La «conversión»: estudio teológico y psicológico
La conversión de san Pablo se produjo en el encuentro con Cristo resucitado; este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia. En el camino de Damasco le sucedió lo que Jesús pide en el evangelio de hoy: Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, «creyó en el Evangelio». En esto consiste su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho de que Jesús había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado.
Esta verdad, que gracias al bautismo ilumina la existencia de todo cristiano, cambia completamente nuestro modo de vivir. Convertirse significa, también para cada uno de nosotros, creer que Jesús «se entregó a sí mismo por mí», muriendo en la cruz (cf. Ga 2, 20) y, resucitado, vive conmigo y en mí. Confiando en la fuerza de su perdón, dejándome llevar de la mano por él, puedo salir de las arenas movedizas del orgullo y del pecado, de la mentira y de la tristeza, del egoísmo y de toda falsa seguridad, para conocer y vivir la riqueza de su amor.
Santo Padre emérito Benedicto XVI
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Noción de «conversión»: ¿Qué es la «conversión»?
La conversión, en el amplio sentido de la palabra, es un cambio del principio o de los principios que rigen la síntesis o la dirección de nuestra vida. «Conversión», de por sí, no significa conversión a Dios, ni siquiera hacia el bien. Uno puede convertirse al mal, o convertirse al racionalismo o al marxismo; hay conversiones del catolicismo al protestantismo y hasta al judaísmo o a religiones fuera de la tradición judeo-cristiana. Tomada en esta acepción tan general, la categoría de los «convertidos» se identifica, en suma, con la de los hombres que los anglosajones llaman «twice born» para distinguirlos de los «once born». Hay, en efecto, un nacimiento común a todos: aquel por el que recibimos la existencia de hombres, según las cualidades de la naturaleza humana; así venimos al mundo. Algunos tienen un segundo nacimiento a un determinado mundo de valores, a los que libremente se abren y entregan.
Uno descubre, por ejemplo, la miseria de los hombres o la justicia; se siente conmocionado, golpeado de tal forma, que consagrará su vida a luchar por lo que ha descubierto. Para que haya «conversión» es necesario algo más que una pura información intelectual o incluso una convicción especulativa. Un encuestador, un sociólogo, pueden saber todo sobre la miseria o el hambre de los hombres y, sin embargo, no «convertirse» para remediarlas. Es necesaria una experiencia personal y que sean llevados a cambiar algo en sus vidas. Recordemos, por ejemplo, la diferencia existente entre el sencillo atestado y el testimonio. El testigo tiene la sensación de ser requerido por la verdad, de tal forma, que llegaría a comprometerse onerosamente por sostener una afirmación en la que el hecho se duplica para él con un valor. Para que verdaderamente haya conversión es menester que el valor que se apoderó de nosotros sea de tal naturaleza, que oriente nuestra vida dando un sentido a nuestro destino.
Conversión moral y conversión religiosa
La conversión moral es un cambio de nuestros principios éticos o un paso de no practicarlos a practicarlos. Ciertas filosofías han propuesto un ideal que reclamaba una conversión así: el estoicismo, por ejemplo, y Plotino. La conversión propiamente religiosa tiene puntos de semejanza con la conversión moral. Pero es diferente. No supone únicamente que la vida tiene un sentido que puede «convertirse», sino que ese sentido esté determinado por un Dios personal y que el principio de la «conversión» sea la realización de la verdadera relación que ese Dios quiere que establezcamos con El.
A menudo, conversión religiosa y conversión moral están íntimamente mezcladas; la conversión moral se produce en el interior de una fe, que en principio nunca se había dejado de profesar, pero a cuyas exigencias se conformaba poco o nada. Este caso, al que algunos dan el nombre de «conversión mística», es el de Francisco de Asís, Ignacio de Loyola y Pascal. Es también el caso de las «segundas conversiones» de que hablan los autores espirituales. Sin embargo, nos parece que en estos casos existe siempre —al principio de la conversión moral o acompañándolo— un nuevo descubrimiento del Dios vivo, de Cristo y de la verdadera relación religiosa: luego… conversión religiosa. Se puede reducir a conversión moral el paso de los que, en el latín eclesiástico de la época de los Padres, recibían el nombre de «conversi»; es decir, los que en vez de la vida del «mundo» abrazaban una vida según los consejos evangélicos, sobre todo el de la castidad, sin por ello tomar el hábito monástico.
La conversión en la Sagrada Escritura
a) Vocabulario
Dos verbos hebreos y dos griegos expresan la idea de conversión. En hebreo: «sub, volver»: en sí no tiene valor religioso, pero al emplearlo fue tomando el significado de conversión expresado por su sustantivo derivado «tesubah». Convertirse es volver a Dios. Así aparece frecuentemente. Ejemplos: Am 4, 6 ss.; Is 9, 12; 19, 22, Jer 3; Ez 33; Dt 4, 30; Dan 9, 13. Naham, apenarse, arrepentirse. Ejemplos: 1 S 15, 29; Sal 110, 4; Jer 8, 6. Es empleado acompañado y siguiendo a «sub» por ejemplo en Jer 38, 18-19. Griego: «sub» es generalmente traducido en los Setenta como «epistréfein», que tiene el mismo sentido: volver, volver de nuevo, tornar a, venir… luego, convertirse. Cf. Os 14, 2 s.; Am 4, 8; Jon 2, 13; ls 55, 7; 6, 10 (citado por Mt 13, 15; Mc 4, 12; Act 28, 27); Jer 31, 14; Dt 30, 10. En el Nuevo Testamento se habla, por ejemplo, de volver de las tinieblas a la luz (Act 26, ]8). Se vuelve de (apó, ek) (Act 8, 22; Ap 2, 21 s.; 9, 20 s.; 16, I l; Heb 6, 1) y se vuelve hacia (Epí, prós). Cf. I Pe 2, 25, donde el verbo está empleado sin preposición, como en Lc 22, 32: Act 3, 19; «Metanoein», substantivo «metanoia», era bien conocido en el griego clásico con el sentido de: cambiar de espíritu o intención; cambiar la orientación del propio pensamiento. Tampoco le es extraño el sentido de arrepentimiento, que se acentuó en la época helenística. La traducción de los Setenta de «a metanoein» un sentido fuerte y técnico de conversión, siendo equivalente a «epistréfein», cuando esta palabra se emplea en sentido moral y religioso. También en los Setenta se traduce algunas veces «sub» por «metanoein»: así en Ecl 48, 16; ls 46, 8. De modo que el verbo «metanoein» estaba preparado para usarse en el Nuevo Testamento como expresión técnica para expresar: cambiar de espíritu, volverse hacia (Dios), convertirse; y esto con toda la densidad del «sub» de los profetas, conservando, sólo secundariamente, el valor de pena y arrepentimiento. Varias veces, en los Setenta (Jer 38, 18-19) y en el Nuevo Testamento, las palabras «metan» y «epist» aparecen unidas, señal esto de su similar sentido. En esta casi equivalencia, sin duda «met» expresa preferentemente el cambio de actitud interior, y «epist» el de relación con otro (Dios).
En latín, la palabra «conversio» expresaba bien la idea de volver, dar la vuelta, convertirse; pero «metanoia» fue traducida por «poenitere, poenitentia». De lo que se han seguido dos inconvenientes: 1) No se conserva la tan expresiva imagen del «sub» hebreo y del «metanoein» griego. 2) Aunque «paenitere» venía realmente de «paena» con el sentido de «no estar satisfecho de», se vio como absorbido por la palabra «poena» de la que incluso tomó la grafía, y así recibió un predominante sentido de: compensación onerosa, aflicción, reflejando sólo uno de los valores y no precisamente al más profundo del empleo bíblico de «metanoia». «Penitencia» sugiere en primer lugar obras de penitencia.
b) Teología bíblica de la conversión
El doctor E. Würthwein distingue, hasta llegar a oponerlas, la concepción de «penitencia» que tenían en Israel antes de los profetas y la de «conversión» que éstos predicaron. Existían, realmente, en Israel costumbres penitenciales ocasionales o legalizadas y ritualizadas en las instituciones cultuales, y que incluían ayuno, lamentaciones, súplicas e incluso signos exteriores tales como saco, cilicio y ceniza. Hasta se decretaba una penitencia general, que alcanzaba incluso a los niños y animales (cf. Jon 3, 7 s.; Jdt 4, 10 s.). Pero llegan los profetas y dicen: todo esto no es volver a Dios (cf. Am 4, 6-11). Para los profetas, lo esencial y lo que cualifica todo lo demás es realizar el auténtico encuentro religioso. Es una relación personal entre un hombre que se compromete todo él, es decir, su «corazón» o su conciencia, y el Dios vivo, es decir, el Dios que tiene una voluntad, un plan, que llama y exige. Es el contacto o relación por los que verdaderamente Yahvé es el Dios de Israel e Israel el pueblo de Dios. Un individuo, un pueblo, se convierte cuando para él Dios es realmente Dios… Esta relación se concreta en tres puntos: obedecer la voluntad de Dios, fiarse plenamente de Él y apartarse del mal que Dios odia. De hecho, las exigencias son extremadamente concretas en el plano del comportamiento humano. La Alianza pide que se observe plena justicia, que se trate a los demás como hermanos, sobre todo a los pobres y débiles, etc. Esto es el verdadero ayuno… (cf. Is 58, 4b-07; Zac 7, 5 s.). En resumen, los profetas predican menos la «penitencia» que la «conversión»; para ellos todo se decide en el plano teologal y no en el ético-ascético.
Hay algunos textos que escapan a este esquema. Los profetas conocen y admiten los ritos penitenciales (Is 22, 12 s.; Jl 2, 12). E. Würthwein sitúa también durante el exilio el monumental caso de Ezequiel, que tradujo un sentimiento pastoral muy vivo de la responsabilidad personal y de la posibilidad que el hombre tiene de orientarse hacia la justicia o la injusticia. La neta distinción establecida por Würthwein, ciertamente, es exacta, en el fondo; tiene sus equivalencias en otros campos: Templo y Presencia de Dios, sacrificios y fiestas, etc. Es verdad: los profetas han comprendido y demostrado que es un modo de practicar la religión, que en realidad aleja de Dios, o que es cómplice del movimiento del pagano que cada uno llevamos dentro, para huir de Dios, representárnoslo a nuestra propia imagen humana, en fin, hacernos un ídolo; cuando la verdadera religión consiste en dejarse modelar por Dios a su imagen y dejarse interrogar totalmente por El, en el absoluto de la fe y del amor. Sin embargo, hay un peligro en esquematizar la oposición señalada: el de no ver más que la relación de fe y «hesed», que es la sustancia de la conversión en la que coinciden los profetas, pero incluyendo, y no excluyendo, la realidad concreta de la «penitencia» como tristeza por el pecado, contrición, enmienda y satisfacción.
Los autores protestantes dicen, algunas veces, que lo contrario del pecado no es la santidad, sino la fe. No; es la justicia. Inconscientemente, tienden con frecuencia a llevar a otros campos el debate de las obras y la fe —algo hay de esto en el admirable Eros y Agapè de A. Nygren—, y no ven bastante el estatuto de una fe que se hace verdadera por las obras. No se trata, pues, sino de completar las indicaciones de Wurthwein sobre la predicación profética de la verdadera conversión a Dios, porque esta predicación incluye también enunciados sobre la detestación y el repudio del pecado. En resumen, sobre la verdadera penitencia a la que lleva la relación de fe, justicia, fidelidad, misericordia y conocimiento de Yahvé.
En el Nuevo Testamento, la idea de conversión es absolutamente fundamental. El Evangelio comienza con la llamada de Juan Bautista, tomada luego por Jesús al principio de su predicación: «arrepentíos (metanoeite), pues el Reino de Dios está cerca» (Mt 3, 2; cf. Mc 1, 4; después, Mt 4, 17; Mc 1, 15). Es una llamada a un cambio de vida profundo e interior, que corresponde al acto decisivo y completamente inaudito de Dios viniendo a liberarnos y perdonar los pecados. La conversión a que invitan, primero Juan y después Jesús, obliga a revisar por completo el sentido de la vida propia con relación a este acto decisivo de Dios. Es la respuesta del hombre a la soberana iniciativa de Dios; implica primeramente un arrepentimiento o una penitencia para abandonar el pecado (Mt 3, 8; dignas obras de penitencia); inmediatamente la fe por la que uno se entrega totalmente a Dios («Arrepentíos y creed en la Buena Nueva»: Mc 1, 15; Act 20, 21; 26, 18; Heb 6, 1); finalmente, consecuencias para toda la vida, que será renovada por completo. La vida tendrá otro estilo, el que conviene al Reino de Dios y que se resume maravillosamente en una actitud de «no posesión», de pureza, disponibilidad y confianza; un a priori de afectuosa apertura…, en resumen, una actitud de infancia espiritual.
Este mensaje evangélico tiene un valor absoluto y definitivo para todos los hombres hasta el fin del mundo. Los apóstoles lo han hecho resonar a través del espacio y el tiempo: todo hombre es llamado a hacer penitencia y a convertirse, al anuncio de un heraldo de la Buena Nueva (Mc 6, 12; Mt 12, 41; Lc 5, 32 par.; 24, 47; Act passim). San Pablo y san Juan han pensado en las implicaciones teológicas de la vida cristiana como conversión: fundamentalmente, los dos tienen la misma teología. Aunque san Juan no emplea las palabras «metanoein, metanoia», sin embargo, presenta, en el sentido más estricto del término, la «theo-logia» más profunda de la conversión como acto y proceso por los que el fiel se deja engendrar y formar por Dios, en dependencia de Jesucristo. El mismo San Pablo ha desarrollado progresivamente, a través de sus Epístolas, una síntesis teológica de la conversión cristiana, uniendo los tres aspectos siguientes. Primero, la fe, que es no tanto una consecuencia de la penitencia-conversión, cuanto su principio. Inmediatamente, el bautismo y el hombre nuevo: san Pablo toma ideas judías sobre el bautismo de los prosélitos, pero el Bautismo cristiano adquiere todo su sentido en Jesucristo y su Pascua. Finalmente, todo un programa de vida al que comprometen la fe y el Bautismo: éste, que nos configura con la muerte y resurrección de Cristo, tiene un contenido moral más concreto y exigente; uno se convierte, para servir a Dios (cf. I Tes 1, 9-10; Gál; Rom 1, 25; 12, 1-2); uno se compromete por la fe y el bautismo a un género de vida que consiste en hacer morir el hombre viejo y realizar en nosotros el hombre nuevo (2 Cor 4, 16; I Ts 1, 9-10, 4, 4-5. 9-12; Rm 1, 25-31 y caps. 12 y 13, etc). Nada más teologal, sacramental y ético a la vez que la conversión en San Pablo; nada más acto de Dios comprometiendo al hombre a un continuado esfuerzo; nada como la conversión que se realice una vez y, sin embargo, tiene que realizarse sin cesar…
Componentes de la conversión y puntos de vista en que se pueden considerar los hechos
Consideremos ahora la realidad de la conversión tal como la presentan cada día los hechos, en nuestros países o en los países antes llamados «de misión». La conversión es un paso personal que afecta la vida de un hombre moralmente adulto, es decir, de un hombre cuyo principio de síntesis moral es personalmente poseído y puede ser libremente elegido o ratificado. La conversión incluye todo un conjunto de movimientos psicológicos y morales; de motivaciones intelectuales y afectivas. Hay preparaciones, positivas, que abren el espíritu a ciertos valores, y negativas, que ayudan a superar ciertas actitudes de retroceso: entre estas causas hay que situar de modo muy especial el papel del sufrimiento, de los «callejones sin salida», de todo lo que significa para nosotros decepción, herida… Hay etapas, relevos: san Agustín pasó por el neo-platonismo; Görres volvió al catolicismo a través de la idea de unidad política, y muchos hombres de su tiempo a través de la Iglesia como fuerza de estabilidad y de orden (Von Haller, por ejemplo). Las preparaciones juegan su papel, después ceden su lugar a otra cosa, que permanece… Los factores del medio cultural y sociológico tienen también su influencia, sobre todo el sentido de inhibición, como se comprueba en los estudios referentes a los medios obreros europeos o a las condiciones de conversión en algunos países de misión, sobre todo en aquellos donde está instalado y reina el Islam. Ciertos casos conocidos por el autor llevarían a preguntarse si a veces en las conversiones confesionales no juega su papel un determinado atavismo… Valdría la pena estudiarlo.
Todo esto demuestra que las conversiones encierran una realidad humana muy compleja: moral, social, histórica, quizá incluso genética, y cuyo estudio sería también muy interesante. Si no siempre, sí en muchos casos podría hacerse una historia puramente psicológica de las conversiones, y los más exigentes teólogos nos dejan, a este respecto, en plena libertad. También se podría, con una base suficientemente documentada, realizar una clasificación y tipificación de las conversiones, si, a pesar de su extremada variedad, se pueden reducir a algunos tipos y si esta clasificación presenta verdadero interés. Una posible clasificación, tomada desde el punto de vista psicológico o de motivos psicológicamente determinantes, es ésta:
1. Conversiones en que domina la inquietud, la necesidad de encontrar la verdad y las motivaciones intelectuales: caso frecuente en las conversiones confesionales, por ejemplo Newman, Cornelia de Vogel.
2. Conversiones en que predomina la voluntad de realizar un ideal puro: muchas conversiones del paganismo o del Islam al cristianismo.
3. Conversiones de tipo emocional, especialmente numerosas en las reuniones de evangelización de los pentecostales, del Ejército de Salvación… Hay también conversiones lentas y conversiones repentinas, pero en estas últimas el brusco momento decisivo ha sido frecuentemente precedido por preparaciones y seguido de todo un largo trabajo: el caso, por ejemplo, de Teodoro Ratisbonne (visión de la Virgen, Roma, 1842). Sucede entonces que las razones siguen al momento decisivo en que se da la «vuelta» moral o religiosa, que es lo esencial de la conversión; el nuevo principio de síntesis se adquiere repentinamente o de un solo golpe por una iluminación instantánea, y la estructura de los razonamientos o de las respuestas sólo llega después. Tal es, por ejemplo, el caso de un P. Robert Bracey, y especialmente, más ilustrado y formulado por él mismo en términos de insuperable verdad, el de Paul Claudel. Transcurrieron cerca de cuatro años entre su iluminación (Navidad 1886) y su primera confesión (1880). Animus que debía razonar las dificultades y sacar las conclusiones, tenía que estar retrasado respecto a Anima.
Hay conversiones completamente personales. La Iglesia católica les da preferencia. Algunas conversiones en masa, como la de los monjes anglicanos de Caldey en 1913, no son en realidad sino la pluralidad de conversiones personales, más o menos ligadas y simultáneas. Por el contrario, el psicólogo y el sociólogo deben hacer un lugar a las conversiones verdaderamente colectivas. Las ha habido en la historia (¡los sajones!), y sin duda existen aún en la historia misionera contemporánea, casos de grupos sociales que siguen en masa a su jefe. Existen también los «Revivals» o las campañas de evangelización de tipo «evangelical» que desembocan en movimientos más o menos colectivos de conversiones repentinas: acción de Moody, de Evan Roberts con los «Revivals» del país de Gales, de 1904-1905, campañas de Billy Graham, sesiones de llamada del Ejército de Salvación… Las grandes misiones de los siglos XVII, XVIII y XIX en la Iglesia católica han presentado, a veces, rasgos semejantes a los «Revivals» protestantes. En el fondo, se trata de una predicación que imita la de los grandes profetas de Israel. «EI ‘Despertar’ es la vuelta a la obediencia a Dios» (Finney).
Sería peligroso insistir demasiado en los aspectos espectaculares, incluso algo románticos, de una conversión repentina, sobre todo si es fruto de un choque sentimental. En tales conversiones se arriesga dejar para el futuro todos los verdaderos problemas. En realidad, toda la vida cristiana es conversión. Cada fiel debe esforzarse en llegar a ser, día tras día, lo que es y a realizar su ser espiritual en profundidad. Hay que ver bien a lo que obliga el bautismo de niños; por un lado, compromete a cada cristiano y, por otro, a la Iglesia, para que prosiga un esfuerzo de auténtica pastoral. El bautismo exige, imprescindiblemente, instrucción y conversión. En la Iglesia anterior a Constantino, cuando era peligroso ser cristiano, estaba formada principalmente por hombres convencidos; sin duda, lo más frecuente es que el Bautismo se diera sólo a personas previamente convencidas y convertidas: representaba, realmente, no sólo desde el punto de vista dogmático, sino también desde el psicológico y moral, un segundo nacimiento. Hoy, en que se confiere a los niños recién nacidos, corre el riesgo de aparecer sólo como un aspecto del nacimiento común; el nacimiento por el que entramos en el mundo, en determinada sociedad, que en nuestros países es «cristiana»… Pero la obligación de instrucción y conversión permanece indisolublemente ligada: sencillamente, debe realizarse después por medio de un caminar personal, ya que no se realizó antes. La vida del cristiano lleva consigo la obligación rigurosa de llegar a ser verdaderamente cristiano, ya que lo hicieron sin elección personal. Es decir, hay una obligación de conversión…
Se han propuesto diversas «explicaciones» psicológicas para el hecho de la conversión: la presión social, el debilitamiento del «tonus vital», el subconsciente, la sexualidad, etc. Estas explicaciones se basan generalmente en un aspecto real de las conversiones —en el plano fenomenológico—, pero son demasiado limitadas o parciales para percibir el hecho en su totalidad, sobre todo si se le mira en su relación con la totalidad de la existencia y con su significación.
Explicaciones frecuentemente dominadas, en las obras de psicología religiosa, por la preferente atención concedida por E. D. Starbuck —iniciador de estos estudios— a la adolescencia como momento privilegiado para la conversión (Psychology of Religion, Londres, 1889); o también por el punto de vista, tan querido a los protestantes, de la conversión repentina y definitiva con predominio del sentimiento de pecado del que uno se libera por un «surrender» (entrega) total a la gracia, a la voluntad y al servicio de Dios. William James (Varieties of Religious Experience, 1902) veía la conversión como la última consecuencia de una incubación inconsciente de ideas y sentimientos que terminan apareciendo o más bien explotando, saliendo a la superficie de la conciencia, movidos por nuestra tendencia de reemplazar los elementos caducos o dispersos de nuestra síntesis mental, por un principio más fuerte y más unificador: y esto bajo el choque de una emoción, de una percepción nueva o de un conjunto de circunstancias que sacan a luz el desgaste, la desorganización y la ausencia de cohesión de nuestro anterior sistema…
Un psicólogo contemporáneo, R. H. Thouless (An introduction fo the Psychology of Religions, Oxford, 1923, caps. 13 y 14), aun distinguiendo varias clases de conversiones, algunas de las cuales desbordan esta explicación, la toma después en forma diferente: sentimientos, habitualmente frenados por una resistencia que se opone a su afirmación y a su éxito, rompen esta resistencia y se afirman en el plano de la vida consciente. Este esquema se aplica en particular a las conversiones juveniles, en las que actúa el deseo de escapar a ciertos hábitos de pecado que pesan precisamente en la edad en que se busca conquistar y afirmar la propia síntesis. Pero el mismo Thouless reconoce que así no tiene en cuenta las conversiones intelectuales, que son el mayor número de conversiones confesionales.
Algunos psicoanalistas han dado a los hechos de conversión una interpretación demasiado sencilla: los candidatos a la conversión serían seres de psiquismo inseguro, desprovisto de unidad innata. La necesidad de unificarse les lleva a subordinar o expulsar una parte de sí mismos en beneficio de la otra parte. Además, como no se bastan a sí mismos, se buscan un amigo poderoso que les complete, les apacigüe y permita compensar sus fracasos. Pero esta solución para su angustia se produce a costa del valor humano. Hay en estas consideraciones de los psicólogos mucho, al menos parcialmente, de exacto; pero dependen mucho más de la simple descripción que de la explicación. Es cierto que la conversión se opera a menudo en el término de una crisis caracterizada por un cierto desequilibrio del que se quiere salir, o por una pérdida de seguridad interior. Por eso la conquista de la personalidad por el joven, la vergüenza de un pecado —sentida hasta el paroxismo—, o bien una pena, enfermedad, guerra, fracaso, cautividad, hasta una sencilla emigración, son momentos propicios para la conversión. Es cierto que la conversión representa la conquista de un principio de síntesis más satisfactoria, y es una integración. Todavía es preciso ver en qué condiciones y sentido se realizan esa conquista y esa integración.
Como para todo lo que se desarrolla en la vida psíquica del hombre, es normal que los psicólogos, que exploran el consciente y el subconsciente, puedan dar una traducción psicológica de los hechos. Pero nos parece que hay dos clases de consideraciones que piden se pueda y deba ir más allá de esas explicaciones.
1. La verdad representada por el método fenomenológico. La conciencia tiene un contenido, una intencionalidad. No es cuestión solamente de analizar y así «explicar» después el modo cómo suceden las cosas. Es preciso considerar y tratar de «comprender» el contenido y la significación de lo que pasa. Ahora bien, los convertidos experimentan y afirman ciertas cosas, y la convergencia de sus experiencias y afirmaciones tiene valor propio: creemos que se puede sacar de ello una prueba que tiene certeza moral, del tipo de las pruebas por testimonios convergentes, en favor no sólo de la existencia de Dios, sino de su acción en las almas y de la realidad de ciertos hechos místicos. En efecto, una afirmación se repite en los relatos de conversión, menos sin duda en las «conversiones» juveniles —de las que los psicólogos se han ocupado con más gusto—, que en las conversiones «místicas»: la afirmación de la acción soberana de una persona viviente, pero trascendente e invisible. La historia que han vivido, no solamente les parece dirigida hacia Dios, sino llevada por Él, y lo que ellos atestiguan de sus iniciativas y de esta conducta responde, de modo notable, a lo que los teólogos llaman «la acción de la gracia». La aportación última por la que todo se esclarece y decide, no proviene de ellos, sino de la acción de Otro que está dentro de sí mismo (1).
(1) El padre Lacordaire escribía en una carta del 11 de mayo de 1824, a propósito de su propia conversión: «Un momento sublime es aquel en que el último rayo de luz penetra en el alma y reúne en un centro común las verdades esparcidas. Hay siempre una tal distancia entre el momento que sigue y el momento que precede a aquel, entre lo que se era antes y lo que se es después, que se ha inventado la palabra gracia para expresar este relámpago que viene de lo alto» (FOISSET, Vie du P. Lacordaire t. 1, pág. 61). |
Del mismo modo un fenomenólogo de la religión concluía: «No podemos describir la estructura de la conversión sin añadirle esta acción divina como elemento de comprensión». Quizá no sea acertado hablar, como el padre Mainage, de un «dualismo» que existiera en el alma del convertido; sin embargo, no hay nada tan atestiguado como la certeza o evidencia moral experimentada por tantos convencidos, de que lo que les sucede no es fundamentalmente de ellos, sino de Dios.
2. Desde el punto de vista fisiológico o médico, Juan Bautista murió, sencillamente, de una hemorragia. Desde el punto de vista teológico, su muerte es un martirio que corona su testimonio del Verbo encarnado; esa muerte pertenece a la historia de la salvación y tiene un valor sagrado. Este ejemplo nos ayuda a comprender que un mismo hecho puede suscitar apreciaciones diferentes, situadas en planos diferentes, debidos a medios de conocimiento y criterios diferentes. En una conversión, el psicólogo puede ver el desenlace de una crisis cuyo proceso analiza más o menos exacta y completamente; puede también señalar el momento en que una explicación sacada de las «leyes» ordinarias de las costumbres humanas se detiene ante datos que sobrepasan la medida o el orden natural. Así desemboca —y debe reconocerlo, como un posible más allá de su explicación— en un punto, a partir de cual el apologeta hablará quizá de milagro moral. Por el contrario, no habría nada más engañoso, y hasta ridículo, que pretender «explicar» con algún conflicto interior un hecho como la conversión de san Pablo. Jung es lo bastante gran psicólogo como para no quitarle ningún mérito, aunque digamos que sus intenciones con respecto a ese tema (citados por Thouless, ed. 1950, págs. 189 ss.) aun conteniendo algunos elementos válidos, son lastimosamente inadecuadas.
La apreciación teológica de las conversiones tiene criterios propios. En primer lugar dogmáticos, procedentes de las afirmaciones de la Revelación y de la fe sobre la realidad de Dios y su acción. En segundo lugar espirituales y morales, que tengan en cuenta la calidad de la vida, pureza y frutos espirituales de las motivaciones, de la fecundidad y beneficios superiores que de ello se deriven. Porque una conversión que viene de Dios no es sólo un hecho fisiológico, es un hecho espiritual; no es sólo un término, un refugio, después de la tormenta; la conversión abre una fuente de vida para los demás, entra en la inextinguible historia de la caridad y del retorno de la creación a Dios por caminos de luz, de libertad, de cruz y de amor.
Teología de la «conversión»
a) La teología clásica apenas se ha ocupado de la conversión. Únicamente al estudiar el acto decisivo de la justificación. Las dos principales referencias son: Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Iª, IIae, q. 113 (y lugares paralelos), y el Concilio de Trento, ses. Vl, sobre todo los capítulos 5.° y 6.°. La justificación, que es el caso límite, manifiesta con toda fuerza las afirmaciones de la teología sobre la conversión al suponerla un acto gracioso y soberano de Dios: se realiza en el bautismo de los niños pequeños, sin que allí se produzca actividad alguna humana y consciente por su parte. Estamos en presencia de la conversión como acto espiritual de Dios (de la gracia) en estado puro. Es bastante curioso observar cómo el pensamiento protestante, que partía de una afirmación de pura gracia y de pasividad del hombre, ha llegado a insistir, de una parte, en el elemento «experiencia» de la conversión, y, por otra, a poner en duda, y frecuentemente a rechazar, el bautismo de los niños por razones teológicas. Pero los protestantes, fieles a las afirmaciones tradicionales sobre el valor sacramental del bautismo, incluso del bautismo de los recién nacidos, distinguen entre la regeneración producida en el bautismo por el acto de Dios (cf. Jn 3, 7) y la conversión, que implica una libre actividad del hombre (cf. Act. 3, 19).
De hecho, lo que ordinariamente se llama conversión se produce en la vida consciente de un adulto y trae consigo, generalmente, todo un proceso de preparaciones y acercamientos progresivos. No es corriente que sea absolutamente instantánea y que se cubra por completo con la justificación. En ese caminar progresivo, la teología, al menos la de la tradición agustino-tomista, afirma la necesidad de gracias actuales de Dios, es decir, de mociones sobre la inteligencia y la voluntad del hombre, o de disposiciones externas que se ordenaban a su salvación. Es éste un punto de técnica teológica que recientemente se ha puesto, una vez más, sobre el tapete en el transcurso de una controversia suscitada por la obra del padre H. Bouillard, Conversion et gráce chez saint Thomas d’Aquin, París, 1944.
b) Pero si la teología católica afirma sin ambigüedades el papel primordial y decisivo de una fuerza venida de Dios: la gracia —que previene al hombre sin mérito de su parte, de tal forma, que el propio comienzo de la conversión es fruto de la gracia—, afirma con igual energía la realidad y la parte de la libertad humana. La teología, desde san Agustín, se ha esforzado incluso en analizar todo lo posible el juego alternado entre la gracia y la libertad. Abundan los ensayos explicativos. Puede leerse, por ejemplo, el de Fenelón, en su VI Lettre sur la religion. Hablar de juego alternado entre gracia y libertad no es demasiado feliz: deja entrever que una se construye luchando contra la otra, cuando en realidad la gracia hace efectiva la libertad… Sin entrar en los detalles de un análisis fruto de un estudio más técnico, nos mantendremos muy cerca de los textos bíblicos y la experiencia de los convertidos que muestran el Dios de la gracia, y la libertad de hombre, aproximándose uno a otro en una especie de diálogo y de condicionamiento recíproco: algo así como el juego del dominó, en el que uno de los participantes no puede colocar un seis hasta que el otro no ha colocado otro seis… La religión bíblica, religión de la Alianza, tiene una estructura de diálogo. Cuando se estudia, sobre todo en el Evangelio de San Juan, las «llegadas» a la fe, se ve que: puestas en presencia de lo que será para ellas la verdad de Jesucristo, quien las acerca primeramente bajo la forma de un signo o un encuentro, las almas comienzan a decidirse a favor o en contra según una disposición fundamental, cuya realidad decisiva es, en definitiva, una psicología de apertura o de cierre sobre sí mismo. La cuestión es saber cuál es el sentido de nuestro amor. Si es abierto a las llamadas y exigencias del Otro, llegará hasta la caridad. El amor a Dios sobre todas las cosas se convierte, a la luz de la fe, en el nuevo principio de síntesis, apto para modelar y unificar toda nuestra personalidad. Porque el movimiento de conversión lleva hasta allí. Puede aplicársele lo que Kierkegaard dice de la fe: «Creer no es una empresa como otra cualquiera, un calificativo más que se aplica al mismo individuo (nosotros añadiríamos: una idea más…); no, cuando se arriesga a creer, el mismo hombre se convierte en otro».
En una carta del 21 de julio de 1849 a Alberic de Blanche, marqués de Raffin, Juan Donoso Cortés decía: «El misterio de mi conversión (porque toda conversión es un misterio) es un misterio de ternura. Yo no amaba a Dios, y Dios ha querido que le ame; y porque le amo, aquí estoy, convertido».
c) La teología analiza los actos típicos de la conversión-justificación. Son, según Santo Tomás de Aquino y el Concilio de Trento: la fe, el temor y la esperanza conjugados, el amor inicial, el arrepentimiento y el propósito firme. Salta a la vista que todo proviene de la fe… Los teólogos, por otra parte, saben que la vida no siempre respeta las clasificaciones, y sobre todo que es sintética y concreta, no analítica.
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Yves Marie-Joseph Congar
Evangelización y Catequesis
Celam-Claf. Marova. Madrid – 1968. Págs. 65-82
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Yves Marie-Joseph Congar (Sedan, Francia, 8 de abril de 1904 – 22 de junio de 1995). Fraile dominico y teólogo católico, fue uno de los artífices intelectuales del Concilio Vaticano II.