Evangelio del día: La Exaltación de la Santa Cruz

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Juan 3, 13-17. Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Cristo se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Dios realizó este itinerario por amor; no hay otra explicación.

Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Números, Nm 21, 4b-9

Salmo: Sal 78(77), 1-2.34-38

Oración introductoria

Padre santo, ayúdame a buscar lo que me haga crecer en el amor, para darte gloria y servir mejor a los demás: bienes que duren y valgan para la eternidad. Y, aunque no me guste ni me atreva a buscarla, que sepa renunciar a mí mismo para tomar mi cruz y seguirte.

Petición

Señor, dame la fortaleza para tomar mi cruz y seguir los pasos de tu Hijo.

Meditación del Santo Padre Francisco

Historia del hombre e historia de Dios se entrecruzan en la cruz. Una historia esencialmente de amor. Un misterio inmenso, que por nosotros solos no podemos comprender. ¿Cómo «probar esa miel de áloe, esa dulzura amarga del sacrificio de Jesús»? El Papa Francisco indicó el modo [este día], 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, durante la misa matutina.

Comentando las lecturas del día, tomadas de la carta a los Filipenses (2, 6-11) y del Evangelio de Juan (3, 13-17), el Pontífice dijo que es posible comprender «un poquito» el misterio de la cruz «de rodillas, en la oración», pero también con «las lágrimas». Es más, son precisamente las lágrimas las que «nos acercan a este misterio». En efecto, «sin llorar», sobre todo sin «llorar en el corazón, jamás entenderemos este misterio». Es el «llanto del arrepentido, el llanto del hermano y de la hermana que mira tantas miserias humanas y las mira también en Jesús, de rodillas y llorando». Y, sobre todo, evidenció el Papa, «¡jamás solos!». Para entrar en este misterio que «no es un laberinto, pero se le parece un poco», tenemos siempre «necesidad de la Madre, de la mano de la mamá». Que María —añadió— «nos haga sentir cuán grande y cuán humilde es este misterio, cuán dulce como la miel y cuán amargo como el áloe».

Los padres de la Iglesia, como recordó el Papa, «comparaban siempre el árbol del Paraíso con el del pecado. El árbol que da el fruto de la ciencia, del bien, del mal, del conocimiento, con el árbol de la cruz». El primer árbol «había hecho mucho mal», mientras que el árbol de la cruz «nos lleva a la salvación, a la salud, perdona aquel mal». Este es «el itinerario de la historia del hombre». Un camino que permite «encontrar a Jesucristo Redentor, que da su vida por amor». Un amor que se manifiesta en la economía de la salvación, como recordó el Santo Padre, según las palabras del evangelista Juan. Dios —dijo el Papa— «no envió al Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que el mundo sea salvado por medio de Él». ¿Y cómo nos salvó? «Con este árbol de la cruz». A partir del otro árbol comenzaron «la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia de querer conocer todo según nuestra mentalidad, según nuestros criterios, también según la presunción de ser y llegar a ser los únicos jueces del mundo». Esta —prosiguió— «es la historia del hombre». En el árbol de la cruz, en cambio, está la historia de Dios, quien «quiso asumir nuestra historia y caminar con nosotros».

Es justamente en la primera lectura que el apóstol Pablo «resume en pocas palabras toda la historia de Dios: Jesucristo, aún siendo de la condición de Dios, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios». Sino que —explicó— «se despojó de sí mismo, asumiendo una condición de siervo, hecho semejante a los hombres». En efecto Cristo «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz». Es tal «el itinerario de la historia de Dios». ¿Y por qué lo hace?, se preguntó el Obispo de Roma. La respuesta se encuentra en las palabras de Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna». Dios —concluyó el Papa— «realiza este itinerario por amor; no hay otra explicación».

Santo Padre Francisco: El árbol de la cruz

Homilía del sábado, 14 de septiembre de 2013

Catecismo de la Iglesia Católica, CEC

II. La muerte redentora de Cristo en el designio divino de salvación

 «Jesús entregado según el preciso designio de Dios»

599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: «Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han «entregado a Jesús» (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.

600 Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de «predestinación» incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: «Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado» (Hch 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).

«Muerto por nuestros pecados según las Escrituras»

601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del «Siervo, el Justo» (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber «recibido» (1 Co 15, 3) que «Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras» (ibíd.: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).

«Dios le hizo pecado por nosotros»

602 En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros» (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), «a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21).

603 Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, «Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32) para que fuéramos «reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10).

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal

604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8).

605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: «De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños» (Mt 18, 14). Afirma «dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: «no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo» (Concilio de Quiercy, año 853: DS, 624).

Catecismo de la Iglesia Católica

Propósito

Adoptar una actitud positiva (y no quejarme) ante las dificultades de este día para seguir a Cristo en el camino de la cruz.

Diálogo con Cristo

[Es mejor si este diálogo se hace espontáneamente, de corazón a Corazón] Señor, no es fácil ser tu amigo en la cruz. La tentación a escapar o renegar de la realidad, cuando se presentan los problemas, fácilmente me domina. Gracias por esta meditación que me confirma que puedo confiar en que, con tu gracia, puedo perseverar hasta el final. No puedo esperar gozar de una eternidad gloriosa, llena de fiesta y de alegría, si no derramo, por amor a Ti y a mis hermanos, un poco de sangre, sudor y lágrimas en la tierra.

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