Evangelio del día: Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

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Lucas 2, 16-21. Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Tiempo de Navidad (1 de enero). María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano.

Fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se el puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Angel antes de su concepción.

Sagrada Escritura en el portal web de la Santa Sede

Lecturas

Primera lectura: Libro de los Números, Núm 6, 22-27

Salmo: Sal 67(66), 2-3.5.6.8

Segunda lectura: Carta de san Pablo a los Gálatas, Gál 4, 4-7

Oración introductoria

Gracias, Señor, por permitir que inicie este año buscando tener un momento de intimidad contigo en la oración. Invoco a tu santísima Madre para que me ayude a contemplar su ejemplo y virtudes. Ruego al Espíritu Santo que infunda en mí su luz y fortaleza para crecer en la humildad de los pastores.

Petición

Señor, ayúdame a incrementar mi amor por María.

Meditación del Santo Padre Francisco

La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-25). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.

El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.

Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.

Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos— con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. Pero es algo más: es el sensus fidei del santo pueblo fiel de Dios, que nunca, en su unidad, nunca se equivoca.

María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).

Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, a todos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.

La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz y de Dios; y la invocamos todos juntos :, y os invito a invocarla tres veces, imitando a aquellos hermanos de Éfeso, diciéndole: ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! Amén.

Santo Padre Francisco

Homilía del miércoles, 1 de enero de 2014

Meditación del Santo Padre emérito Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas

«Que Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros». Así, con estas palabras del Salmo 66, hemos aclamado, después de haber escuchado en la primera lectura la antigua bendición sacerdotal sobre el pueblo de la alianza. Es particularmente significativo que al comienzo de cada año Dios proyecte sobre nosotros, su pueblo, la luminosidad de su santo Nombre, el Nombre que viene pronunciado tres veces en la solemne fórmula de la bendición bíblica. Resulta también muy significativo que al Verbo de Dios, que «se hizo carne y habitó entre nosotros» como la «luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1,9.14), se le dé, ocho días después de su nacimiento – como nos narra el evangelio de hoy – el nombre de Jesús (cf. Lc 2,21).

Estamos aquí reunidos en este nombre. Saludo de corazón a todos los presentes, en primer lugar a los ilustres Embajadores del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Saludo con afecto al Cardenal Bertone, mi Secretario de Estado, y al Cardenal Turkson, junto a todos los miembros del Pontificio Consejo Justicia y Paz; a ellos les agradezco particularmente su esfuerzo por difundir el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que este año tiene como tema «Bienaventurados los que trabajan por la paz».

A pesar de que el mundo está todavía lamentablemente marcado por «focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado», así como por distintas formas de terrorismo y criminalidad, estoy persuadido de que «las numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la paz. El deseo de paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda… El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios. Todo esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en las palabras de Jesucristo: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9)» (Mensaje, 1). Esta bienaventuranza «dice que la paz es al mismo tiempo un don mesiánico y una obra humana …Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación» (ibíd., 2 y 3). Sí, la paz es el bien por excelencia que hay que pedir como don de Dios y, al mismo tiempo, construir con todas las fuerzas.

Podemos preguntarnos: ¿Cuál es el fundamento, el origen, la raíz de esta paz? ¿Cómo podemos sentir la paz en nosotros, a pesar de los problemas, las oscuridades, las angustias? La respuesta la tenemos en las lecturas de la liturgia de hoy. Los textos bíblicos, sobre todo el evangelio de san Lucas que se ha proclamado hace poco, nos proponen contemplar la paz interior de María, la Madre de Jesús. A ella, durante los días en los que «dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7), le sucedieron muchos acontecimientos imprevistos: no solo el nacimiento del Hijo, sino que antes un extenuante viaje desde Nazaret a Belén, el no encontrar sitio en la posada, la búsqueda de un refugio para la noche; y después el canto de los ángeles, la visita inesperada de los pastores. En todo esto, sin embargo, María no pierde la calma, no se inquieta, no se siente aturdida por los sucesos que la superan; simplemente considera en silencio cuanto sucede, lo custodia en su memoria y en su corazón, reflexionando sobre eso con calma y serenidad. Es esta la paz interior que nos gustaría tener en medio de los acontecimientos a veces turbulentos y confusos de la historia, acontecimientos cuyo sentido no captamos con frecuencia y nos desconciertan.

El texto evangélico termina con una mención a la circuncisión de Jesús. Según la ley de Moisés, un niño tenía que ser circuncidado ocho días después de su nacimiento, y en ese momento se le imponía el nombre. Dios mismo, mediante su mensajero, había dicho a María –y también a José– que el nombre del Niño era «Jesús» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31); y así sucedió. El nombre que Dios había ya establecido aún antes de que el Niño fuera concebido se le impone oficialmente en el momento de la circuncisión. Y esto marca también definitivamente la identidad de María: ella es «la madre de Jesús», es decir la madre del Salvador, del Cristo, del Señor. Jesús no es un hombre como cualquier otro, sino el Verbo de Dios, una de las Personas divinas, el Hijo de Dios: por eso la Iglesia ha dado a María el título de Theotokos, es decir «Madre de Dios».

La primera lectura nos recuerda que la paz es un don de Dios y que está unida al esplendor del rostro de Dios, según el texto del Libro de los Números, que transmite la bendición utilizada por los sacerdotes del pueblo de Israel en las asambleas litúrgicas. Una bendición que repite tres veces el santo nombre de Dios, el nombre impronunciable, y uniéndolo cada vez a dos verbos que indican una acción favorable al hombre: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine el Señor su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (6,24-26). La paz es por tanto la culminación de estas seis acciones de Dios en favor nuestro, en las que vuelve el esplendor de su rostro sobre nosotros.

Para la sagrada Escritura, contemplar el rostro de Dios es la máxima felicidad: «lo colmas de gozo delante de tu rostro», dice el salmista (Sal 21,7). Alegría, seguridad y paz, nacen de la contemplación del rostro de Dios. Pero, ¿qué significa concretamente contemplar el rostro del Señor, tal y como lo entiende el Nuevo Testamento? Quiere decir conocerlo directamente, en la medida en que es posible en esta vida, mediante Jesucristo, en el que se ha revelado. Gozar del esplendor del rostro de Dios quiere decir penetrar en el misterio de su Nombre que Jesús nos ha manifestado, comprender algo de su vida íntima y de su voluntad, para que vivamos de acuerdo con su designio de amor sobre la humanidad. Lo expresa el apóstol Pablo en la segunda lectura, tomada de la Carta a los Gálatas (4,4-7), al hablar del Espíritu que grita en lo más profundo de nuestros corazones: «¡Abba Padre!». Es el grito que brota de la contemplación del rostro verdadero de Dios, de la revelación del misterio de su Nombre. Jesús afirma: «He manifestado tu nombre a los hombres» (Jn 17,6). El Hijo de Dios que se hizo carne nos ha dado a conocer al Padre, nos ha hecho percibir en su rostro humano visible el rostro invisible del Padre; a través del don del Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, nos ha hecho conocer que en él también nosotros somos hijos de Dios, como afirma san Pablo en el texto que hemos escuchado: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba Padre!»» (Ga 4,6).

Queridos hermanos, aquí está el fundamento de nuestra paz: la certeza de contemplar en Jesucristo el esplendor del rostro de Dios Padre, de ser hijos en el Hijo, y de tener así, en el camino de nuestra vida, la misma seguridad que el niño experimenta en los brazos de un padre bueno y omnipotente. El esplendor del rostro del Señor sobre nosotros, que nos da paz, es la manifestación de su paternidad; el Señor vuelve su rostro sobre nosotros, se manifiesta como Padre y nos da paz. Aquí está el principio de esa paz profunda –«paz con Dios»– que está unida indisolublemente a la fe y a la gracia, como escribe san Pablo a los cristianos de Roma (cf. Rm 5,2). No hay nada que pueda quitar a los creyentes esta paz, ni siquiera las dificultades y sufrimientos de la vida. En efecto, los sufrimientos, las pruebas y las oscuridades no debilitan sino que fortalecen nuestra esperanza, una esperanza que no defrauda porque «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).

Que la Virgen María, a la que hoy veneramos con el título de Madre de Dios, nos ayude a contemplar el rostro de Jesús, Príncipe de la Paz. Que nos sostenga y acompañe en este año nuevo; que obtenga para nosotros y el mundo entero el don de la paz. Amén.

Santo Padre emérito Benedicto XVI

Homilía del martes, 1 de enero de 2013

Propósito

Si queremos salir de estas Navidades «glorificando y alabando a Dios por todo lo que hemos visto y oído» y de habernos encontrado con Cristo niño, hace falta desprendimiento de nosotros mismos, humildad y oración. Y así, todos los que nos escuchen se maravillarán de las cosas que les decimos.

Diálogo con Cristo

Gracias, Señor, porque hoy me muestras la fe de la Virgen, que meditaba todos los acontecimientos en su corazón. Y los pastores, qué gran lección de humildad y de amor. No preguntan, no cuestionan, con sencillez aceptan el anuncio y salen maravillados después de contemplar a Jesús. Permite, Señor, que en este nuevo año sepa cultivar la unión contigo en la oración, para que pueda verte en todos los acontecimientos. Para ello sé que se necesita más que el deseo o la buena intención, tengo que hacer una opción radical por la oración, que me lleve a dedicarte lo mejor de mi tiempo.

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