Evangelio del día: Fiesta de san Isidoro de Sevilla, doctor de la Iglesia

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Mateo 5, 13-16. San Isidoro de Sevilla, obispo. Doctor de la Iglesia. Patrono de Internet. La luz del Señor es una luz humilde, mansa, tranquila… es una luz de paz.

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Por eso, el siervo de Dios, imitando a Cristo, debe dedicarse a la contemplación sin renunciar a la vida activa. No sería correcto obrar de otra manera, pues del mismo modo que se debe amar a Dios con la contemplación, también hay que amar al prójimo con la acción. Por tanto, es imposible vivir sin la presencia de ambas formas de vida, y tampoco es posible amar si no se hace la experiencia tanto de una como de otra.

San Isidoro de Sevilla (o.c., 135: ib., col 91 C).

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En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo».

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Carta I de san Pablo a los Corintios, 1 Cor 2, 1-10

Salmo: Sal 119(118), 9-14

Oración introductoria

¡Oh Dios mío, Padre Todopoderoso! Nuestra felicidad está en buscar el Reino de los Cielos. Ayúdame a irradiar esta felicidad a los demás.

Petición

Señor, concédeme tu gracia indispensable para ser luz que ilumine la obra que Dios ha hecho en mí.

Meditación del Santo Padre Francisco

La humildad, la mansedumbre, el amor, la experiencia de la cruz, son los medios a través de los cuales el Señor derrota el mal. Y la luz que Jesús ha traído al mundo vence la ceguera del hombre, a menudo deslumbrado por la falsa luz del mundo, más potente, pero engañosa. Nos corresponde a nosotros discernir qué luz viene de Dios. Es éste el sentido de la reflexión propuesta por el Papa Francisco durante la misa del martes 3 de septiembre.

Comentando la primera lectura, el Santo Padre se detuvo en la «hermosa palabra» que san Pablo dirige a los Tesalonicenses: «Vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas… sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas» (1 Tes 5,1- 6, 9-11).

Está claro —explicó el Papa— lo que quiere decir el apóstol: «la identidad cristiana es identidad de la luz, no de las tinieblas». Y Jesús trajo esta luz al mundo. «San Juan —precisó el Santo Padre—, en el primer capítulo de su Evangelio, nos dice que «la luz vino al mundo», Él, Jesús». Una luz que «no ha sido bien querida por el mundo», pero que sin embargo «nos salva de las tinieblas, de las tinieblas del pecado». Hoy —continuó el Pontífice— se piensa que es posible obtener esta luz que rasga las tinieblas a través de tantos hallazgos científicos y otras invenciones del hombre, gracias a los cuales «se puede conocer todo, se puede tener ciencia de todo». Pero «la luz de Jesús —advirtió— es otra cosa. No es una luz de ignorancia, ¡no, no! Es una luz de sabiduría, de prudencia; pero es otra cosa. La luz que nos ofrece el mundo es una luz artificial. Tal vez fuerte, más fuerte que la de Jesús, ¿eh? Fuerte como un fuego artificial, como un flash de fotografía. En cambio la luz de Jesús es una luz mansa, es una luz tranquila, es una luz de paz. Es como la luz de la noche de Navidad: sin pretensiones. Es así: se ofrece y da paz. La luz de Jesús no da espectáculo; es una luz que llega al corazón. Es verdad que el diablo, y esto lo dice san Pablo, muchas veces viene disfrazado de ángel de luz. Le gusta imitar la luz de Jesús. Se hace bueno y nos habla así, tranquilamente, como habló a Jesús tras el ayuno en el desierto: «si tú eres el hijo de Dios haz este milagro, arrójate del templo», ¡hace espectáculo! Y lo dice de manera tranquila» y por ello engañosa.

Por ello el Papa Francisco recomendó «pedir mucho al Señor la sabiduría del discernimiento para reconocer cuándo es Jesús quien nos da la luz y cuándo es precisamente el demonio disfrazado de ángel de luz. ¡Cuántos creen vivir en la luz, pero están en las tinieblas y no se dan cuenta!».

¿Pero cómo es la luz que nos ofrece Jesús? «Podemos reconocerla —explicó el Santo Padre— porque es una luz humilde. No es una luz que se impone, es humilde. Es una luz apacible, con la fuerza de la mansedumbre; es una luz que habla al corazón y es también una luz que ofrece la cruz. Si nosotros, en nuestra luz interior, somos hombres mansos, oímos la voz de Jesús en el corazón y contemplamos sin miedo la cruz en la luz de Jesús». Pero si, al contrario, nos dejamos deslumbrar por una luz que nos hace sentir seguros, orgullosos y nos lleva a mirar a los demás desde arriba, a desdeñarles con soberbia, ciertamente no nos hallamos en presencia de la «luz de Jesús». Es en cambio «luz del diablo disfrazado de Jesús —dijo el obispo de Roma—, de ángel de luz. Debemos distinguir siempre: donde está Jesús hay siempre humildad, mansedumbre, amor y cruz. Jamás encontraremos, en efecto, a Jesús sin humildad, sin mansedumbre, sin amor y sin cruz». Él hizo el primero este camino de luz. Debemos ir tras Él sin miedo, porque «Jesús tiene la fuerza y la autoridad para darnos esta luz». Una fuerza descrita en el pasaje del Evangelio de la liturgia del día, en el que Lucas narra el episodio de la expulsión, en Cafarnaún, del demonio del hombre poseído (cf. Lc 4, 16-30). «La gente —subrayó el Papa comentando el texto— era presa del temor y, dice el Evangelio, se preguntaba: «¿qué clase de palabra es ésta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen». Jesús no necesita un ejército para expulsar los demonios, no necesita soberbia, no necesita fuerza, orgullo». ¿Cuál es ésta palabra que «da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen?», se preguntó el Pontífice. «Es una palabra —respondió— humilde, mansa, con mucho amor». Es una palabra que nos acompaña en los momentos de sufrimiento, que nos acercan a la cruz de Jesús. «Pidamos al Señor —fue la exhortación conclusiva del Papa Francisco— que nos dé hoy la gracia de su luz y nos enseñe a distinguir cuándo la luz es su luz y cuándo es una luz artificial hecha por el enemigo para engañarnos».

Santo Padre Francisco: Una luz humilde y llena de amor

Homilía del martes, 3 de septiembre de 2013

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

San Isidoro de Sevilla

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar de san Isidoro de Sevilla. Era hermano menor de san Leandro, obispo de Sevilla, y gran amigo del Papa san Gregorio Magno. Este detalle es importante, pues permite tener presente un dato cultural y espiritual indispensable para comprender la personalidad de san Isidoro. En efecto, san Isidoro debe mucho a san Leandro, persona muy exigente, estudiosa y austera, que había creado en torno a su hermano menor un contexto familiar caracterizado por las exigencias ascéticas propias de un monje y por el ritmo de trabajo que requiere una seria entrega al estudio.

Además, san Leandro se había encargado de disponer lo necesario para afrontar la situación político-social del momento: en aquellas décadas los visigodos, bárbaros y arrianos, habían invadido la península ibérica y se habían adueñado de los territorios que pertenecían al Imperio romano. Era necesario conquistarlos para la romanidad y para el catolicismo. La casa de san Leandro y san Isidoro contaba con una biblioteca muy rica en obras clásicas, paganas y cristianas. Por eso, san Isidoro, que se sentía atraído tanto a unas como a otras, fue educado a practicar, bajo la responsabilidad de su hermano mayor, una disciplina férrea para dedicarse a su estudio, con discreción y discernimiento.

Así pues, en el obispado de Sevilla se vivía en un clima sereno y abierto. Lo podemos deducir por los intereses culturales y espirituales de san Isidoro, como se manifiestan en sus obras, que abarcan un conocimiento enciclopédico de la cultura clásica pagana y un conocimiento profundo de la cultura cristiana. De este modo se explica el eclecticismo que caracteriza la producción literaria de san Isidoro, el cual pasa con suma facilidad de Marcial a san Agustín, de Cicerón a san Gregorio Magno.

El joven Isidoro, que en el año 599 se convirtió en sucesor de su hermano Leandro en la cátedra episcopal de Sevilla, tuvo que afrontar una lucha interior muy dura. Tal vez precisamente por esa lucha constante consigo mismo da la impresión de un exceso de voluntarismo, que se percibe leyendo las obras de este gran autor, considerado el último de los Padres cristianos de la antigüedad. Pocos años después de su muerte, que tuvo lugar en el año 636, el concilio de Toledo, del año 653, lo definió: «Ilustre maestro de nuestra época y gloria de la Iglesia católica ».

San Isidoro fue, sin duda, un hombre de contraposiciones dialécticas acentuadas. En su vida personal, experimentó también un conflicto interior permanente, muy parecido al que ya habían vivido san Gregorio Magno y san Agustín, entre el deseo de soledad, para dedicarse únicamente a la meditación de la palabra de Dios, y las exigencias de la caridad hacia los hermanos de cuya salvación se sentía responsable como obispo. Por ejemplo, a propósito de los responsables de la Iglesia escribe: «El responsable de una Iglesia (vir ecclesiasticus), por una parte, debe dejarse crucificar al mundo con la mortificación de la carne; y, por otra, debe aceptar la decisión del orden eclesiástico, cuando procede de la voluntad de Dios, de dedicarse al gobierno con humildad, aunque no quisiera hacerlo» (Sententiarum liber III, 33, 1: PL 83, col. 705 B).

Un párrafo después, añade: «Los hombres de Dios (sancti viri) no desean dedicarse a las cosas seculares y gimen cuando, por un misterioso designio divino, se les encargan ciertas responsabilidades. (…) Hacen todo lo posible para evitarlas, pero aceptan lo que no quisieran y hacen lo que habrían querido evitar. Entran en lo más secreto del corazón y allí tratan de comprender lo que les pide la misteriosa voluntad de Dios. Y cuando se dan cuenta de que tienen que someterse a los designios de Dios, inclinan el cuello del corazón bajo el yugo de la decisión divina» (Sententiarum liber III, 33, 3: PL 83, col. 705-706).

Para comprender mejor a san Isidoro es necesario recordar, ante todo, la complejidad de las situaciones políticas de su tiempo, a las que me referí antes: durante los años de su niñez experimentó la amargura del destierro. A pesar de ello, estaba lleno de entusiasmo apostólico: sentía un gran deseo de contribuir a la formación de un pueblo que encontraba por fin su unidad, tanto en el ámbito político como religioso, con la conversión providencial de Hermenegildo, el heredero al trono visigodo, del arrianismo a la fe católica.

Sin embargo, no se ha de subestimar la enorme dificultad que supone afrontar de modo adecuado problemas tan graves como los de las relaciones con los herejes y con los judíos. Se trata de una serie de problemas que también hoy son muy concretos, sobre todo si se piensa en lo que sucede en algunas regiones donde parecen replantearse situaciones muy parecidas a las de la península ibérica del siglo VI. La riqueza de los conocimientos culturales de que disponía san Isidoro le permitía confrontar continuamente la novedad cristiana con la herencia clásica grecorromana. Sin embargo, más que el don precioso de la síntesis, parecía tener el de la collatio, es decir, la recopilación, que se manifestaba en una extraordinaria erudición personal, no siempre tan ordenada como se hubiera podido desear.

En todo caso, es admirable su preocupación por no descuidar nada de lo que la experiencia humana había producido en la historia de su patria y del mundo entero. San Isidoro no hubiera querido perder nada de lo que el hombre había adquirido en las épocas antiguas, ya fueran paganas, judías o cristianas. Por tanto, no debe sorprender que, al perseguir este objetivo, no lograra transmitir adecuadamente, como hubiera querido, los conocimientos que poseía, a través de las aguas purificadoras de la fe cristiana. Sin embargo, de hecho, según las intenciones de san Isidoro, las propuestas que presenta siempre están en sintonía con la fe católica, sostenida por él con firmeza. En la discusión de los diversos problemas teológicos percibe su complejidad y propone a menudo, con agudeza, soluciones que recogen y expresan la verdad cristiana completa. Esto ha permitido a los creyentes, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, servirse con gratitud de sus definiciones.

Un ejemplo significativo en este campo es la enseñanza de san Isidoro sobre las relaciones entre vida activa y vida contemplativa. Escribe: «Quienes tratan de lograr el descanso de la contemplación deben entrenarse antes en el estadio de la vida activa; así, liberados de los residuos del pecado, serán capaces de presentar el corazón puro que permite ver a Dios» (Differentiarum Lib. II, 34, 133: PL 83, col 91 A).

Su realismo de auténtico pastor lo convenció del peligro que corren los fieles de limitarse a ser hombres de una sola dimensión. Por eso, añade: «El camino intermedio, compuesto por ambas formas de vida, resulta normalmente el más útil para resolver esas tensiones, que con frecuencia se agudizan si se elige un solo tipo de vida; en cambio, se suavizan mejor alternando las dos formas» (o.c., 134: ib., col 91 B).

San Isidoro busca en el ejemplo de Cristo la confirmación definitiva de una correcta orientación de vida y dice: «El Salvador, Jesús, nos dio ejemplo de vida activa cuando, durante el día, se dedicaba a hacer signos y milagros en la ciudad, pero mostró la vida contemplativa cuando se retiraba a la montaña y pasaba la noche dedicado a la oración» (o.c. 134: ib.). A la luz de este ejemplo del divino Maestro, san Isidoro concluye con esta enseñanza moral: «Por eso, el siervo de Dios, imitando a Cristo, debe dedicarse a la contemplación sin renunciar a la vida activa. No sería correcto obrar de otra manera, pues del mismo modo que se debe amar a Dios con la contemplación, también hay que amar al prójimo con la acción. Por tanto, es imposible vivir sin la presencia de ambas formas de vida, y tampoco es posible amar si no se hace la experiencia tanto de una como de otra» (o.c., 135: ib., col 91 C).

Creo que esta es la síntesis de una vida que busca la contemplación de Dios, el diálogo con Dios en la oración y en la lectura de la Sagrada Escritura, así como la acción al servicio de la comunidad humana y del prójimo. Esta síntesis es la lección que el gran obispo de Sevilla nos deja a los cristianos de hoy, llamados a dar testimonio de Cristo al inicio de un nuevo milenio.

Santo Padre emérito Benedicto XVI: catequesis sobre san Isidoro de Sevilla

Audiencia General del miércoles, 18 de junio de 2008

Propósito

Ser el primero en disculparme y poner una sonrisa tras una discusión.

Diálogo con Cristo

Señor, me llamas a ser sal y luz para los demás; a ser reflejo de tu amor y misericordia. Ayúdame, Señor, a ser dócil al Espíritu Santo, para que sea el sagrado Paráclito quien muestre al testigo auténtico de tu amor.

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