José designado para esposo de la Virgen

José designado para esposo de la Virgen

Veo una rica sala, con un suelo bonito, cortinas, alfombras y muebles taraceados. Debe formar parte del Templo todavía. Se deduce que hay sacerdotes (entre los cuales Zacarías) y muchos hombres de las más diversas edades, o sea, de los veinte a los cincuenta años aproximadamente. Están hablando unos con otros, bajo pero animadamente. Se los ve inquietos por algo que desconozco. Todos están vestidos de fiesta, con vestidos nuevos o, al menos, recién lavados, como si estuvieran ataviados para una celebración. Muchos se han quitado el paño con que se cubren la cabeza, otros todavía lo tienen puesto, especialmente los ancianos, mientras que los jóvenes muestran sus cabezas descubiertas: unas rubio-oscuras, otras moreno-oscuras, algunas negrísimas, una — sólo ella — rojo-cobre. Las cabelleras son generalmente cortas, pero algunas de ellas llegan hasta los hombros. No deben conocerse todos entre sí porque se están observando con curiosidad. Pero parecen relacionados pues se ve que los apremia un pensamiento común.

En una de las esquinas veo a José. Está hablando con un anciano de aspecto robusto y vigoroso. José tendrá unos treinta años. Es un hombre apuesto; pelo corto, más bien rizado, de un castaño oscuro como el de la barba y el bigote, que velan un mentón bien conformado y suben hacia las mejillas moreno-rojizas, no aceitunadas como en el caso de otras personas morenas; tiene ojos oscuros, buenos y profundos, muy serios, incluso yo diría que un poco tristes. Sin embargo, cuando sonríe — como está haciendo en este momento —aparecen alegres y juveniles. Está vestido todo de marrón claro, de forma muy simple pero muy ordenada.

Entra un grupo de jóvenes levitas. Se disponen entre la puerta y una mesa larga y estrecha que está cerca de la pared en cuyo centro se encuentra la puerta, la cual queda abierta de par en par; sólo una cortina tensa, que pende hasta unos veinte centímetros del suelo, sigue cubriendo el vano.

La curiosidad se acentúa. Y más aún cuando una mano separa la cortina para dejar paso a un levita que lleva en los brazos un haz de ramas secas sobre el cual ha sido depositada delicadamente una ramilla florecida, una ligera espuma de pétalos blancos que apenas muestran un rosáceo esfumado que desde el centro se irradia, atenuándose cada vez más, hasta el extremo de los livianos pétalos. El levita deposita el haz de ramas encima de la mesa con exquisito cuidado para no lesionar el milagro de esa rama en flor en medio de tanta hojarasca.

Un murmullo recorre la sala. Los cuellos se alargan, las miradas se hacen más penetrantes, como para poder ver. Zacarías, con los sacerdotes, también trata de ver, estando como está más cerca de la mesa, pero no ve nada. José, desde su esquina, apenas dirige los ojos hacia el haz de ramas, y, cuando su interlocutor le dice algo, él hace un gesto denegatorio como de quien dice: «¡Imposible!», y sonríe.

Un toque de trompeta desde el otro lado de la cortina. Todos guardan silencio y se disponen en perfecto orden mirando hacia la puerta, ahora enteramente abierta, dado que a la cortina la hacen deslizarse sobre sus anillos. Rodeado de otros ancianos, entra el Sumo Pontífice. Todos se postran. El Pontífice se acerca a la mesa y, en pie, comienza a hablar:

– Hombres de la estirpe de David, que habéis convenido en este lugar por convocatoria mía, escuchad. El Señor ha hablado, ¡gloria a Él! De su Gloria un rayo ha descendido y, como sol de primavera, ha dado vida a una rama seca, y ésta ha florecido milagrosamente cuando ninguna rama de la tierra hoy está en flor, hoy, último día de las Luminarias, cuando aún no se ha derretido la nieve caída sobre las alturas de Judá y es lo único cándido que hay entre Sión y Betania. Dios ha hablado haciéndose padre y tutor de la Virgen de David, que no tiene tutor alguno aparte de Dios. Santa doncella, gloria del Templo y de la estirpe, ha merecido la palabra de Dios para conocer el nombre del esposo grato al Eterno. ¡Muy justo debe ser para haber sido elegido por el Señor para tutelar a su amada Virgen! Por ello nuestro dolor de perderla se aplaca, y cesa toda preocupación acerca de su destino como esposa. Y a aquel que ha sido señalado por Dios le confiamos, plenamente seguros, la Virgen que posee la bendición de Dios y la nuestra. El nombre del prometido es José de Jacob, betlemita, de la tribu de David, carpintero en Nazaret de Galilea. José, acércate; el Sumo Sacerdote te lo ordena. Gran murmullo. Cabezas que se vuelven, ojos y manos que señalan, expresiones de desilusión y expresiones de alivio. Alguno, especialmente entre los viejos, debe haberse sentido contento de no haber sido destinado para ello. José, muy colorado y visiblemente turbado, se abre paso. Ya está ante la mesa, frente al Pontífice, al cual ha saludado con reverencia.

– Venid todos y mirad el nombre grabado en la rama. Coja cada uno su ramilla, para asegurarse de que no hay trampa.

Los hombres obedecen. Miran la ramilla que delicadamente tiene el Sumo Sacerdote; cada uno coge la suya: unos la rompen, otros la guardan. Todos miran a José: hay quien mira y calla, otros lo felicitan. El anciano con el que antes estaba hablando dice:

-¿No te lo había dicho, José? ¡Quien menos se siente seguro es el que vence la partida!. Ya han pasado todos.

El Sumo Sacerdote da a José la ramilla florecida, y, poniéndole la mano en el hombro, le dice:

– No es rica, y tú lo sabes, la esposa que Dios te dona, pero posee todas las virtudes. Hazte cada día más digno de Ella. En Israel no hay flor alguna tan linda y pura como Ella. Salid todos ahora. Que se quede José; y tú, Zacarías, pariente, trae a la prometida.

Salen todos, excepto el Sumo Sacerdote y José. Vuelven a correr la cortina, cubriendo así la puerta.

José está todo humilde junto al majestuoso Sacerdote. Una pausa silenciosa y éste le dice:

– María debe manifestarte un voto que ha hecho. Ayúdala en su timidez. Sé bueno con la mujer buena.

– Pondré mi virilidad a su servicio y ningún sacrificio por Ella me pesará. Estáte seguro de ello.

Entra María con Zacarías y Ana de Fanuel.

– Ven, María – dice el Pontífice – Éste es el esposo que Dios te ha destinado. Es José de Nazaret. Regresarás, por tanto, a tu ciudad. Ahora os voy a dejar. Que Dios os dé su bendición. Que el Señor os mire y os bendiga, os muestre su rostro y tenga siempre piedad de vosotros. Que vuelva a vosotros su rostro y os dé la paz.

Zacarías sale escoltando al Pontífice. Ana felicita al prometido y luego también sale.

Los dos prometidos están el uno enfrente del otro. María, toda colorada, tiene la cabeza agachada. José, también ruborizado, la observa buscando las primeras palabras que decir.

Al fin las encuentra y una sonrisa ilumina su rostro. Dice:

– Te saludo, María. Te vi cuando eras una niña de pocos días… Yo era amigo de tu padre y tengo un sobrino de mi hermano Alfeo que era muy amigo de tu madre, su pequeño amigo, pues ahora no tiene más que dieciocho años, y, cuando tú todavía no habías nacido, siendo sólo un niñito, ya alegraba las tristezas de tu madre, que lo quería mucho. No nos conoces porque viniste aquí siendo muy pequeñita. Pero en Nazaret todos te quieren y piensan en ti, y hablan de la pequeña María de Joaquín, cuyo nacimiento fue un milagro del Señor, que hizo verdecer a la estéril… Yo me acuerdo de la tarde en que naciste…

Todos la recordamos por el prodigio de una gran lluvia que salvó los campos, y de una violenta tormenta durante la cual los rayos no quebraron ni siquiera un tallito de brezo silvestre, tormenta que terminó con un arco iris de dimensiones y belleza no vistas nunca más. Y… ¿quién no recuerda la alegría de Joaquín? Te mecía enseñándote a los vecinos… Considerándote una flor venida del Cielo, te admiraba, y quería que todos te admirasen. ¡Oh, dichoso y anciano padre que murió hablando de su María, tan bonita y buena y que decía palabras llenas de gracia y de saber!… ¡Tenía razón al admirarte y al decir que no existe ninguna más hermosa que tú! ¿Y tu madre? Llenaba con su canto el ángulo en que estaba tu casa. Parecía una alondra en primavera durante la gestación, y luego, cuando te amamantaba. Yo hice tu cuna, una cunita toda de entalladuras de rosas, porque así la quiso tu madre. Quizás esté todavía en la casa, ahora cerrada… Yo soy viejo, María. Cuando naciste, yo ya hacía mis primeros trabajos. Ya trabajaba… ¡Quién me iba a decir que te hubiera tenido por esposa! Quizás hubieran muerto más felices los tuyos, porque éramos amigos. Yo enterré a tu padre, llorándole con corazón sincero porque fue para mí maestro bueno durante la vida.

María levanta muy despacio el rostro, sintiéndose cada vez más segura al oír cómo le habla José, y cuando alude a la cuna sonríe levemente, y cuando José habla de su padre le tiende una mano y dice:

– Gracias, José – Un «gracias» tímido y delicado.

José toma entre sus cortas y fuertes manos de carpintero esa manita de jazmín, y la acaricia con un afecto que pretende inspirar cada vez más tranquilidad. Quizás espera otras palabras, pero María vuelve a guardar silencio. Entonces continúa hablando él:

– La casa, como sabes, está intacta, menos la parte que fue derribada por orden consular para transformar en calle el sendero para los convoyes de Roma. Pero las parcelas de cultivo, las que te han quedado — porque ya sabes… la enfermedad de tu padre consumió mucho tus haberes — están un poco abandonadas. Hace ya más de tres primaveras que los árboles y las cepas no conocen podadera de hortelano, y la tierra está sin cultivar y, por tanto, dura. Pero los árboles que te vieron cuando eras pequeñita están todavía allí, y, si me lo permites, yo me ocuparé inmediatamente de ellos.

– Gracias, José. Pero, ya trabajas…

– Trabajaré en tu huerto durante las primeras y las últimas horas del día. Ahora el tiempo de luz se va alargando cada vez más. Para la primavera quiero que todo esté en orden, para alegría tuya. Mira, ésta es una ramilla del almendro que está frente a la casa. Quise coger ésta… — se puede entrar por cualquier parte por el seto destruido, pero ahora le haré de nuevo sólido y fuerte —, quise coger ésta pensando que si yo hubiera sido el elegido — no lo esperaba porque soy consagrado nazareno, y he obedecido porque se trataba de una orden del Sacerdote, no por deseos de casamiento —, pensando, te decía, que el tener una flor de tu jardín te habría alegrado. Aquí la tienes, María. Con ella te doy mi corazón, que, como ella, hasta ahora, ha florecido sólo para el Señor, y que ahora florece para ti, esposa mía.

María coge la ramita. Se la ve emocionada, y mira a José con una cara cada vez más segura y radiante. Se siente segura de él. Cuando él dice: «Soy consagrado nazareno», su rostro se muestra todo luminoso y encuentra fuerzas para decir:

– Yo también soy toda de Dios, José. No sé si el Sumo Sacerdote te lo ha dicho…

– Me ha dicho sólo que tú eres buena y pura y que debes manifestarme un voto tuyo, y que fuera bueno contigo. Habla, María. Tu José desea hacerte feliz en todos tus deseos. No te amo con la carne. ¡Te amo con mi espíritu, santa doncella que Dios me otorga! Debes ver en mí un padre y un hermano, además de un esposo. Ábrete a mí como con un padre, abandónate en mí como con un hermano.

– Ya desde la infancia me consagré al Señor. Sé que esto no se hace en Israel, pero yo sentía una Voz que me pedía mi virginidad en sacrificio de amor por la venida del Mesías. ¡Hace mucho tiempo que Israel lo espera!… ¡No es demasiado el renunciar por esto a la alegría de ser madre!.

José la mira fijamente, como queriendo leer en su corazón, y luego coge las dos manitas que tienen todavía entre los dedos la ramita florecida, y dice:

– Pues yo también uniré mi sacrificio al tuyo, y amaremos tanto con nuestra castidad al Eterno, que Él dará antes a la Tierra al Salvador, permitiéndonos ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María. Vamos ante su Casa y juremos amarnos como lo hacen los ángeles entre sí. Luego iré a Nazaret a prepararlo todo para ti, en tu casa si quieres ir a ella, en otra parte si así lo deseas.

– En mi casa… En el fondo había una gruta… ¿Todavía está?

– Está, pero ya no es tuya… Yo, de todas formas, te haré otra gruta donde estarás fresca y tranquila en las horas más calurosas. La haré lo más parecida posible. Y… dime, ¿quién quieres que esté contigo?

– Nadie. No tengo miedo. La madre de Alfeo, que siempre viene a verme, me hará compañía un poco durante el día, y por la noche prefiero estar sola. Ningún mal me puede suceder.

– Bueno, y ahora estoy yo… ¿Cuándo debo venir a recogerte?

– Cuando tú quieras, José.

– Pues entonces vendré cuando la casa esté en orden. No pienso tocar nada. Quiero que encuentres todo como lo dejó tu madre, pero quiero también que esté llena de luz y bien limpia para acogerte sin tristeza. Ven, María. Vamos a decirle al Altísimo que le bendecimos.

Y no veo nada más. Me queda, eso sí, en el corazón el sentido de seguridad que experimenta María…

Esponsales de la Virgen y José, que fue instruido por la Sabiduría para ser custodio del Misterio

¡Qué guapa está María, rodeada de sus amigas y sus maestras jubilosas, vestida para los esponsales! Entre aquéllas está también Isabel. Va toda vestida de blanquísimo lino, tan seríceo y fino que parece de preciosa seda. Ciñe su grácil cintura un cinturón burilado de oro y plata, hecho todo de medallones unidos por delgadas cadenas — cada uno de los medallones es una filigrana engastada en la pesada plata bruñida por el tiempo — y, quizás porque es demasiado largo para Ella, que todavía es una delicada jovencita, le pende por delante con los tres últimos medallones, cayendo entre los pliegues del vestido amplísimo, que a su vez termina en una pequeña cola debido a su largura. Calzan sus piececitos unas sandalias de piel blanquísima con hebillas de plata.

El vestido está sujeto al cuello por una cadenita de rosetas de oro y de filigrana de plata, que presentan en pequeño el mismo motivo del cinturón. La cadenita pasa a través de los anchos ojales del amplio cuello del vestido, acortándolo, por tanto, en frunces que forman como una pequeña puntilla. El cuello de María sobresale entre ese candor fruncido, con la gracia de un tierno tallo fajado con una gasa preciada, y así parece aún más grácil y blanco: un tallito de azucena culminado por su rostro de lirio, el cual, por la emoción, se ve aún más pálido y más puro: un rostro de hostia purísima.

El pelo ya no le pende sobre los hombros. Está graciosamente dispuesto en nudo de trenzas. Unas valiosas horquillas de plata bruñida, con un trabajo de filigrana que cubre enteramente la parte superior del arco, sujetan las trenzas. El velo materno se apoya sobre ellas y desciende, formando lindos pliegues, por debajo del estrecho aro que lleva ajustado a la frente blanquísima; desciende hasta las caderas, porque María no tiene la altura de su madre y el velo le llega más abajo de ellas, mientras que a Ana le llegaba sólo a la cintura.

No lleva anillos en las manos; en las muñecas, unas pulseras. Pero estas muñecas son tan delgadas, que las pesadas pulseras maternas se apoyan sobre el dorso de las manos y quizás, si sacudiera las manos, se caerían al suelo.

Las compañeras la miran absortas desde todos los puntos, y con maravilla. Con sus preguntas y con sus frases de admiración crean un festivo trinar de gorrioncillos.

-¿Son de tu madre?

– Antiguas, ¿verdad?

-¡Qué bonito, Sara, ese cinturón!

-¿Y este velo, Susana? ¡Mira que finura! ¡Fíjate estas azucenas tejidas en el velo!

– ¡Déjame ver las pulseras, María! ¿Eran de tu madre?

– Las llevó ella, pero son de la madre de Joaquín, mi padre.

-¡Oh, mira! Tienen el sigilo de Salomón entrelazado con sutiles ramitas de palma y olivo, y entre ellas hay azucenas y rosas. ¡Oh! ¿Quién habrá realizado un trabajo tan perfecto y minucioso?

– Son de la casa de David – explica María – Hace ya siglos que las llevan las mujeres de esta estirpe cuando se van a casar, y van pasando a las herederas.

-¡Ah, ya! Tú eres hija heredera…

-¿Te han traído todo de Nazaret?

– No. Cuando murió mi madre, mi prima se llevó a su casa el ajuar para conservarlo sin que se dañase. Ahora me lo ha traído.

-¿Dónde está? ¿Dónde está? Enséñanoslo a las amigas.

María no sabe qué hacer… Quisiera ser amable, pero no querría remover todas las cosas, que están ordenadas en tres pesados baúles.

Vienen en su ayuda las maestras:

– El novio está para llegar. No es el momento de crear confusión. Dejadla. Que la cansáis. Id a prepararos».

El gárrulo enjambre se aleja un poco enfadado. María puede así gozar en paz de la compañía de sus maestras, las cuales le dirigen palabras de alabanza y bendición. Isabel también se ha acercado, y, dado que María, emocionada, llora porque Ana de Fanuel la llama hija y la besa con un afecto verdaderamente maternal, le dice:

– María, tu madre no está presente, pero sí está presente. Su espíritu se regocija junto al tuyo, y, mira, las cosas que llevas te traen de nuevo su caricia. En ellas sientes aún el sabor de sus besos. Un día ya lejano, el día en que viniste al Templo, me dijo: «Le he preparado los vestidos y el ajuar para cuando se case, porque quiero ser yo la que le haya hilado las telas y le haya hecho los vestidos, para no estar ausente en el día de su alegría». Mira, al final, cuando yo la asistía, ella quería todas las noches acariciar tus primeros vestidos y este que llevas ahora, y decía: «Aquí siento el olor de jazmín de mi pequeñuela, aquí quiero que Ella sienta el beso de su mamá». ¡Cuántos besos dio a este velo que cubre tu frente! ¡Más besos que hilos tiene!… Y, cuando uses estas telas hiladas por ella, piensa que más que la estambre los ha hecho el amor de tu madre. Y estas joyas… Tu padre las salvó para ti incluso en los momentos difíciles, para que te embellecieran, como corresponde a una princesa de David, en este momento. Alégrate, María. No estás huérfana; los tuyos están contigo, y quien va a ser tu marido es tan perfecto, que es para ti padre y madre…

-¡Oh, sí! ¡Eso es verdad! No puedo quejarme de él, ciertamente. En menos de dos meses ha venido dos veces, y hoy viene por tercera vez, desafiando a las lluvias y al tiempo ventoso, declarándose sujeto a mí… Fíjate: ¡sujeto a mí! ¡Yo, que soy una pobre mujer, y mucho más joven que él! Y no me ha negado nada. Es más, ni siquiera espera a que yo pida. Parece como si un ángel le dijera lo que deseo, y me lo dice él antes de que yo hable. La última vez me dijo: «María, creo que preferirás estar en tu casa paterna. Dado que eres hija heredera, lo puedes hacer, si lo ves oportuno. Yo iré a tu casa. Solamente para observar el rito, tú vas durante una semana a casa de Alfeo, mi hermano. María te quiere ya mucho. De allí partirá la tarde de la boda el cortejo que te llevará a casa». ¿No es amable por su parte? No le ha importado ni siquiera el dar pie a la gente para decir que él no tiene una casa que me guste… A mí me hubiera gustado en todo caso, por estar él, que es tan bueno, en ella. Pero sin duda prefiero la mía… por los recuerdos… ¡Oh, José es bueno!

-¿Qué dijo del voto? Todavía no me has comentado nada.

– No puso ninguna objeción. Es más, conocidas las razones del mismo, dijo: «Uniré mi sacrificio al tuyo».

-¡Es un joven santo!- dice Ana de Fanuel.

El «joven santo» entra en este momento, acompañado de Zacarías.

Su figura es, literalmente hablando, espléndida. Todo de amarillo oro, parece un soberano oriental. Bolsa y puñal penden de un espléndido cinturón: aquélla, de tafilete bordado en oro; el puñal, en una vaina con guarniciones bordadas en oro, también de tafilete. Cubre su cabeza un turbante, la típica faja de tela como la llevan todavía ciertos pueblos de África, los beduinos por ejemplo; lo sujeta en torno un valioso arito de oro, delgado, que ciñe unos ramitos de mirto. Viste majestuosamente un manto completamente nuevo con muchas franjas. Está radiante de alegría. En las manos lleva unos ramitos de mirto en flor.

Saluda diciendo:

-¡A ti la paz, mi prometida! Paz a todos.

Recibido el saludo de respuesta, dice:

– Vi tu alegría el día en que te di la ramita de tu huerto. He pensado traerte este mirto que procede de la gruta que tanto estimas. Quería haberte traído las rosas que están enfrente de tu casa, las primeras que están floreciendo ahora; pero las rosas no duran varios días de viaje… Habría llegado trayendo sólo espinas, y yo a ti, dilecta mía, te quiero ofrecer sólo rosas, y quiero sembrar tu camino de flores blandas y perfumadas, para que apoyes tu pie sobre ellas y no encuentres ni inmundicias ni asperezas.

-¡Oh, gracias, hombre de corazón bueno! ¿Cómo has logrado que llegara fresco?

– He atado a la silla un recipiente y he metido dentro estas ramitas con las flores todavía en capullo. Durante el viaje han florecido. Tómalas, María. Que tu frente se enguirnalde de pureza, símbolo de la mujer prometida; aunque siempre será mucho menor que la pureza que hay en tu corazón.

Isabel y las maestras engalanan a María con la florida guirnaldita que se forma al fijar en el precioso aro los ramitos cándidos del mirto, e intercalan unas pequeñas, cándidas rosas, que había en un jarrón encima de un arca.

María hace ademán de coger su amplio manto cándido para colocárselo prendido a los hombros. Pero su prometido le precede en el gesto y le ayuda a fijar con dos hebillas de plata, en los hombros, este amplio manto suyo. Las maestras disponen los pliegues con amor y gracia.

Todo está preparado. Mientras esperan a no sé qué, José dice (lo dice apartándose un poco con María):

– He pensado este tiempo en tu voto. Ya te dije que lo comparto. Pero, cuanto más pienso en ello, más me doy cuenta de que no es suficiente el nazireato temporal, aunque se vaya renovando. Yo te he comprendido, María. No merezco todavía la palabra de la Luz, pero sí me llega un murmullo de su voz, y ello me pone en condiciones de leer tu secreto, al menos en sus líneas maestras. Soy un pobre ignorante, María. Soy un pobre obrero. Ni sé de letras ni tengo tesoros, mas a tus pies pongo mi tesoro, para siempre. Mi castidad absoluta, para ser digno de estar a tu lado, Virgen de Dios, «hermana mía, novia, cerrado huerto, fuente sellada», como dice el Antepasado nuestro, que quizás escribió el Cantar viéndote a ti… Yo seré el guardián de este huerto de perfumes en que se dan las más preciadas frutas, donde mana una vena de agua viva con ímpetu suave: ¡tu dulzura, prometida mía, que con tu candor — ¡oh, llena de hermosura! — me has conquistado el espíritu! ¡Oh, tú, más hermosa que una aurora; Sol, que resplandeces porque te resplandece el corazón; oh, toda amor para con tu Dios y para con el mundo al que quieres dar el Salvador con tu sacrificio de mujer! ¡Ven, mi amada!

Y coge delicadamente su mano para guiarla hacia la puerta.

Los siguen todos los demás. Afuera se añaden las joviales compañeras, enteramente de blanco todas ellas y con velos.

Van por patios y pórticos, entre la muchedumbre observadora, hasta llegar a un punto que ya no pertenece al Templo; parece, más bien, una sala dada para el culto, como se deduce de la existencia en ella de lámparas y rollos de pergaminos como en las sinagogas. Los novios caminan hasta llegar frente a un alto atril (casi una cátedra), y esperan. Los demás, perfectamente en orden, se ponen detrás de ellos. Otros sacerdotes y gente simplemente curiosa se agolpan en el fondo de la sala.

Entra, solemne, el Sumo Sacerdote. Rumor de los curiosos:

-¿Es él el que los casa?

– Sí, porque es de casta real y sacerdotal. La novia es flor de David y Aarón, y virgen del Templo; el novio, de la tribu de David.

El Pontífice pone la mano derecha de la novia en la del novio y los bendice solemnemente:

– El Dios de Abraham, Isaac y Jacob esté con vosotros. Que El os una y se cumpla en vosotros su bendición, dándoos su paz y una numerosa descendencia con larga vida y muerte beata en el seno de Abraham.

Luego se retira, solemne como había entrado.

Se lleva a cabo la promesa recíproca. María es la prometida-esposa de José.

Todos salen y, en perfecto orden, van a una sala, en la cual se redacta el contrato de matrimonio, donde se dice que María, hija heredera de Joaquín de David y Ana de Aarón, da como dote a su prometido-esposo su casa y bienes anejos y su ajuar personal así como cualquier otro bien heredado de su padre.

Todo queda cumplido.

Los esposos salen al patio, lo atraviesan, van hacia la salida, que está cerca de la sección de las mujeres dedicadas al Templo. Los está esperando un carro cómodo y voluminoso. Va provisto de una cortina protectora. En él ya están colocados los pesados baúles de María.

Despedidas, besos y lágrimas, bendiciones, consejos, recomendaciones… María sube con Isabel y se pone en el interior del carro; en la parte de delante se ponen José y Zacarías. Se han quitado los mantos de fiesta y se han arrollado en unas capas oscuras.

El carro se pone en marcha, al trote pesado de un caballazo oscuro. Los muros del Templo se alejan, y luego los de la ciudad. Ya se ve el campo, nuevo, fresco, florido bajo los primeros soles de la primavera, con los trigos ya alzados un buen palmo del suelo, que parecen esmeraldas transformadas en hojitas ondulantes bajo una brisa ligera con sabor a flores de

melocotonero y manzano, con sabor a tréboles en flor y a hierbabuenas silvestres.

María llora en voz baja, al amparo de su velo, y, de vez en cuando, corre un poco la cortina y mira una vez más al Templo lejano, a la ciudad dejada…

La visión cesa así.

Dice Jesús:

-¿Qué dice el libro de la Sabiduría al cantar sus alabanzas?: «En la sabiduría está presente, efectivamente, el espíritu de inteligencia, santo, único, múltiple, sutil». Y continúa enumerando sus dotes, para terminar el período con estas palabras: «… que todo lo puede, todo lo prevé; que comprende a todos los espíritus, inteligente, puro, sutil. La sabiduría penetra con su pureza, es vapor de la virtud de Dios… por ello en ella no hay nada impuro… imagen de la bondad de Dios. Es única y, no obstante, lo puede todo; es inmutable y da vida nueva a todas las cosas; se comunica a las almas santas; forma a los amigos de Dios y a los profetas».

Ya has visto cómo José, no por cultura humana, sino por instrucción sobrenatural, sabe leer en el libro sellado de la Virgen sin mancha; y cómo se acerca extremamente a las verdades proféticas con ese su «ver» un misterio sobrehumano donde los demás veían únicamente una gran virtud. Impregnado de esta sabiduría, que es vapor de la virtud de Dios y emanación cierta del Omnipotente, se conduce con espíritu seguro por el mar de este misterio de gracia que es María, se armoniza con Ella con espirituales contactos — en que se hablan, más que los labios, los dos espíritus en el sagrado silencio de las almas — donde sólo Dios oye voces que perciben también los que le son gratos por servirle con fidelidad y por estar llenos de Él.

La sabiduría del Justo, que aumenta por la unión con la Toda Gracia y por la cercanía a Ella, le prepara a penetrar en los secretos más altos de Dios y a poderlos tutelar y defender de insidias humanas y demoníacas. Y contemporáneamente lo va renovando. Del justo hace un santo; del santo, el custodio de la Esposa y del Hijo de Dios.

Sin quitar el sello de Dios, él, el casto, que ahora lleva su castidad a heroísmo angélico, puede leer la palabra de fuego escrita sobre el diamante virginal por el dedo de Dios, y en él lee aquello que su prudencia no dice, y que es mucho más grande que lo que leyó Moisés en las tablas de piedra. Y a fin de que ningún ojo profano alcance este Misterio, él se pone, como sel lo sobre el sello, como arcángel de fuego, a la entrada del Paraíso, dentro del cual el Eterno encuentra sus delicias «paseando al fresco del atardecer» y hablando con Aquella que es su amor, bosque de azucena en flor, aura perfumada de aromas, viento suave de frescura matutina, hermosa estrella, delicia de Dios. La nueva Eva está allí, en su presencia. No es hueso de sus huesos ni carne de su carne; sí, compañera de su vida, Arca viva de Dios. Él la recibe para tutelarla, y a Dios debe restituírsela, pura como la ha recibido.

«Desposada con Dios» estaba escrito en ese libro místico de inmaculadas páginas… Y cuando la duda, sibilante, en la hora de la prueba, le sugirió su tormento, él, como hombre y como siervo de Dios, sufrió, como ninguno, por causa del temido sacrilegio. Pero ésta fue la prueba futura. Ahora, en este tiempo de gracia, él ve y se pone a sí mismo al servicio más auténtico de Dios. Luego vendrá la tempestad de la prueba, como para todos los santos, para ser probados y venir así a ser ayudantes de Dios.

¿Qué se lee en el Levítico? «Di a Aarón, tu hermano, que no entre en cualquier tiempo en el santuario que está detrás del Velo, ante el Propiciatorio que cubre al Arca, para no morir — pues Yo apareceré en la nube sobre el oráculo —, si no hace antes estas cosas: ofrecerá un novillo por el pecado y un carnero como holocausto; llevará la túnica de lino y con calzones de lino cubrirá su desnudez».

Y verdaderamente José entra, cuando Dios quiere y cuanto Dios quiere, en el santuario de Dios; y traspasa el velo que cela el Arca sobre la cual está suspendido el Espíritu de Dios; y se ofrece a sí mismo y ofrecerá al Cordero, holocausto por el pecado del mundo, expiación de tal pecado? Y esto lo hace, vestido de lino, mortificados los miembros viriles para abolir su sensualidad, la cual, una vez, al inicio de los tiempos, triunfó, lesionando el derecho de Dios sobre el hombre; mas ahora será conculcada en el Hijo, en la Madre y en el padre adoptivo, para restituir a los hombres a la Gracia y devolverle a Dios su derecho sobre el hombre. Esto lo hace con su castidad perpetua.

¿No estaba José en el Gólgota? ¿Os parece que no está en el número de los corredentores? En verdad os digo que fue el primero de ellos, y que grande es, por tanto, ante los ojos de Dios. Grande por el sacrificio, la paciencia, la constancia y la fe.

¿Qué fe será mayor que ésta, que creyó sin haber visto los milagros del Mesías?

Sea alabado mi padre adoptivo, ejemplo para vosotros de aquello que en vosotros más falta: pureza, fidelidad y perfecto amor. Gloria al magnífico lector del Libro sellado, que fue instruido por la Sabiduría para saber comprender los misterios de la Gracia y que fue elegido para tutelar la Salvación del mundo contra las insidias de todos los enemigos.

Los Esposos llegan a Nazaret

El más azul de los cielos de un apacible febrero se extiende sobre las colinas de Galilea. Las suaves colinas que no he visto nunca en este ciclo de la Virgen niña, y que me son ya tan familiares al ojo como si hubiera nacido entre ellas. La calzada principal, refrescada por lluvia reciente, caída quizás la noche anterior, no tiene polvo, mas tampoco barro. Presenta aspecto compacto y limpio, como si fuera una calle de ciudad, y avanza, sinuosa, entre dos hileras de espino albar en flor: una nevada con sabor amargoso y a bosque, interrumpida una y otra vez por las monstruosas aglomeraciones de los cactus, con sus hojas carnosas en forma de paleta, erizadas de pinchos y decoradas con los enormes granates de sus originales frutos, crecidos sin tallo sobre las hojas, las cuales, por su color y forma, evocan siempre en mí profundidades marinas y bosques de corales y medusas, u otros animales de los mares profundos. Las hileras de espino sirven como cercas de las propiedades privadas, por lo cual se extienden en todas las direcciones formando un caprichoso trazado geométrico de curvas y de ángulos, de rombos, cuadrados, semicírculos, triángulos con las más inverosímiles formas agudas u obtusas; es un trazado enteramente asperjado de blanco: como una cinta llena de fantasía que hubieran extendido así, por diversión, a lo largo de los campos; sobre ella vuelan, pían, cantan, a centenares, pajaritos de toda especie, sintiendo la alegría del amor y dedicados a rehacer sus nidos. Al otro lado de las hileras de espino están los campos, con los trigos todavía verdes, pero aquí ya más altos que en los campos de Judea, y prados llenos de flores, y en ellos — como contrapunto de las ligeras nubecillas del cielo, que el ocaso tiñe de rosa o de un lila tenue o violeta o de un opalino colorado de azul o de un naranja-coral —, a centenares, las nubes vegetales de los árboles frutales, blancas, rosadas, rojas, en todas las tonalidades del blanco, rosa y rojo.

Con el suave viento de la tarde, caen revoloteando de los árboles florecidos los primeros pétalos: parecen bandadas de mariposas buscando polen en las flores del campo. Entre árbol y árbol, festones de vid aún desnuda: sólo en la parte alta de los festones, en la parte donde más da el sol, las primeras hojitas se abren, inocentes, extrañadas, palpitantes. El Sol se pone, sereno, en el cielo — ¡qué apacible con ese azul suyo que la luz hace aún más claro! — y a lo lejos titilan, reflejándolo, las nieves del Hermón y de otras cumbres lejanas.

Un carro avanza por la calzada, el carro que lleva a José y a María y a los primos de Ella; el viaje está tocando a su fin. María mira con el ojo ansioso de quien quiere conocer, o mejor, reconocer, aquello que ya un día vio, pero no lo recuerda, y sonríe cuando una sombra de recuerdo vuelve y se posa, como una luz, en esta o aquella cosa, en este o aquel punto. Isabel le ayuda a recordar, y también Zacarías y José, señalando esta o aquella cumbre, esta o aquella casa. Casas, sí. Porque Nazaret ya aparece extendida sobre la ondulación de su colina. Recibiendo por la izquierda el Sol ya ocultándose, muestra, con pinceladas de rosa, el color blanco de sus casitas, anchas y bajas, culminadas por una terraza. Algunas de ellas, al darles el sol de lleno, parecen, de lo rojas que se han puesto las fachadas, estar al lado de un fuego. Y el sol enciende también el agua de los bajos pozos, que no tienen casi brocal, de donde suben, chirriando, los cubos para la casa o los odres para la huerta.

Niños y mujeres se acercan al borde de la calzada, queriendo ver el interior del carro, y saludan a José, que es muy conocido en el lugar. Pero luego se muestran titubeantes y tímidos ante las otras tres personas. Sin embargo, dentro ya de la pequeña ciudad, no hay titubeos ni temor. Mucha, mucha gente de todas las edades está a la entrada del pueblo bajo un rústico arco hecho con flores y ramas, y nada más que el carro aparece por detrás del recodo de la última casa de campo, que está colocada oblicuamente, se produce un verdadero gorjeo de voces agudas y un agitarse de ramas y flores. Son las mujeres, las chiquillas y los niños de Nazaret que saludan a la novia. Los hombres, más contenidos, están detrás de este seto agitado y gorjeante, y saludan con gravedad.

María, ahora que la cortina ha sido quitada, dejando al descubierto el carro — lo habían hecho ya antes de llegar al pueblo, porque el sol ya no molestaba, y para permitirle a María el ver bien su tierra natal — aparece en su belleza de flor. Blanca y rubia como un ángel, sonríe con bondad a los niños, que le echan flores y besos, a las jóvenes de su edad, que la llaman por el nombre, a las mujeres casadas, a las madres, a las ancianas, que la bendicen con sus voces cantadoras. Inclina su cabeza ante los hombres, y especialmente ante uno de ellos, que quizás es el rabino o la personalidad principal del pueblo.

El carro prosigue por la calle principal a paso lento, seguido de la muchedumbre por un buen trecho, muchedumbre para la que esta llegada es un acontecimiento.

– Esa es tu casa, María- dice José señalando con el látigo una casita que está justo en la base de una ondulación de la colina, y que tiene en la parte de atrás un hermoso y amplio huerto, exuberante, que termina en un pequeño olivar. Más allá, la consabida cerca de espino albar y cácteas señala el límite de la propiedad. Las tierras, que fueron de Joaquín, están al otro lado…

– Te ha quedado poco, ¿ves?- dice Zacarías – La enfermedad de tu padre fue larga y económicamente cara. Y caros fueron también los gastos para reparar el daño que hizo Roma. ¿Lo ves? La calle le ha cortado a la casa sus tres principales habitaciones. Se ha quedado más pequeña. Para ampliarla sin gastos excesivos, se cogió una parte del monte que forma una gruta; Joaquín tenía en ese lugar las provisiones y Ana sus telares. Haz con esto lo que creas más oportuno.

-¡Que sea poco no importa! Siempre me será suficiente. Me pondré a trabajar…

– No, María — es José quien habla — Yo seré quien trabaje. Tú sólo tejerás y coserás las cosas de la casa. Soy joven y fuerte, y soy tu esposo. No me atormentes viéndote trabajar.

– Haré como tú quieras.

– Sí, en esto yo quiero. Para todas las demás cosas tu deseo es ley, pero en esto no.

Ya han llegado. El carro se detiene.

Dos mujeres y dos hombres, respectivamente de unos cuarenta y cincuenta años, están a la puerta, y muchos niños y jovencitos están con ellos.

– Dios te dé paz, María – dice el hombre más anciano. Una de las mujeres se acerca a María, la abraza y la besa.

– Es mi hermano Alfeo, y María, su mujer, y éstos son sus hijos. Han venido expresamente para recibirte y felicitarte y decirte que su casa es tuya, si así lo deseas – dice José.

– Sí, ven, María, si te resulta penoso vivir sola. El campo es bonito en primavera y nuestra casa está en medio de campos floridos. Tú serás su más hermosa flor – dice María de Alfeo.

– Gracias, María. Yo iría con mucho gusto, y alguna vez iré; iré, sin duda, para la boda… Pero, deseo vivamente ver, reconocer mi casa. La dejé siendo muy pequeña y se me ha desdibujado su imagen… Ahora esta imagen la encuentro de nuevo… y me parece como si encontrara de nuevo a mi madre perdida, a mi padre amado, el eco de las palabras de ellos… y el aroma de su último respiro. Siento como si ya no fuera huérfana, porque me abrazan de nuevo estas paredes… Compréndeme, María –

Aparece un poco el llanto en la voz de María, y también en sus pestañas.

María de Alfeo responde:

– Querida mía, como tú quieras. Quiero que me sientas hermana y amiga y un poco madre incluso, porque soy mucho más mayor que tú.

La otra mujer, que se ha acercado entretanto, dice:

– María, quiero saludarte. Soy Lía, la amiga de tu madre. Te vi nacer. Este es Alfeo, sobrino de Alfeo y muy amigo de tu madre. Lo que hice por tu madre, si quieres, lo haré por ti. Mira, mi casa es la que está más cerca de la tuya y tus parcelas de terreno son ahora nuestras. Pero, si quieres venir hazlo cuando te apetezca, en cualquier momento. Abrimos un paso en el cercado y así estaremos juntas, sin dejar de estar cada una en su casa. Este es mi marido.

– Os doy las gracias a todos y por todo; por todo el amor que habéis tenido a los míos, y por todo el amor que me tenéis a mí. Que Dios todopoderoso os bendiga por ello.

Descargan los pesados baúles y los meten en la casa. Entran. Reconozco ahora que es la casita de Nazaret, como será luego, durante la vida de Jesús.

José toma de la mano — un gesto habitual en él — a María, y entra así. Pero en el umbral de la puerta le dice:

– Ahora, aquí, en el umbral de esta puerta, quiero de ti una promesa: que cualquier cosa que te suceda, o cualquier cosa que necesites, tu único amigo, la única persona en quien pienses para solicitar ayuda, sea yo, y que, bajo ningún motivo, debas sufrir sola ninguna pena. Yo estoy a tu entera disposición, y para mí será una satisfacción el hacerte feliz el camino, y, dado que la felicidad no siempre está en nuestra mano, al menos, hacértelo tranquilo y seguro.

– Te lo prometo, José.

La siguiente cosa es abrir puertas y ventanas… El último sol entra curioso.

María se ha quitado el manto y el velo. Menos las flores de mirto, todavía va vestida como en los esponsales. Sale al huerto, que presenta un aspecto exuberante. Mira, sonríe, y, todavía de la mano de José, da un paseo. Se la ve como quien volviera a tomar posesión de un lugar perdido.

José le muestra el resultado de sus trabajos:

– Mira, aquí he cavado para recoger el agua de la lluvia, porque estas cepas están siempre sedientas. A este olivo le he vuelto a cortar las ramas más viejas para darle vigor; y he plantado estos manzanos, porque dos estaban muertos; y luego, allí he plantado unas higueras. Cuando crezcan resguardarán a la casa del sol excesivo y de las miradas curiosas. La pérgola es la misma que había; lo único que he hecho ha sido cambiar los palos que estaban deteriorados, y también una labor de poda. Espero que dé muchas uvas. Y aquí, mira – y la lleva, orgulloso, hacia el terreno en pendiente que resguarda la casa por detrás y que es límite del huerto por el lado de tramontana – y. aquí he excavado una pequeña gruta, y la he reforzado, y, cuando agarren estas plantas, será casi igual que la que tenías. Falta el manantial… pero, espero hacer llegar aquí desde el manantial un regatillo. Pienso trabajar durante las largas tardes de verano cuando venga a verte…

-¿Cómo es eso? – dice Alfeo. « ¿No vais a celebrar la boda este verano?

– No. María quiere tejer los paños de lana, que es lo único que le falta a su ajuar. Y a mí eso me satisface. María es tan joven, que el esperar un año o más no es nada. Entretanto se ambienta a la casa…

-¡Bueno! Tú siempre has sido un poco distinto de los demás, y lo sigues siendo. No sé quién pudiera no tener prisa en tener por esposa a una flor como María, ¡y tú metes meses por medio!…

– Alegría muy esperada, alegría más intensamente gustada – responde José con una sonrisa sutil.

El hermano se encoge de hombros y dice:

-¿Y entonces? Según tus planes, ¿cuándo vas a pensar en la boda?

– Cuando María cumpla dieciséis años. Después de la fiesta de los Tabernáculos. ¡Dulces serán las tardes de invierno para los recién casados!… – Y sigue sonriendo mirando a María: una sonrisa que conlleva un pacto secreto y delicado; de una castidad fraterna consoladora.

Luego continúa caminando y explicando:

– Ésta es la habitación grande que había en el monte. Si te parece bien, cuando venga, instalaré en ella mi taller. Está unida, pero no forma parte de la casa. Así no molestaré con los ruidos, o creando otros trastornos. No obstante, si no quieres que sea así…

– No, José; así está muy bien.

Vuelven a entrar en la casa. Encienden las lámparas.

– María está cansada – dice José – Dejémosla tranquila con sus primos.

Saludos de todos los que se marchan… José se queda todavía unos minutos y habla con Zacarías en voz baja.

– Tu primo te deja a Isabel durante un poco. ¿Contenta? Yo sí, porque te ayudará a… ser una perfecta ama de casa; con ella podrás colocar como quieras tus cosas y tu ajuar, y yo vendré todas las tardes a ayudarte; con ella podrás conseguir lana y todo lo que necesites, y yo me encargaré de los gastos. Acuérdate de que has prometido que recurrirías a mí para todo. Adiós, María. Duerme el primer sueño de señora en esta casa tuya, y que el ángel de Dios te lo haga sereno. Que el Señor sea siempre contigo.

– Adiós, José. Queda tú también bajo las alas del ángel de Dios.

– Gracias, José, por todo. En la medida en que pueda, te pagaré por tu amor, con el mío.

José saluda a los primos y sale.

Y con él cesa la visión.


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Sobre la controvertida figura de María Valtorta, recomendamos leer los comentarios y artículos del P. Miguel Fuentes y del P. Jordi Rivero