Mateo 12, 1-8. Viernes de la 15.ª semana del Tiempo Ordinario. La verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo; esto es lo que da valor al culto y a la práctica de los preceptos.
En aquel tiempo, Jesús atravesaba unos sembrados y era un día sábado. Como sus discípulos sintieron hambre, comenzaron a arrancar y a comer las espigas. Al ver esto, los fariseos le dijeron: «Mira que tus discípulos hacen lo que no está permitido en sábado». Pero él les respondió: «¿No han leído lo que hizo David, cuando él y sus compañeros tuvieron hambre, cómo entró en la Casa de Dios y comieron los panes de la ofrenda, que no les estaba permitido comer ni a él ni a sus compañeros, sino solamente a los sacerdotes? ¿Y no han leído también en la Ley, que los sacerdotes, en el Templo, violan el descanso del sábado, sin incurrir en falta? Ahora bien, yo les digo que aquí hay alguien más grande que el Templo. Si hubieran comprendido lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios, no condenarían a los inocentes. Porque el Hijo del hombre es dueño del sábado».
Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede
Lecturas
Primera lectura: Libro del Éxodo, Éx 11, 10; 12, 14
Salmo: Sal 116(115)
Oración introductoria
Padre Santo, me pongo en tu presencia mientras contemplo a tu Hijo en la cruz. Te imploro por la luz de tu Espíritu Santo para comprender en esta oración qué es lo que tengo que hacer para crecer en el amor. Dame tu gracia para amar como Tú amas.
Petición
Señor, hazme comprender el auténtico sentido de tu Palabra, para vivirla y poder ser ejemplo de vida cristiana.
Meditación del Santo Padre Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo está una expresión del profeta Oseas, que Jesús retoma en el Evangelio: «Quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6, 6). Se trata de una palabra clave, una de las palabras que nos introducen en el corazón de la Sagrada Escritura. El contexto, en el que Jesús la hace suya, es la vocación de Mateo, de profesión «publicano», es decir, recaudador de impuestos por cuenta de la autoridad imperial romana; por eso mismo, los judíos lo consideraban un pecador público. Después de llamarlo precisamente mientras estaba sentado en el banco de los impuestos —ilustra bien esta escena un celebérrimo cuadro de Caravaggio—, Jesús fue a su casa con los discípulos y se sentó a la mesa junto con otros publicanos. A los fariseos escandalizados, les respondió: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. (…) No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 12-13). El evangelista san Mateo, siempre atento al nexo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, en este momento pone en los labios de Jesús la profecía de Oseas: «Id y aprended lo que significa: «Misericordia quiero y no sacrificios»».
Es tal la importancia de esta expresión del profeta, que el Señor la cita nuevamente en otro contexto, a propósito de la observancia del sábado (cf. Mt 12, 1-8). También en este caso, Jesús asume la responsabilidad de la interpretación del precepto, revelándose como «Señor» de las mismas instituciones legales. Dirigiéndose a los fariseos, añade: «Si comprendierais lo que significa: «Misericordia quiero y no sacrificios», no condenaríais a personas sin culpa» (Mt 12, 7). Por tanto, Jesús, el Verbo hecho hombre, «se reconoció», por decirlo así, plenamente en este oráculo de Oseas; lo hizo suyo con todo el corazón y lo realizó con su comportamiento, incluso a costa de herir la susceptibilidad de los jefes de su pueblo. Esta palabra de Dios nos ha llegado, a través de los Evangelios, como una de las síntesis de todo el mensaje cristiano: la verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. Esto es lo que da valor al culto y a la práctica de los preceptos.
Dirigiéndonos ahora a la Virgen María, pidamos por su intercesión vivir siempre en la alegría de la experiencia cristiana. Que la Virgen, Madre de la Misericordia, suscite en nosotros sentimientos de abandono filial a Dios, que es misericordia infinita; que ella nos ayude a hacer nuestra la oración que san Agustín formula en un famoso pasaje de sus Confesiones: «¡Señor, ten misericordia de mí! Mira que no oculto mis llagas. Tú eres el médico; yo soy el enfermo. Tú eres misericordioso; yo, lleno de miseria. (…) Toda mi esperanza está puesta únicamente en tu gran misericordia» (X, 28. 39; 29. 40).
Santo Padre Benedicto XVI
Ángelus del domingo, 8 de junio de 2008
Catecismo de la Iglesia Católica, CEC
I. La misericordia y el pecado
1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).
1847 Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).
1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:
«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).
Catecismo de la Iglesia Católica
Propósito
Procurar un estilo de vida más sencillo y sobrio para ser solidario con los necesitados.
Diálogo con Cristo
«Vivir con los pies bien plantados en la tierra, atentos a las situaciones concretas del prójimo, y, al mismo tiempo, teniendo el corazón en el Cielo, sumergido en la misericordia de Dios». Permite, Señor, que ésta sea mi actitud, mi estilo de vida. No evadir egoístamente los problemas, afrontarlos sabiendo que Tú estás conmigo, viviendo auténticamente mi libertad, dando a mi vida la trascendencia para la cual fue creada.
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