensor de la Iglesia. Sin embargo, el Emperador Diocleciano también se enteró de que Sebastián era cristiano y mandó arrestarlo. Sebastián fue apresado en el momento en que enterraba a otros mártires, conocidos como los «Cuatro Coronados». Fue llevado ante Diocleciano que le dijo: «Yo te he tenido siempre entre los mejores de mi palacio y tú has obrado en la sombra contra mí, injuriando a los dioses».
San Sebastián no se amedrentó con estas palabras y reafirmó nuevamente su fe en Jesucristo. La pena ordenada por el Emperador era que Sebastián fuera atado y cubierto de flechas en zonas no vitales del cuerpo humano, de forma que no muriera directamente por los flechazos, sino que falleciera al cabo de un tiempo, desangrado, entre grandes y largos dolores. Los soldados, cumpliendo las órdenes del Emperador, lo llevaron al estadio, lo desnudaron, lo ataron a un árbol y lanzaron sobre él una lluvia de saetas. Cuando acabaron su misión y vieron que Sebastián ya estaba casi muerto, dejaron el cuerpo inerte del santo acribillado por las flechas. Sin embargo, sus amigos que estaban al acecho, se acercaron, y al verlo todavía con vida, lo llevaron a casa de una noble cristiana romana, llamada Irene, que lo mantuvo escondido en su casa y le curó las heridas hasta que quedó sano.
Cuando Sebastián estuvo nuevamente restablecido, sus amigos le aconsejaron que se ausentara de Roma, pero el santo se negó rotundamente pues su corazón ardoroso del amor de Cristo, impedía que él no continuase anunciando a su Señor. Volvió a presentarse con valentía ante el Emperador, cuando éste se encontraba en plena ofrenda a un dios, quedando desconcertado porque lo daba por muerto, momento que Sebastián aprovechó para arremeter con fuerza contra él y sus creencias. Maximiano ordenó que lo azotaran hasta morir (año 304), y esta vez, los soldados se aseguraron bien de cumplir sin errores la misión.
El cuerpo sin vida de San Sebastián fue recogido por los fieles cristianos y sepultado en la en un cementerio subterráneo de la Vía Apia romana, que hoy lleva el nombre de Catacumba de San Sebastián.
Aparece atestiguado en la Depositio Martyrum o deposición de los mártires de la Iglesia Romana, que nos dice que San Sebastián está enterrado en el cementerio Ad Catacumbas. Nos dan fe de su culto el Calendario de Cartago y el Sacramentario Gelasiano y Gregoriano, así como diversos Itinerarios. Concretamente el Calendario jeronimiano especifica más el lugar de su sepulcro: en una galería subterránea, junto a la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo. Durante la peste de Roma (680) fue invocada su protección particular y desde entonces la Iglesia Universal ve en él al abogado especial contra la peste y en general se le considera como gran defensor de la Iglesia.
San Sebastián en el arte
La iconografía de San Sebastián es amplísima. La representación más antigua data del siglo V, descubierta en la cripta San Cecilia, en la catacumba de San Calixto. A partir del Renacimiento los artistas lo representan como soldado, generalmente semidesnudo atado a un árbol y erizado de flechas. Por ser uno de los santos más reproducidos por el arte es conocido como el Apolo cristiano.
San Ambrosio, en el siglo IV, nos da un testimonio sobre él: «aprovechemos el ejemplo del mártir San Sebastián, cuya fiesta celebramos hoy. Era oriundo de Milán y marchó a Roma en tiempo en que la fe sufría allí persecución tremenda. Allí padeció, esto es, allí fue coronado».
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Otras fuentes en la red
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Recursos audiovisuales
San Sebastián, mártir, por Encarni Llamas en DiócesisTV
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Himno a San Sebastián, patrono de Purranque (Chile)
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por Anécdotas y catequesis | 20 Ene, 2014 | Confirmación Vida de los Santos
Sebastián nació en la ciudad de Narbona, siendo su padre originario del Languedoc, en la Galia, y su madre, de Milán. En esta última ciudad recibió educación esmerada en la religión cristiana, que ya profesaban sus padres.
Desde joven sintió inclinación por la vida militar. Su dulzura, su prudencia, su apacible genio, su generosidad y otras bellas cualidades que poseía hicieron que pronto fuera conocido en la Corte imperial. Alcanzó el grado de centurión o capitán de cohorte de la guardia pretoriana, rango que normalmente sólo se concedía a personas de ilustre prosapia.
Fortaleza en la fe
Sebastián fue un cristiano fervoroso, pero no iba proclamando su condición cristiana, sino que procedió con un sentido muy exacto de la discreción, que le permitió intervenir en favor de sus hermanos en la fe, necesitados de su auxilio siempre oportuno. De esta forma pudo socorrer y alentar a los cristianos perseguidos y a los que estaban en los calabozos. En este quehacer empleó muchas de sus energías y bienes, sin perdonar trabajos ni fatigas.
Mantuvo a muchos que titubeaban en los tormentos y fortaleció a no pocos que flaqueaban a la vista de los suplicios. Era apóstol de los confesores y de los mártires.
Cuando fueron apresados los hermanos Marcos y Marcelino a causa de su fe católica, y después de haber soportado heroicamente la tortura, iban a ser degollados, he aquí que su padre Tranquilino y su madre Marcia, ambos gentiles, acompañados de las mujeres e hijos de los confesores de la fe en Cristo, se echaron a los pies de Cromacio, prefecto de Roma, y con ruegos y lágrimas obtuvieron de él que aplazase la ejecución por espacio de un mes.
Durante este período de tiempo aquellos familiares de los dos hermanos pusieron todos los medios para que Marcos y Marcelino renegasen de la fe cristiana y de esta forma conservar la vida. Éstos vacilaron ante tantas súplicas y gemidos de sus seres más queridos. Lo advirtió enseguida Sebastián que los visitaba con frecuencia, y consiguió de Dios sostener los ánimos de los dos hermanos que ya comenzaban a flaquear. Y además convirtió a la fe cristiana a Nicóstrato, oficial de Cromacio, y a su mujer Zoé, a Claudio, alcaide de la cárcel, a sesenta y cuatro presos, lo que es más admirable, al padre, a la madre, a los hijos y a las mujeres de Marcos y Marcelino.
Conversiones
Tan admirables conversiones no se produjeron sin milagro. Zoé que estaba muda desde hacía ya bastante tiempo, recobró el uso de la lengua cuando Sebastián hizo la señal de la cruz sobre su boca. Los neófitos que padecían alguna enfermedad o indisposición corporal, recibieron la salud del cuerpo al mismo tiempo que por el bautismo lograban la del alma.
Pero el mayor de todos los prodigios fue la conversión de Cromacio. Éste mandó llamar a Tranquilino para saber si sus hijos se habían dejado persuadir de sus súplicas y lágrimas. Sorpresa grande se llevó cuando supo que el mismo Tranquilino se había hecho cristiano.
—Mis hijos son dichosos, y yo también lo soy desde que Dios me abrió los ojos del alma para conocer la verdad y la santidad de la religión cristiana, fuera de la cual no hay salvación, dijo Tranquilino.
—¿Con qué tú también al cabo de tus años te has vuelto loco?, le interrumpió Cromacio.
—No, señor, antes bien nunca tuve entendimiento ni juicio hasta que logré la dicha de ser cristiano. Porque no hay mayor locura que preferir, como yo lo había hecho aquí, y como tú lo estás haciendo el día de hoy, el error a la verdad, y la muerte eterna a una vida de felicidad sin fin, respondió el anciano.
—Y ¿te atreverás a probarme concluyentemente la verdad de la religión cristiana?, le preguntó el prefecto.
—Sí, con tal que quieras prestar oídos dóciles y humildes a las palabras de Sebastián y mías.
La conversación no duró mucho. Cromacio convencido pidió a Sebastián que le curase de una dolencia que padecía, pues tenía noticias de las curaciones milagrosas de Tranquilino, de Zoé y de otros que habían recibido el bautismo. Sebastián le puso tres condiciones: la fe, el bautismo y destruir todos los ídolos de su jardín y de su palacio.
Cromacio aceptó. Se convirtió, y con él, toda su familia. Y también cuatrocientos esclavos suyos recibieron el bautismo y fueron puestos en libertad. Destruyó más de doscientos ídolos. Pero no se curó. Al quejarse a Sebastián, éste le preguntó: ¿Pero has destruido todos los ídolos? Cromacio respondió afirmativamente. Entonces Sebastián le dijo: Sin embargo, has conservado un amuleto de cristal que aprecias mucho y es muy valioso: por eso Dios no te ha concedido la curación.
Poco después, Cromacio rompió el amuleto y quedó curado de su dolencia.
Doble martirio
Días después, la persecución contra los cristianos se hizo más intensa. Se vio la conveniencia que Cromacio, después de haber renunciado al cargo público que tenía, se retirase a la campiña, donde su casa sería asilo de los fieles perseguidos. Todos los cristianos persuadían a Sebastián que también se fuese de Roma, pero él prefirió quedarse en Roma para animar y socorrer a los muchos fieles que estaban en las cárceles. El papa Cayo le dijo estas palabras: Quédate en buena hora, hijo mío, en el campo de batalla; y en traje de oficial del Emperador sé glorioso defensor de la Iglesia de Jesucristo.
Pronto se vio cuán necesaria era su presencia para el socorro y aliento de los mártires. En muy poco tiempo dieron su vida por Cristo: Zoé, Tranquilino, Nicóstrato, su hermano Castor, Claudio, el alcaide de la cárcel, su hijo Sinforiano, y su hermano Victoriano, el hijo de Cromacio ‑Tiburcio‑, Castulo, Marcos y Marcelino.
Sebastián se mantuvo en su lugar, pero cuando los hechos no pregonados, pero tampoco ocultados, terminaron por levantar sospechas sobre su condición, la misma discreción con que supo siempre actuar le forzó a confesar con sus palabras lo que con sus gestos hacía tiempo que profesaba.
Un infeliz apóstata dio parte al sucesor de Cromacio en la Prefectura de Roma de la condición cristiana de Sebastián. Y que era él el que convertía a los gentiles, y el que mantenía en la fe a los cristianos. El Prefecto no se atrevió a arrestarle, por el elevado empleo que ocupaba en la Corte, hasta dar parte al Emperador, informándole de la religión y del celo ardiente del primer capitán de sus guardias.
Asombrado Maximiano, mandó traer a su presencia a Sebastián, y con expresión violenta le recriminó su ingratitud por haber intentando atraer la cólera de los dioses contra el Emperador y contra el Imperio, introduciendo hasta en la misma casa imperial una creencia tan perniciosa al Estado.
Sebastián, con tranquila dignidad y con el mayor respeto, confiesa su fe en Cristo. Y a continuación dijo que a su modo de entender no podía hacer servicio más importante al Emperador y al Imperio que adorar a un solo Dios verdadero; y que estaba tan distante de faltar a su deber por el culto que rendía a Jesucristo, que antes bien nada podía ser tan ventajoso al Príncipe y al Estado como tener vasallos fieles que, menospreciando a los dioses falsos, hiciesen oración incesantemente al Creador del universo por la salud del Emperador y del Imperio.
Las palabras de inocencia y honradez que pronunció Sebastián son completamente inútiles. Irritado el Emperador mandó al instante, sin otra forma de proceso, que Sebastián fuese asaeteado por los mismos soldados de la guardia. Aun así, el capitán de la guardia pretoriana agradeció al que le había delatado la oportunidad que le brindaba de morir por Cristo.
Para cumplir la sentencia del César condujeron a Sebastián al estadio del Monte Palatino. Allí fue asaeteado por sus mismos soldados. Dándolo por muerto, es abandonado atado al árbol del suplicio. Los cristianos van a recoger su cuerpo y descubren con admiración y gozo que aún tiene vida. Una ilustre romana, la matrona Irene, viuda del mártir Castulo, lo oculta en su casa y cuida de sus heridas hasta que se restablece plenamente.
Una vez restablecido, Sebastián -conocedor ahora en carne propia de las inmensas dificultades y atroces tormentos a que son sometidos los cristianos, sin amilanarse lo más mínimo, se siente llamado a dar una prueba más de reciedumbre y entereza cristianas- fue a buscar al Emperador, y en el lugar llamado Mirador de Heliogábalo, comparece espontáneamente ante él para interceder a favor de los cristianos.
—¿Es posible, señor, que eternamente os habéis de dejar engañar de los artificios y de las calumnias que perpetuamente se están inventando contra los pobres cristianos? Tan lejos están, gran príncipe, de ser enemigos del Estado, que no tenéis otros vasallos más fieles y que a solas sus oraciones sois deudor de todas vuestras prosperidades, le dice con valor y respeto.
Atónito Maximiano al ver y al oír hablar a un hombre que ya tenía por muerto, le pregunta:
—¿Eres tú aquél mismo Sebastián a quien yo mandé quitar la vida, condenándole a que fuese asaeteado?
Y ésta fue la respuesta del antiguo capitán de la guardia pretoriana:
—Sí, señor, el mismo Sebastián soy; y mi Señor Jesucristo me conservó la misma vida, para que en presencia de todo este pueblo viniese ahora a dar público testimonio de la impiedad y de la injusticia que cometéis persiguiendo con tanto furor a los cristianos.
El Emperador reacciona coléricamente ordenando que fuese allí mismo apaleado hasta que muriese. Orden que cumplida al momento. Este segundo y definitivo martirio tuvo lugar en el año 304.
Veneración al santo mártir
Queriendo los paganos impedir que se diese sepultura al cuerpo del mártir que Dios lo distinguió con el mérito de un doble martirio, lo arrojaron a una cloaca de la ciudad. El cuerpo quedó milagrosamente suspendido de un garfio, sin caer al fondo ni ser arrastrado por las aguas negras. El mismo Sebastián se apareció aquella misma noche a una dama virtuosa, llamada Lucina, para que recogiera su cuerpo.
Lucina recuperó aquella sagrada reliquia y el cuerpo fue sepultado en un cementerio subterráneo de la Via Apia romana, que hoy lleva el nombre de Catacumba de San Sebastián.
A partir de su martirio se empezó a dar culto a Sebastián. Durante la peste mortífera de Roma (año 608) fue invocada su protección particular y desde entonces la Iglesia universal ve en él al abogado especial contra la peste, y en general se le considera como gran defensor del Iglesia. Muchas ciudades han acudido a su patrocinio eligiéndole como Patrón de la ciudad, como la que lleva su nombre en Vascogandas, Huelva, Palma de Mallorca, Antequera y otras muchas.