Santa Marie Bernardette Soubirous, una vida de entrega a Dios

Santa Marie Bernardette Soubirous, una vida de entrega a Dios

Estando un día de pastorcita en Bartrès, recibió la visita de su padre. Este encontró que la niña estaba un poco triste.

—¿Qué te ha disgustado, Bernardita?

—Mire, padre; mis corderos llevan una marca verde en el lomo.

Su padre quiso gastarle una broma. Y con toda seriedad le dijo:

—Si tienen el lomo verde, es que han comido demasiada hierba.

En realidad se trataba de la marca de un ganadero que, sin saberlo la pastorcilla, había pasado por el aprisco.

—Entonces, ¿pueden morirse?.

—Es muy posible.

Bernardita se echó a llorar, y su padre, secándole las lágrimas, le aclaró la verdad.

Días después, ella contaba esta historia a una compañera suya.

—Pues ¡ya hace falta ser tonta para creer una cosa así!

—¡Qué quieres! Yo no he mentido jamás y por eso no podía suponer que lo que me decía mi padre no fuese la verdad.

«Yo no he mentido jamás». Esto decía la niña, y esto hubo de repetir muchísimas veces a lo largo de su vida. Y esto, sobre todo, quedó bien claro a través de los detalles más insignificantes de esa misma vida suya. Mil ojos escrutadores, mil oídos atentos estuvieron pendientes de ella, para tratar de sorprenderla en una contradicción, en una exageración, simplemente en una vacilación. Y no lo lograron. Todos, prevenidos a favor o en contra, amigos o enemigos, creyentes o incrédulos, se sintieron subyugados por la transparente sinceridad, por el absoluto candor de la niña.

Coinciden todos, y piense el lector que son centenares los relatos que poseemos, en que su presencia era más bien vulgar. De estatura menuda, de movimientos concertados, pero nunca elegantes; de rostro sin ninguna característica especial, había, sin embargo, algo en ella que sobrecogía, y era su mirada. Todos a una proclaman que la Santísima Virgen parecía haber dejado en aquellos ojos un reflejo de su hermosura celestial. Porque Bernardita Soubirous, la pobre aldeana de un insignificante pueblecillo de los Pirineos…, había visto a la Virgen.

En verdad que nadie se lo hubiera sospechado. ¿Quién de los que intervinieron en aquel modestísimo bautizo de la hija mayor de un pobre molinero hubiera podido pensar que iba a llegar un día en que transformados ellos en personajes se buscarían con afán hasta los más mínimos detalles de sus propias vidas? Y, sin embargo, ha sido así. Al terminar el centenario de las apariciones de Lourdes nos encontramos con que este acontecimiento ha sido estudiado como acaso ningún otro a lo largo de la historia. Una masa ingente de documentos, de declaraciones, de fotografías, ha sido dada a conocer a todo el mundo. Compañeros, amigas, parientes o confidentes de Bernardita, el guardia campestre, los gendarmes, las mujercitas de Lourdes, los sabios y los doctos, los hermanos de la escuela, los curas… todos han dicho su palabra. Y del conjunto impresionante de testimonios de primera mano surge siempre, con sobrenatural pureza y transparencia, la figura de Santa Bernardita, llena de sinceridad, poseedora de un perfecto equilibrio moral y psicológico sin sombra alguna de amor propio, sin vanidad ninguna, con su buen sentido y su atrayente buen humor. Ni sombra de una iluminada, de una maniática o de una novelera. Simplemente: la auténtica santidad de un alma humilde y entregada a Dios.

Pero todo esto lo vemos después. Lo que las buenas gentes que se encontraban en la plaza de Lourdes vieron en 9 de enero de 1844 fue sencillamente un insignificante cortejo que salía de la iglesia parroquial llevando a una niña que acababa de ser bautizada. Curiosa coincidencia: aquel día se cumplía exactamente el año de la boda de sus padres. Hoy ya no existe la vieja parroquia románica, que ha cedido su lugar a la amplia plaza y al monumento a los muertos. Pero la pila bautismal subsiste aún en el baptisterio de la nueva parroquia.

Todavía los tiempos son relativamente propicios a la familia Soubirous. Sin que se pueda decir que vive en la prosperidad, se va defendiendo. Rápidamente el cuadro cambiará muchísimo. La miseria se irá haciendo creciente y han de abandonar el molino de Boly por el de Laborde, y después por el de Arcizac. Las cosas van de mal en peor y en casa de los Soubirous se llega a pasar hambre auténtica. Sobre todo cuando, agotadas ya las últimas posibilidades, el padre tiene que abandonar el oficio de molinero y la pobre familia ha de acogerse a una vieja mazmorra, que da a un patio convertido en estercolero, llena de humedad, y que ha de ser la única habitación de la que se dispone para todo. Para colmo, Bernardita es perseguida desde el primer momento de su existencia por un mal implacable: el asma.

Todavía hoy los peregrinos visitan en Lourdes, sobrecogidos, la mazmorra en que la Santa pasó sus primeros años. Y viéndola, con lágrimas en los ojos, recuerda necesariamente que Dios Nuestro Señor eligió las cosas que el mundo desprecia, como dice San Pablo, para confundir a los que son o se tienen por algo.

No toda su niñez pasó allí. Primero siendo muy pequeñita, y, después ya algo mayor, Bernardita marchó a pasar una temporada al vecino pueblecito de Bartrès. Así como Lourdes ha cambiado casi totalmente de su fisonomía, y a duras penas podemos recordar lo que era en tiempos de Santa Bernardita, Bartrès presenta hoy el mismo aspecto sedante, placentero y bucólico que en sus tiempos. Es una aldea sosegada y sencilla a la que Bernardita va para servir como humilde criadita, mas frecuentemente como pastora, en casa de unos parientes. Allí inicia su durísimo aprendizaje catequístico. Incapaz de aprender con las demás niñas en la parroquia, pues no sabe leer ni escribir, ha de buscar una persona amiga, la señora Lagües, que le dé lecciones de catecismo. «Muchas veces la lección duraba de siete a nueve, sin lograr que la niña recordase ni una sola letra del libro. Bernardita lloraba muchas veces al ver que daba tanto trabajo», nos dirá el padre Ader en su declaración en el proceso apostólico. Juana María Garros, una de sus más fieles amigas, recordará con qué desesperación la pobre catequista tiraba a veces el catecismo diciendo: «¡Nunca sabrás nada!». Y con qué pena la niña se le echaba al cuello llorando, pidiéndole que la perdonase.

Bernardita quería hacer la primera comunión. Aquella situación era insostenible. Y por eso, aunque le costara dejar el aire puro de Bartrès, y cambiarlo por la sórdida mazmorra de Lourdes, un jueves, el 28 de enero de 1858, dejaba el pueblecito para volver a Lourdes.

«A los catorce años, nos dice uno de los testigos que declaró en el proceso apostólico de Nevers, no sabía leer ni escribir, ni conocía la lengua francesa; ignoraba el catecismo, y ella misma se consideraba como la última entre las niñas de su edad». Y, sin embargo, contra todo lo que humanamente se podía esperar, ella había sido la designada para ser objeto de una gracia excepcional.

Habían pasado quince días exactamente. Amaneció el jueves 11 de febrero de 1858. La niña, que había iniciado en estos días su preparación para la primera comunión, acudiendo a la escuela de las hermanas, disponía aquel día de su tiempo, pues, por ser jueves, tenía vacación.

Y ocurrió el acontecimiento que el mundo entero conoce ya. Pocos minutos antes de las once, la madre se disponía a salir. Al ir a cerrar la puerta observó que por un pasadizo cercano aparecía Juana Abadie, una niña de doce años, que estudiaba en la misma clase que Toneta, la hermana de Bernardita, ligeramente más joven que ella. Juana propuso a la madre de las dos niñas que les permitiera ir con ella a coger leña al bosque, Pero Bernardita estaba un poco resfriada, lo que no era de extrañar con tiempo tan frío y en una casa tan destartalada. Con todo, la madre accedió. Y las niñas salieron en dirección al bosque.

No había llegado a él y una mujercita que estaba lavando les aconsejó cambiar de dirección. Era muy fácil que, dirigiéndose hacia Massabielle, encontraran lo que deseaban con mayor facilidad y abundancia. Dicho y hecho. Las niñas se desviaron y se acercaron a lo que hoy es la explanada de la gruta, Pero para llegar a la gruta misma era necesario atravesar, entre dos bancos de arena, el lecho del canal. Toneta y Juana tiraron los zuecos, se metieron en el agua helada y pasaron a la otra orilla. Al poco tiempo perdían de vista a Bernardita. En el campanario de la iglesia sonaron las doce campanadas del mediodía, e inmediatamente después el «angelus» puso en oración a todo el pueblo. Bernardita, que se ha quedado sola, se decide a descalzarse. Y en ese momento se abre la serie de maravillas. Oigamos su relato, tal cual salió de aquellos labios que jamás quisieron mentir:

«Casi no había llegado a quitarme una media cuando oí un rumor de viento, como cuando se acerca una tempestad. Me volví para mirar por todas partes de la pradera y vi que los árboles casi no se movían. Vislumbré, pero sin detener la vista, una agitación en las ramas y en las zarzas de la parte de la gruta.

Seguí descalzándome y, cuando me disponía a meter un pie en el agua, oí el mismo ruido ante mí. Levanté los ojos y vi un montón de ramas y zarzas que iban y venían, agitadas, por debajo de la boca más alta de la gruta, mientras nada se movía alrededor.

Detrás de las ramas, dentro de la abertura, vi enseguida a una joven toda blanca, no más alta que yo, que me saludó con una ligera inclinación de cabeza, al tiempo que apartaba un poco del cuerpo los brazos extendidos, abriendo las manos como las Santas Vírgenes. De su brazo derecho colgaba un rosario.

Tuve miedo y retrocedí. Quise llamar a mis compañeros, pero no me sentí capaz. Me froté los ojos varias veces, creía engañarme.

Al levantar los ojos, vi a una jovencita que me sonreía con muchísima gracia y que parecía invitarme a que me acercase a ella. Pero yo aún sentía miedo. Sin embargo, no era un miedo como el que había sentido otras veces, porque me hubiese quedado mirando siempre aquella (aquéro), y cuando se siente miedo una huye enseguida.

Entonces me vino la idea de rezar. Metí la mano en el bolsillo, tomé el rosario que llevo habitualmente, me arrodillé e intenté santiguarme. Pero no pude llevarme la mano a la frente: se me cayó.

Mientras, la joven se puso de lado y se volvió hacia mí. Esta vez tenía el gran rosario en la mano. Se santiguó como para empezar a rezar. A mí la mano me temblaba. Intenté santiguarme otra vez y pude hacerlo. Desde aquel momento no tuve más miedo.

Yo rezaba con mi rosario. La joven deslizaba las cuentas del suyo, pero sin mover los labios. Mientras rezaba el rosario, yo miraba cuanto podía.

Ella llevaba un vestido blanco que le bajaba hasta los pies, de los cuales sólo se veía la punta. El vestido quedaba cerrado muy arriba alrededor del cuello por una jareta de la que colgaba un cordón blanco. Un velo blanco, que le cubría la cabeza, descendía por los hombros y los brazos hasta llegar al suelo. Sobre cada pie vi que tenía una rosa amarilla. La faja del vestido era azul y le caía hasta un poco mis abajo de las rodillas. La cadena del rosario era amarilla, las cuentas blancas, gruesas y muy apartadas unas de otras. La joven estaba llena de vida, era muy joven y se hallaba rodeada de luz.

Cuando hube terminado el rosario, me saludó sonriendo. Se retiró dentro del hueco y desapareció súbitamente.»

Hacia el fin de su éxtasis Toneta y Juana vislumbraron a Bernardita. Ella de momento guardó secreto. Pero la emoción no le cabía en el cuerpo y pocos minutos después se abría a su hermana. Su vida iba a cambiar por completo.

Comienza la serie de las apariciones. Y comienza a hacerse la niña piedra de contradicción. Habrá un día, el 18 de febrero, también jueves, en que la Santísima Virgen, la niña aún no sabe de quién se trata, le dirá: «No te prometo hacerte feliz aquí en la tierra, sino en el cielo». Será este día precisamente el que en muchas diócesis del mundo se elegirá para celebrar la fiesta de Santa Bernardita.

Días inolvidables los de las apariciones. Unas veces la Santísima Virgen quiere penitencia. En otra ocasión muestra el lugar de una fuente milagrosa. Más tarde pide la erección de una capilla. Y que se vaya allí en procesión. Por fin un día inolvidable, el día de la Anunciación, la aparición declara su nombre. En patoislurdés declara que es la Inmaculada Concepción. Bernardita nunca había oído esa expresión, e incluso las primeras veces pronuncia mal la palabra Concepción. Pero no importa. Ahora ya se sabe de quién se trata y por más que el demonio recurra a las peores artes la aparición terminará por abrirse camino y triunfar por completo.

Bernardita por fin, recibe la ansiada primera comunión. Fue el jueves 3 de junio, fiesta del Corpus. En la capilla del hospicio, donde ella se había preparado. Después, pese a un complot para tratar de recluirla, consigue volver a su vida normal. Así hasta el 16 de julio en que, por última vez en su vida mortal, tiene lugar la aparición. Era la decimoctava vez que la Señora se manifestaba. Después terminó todo. Intervinieron los hombres. Se examinaron las causas. Y al final el señor obispo dio su dictamen: Bernardita no mentía; la aparición habla sido verdadera; el culto a la Virgen de Lourdes quedaba autorizado.

Mientras todo aquello se estudiaba, Bernardita había estado viviendo como pensionista en el hospicio. Y allí había brotado la flor preciosa de su vocación. Hay serios indicios para suponer que la Santísima Virgen le aconsejó que se abrazara con la vida religiosa. Parece ser que éste fue uno de los secretos que ella guardó siempre tan celosamente. Lo cierto es que, después de una dura lucha con su timidez, se decidió por fin a pedir el ingreso en la congregación. Y tras algunas vacilaciones, éste le fue concedido.

El martes 3 de julio de 1886 Bernardita, acompañada de algunas hermanas, se dirigió a la gruta. Traspuso la reja y se arrodilló. En oración y con los ojos fijos en la imagen de la Inmaculada suspiró y entre sollozos repitió: «Madre mía, Madre mía, ¿cómo podré dejarte?». Se puso de pie, besó la roca y después el rosal. Al fin se arrancó de aquel lugar que tenía para ella recuerdos inolvidables. «La gruta era mi cielo», habrá de decir en alguna ocasión.

La última noche la pasó con su familia en el molino Lacadé. Dejaba a los suyos casi en la miseria. Al día siguiente la acompañaron al hospicio y allí le dieron el último adiós. Fue una escena emocionante. Todos lloraban, a excepción de Bernardita. Por fin se separaron y de allí partió para Nevers.

Había comenzado para ella una nueva vida. Una sola vez, como excepción, se le permitió hablar de Lourdes y contar sencillamente a la comunidad lo que habían sido las apariciones. Después se le impuso el silencio, que ella guardó siempre rigurosamente, evitando con extraordinaria habilidad cualquier sorpresa que le preparaban para conseguir de ella alguna palabra sobre el asunto. Fue una religiosa más, Obediente, puntual, amante de la pobreza, trabajadora, caritativa. Pero sin ninguna distinción especial.

La Santísima Virgen le había dicho que no la haría feliz en la tierra sino en el cielo. Por eso a ella no le extrañó tener que sufrir tanto.

Y sufrió en el cuerpo. La enfermedad le acompañó constantemente. Ya a los tres meses de noviciado tuvo que hacer su profesión religiosa «in articulo mortis», pues no se pensó que pudiera sobrevivir. Después, todos los años el invierno, o el más mínimo accidente, le traían tremendos sufrimientos. Se ahogaba constantemente. Y su vida era un continuo sufrir.

Sufrió también en su espíritu. Con algo que muy difícilmente podemos valorar quienes no hemos vivido la vida religiosa, y sobre todo quienes apenas podemos hacernos cargo de la sensibilidad a flor de piel que llega a producirse en una mujer joven, delicada de salud, viviendo la vida común. Pero la verdad es que también por este lado sufrió enormemente. La madre maestra de novicias, a la que prácticamente estuvo sometida toda su vida religiosa, aun después de su profesión, sintió hacia ella un despego y hasta una positiva aversión. Esto se traducía en mil pequeños incidentes, dolorosísimos para la Santa. En continuas humillaciones, e incomprensión y hasta, justo es decirlo, no pocas veces también en desconfianza.

Por si esto fuera poco, tuvo la Santa un tercer sufrimiento. El más terrible. Apenas nos lo podemos imaginar, pues se trató de una prueba mística, de esas que el Señor envía y que sólo quien las sufre puede llegar a comprender. Se había ofrecido la Santa para sufrir. Y el Señor aceptó sus sufrimientos. En su diario íntimo y en algunas expresiones que se le escaparon podemos percibir algo de lo que fue la desolación y el abandono, la purificación misteriosa, el dolor penetrante y profundo que empaparon por completo su alma. Prueba heroica cuyas dimensiones escapan por completo a toda ponderación humana.

Y así año tras año, a lo largo de su ejemplar y santa vida religiosa. Fue santa porque con tan edificante perfección supo vivir su oculta vida de inmolación. Esto fue lo que la santificó. Las apariciones fueron tan sólo la ocasión de que el Señor se sirvió para prepararla.

Un día en que ella se encontraba en la cama, recibió la visita del señor obispo de Nevers. Venía a pedirle que escribiese una carta para el Papa, porque él iba a ir a Roma a visitarle y quería llevársela. En una carpeta, que sostenía una hermana que nos describió la escena en el proceso apostólico, la religiosa escribió la carta cuyo original conservamos aún. Es realmente emocionante el tono y la expresión de esta carta llena de ingenuidad, de humilde devoción de auténtico perfume de santidad. Sentimos no poder reproducir más que un párrafo:

«Santísimo Padre, jamás hubiera osado tomar la pluma para escribir a Vuestra Santidad, yo, pobre hermanita, si nuestro digno obispo, monseñor de Ladoue, no me hubiese animado diciéndome que el medio seguro de alcanzar una bendición del Santo Padre era escribiros y que él tendría la amabilidad de llevar mi carta. Se establece una lucha entre el temor y la confianza. Yo, pobre ignorante, hermanita enferma, osar escribir al Santísimo Padre ¡jamás!»

Y continúa expresándole el amor que siente hacia el Papa y la alegría que le dio pensar, que la Santísima Virgen se había dignado, en cierta manera, confirmar la palabra del mismo Pontífice al aparecerse en Lourdes.

El Papa correspondió con una bendición, juntamente con un precioso crucifijo de plata. Era como la preparación para el episodio final. Bernardita estaba ya lista para la muerte.

Y la muerte llegó. Antes, sin embargo, le precedió un cierto alivio. Se nombró una nueva superiora general, Mucho más comprensiva para con ella. Por otra parte tuvo el consuelo también de recibir la visita de Toneta, su hermana queridísima, y la de uno de los sacerdotes de Lourdes que había sido su confesor en la época de las apariciones. A nadie más pudo ver, ni se pudo jamás arreglar un viaje a Lourdes para volver a visitar su gruta querida.

La enfermedad se fue agravando. Los sufrimientos se hacían más insoportables. El domingo de Pascua, 13 de abril, parecía estar ya inminente el desenlace. Pero su auténtica noche de Getsemaní fue la del lunes al martes de Pascua. Sufrió terriblemente y sin descanso. Un sudor helado cubría su frente. Temblaba por su propia salvación. Y así continuó también sufriendo en la mañana del 16 de abril. A eso de las once de la mañana la colocaron en un sillón con los pies en un escabel. A eso de la una acudió la comunidad. Ella miró a la imagen de la Virgen y con intensidad exclamó: «¡La vi, la vi! ¡Qué hermosa era! ¡Cuánto ansío volver a verla!» Minutos después quedó con los ojos fijos en un punto de la pared, lanzó una exclamación de sorpresa y con la mano derecha crispada en el sillón intentó levantarse. Volvió a quedar tranquila. Así pasó el tiempo, entre sufrimientos tremendos, hasta que por fin, musitando dulcemente «ruega por mí, pobre pecadora, pobre pecadora», y apretando el crucifijo contra su corazón, mientras dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, expiró dulcemente. Tenía treinta y cinco años de edad y llevaba doce en la casa religiosa en la que había ingresado.

Su muerte fue un auténtico triunfo. La ciudad entera se conmovió. Los funerales, solemnísimos, atrajeron muchedumbres inmensas. Pronto empezó a pensarse en su beatificación.

Fue un cardenal español, Vives y Tutó, el que animó por medio del obispo de Nevers, a la superiora general a acometer la empresa. La antigua maestra de novicias pedía que se retrasara el comienzo del proceso hasta que ella muriera. Así se hizo. Y por fin el 20 de agosto de 1909 se iniciaba el ansiado proceso. Se procedió con rapidez, y el 18 de noviembre de 1923 se declaraba la heroicidad de sus virtudes. Por fin, el 14 de junio de 1927 era declarada Beata. Y en 1933, el 8 de diciembre, canonizada solemnísimamente.

En su homilía Su Santidad Pío XI ponderó la humildad de esta «ignorante hija de unos pobres molineros, que por toda riqueza poseía solamente el candor de su alma exquisita».

Y en el Lourdes de hoy sigue presente. Bajo las arcadas está su altar. Al llegar a la estación, sale al encuentro, en una deliciosa estatua que la presenta como pastorcita, al peregrino que acude a la ciudad santa; las muchedumbres visitan la mazmorra en que ella vivió. Mientras en Nevers, encerrada en una preciosa urna, se muestra como dormida a sus devotos visitantes.