Lucas 6, 36-38. Lunes de la 2.ª semana del Tiempo de Cuaresma. ¿Quién soy yo para juzgar a los demás?
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro de Daniel, Dan 9, 4b-10
Salmo: Sal 79(78), 8.9.11.13
Oración introductoria
Jesús, gracias por mostrarme claramente el camino a seguir. Ser misericordioso, no juzgar, no condenar, perdonar y dar generosamente, suena fácil… pero contrario a mi tendencia egoísta y soberbia. ¡Ven Espíritu Santo! Ilumina mi mente e inflama de amor mi corazón, para que esta meditación sea el punto de partida de mi transformación de ciudadano del mundo a discípulo y misionero de tu amor.
Petición
Jesús, hazme crecer en la misericordia, la magnanimidad y la bondad, para llegar a ser un auténtico testigo de tu amor.
Meditación del Santo Padre Francisco
¿Quién soy yo para juzgar a los demás? Es la pregunta que debemos hacernos a nosotros mismos para dejar espacio a la misericordia, la actitud precisa para construir la paz entre las personas, las naciones y dentro de nosotros. Y para ser mujeres y hombres misericordiosos es necesario, ante todo, reconocerse pecadores y, luego, ampliar el corazón hasta olvidar las ofensas recibidas.
Precisamente en la misericordia el Papa centró la homilía de [hoy]. Remitiéndose a los pasajes del libro del profeta Daniel (9, 4-10) y del Evangelio de Lucas (6, 36-38), el Santo Padre explicó que «la invitación de Jesús a la misericordia es para acercarnos, para imitar mejor a nuestro Dios Padre: sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso». Pero, reconoció inmediatamente el Pontífice, «no es fácil comprender esta actitud de la misericordia, porque estamos acostumbrados a pasar la cuenta a los demás: tú has hecho esto, ahora debes hacer esto». En pocas palabras, «juzgamos, tenemos esta costumbre, y no somos personas» que dejan «un poco de espacio a la comprensión y también a la misericordia».
«Para ser misericordioso son necesarias dos actitudes», afirmó el Papa. La primera es «el conocimiento de sí mismo». En la primera lectura Daniel relata el momento de la oración del pueblo que confiesa ser pecador ante Dios y dice: «Nosotros hicimos esto, pero tú eres justo. A ti conviene la justicia, a nosotros la vergüenza». Así, explicó el Pontífice comentando el pasaje, «la justicia de Dios ante el pueblo arrepentido se transforma en misericordia y perdón». Y nos interpela también a nosotros, invitándonos a «dejar un poco de espacio a esta actitud». Por lo tanto, el primer paso «para llegar a ser misericordioso es reconocer que hemos hecho muchas cosas no buenas: ¡somos pecadores!». Es necesario saber decir: «Señor, me avergüenzo de esto que hice en mi vida». Porque, incluso si «ninguno de nosotros mató a nadie», hemos cometido, de todos modos, «muchos pecados cotidianos». Es sencillo —pero al mismo tiempo «muy difícil»— decir: «Soy pecador y mi avergüenzo ante Ti y te pido perdón».
«Nuestro padre Adán —afirmó el Papa— nos dio un ejemplo de lo que no se debe hacer». Es él, en efecto, quien culpa a la mujer de haber comido el fruto y se justifica diciendo: «Yo no pequé», es ella «quien me hizo ir por este camino». Pero lo mismo hizo luego Eva, que culpa a la serpiente. En cambio, reafirmó el Santo Padre, es importante reconocer el hecho de haber pecado y necesitar el perdón de Dios. No se deben encontrar excusas y «descargar la culpa sobre los demás». Incluso, continuó el Pontífice, «tal vez el otro me ha ayudado» a pecar, «ha facilitado el camino para hacerlo: pero lo hice yo». Y «si nosotros hacemos esto, cuántas cosas buenas habrá: ¡seremos hombres!». Además, «con esta actitud de arrepentimiento somos más capaces de ser misericordiosos, porque sentimos en nosotros la misericordia de Dios». Tan es así que en el Padrenuestro no rezamos sólo: «perdona nuestros pecados», sino que decimos: «perdona como nosotros perdonamos». En efecto, «si yo no perdono estoy un poco fuera de juego».
La segunda actitud para ser misericordiosos «es ampliar el corazón». Precisamente «la vergüenza, el arrepentimiento, amplía el corazón pequeñito, egoísta, porque deja espacio a Dios misericordioso para perdonarnos». ¿Pero cómo ampliar el corazón? Ante todo, al reconocerse pecadores, no se mira a lo que hicieron los demás. Y la pregunta de fondo es esta: «¿Quién soy yo para juzgar esto? ¿Quién soy yo para criticar sobre esto? ¿Quién soy yo, que hice las mismas cosas o peores?». Por lo demás, «el Señor lo dice en el Evangelio: no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que mediréis se os medirá a vosotros». Esta es la «generosidad del corazón» que el Señor presenta a través de «la imagen de las personas que iban a buscar el trigo y estiraban el delantal para recibir de más». En efecto, «si tienes el corazón amplio, grande, puedes recibir más». Y un «corazón grande no se enreda en la vida de los demás, no condena, sino que perdona y olvida», precisamente como «Dios ha olvidado y perdonado mis pecados».
Para ser misericordiosos es necesario, por lo tanto, invocar al Señor —«porque es una gracia»— y «tener estas dos actitudes: reconocer los propios pecados avergonzándose» y olvidar los pecados y las ofensas de los demás. He aquí que así «el hombre y la mujer misericordiosos tienen un corazón amplio: siempre disculpan a los demás y piensan en los propios pecados». Y si alguien les dice: «¿has visto lo que hizo aquel?», tienen la misericordia de responder: «pero yo ya tengo bastante con lo que hice».
Es este, sugirió el Papa, «el camino de la misericordia que debemos pedir». Si «todos nosotros, los pueblos, las personas, las familias, los barrios, tuviésemos esta actitud —exclamó—, ¡cuánta paz habría en el mundo, cuánta paz en nuestros corazones, porque la misericordia nos conduce a la paz!».
Santo Padre Francisco: Nadie puede juzgarte
Meditación del lunes, 17 de marzo de 2014
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
1790 La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.
1791 Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede “cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega” (GS 16). En estos casos, la persona es culpable del mal que comete.
1792 El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.
1793 Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.
1794 La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo “de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tm 1,5; 3, 9; 2 Tm 1, 3; 1 P 3, 21; Hch 24, 16).
«Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos se apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan por adaptarse a las normas objetivas de moralidad» (GS 16).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
El día de hoy, cada vez que me vea tentado a juzgar una persona, pensaré en todas las cosas buenas que en ella se esconden.
Diálogo con Cristo
Jesús, dame tus ojos para ver a tus hijos con el mismo amor con el que Tú los ves, y si en algún momento te soy infiel y endurezco mi corazón juzgando a mis hermanos, dame la gracia de darme cuenta de mi error para así poder corregirme. Sé paciente conmigo, Señor, que tengo tanta soberbia en mi corazón y soy tan lento en aprender los modos del amor.
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